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sábado, 16 de marzo de 2024

El lenguaje que une a la humanidad. Yokoi Kenji, trabajador social y conferenciante

Margaret Atwood:

«Crecí en una casa en el bosque, y no sabría decir si éramos ricos o pobres. Cultivábamos nuestros propios alimentos, no nos comparábamos con nadie. Me inculcaron que debía ser autosuficiente. Me independicé muy joven. El dinero es muy importante para las mujeres; el hecho de depender económicamente de otra persona altera de forma radical nuestro punto de vista.»

domingo, 10 de marzo de 2024

Los huesos de la ternura | Por Irene Vallejo

Antígona es no solo la imagen del cuidado sino de la rebelde e insumisa frente al poder. Cuando a mi padre le diagnosticaron cáncer, brotaron mis majestuosas, negras, hinchadas ojeras. El uniforme de quienes cuidan está tejido con la seda de las noches rasgadas y los jirones de sueño. Tal vez por eso simpatizo inmediatamente con la gran familia de los exhaustos, con esos ojos que bostezan desde un periscopio de sombra. Fuimos bebés, seremos viejos, sufriremos enfermedades. Con suerte, habrá en la familia personas generosas dispuestas a atendernos. Pero pagarán un precio: dejar el trabajo, malabarismos horarios y descalabros salariales, la desaparición del tiempo propio, aislamiento, ansiedad, los insomnios y el cansancio prohibido, el bucle de exigencia y exasperación, correr tensas y disparatadas de una tarea a otra sin alcanzar nunca a cumplir lo bastante. Un glacial sentimiento de expulsión. La sociedad entera descansa sobre esos esfuerzos no remunerados, sigilosos, sumergidos, a veces incluso penalizados. Hace veinticinco siglos, el poeta Sófocles llevó a escena el callado exilio de quienes deciden cuidar. Edipo en Colono muestra al poderoso rey de otros tiempos, ahora caído en desgracia: expulsado de su ciudad, viejo, ciego, maltrecho y con las manos vacías. Su figura inspiraría el ocaso del Rey Lear, de William Shakespeare. Mientras los hombres de la familia pelean por el trono, Antígona —su hija, su hermana— se adentra en un mundo hostil para ser los ojos del anciano que no ve. Calzada de barro, despeinada y nómada, la chica mendiga cada día alimento para ambos. Lejos de su ciudad, con aspecto magullado, ni ella ni su padre son bienvenidos. La miseria siempre resulta sospechosa, delincuente: algo habrán hecho mal para ser pobres. Cuando Edipo muere, Antígona le ha dedicado los mejores años de su juventud. Lejos de agradecerle sus renuncias, la familia la compadece por seguir soltera: está mortalmente cansada, pero no casada. En la tragedia, Sófocles contrapone dos formas nítidas de entender la vida: los personajes que se mueven por ambición o los que cuidan de otros. Y entre todos, ¿quién es la rebelde, la perseguida, la proscrita, la peligrosa? Antígona, con su pelo alborotado y sus ojeras violeta. Antígona desestabiliza el orden imperante cuando decide atender a quien cae, en lugar de correr en auxilio del vencedor. Esta disyuntiva se sigue planteando en el presente, es el punto de fricción entre dos teorías y dos actitudes: la visión compasiva frente a la competitiva. La comunidad o la cápsula, el sálvese quien pueda o el salvémonos juntos. Son los dos polos entre los que oscilamos en épocas de inclemencias y, en el fondo, tanto al asociarnos como al ensimismarnos, buscamos lo mismo: estar a salvo. Empáticos un día, egocéntricos al siguiente, dudamos entre ambas vías tratando de alcanzar la seguridad, el añorado refugio. Antígona, tras ser princesa y mendiga, tuvo clara su —subversiva— visión. En las cambiantes fortunas del tiempo, con sus quiebras, devaluaciones y pérdidas, lo que hemos dado resultará ser la más segura de nuestras inversiones. Nuestro bienestar es un trabajo en equipo, pero el viejo dilema resurge una y otra vez. Cuando el mundo parece tambalearse, se alzan voces que proclaman un ideal de dorada autonomía, de fuerza, de victorioso aislamiento. Se destinan afilados discursos políticos y enormes sumas a financiar la desconfianza, el quien no corre vuela, la polarización y la privatización del propósito vital. Quienes aporrean nuestros oídos con el apocalipsis suelen vender algún remedio mesiánico: nuestro miedo es el mejor medio para lograr sus fines. Bajo esa promesa salvadora, ahogan las raíces del apoyo mutuo y rompen las redes del tejido común —la hospitalidad, el amparo a los frágiles—. Sin embargo, en campos como la biología evolutiva, la psicología y la sociología, están aflorando sólidos indicios de que los seres humanos somos más colaboradores y menos egoístas de lo que nos hacen creer y nos espolean a ser. Además, recientes investigaciones revelan evidencias neuronales de nuestra predisposición a cooperar. El naturalista Edward O. Wilson explica en Génesis que prosperan más y sobreviven mejor aquellas especies que practican el altruismo. También existe el gen generoso. Pero si ahogamos ese impulso en precariedad y agotamiento, no quedarán fuerzas disponibles para coser alianzas. Y desde los territorios del cuidado, cada vez más abandonados a su suerte, veremos que la factura y la fractura seguirán creciendo; en palabras del peruano César Vallejo, cómo nos van cobrando el alquiler del mundo. Cuenta la leyenda que los hijos de Edipo se enfrentaron por el trono paterno, uno sitiando la ciudad de Tebas con un ejército y otro defendiéndola. En un día de ira, los dos se asesinaron mutuamente: el símbolo de toda guerra civil. El nuevo rey, su tío Creonte, decidió honrar con un grandioso funeral a los leales a la ciudad, pero prohibió bajo pena de muerte enterrar a los atacantes, ordenando que las fieras devorasen los cuerpos de los enemigos de la patria. Ahí transcurre Antígona, otra obra de Sófocles protagonizada por la mujer pálida que reclama su derecho a dar sepultura también al hermano rebelde. Para el vencedor nunca faltarán honores, ella se preocupa por el perdedor. Al caer la noche, otra vez descalza, desobedeciendo el mandato, entierra a escondidas el cadáver prohibido. Al trágico final de esta historia no le falta su punto de negrísima ironía, cuando el nuevo rey dicta sentencia: el cuerpo del muerto será exhumado y abandonado a los perros, mientras a ella la enterrarán viva. La lógica de un mundo al revés. Ese despropósito sigue sucediendo, ahora y aquí, tan cerca: los vivos sepultados bajo montañas de escombros en bombardeos cotidianos, los desaparecidos perpetuos a quienes se niega la certeza de la muerte y el cementerio. Todo ello pese al paso de los milenios, que —pomposa y bigotudamente— declaramos civilizados. Sófocles convirtió a su vagabunda ojerosa en un arquetipo de indomable piedad. En una de las relecturas más recientes del mito, El tercer país, Karina Sainz Borgo desdobla a la tebana en dos personajes. Angustias, madre migrante, busca sepultar a sus hijos recién nacidos después de una travesía de kilómetros con las criaturas guardadas en cajas de zapatos. Visitación regenta un cementerio perdido en la frontera entre Venezuela y Colombia, donde entierra cuerpos que nadie reclama, o cuyos familiares apenas disponen de dinero para darles tumba. Ambas recuperan el rostro exiliado, vagabundo, fugitivo y desheredado de Antígona. Otra reminiscencia de Sófocles, Las sepultureras, de Taina Tervonen, aborda la historia real de una experta en ADN y una antropóloga forense que identifican huesos humanos en las fosas de un país inconsolable —Bosnia–Herzegovina— para devolver los muertos a sus familias. Todas ellas saben que los vivos, sobre todo los vivos, necesitan descansar en paz. La etimología de “cuidar” procede del latín cogitare, “pensar”; “médico” deriva de “meditar”. La máxima cogito ergo sum podría dar lugar a un audaz “cuido, luego existo”. Mientras parecen avanzar los argumentos implacables que nos empujan a una carrera ciega y despiadada, Antígona encarna la comunidad del cuidado, la mirada ojerosa que decidió ser generosa. La llamada a poner el sentido común al servicio del sentido de lo común. Permitir que los egoísmos nos atomicen es un desatino: somos el destino de los demás. https://www.milenio.com/cultura/laberinto/los-huesos-de-la-ternura-por-irene-vallejo

domingo, 11 de febrero de 2024

La sabiduría del caracol

4 El caracol, nos explica Iván Illich,[1] construye la delicada arquitectura de su concha añadiendo una espiral más grande después de la otra hasta que se detiene bruscamente y comienza un devanado decreciente. Añadir una sola espiral le daría a su concha una dimensión dieciséis veces mayor. En lugar de contribuir al bienestar del animal más crecimiento lo agobiaría. A partir de este punto, cualquier aumento en su productividad serviría solamente para paliar las dificultades creadas por este agrandamiento de la concha más allá de los límites fijados para su finalidad. Pasado el punto límite del agrandamiento de las espirales, los problemas del crecimiento excesivo se multiplican en progresión geométrica, mientras que la capacidad biológica del caracol no puede seguir sino una progresión aritmética en el mejor de los casos. Al divorciarse de la razón geométrica, de la que estuvo casado por un tiempo, el caracol nos muestra el camino para pensar en una sociedad en descrecimiento, alegre y convivencial.[2] Tres movimientos sociales contemporáneos, cercanos al ecologismo, han adoptado como emblema la figura del caracol: Slow Food International (Comida lenta), Movimiento Zapatista (EZLN) y Degrowth (Descrecimiento) El crecimiento sin límites es enemigo del clima, la ecología, el medio ambiente y la diversidad cultural. Todo aquello que se ha vuelto demasiado grande, que ha crecido demasiado, que ha sobrepasado los umbrales que le permiten coexistir con los seres vivientes debe ser combatido permanentemente por las personas responsables y las organizaciones sociales y civiles que buscan la Paz y la permanencia de la diversidad cultural y biológica. La sociedad industrial, sustentada en el crecimiento económico sin límites, y en los mitos del progreso, el desarrollo y la modernización tecnológica, ha creado demasiados productos y organizaciones contrarios a la Naturaleza y la convivencia pacífica; ha creado un sistema político y económico (la alianza entre el Estado y el Mercado) que pone en peligro la existencia de la Humanidad. Esta sociedad de crecimiento ha creado semillas manipuladas (OGM) materiales, como los plásticos, máquinas como, los autos y los aviones, generación de electricidad, como las centrales nucleares y equipos, como los IPads, computadoras y wifis que destruyen con gran eficacia la riqueza natural y cultural de los territorios. Este crecimiento económico desquiciado ha creado tumores urbanos, como lo son las infraestructuras o megaproyectos de muerte: supercarreteras, los grandes aeropuertos, los trenes de Alta Velocidad, los grandes puertos de carga, las vías rápidas, los segundos pisos, las torres, los grandes centros comerciales, las ciudades industriales, las ciudades universitarias, las ciudades para la salud, las ciudades para el turismo, las bases militares, las megalópolis, entre otras. Tenemos hoy día, en el mundo, demasiados transportes, tubos, motores, celulares y demasiadas antenas, bombas, pavimentaciones, edificaciones, computadoras. En el último siglo, se democratizan en el mundo las malas costumbres que tenían los millonarios de hace más de un siglo: el uso del excusado con agua potable, los consumos por persona, de agua potable mayores a 30 litros diarios y de electricidad mayores a 30 kWh mensuales, la posesión de un auto y al menos un viaje al año en avión de ida y vuelta. Hoy día, tenemos en el mundo demasiadas personas que consumen demasiado carbón, gas y petróleo; demasiada agua, electricidad y gasolinas; que consumen demasiados metales, maderas, tierras raras, bueyes, cerdos, corderos, pollos, huevos, quesos; demasiadas vacas, gallinas, aguas embotelladas. Actualmente, se consume demasiado empaque y embalaje; demasiado plástico, papel, agroquímicos, pesticidas, aditivos para los alimentos. Hay muchos aspectos que tenemos que someter a un proceso de descrecimiento, para recuperar la vida en la Tierra. Por el bien de la Humanidad, la producción industrial debe reducirse al mínimo, para abrir paso a la Relocalización de la producción y el consumo de los alimentos y otros básicos: producción local (artesanal) para consumo local, en lugar de la producción global, para consumo global que realizan principalmente los países del Sur global, para el consumo del Norte global.