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domingo, 11 de junio de 2023

Carta de Albert Camus a su maestro ( cuando dieron el Nobel )

Querido señor Germain: He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Le mando un abrazo de todo corazón. Albert Camus

sábado, 10 de junio de 2023

La utilidad de lo inútil en nuestra vida. Nuccio Ordine, profesor y escritor

Qué es el ‘quiet quitting’ y su significado: ¿por qué se llama ‘dimitir’ a hacer aquello por lo que te pagan en el trabajo?

Expertos explican por qué se está convirtiendo en tendencia esta actitud laboral la ‘renuncia silenciosa’, una práctica que no es realmente nueva. Por Adriana Silvente Después del ‘síndrome del trabajador quemado’ o de la ‘gran dimisión’, llega el quiet quitting, una nomenclatura surgida en redes sociales y que intenta hacer frente a un trabajo que está costando más de la cuenta. Pero ¿qué es el quiet quitting? y ¿por qué este término está suscitando debate? Qué es el quiet quitting El quiet quit es una actitud o filosofía de trabajo que, de momento, está en los márgenes de la lengua. Aunque la expresión todavía no está reconocida por los diccionarios oficiales, el Urban Dictionary -una web que recopila las definiciones de las nuevas palabras en jerga inglesa- ya recoge diferentes significados para ella: Cuando continúas en tu trabajo de manera presencial pero mentalmente te alejas y haces lo mínimo imprescindible para seguir adelante Término creado por las compañías para hacer referencia a los empleados que desempeñan las tareas que definen su contrato laboral. Típicamente usado para avergonzarlos El significado del quiet quitting -o renuncia silenciosa, en castellano- “depende de la perspectiva del individuo”, cuenta en conversaciones con Newtral.es la doctora Nilu Ahmed, profesora de Ciencias Sociales en la Universidad de Bristol (Reino Unido). Quien renuncia en silencio está cumpliendo con sus deberes en el trabajo, pero se niega a asumir tarea extra, rechaza aquellas funciones por la que no le están pagando. Según Ahmed, la perspectiva de los empleadores es la de la “preocupación”. Los jefes han tenido durante mucho tiempo a trabajadores con tareas añadidas, o simplemente les han estado viendo entrar antes y salir después de su jornada laboral. “Al ver a gente que llega o se va a su hora, o que no asumen ninguna tarea adicional a sus funciones”, opina Ahmed, “los empleadores se están empezando a preocupar por la posible pérdida del trabajo gratuito”. “Para mí, el quiet quitting es cumplir con tu contrato al completo, pero no más. No se trata de hacer el mínimo, es hacer bien tu trabajo, pero no asumir una sobrecarga de trabajo”, define Ahmed. La llamada ‘renuncia silenciosa’, a debate Medios internacionales, como el New York Times o el Wall Street Journal se han hecho eco de publicaciones de usuarios de Tiktok, la mayoría de ellos de las generaciones millenial y Z, para hacer un retrato del debate. “Tú no estás renunciando a tu trabajo, renuncias a la idea de crecer e ir más allá. Sigues haciendo tus tareas pero no te suscribes a la cultura del esfuerzo (…) El trabajo no es tu vida. Tu valor no está definido por tu productividad”, es la explicación viral que ha dado el usuario zaidleppelin para sus más de 11.000 seguidores. También han aparecido contenidos de humor que entienden el quiet quitting como la clásica cultura de hacer el menor esfuerzo posible en el trabajo, lo mínimo para no ser despedido. El divulgador científico Forrest Valkai aprovecha para cuestionar el enfoque que se ha dado al quite quitting desde los medios de comunicación: “Me parece genuinamente ridículo que vivamos en una sociedad en la que tratar a los trabajadores como humanos sea una nueva palabra, donde la dignidad sea una moda viral, donde pedir que te paguen por el trabajo que haces se llame dimitir”. “Se habla mucho de renunciar en silencio, pero se habla muy poco del quiet firing [despido silencioso], que es cuando no le das un aumento a alguien en cinco años a pesar de que sigue haciendo todo lo que le pides”, ironiza otro usuario en Twitter. Jim Harter, científico jefe de la investigación sobre el trabajo y el bienestar de Gallup, relaciona directamente a los trabajadores que abogan por el quiet quitting, con la falta de compromiso. Esto supondría un 54% de los jóvenes -que se declararon no comprometidos con el trabajo– de la última encuesta realizada, tal y como explica en el Wall Street Journal. En la misma línea de pensamiento, para Joe Grasso, director sénior de transformación de la fuerza laboral en Lyra Health, esta renuncia silenciosa es un síntoma clásico de “disminución de la motivación y bajo compromiso”, según declara al Washington Post. Puede manifestarse como “cinismo o apatía”, advierte este experto en trabajo. En el mismo artículo Michelle Hay, directora global de personal de Sedgwick, señala una de las claves de esta tendencia: “Debido al sentimiento de cansancio y frustración que muchos experimentan al final de la pandemia (…) la gente está reevaluando sus prioridades y la desconexión social puede ser parte de este cambio”. Hacer menos puede ser mejor Para la doctora Nilu Ahmed, el término es “poco apropiado”: “Sugiere algo negativo cuando, en realidad, creo que puede ser muy positivo tanto para los empleados como para los empleadores. No creo que la gente esté ‘dimitiendo’ [quitting], están tomando la decisión activa de priorizar el equilibrio en sus vidas. No sacará ningún beneficio de este movimiento quien lo vea como, simplemente, hacer lo mínimo en el trabajo”. La clave es sentirse “realizado” en el trabajo, expone a Newtral.es, pero también crear espacios de satisfacción fuera de él. Desde abril del 2021, empezaron a dejar su trabajo cuatro millones de estadounidenses cada mes. Poco antes, la Organización Mundial de la Salud ya había catalogado el ‘síndrome del trabajador quemado’ (o ‘síndrome del burnout’) como una dolencia relacionada con la jornada laboral. Después del burnout y de la ‘Gran Dimisión’, a Nilu Ahmed el quiet quitting no le pilla por sorpresa. “Los últimos 20 años se han visto a muchas personas unirse a una cultura global de exceso de trabajo, en la que el trabajo no remunerado se ha convertido en una parte esperada de muchos trabajos”, escribe esta profesora de Ciencias Sociales, “después de múltiples recesiones y una pandemia global, los milenials y la generación Z, a menudo no tienen las mismas oportunidades laborales y de seguridad financiera que sus padres. Muchos jóvenes en trabajos profesionales, que esperaban una progresión relativamente sencilla, han luchado con contratos precarios, incertidumbres laborales y han tratado de subirse a la escalera de la vivienda. Hay quienes constantemente dedican horas extra y van más allá en el trabajo para tratar de asegurar promociones y bonificaciones, pero aún así siguen teniendo dificultades”. Los estudios han demostrado que el nuevo modelo de trabajo híbrido derivado del teletrabajo y la pandemia no reduce la productividad. Al mismo tiempo, los niveles de agotamiento y ansiedad crecen. Por eso, según Ahmed, esta renuncia podría ser “una respuesta para manejar la espiral de preocupación y sobrecarga de trabajo y, así, reducir la ansiedad”. El quiet quitting es tendencia en sociedades como la americana o la inglesa, donde la cultura del trabajo está más que reafirmada. “Es una función del capitalismo convencer a la gente de que si trabajan más duro, conseguirán más -más ascensos, más salario, etc.- y por eso la gente se ha pasado décadas trabajando más allá de las tareas esperadas, por conseguir la recompensa que viene después del esfuerzo adicional”, recuerda Ahmed. Este esfuerzo, explica, le ha regalado muchas horas de trabajo gratis a las empresas. Y el quiet quitting no es más que “reclamar ese tiempo”, concluye. Fuentes Dr. Nilufar Ahmed, CPsychol, FHEA, Senior Lecturer in Social Sciences. ‘If Your Co-Workers Are ‘Quiet Quitting’, Here’s What That Means. The Wall Street Journal’. ‘Quiet quitting: why doing less at work could be good for you – and your employer. The Conversation’. Urban Dictionary.

¿NECESITAMOS DESCANSAR DE NOSOTROS MISMOS?

Cada vez más autores defienden una productividad marcada por el ritmo de la vida y la naturaleza, y no en contra de estas. En una sociedad donde los problemas de salud mental y la carga de trabajo se acrecientan constantemente, la necesidad (y la tentación) de pararlo todo cada vez es mayor. Artículo «Sucede que me canso de ser hombre», relataba Pablo Neruda en el poema Walking Around, uno de todos aquellos que forman parte del libro Residencia en la Tierra, donde el escritor exploraba el cansancio y la desidia de sentirse atrapado en la rutina de una sociedad que parece indiferente ante el vacío de nuestra propia existencia. Todos nos hemos sentido desafectados en algún momento de nuestras vidas y, sin embargo, parece que aburrirse no deja de ser una imposibilidad en nuestra realidad nacional. Los datos del INE ratifican que España ha alcanzado la mayor tasa de pluriempleo desde el año 2008. Para ser exactos, 548.000 ciudadanos tienen actualmente varios trabajos. Y los tienen por dos motivos principales. El primer motivo es económico: tener un empleo ya no garantiza llegar a fin de mes; se trata del nuevo perfil socioeconómico que asedia las conocidas colas del hambre. Hasta 13 millones de personas podrían estar en riesgo de exclusión, según la Red Europea de Lucha contra la Pobreza. El segundo motivo, en cambio, es un asunto de conciliación. Este mismo contexto llamado España sigue escupiendo testimonios que denotan lo complejo de las estructuras productivas y sociales. Hoy, por ejemplo, asistimos a la constante escalada en materia de absentismo laboral, con cifras que se elevan hasta el 12%. Según el informe elaborado por Randstadt en colaboración con el INE, un 22% de los trabajadores situados dentro de estas cifras ni siquiera justifica su ausencia. La productividad del malestar Descifrar los datos de productividad en relación con el bienestar personal y social es una ardua tarea, especialmente cuando España cuenta con una de las tasas de productividad más bajas de las grandes potencias del euro, justo siete puntos por debajo de la media de la Unión Europea (y que según Eurostat no repunta de la base de 100 puntos de referencia europea desde, al menos, 2005). ¿Cuán unida se encuentra esta tasa a nuestro malestar, paradójicamente cada vez más alto? ¿Hasta qué punto la vulnerabilidad estructural de algunos colectivos amenaza no sólo su propia viabilidad, sino su capacidad de decisión? Las sociedades son estructuras de comportamientos organizados que nos permiten interactuar diariamente con cierto automatismo, razón por la cual muchas de nuestras rutinas diarias se producen «sin pensar». Día a día, asumimos distintos roles que permiten mantener el orden social que protege la comunidad. Por eso, si nos preguntamos acerca de la necesidad de tomar un respiro de nuestras rutinas u «oxigenarnos de nosotros mismos», la respuesta podría bifurcarse según el ángulo que juegue cada uno en el complejo tablero social. No sería ninguna exageración decir que parte de las múltiples decisiones que tenemos que tomar a diario podrían suponer una verdadera carrera de obstáculos para aquellos colectivos más vulnerables, marcando doblemente su propia desventaja. ¿Hasta qué punto la vulnerabilidad estructural de algunos colectivos amenaza no sólo su propia viabilidad, sino que merma su capacidad para tomar decisiones? Están, en resumen, ante la «falacia» de la igualdad de oportunidades. El año que se acerca no será menos intenso que los anteriores, con múltiples desafíos que atestiguan el marcado carácter de incertidumbre en el que habitamos. El nuevo rendimiento productivo parece afrontar la necesidad de aceptar que la incertidumbre es parte de nuestra rutina. Durante años, han sido muchas las voces relevantes que han denunciado la incongruencia de habitar un planeta, una vida, una rutina y unas tareas sin ser habitadas realmente. Es el caso de La sociedad del cansancio, de Byung-Chul Han, donde se señala –junto a tantos otros ensayos– la necesidad de «producir» al son de la vida y no en contra de esta. Es decir, de apostar por la adaptabilidad constante como antídoto a una vida de felicidad tóxica acrecentada por un ritmo productivo que no se puede entender como progreso si este nos hace consumir psicofármacos (para poder, precisamente, producir hasta la extenuación). Asimismo, es probable que cada vez destaque más el valor de la comunidad en una sociedad que se ha visto marcada por el auge del yo, especialmente tras la capacidad del canal digital de erigirse en fuente de auto empleo. Cada vez parece más necesario empoderar el valor de la inteligencia colectiva que resulta de la comunidad para combatir los altos ratios de soledad y las terribles cifras que resquebrajan una salud mental abatida por el estrés, la ansiedad y la desafección. El 2023 ofrece la oportunidad de marcar un punto y aparte no solo a la hora de adaptar la personalización de las estructuras laborales, sino también a la hora de abogar por la autenticidad que alberga la diversidad humana. Se trata de la oportunidad de articular una productividad saludable (es decir, una que no cae ni peca en tóxicas falacias de felicidad corrosiva sujetas a los delirios de las audiencias digitales, que miden el valor del éxito en volumen de likes y menciones). La productividad no es –o no debería ser– sujeto de audiencia, sino de justos equilibrios vitales –comenzando por nosotros mismos– frutos de cadenas de valor saludables; sólo así generaremos un crecimiento sostenido y sostenible. El ser humano tiene que agotarse porque es parte de su propia naturaleza. La inquietud, el aburrimiento, la búsqueda de la mejora diaria, la ilusión del encuentro de lo nuevo y la expansión de aquel que evoluciona no tiene que resultar ajeno a nuestro día a día. Nuestra naturaleza debe ser resistente, siempre y cuando se sujete al ritmo real vitalicio que impone nuestro equilibro integrado por cuerpo y mente. La vida es vida cuando se vive, y a veces vivir conlleva inquietud y agotamiento, pero no es ni mucho menos un síntoma insano; más bien todo lo contrario: no hay nada más saludable que cansarse de vez en cuando (al menos, esquivando una vida vacía).

“Los cuidados paliativos son una especialidad quijotesca”

Dice Eduardo Bruera que, si no puede salvarte la vida, “yo, como médico, me quedo contigo”. Bruera es considerado el padre de los cuidados paliativos. Médico, investigador y docente, nació en Rosario (Argentina) en 1955; estudió en su ciudad natal y se especializó en oncología, en la Universidad del Salvador (Buenos Aires). De ahí voló a Canadá, al Departamento de Oncología de la Universidad de Alberta, para acabar aterrizando en Houston, donde en 1999 fundó, en el MD Anderson Cancer Center, el departamento de Medicina Paliativa, Rehabilitación y Medicina Integrativa. Se trata del mayor centro de cuidados paliativos de los Estados Unidos, y él es el director. Como es lógico, Bruera tiene que lidiar todos los días con la muerte, aunque es “Dr. Vida”. Para él, el centro es el paciente, no la enfermedad. No en vano, la primera diapositiva de cualquier presentación que haga es un momento para don Juan: un paciente con caquexia neoclásica, portador de los problemas que motivan su disertación. Primero, don Juan y su familia. Luego, todo lo demás. Didáctico. Además de médico, Eduardo Bruera también es maestro. La Universidad Internacional de Catalunya (UIC Barcelona), a petición de la Cátedra WeCare: Atención al Final de la Vida, lo ha investido doctor honoris causa porque, como dijo el exdirector de dicha cátedra, Josep Porta, al hacer la laudatio: “Nos ha enseñado el valor de la vida, especialmente en fases finales”. Maestro y Quijote de las causas perdidas. O eso asegura él… “Exactamente. Borges decía que los caballeros solo deben luchar para las causas perdidas. Y digo yo que los cuidados paliativos son una especialidad quijotesca, porque, donde uno ve un molino de viento en un tumor de páncreas o en una insuficiencia cardíaca, el médico paliativista ve un arquitecto de 40 años, con dos hijos, que está sufriendo porque no va a verlos crecer. Sin duda hay un cierto contenido quijotesco, sí. Y justamente por ello es responsabilidad moral de nuestros líderes apoyarlo. Porque si no apoyas a los Quijotes, te quedas con los Sancho Panzas, y los Sancho Panzas básicamente van a seguir el movimiento; van a seguir lo que existe, porque les viene bien, les sirve, pero no van a cambiar nada. Hay que apoyar a esos soñadores para que vuelvan a recrear el rol de la medicina y de la salud dentro de la sociedad. O sea que no: no hay que tener miedo a las causas perdidas”. — ¿Cuál es la finalidad inmediata del médico paliativista? — La capacidad de aliviar el sufrimiento físico, pero también de escuchar, de acompañar…; de un montón de recursos que la inteligencia artificial no puede aportar. Vamos a cuidar donde sepamos que hay más sufrimiento, que es cuando el paciente y su familia llegan cerca del final de la vida, y vamos a cuidar a través de un cuerpo de conocimientos específico. Enrolarse en este movimiento es una oportunidad enorme de crecer en el campo de la Medicina. — ¿Falta la formación necesaria? — Claro, claro. Porque una máquina o un robot nunca van a poder reemplazar este servicio. La Universidad Internacional de Catalunya lo ha entendido y lo ha establecido como una prioridad. Desgraciadamente –e irónicamente–, la mayoría de las universidades y de los grandes hospitales todavía no lo tienen interiorizado como tal. — ¿Por qué se da esta paradoja? — Fundamentalmente por un tema histórico. El antiguo médico enfatizaba la relación con el paciente y la familia porque era todo lo que podía ofrecer: no había capacidad curativa. La revolución biológica cambió dramáticamente la situación. El médico empezó a tener capacidad de cambiar la historia natural de las enfermedades de forma muy rápida, alcanzando un dominio del conocimiento, que es un dominio básicamente biomédico, un dominio basado en la fisiología, en la patología, en la farmacología. El problema es que eso fue empujando hacia fuera el contenido humano, de modo que el énfasis se puso más en la enfermedad que en el enfermo. Y entonces las estructuras de poder académico y de los grandes hospitales y ministerios de salud reflejaron ese énfasis. La mayoría de los pacientes –y eso no debería llamarnos la atención–, no quiere morirse: quiere vivir y sufrir menos Ahora bien, pensar que a través de un fenómeno biomédico podíamos eliminar el sufrimiento y la muerte era un poco una proposición que no tenía chance de ganar. De por sí, ya es una proposición perdedora, porque el 100% de los pacientes y de nosotros nos vamos a morir. Desde el punto de vista de la población, es lógico que queramos ser curados. Ahora bien, cuando no existe esa posibilidad, ¿cuál es la alternativa? ¿Qué me ofrece la medicina? ¿Qué ofrece la universidad? Esa es la pregunta que deberíamos hacernos realmente. — Parece, pues, que antes había más paliativistas que ahora y que, en la actualidad, no entramos en razón. ¿Es este el problema? — Sí, un poco. Tal vez lo que hacía que el médico mantuviera un rol hacia la enfermedad y el sufrimiento era la capacidad que tenía de establecer una relación con el paciente sufriente y con la familia, y de aliviar y consolar. El problema es que los que lideran hoy en día la salud y la universidad no fueron formados en estos parámetros, sino en los biomédicos. Y, claro, aceptar nuestras lagunas de entrenamiento y conocimiento es duro. — ¿En qué situación nos encontramos hoy? — Poco a poco ha ido resurgiendo el enfoque mencionado, aunque no en las grandes universidades, sino como un movimiento de protesta por el que estos pacientes que no podían ser curados eran llevados a casitas donde se les daba cuidados, fuera del ambiente hospitalario. Y lentamente ha ido permeando. Ha ido entrando en el ambiente universitario. Pero no es una invención de Harvard, ni del MIT. Es una invención periférica por parte de grupos marginados, de médicos, enfermeros, trabajadores sociales que se encargaban de estos pacientes, cuando el sistema universitario y médico no pensaba que hubiera algo para ofrecerles. Así que ha sido un proceso lento y doloroso. Y sigue siendo doloroso para los profesionales que se sacrifican para ayudar a estos pacientes y familias; que no tienen el reconocimiento de otras ramas de la medicina y los cuidados de salud. Así que yo creo que esto es una oportunidad, una oportunidad para que esta gente sea reconocida y se le traiga hacia dentro del sistema en lugar de dejarla afuera. — Pero parece que este reconocimiento no solo no llega, sino que la única solución que se da es la muerte. — Claro. Yo eso lo viví en distintos momentos de mi carrera, cuando estaba en Canadá. En los años 80, la respuesta que dieron fue decir: “Vamos a legalizar la heroína”, que es básicamente un poquito de morfina. Nuestra respuesta fue que eso no es lo que necesitaban los pacientes y sus familias, e insistimos en los cuidados paliativos. Pero eso costaba dinero, esfuerzo. Y, además, no era “sexy”. ¿Qué pasó? Legalizaron la heroína y no cambió nada. Veinte años más tarde, al ver que, efectivamente, el sufrimiento seguía sin estar bien manejado, pensaron otra forma y vinieron con la “marihuana médica”. Es decir, que el médico pudiera recetarla. Nada. Es más, lo que a mí me preocupó tremendamente es que se dijera que fuera un recurso médico, porque en realidad no lo era. Estaba muy claro qué podía paliar el sufrimiento. Pero nuevamente era más barato crear “marihuana médica”. España tiene extraordinarios especialistas capaces de gestionar el sufrimiento, pero están jugando en segunda división — Y en la actualidad… — Ahora, en los años 2020, existe la tendencia a decir: “Bueno, la eutanasia es una excelente alternativa al sufrimiento”. Y no es verdad. El tema es que la mayoría de los pacientes –y eso no debería llamarnos la atención–, no quiere morirse. La mayoría quiere vivir y sufrir menos. Esta supuesta solución es como ir a comer en un restaurante y, después, intentar irse sin pagar, diciendo, “pongámosle eutanasia para que deje de sufrir…”, en lugar de tener las instituciones, las estructuras y los procesos que serían útiles. España tiene extraordinarios especialistas capaces de gestionar el sufrimiento, pero están jugando en segunda división. ¿Cuándo los van a llevar a la Liga? Las universidades, como la UIC, que han visto y priorizado esta especialidad, tienen que ver cómo “contagiar” este “virus” al resto de la sociedad. Cómo “contagiarlo” a los grandes hospitales, a las grandes universidades. — ¿Es simplemente una cuestión de dinero, es decir, de que es más barato propiciar la muerte que tener cuidado? — No. Yo creo que es una cuestión totalmente cultural; de dónde se pone el foco: si en el enfermo o en la enfermedad. Por seguir con el símil de antes: hacen falta visionarios que estén dispuestos a luchar contra la prosecución “sanchopáncica” del sistema. Visionarios que hayan tenido su epifanía y digan: “Este sufrimiento humano puede ser aliviado y yo puedo enseñar cómo hacerlo mejor, y puedo investigar qué es lo que más ayuda. Trabajando no solo con médicos: también con filósofos, con teólogos, con economistas, con arquitectos…”. Es decir, visionarios que de verdad quieran pensar outside the box para traer eso “a la caja”. — Usted ha dicho alguna vez que los cuidados paliativos ahorran mucho dinero. — Sí, sí. Son un enorme ahorro. Yo, como médico, si me viene don Juan, puedo hacer dos cosas: hablar con él de su situación y decirle que podemos empezar a planificar cuidados paliativos o, en diez minutos, decirle “bueno, vamos a probar un poquito más con esto y con lo otro…”, cuando sé perfectamente que no hay nada que hacer. Las presiones externas orientan hacia esa consulta de 5 a 10 minutos y hacia esos costosos tratamientos que no van a cambiar las cosas para don Juan. Si, en lugar de eso, utilizo los recursos paliativos, don Juan no recibe un tratamiento costoso e, irónicamente, ¿a dónde van esos recursos? En lugar de ir a las compañías farmacéuticas o tecnológicas, van a pagar el sueldo de algunos catalanes que ayudarán a esos pacientes que están sufriendo. O sea que, no solamente hay enormes ahorros al final del año, sino que, además, el tipo de inversión que uno hace se queda en la región, se queda en gente que ayuda y a la que, además, estoy entrenando a ayudar a paliar al sufrimiento. — ¿Dónde está el límite para decir que una vida es digna de ser vivida? — Es muy importante que nunca me haga esta pregunta, sino que se la haga el paciente y que sea él quien lo defina. Cuando yo intento definir la calidad de vida de otro, estoy cometiendo un error. Imagínate, por un momento, la calidad de vida de alguien muy rico, acostumbrado a tener a su disposición helicóptero, grandes mansiones, dinero, poder… ¿Qué pasaría si, el día de mañana, le dicen “a partir de ahora, tú vas a vivir con el sueldo de Bruera, manejar el auto de Bruera; y cuando vuelvas a casa, te vas a encontrar con la familia de Bruera…”? A lo mejor ese poderoso hombre diría: “Mátenme. No quiero vivir esta vida. Mi calidad de vida no está justificada con esto”. Y, sin embargo, Bruera está contento con su vida. Dando suficiente tiempo, a lo mejor este paciente encontraría valor en aspectos de la vida de Bruera, que son distintos, pero que le dan sentido a vivir. Entonces es importante que la pregunta sobre la calidad de vida real no se la hagan a ese, sino que se la hagan a Bruera y que, cuando Bruera diga “ya no estoy bien”, yo empiece a investigar cómo ayudo a Bruera para que vuelva a encontrar sentido y valor en su vida. Ese es el desafío que tenemos nosotros: cómo ayudar en ese momento, a esa persona concreta, para que recobre la dignidad, y la exprese y la perciba; y siempre acompañarlo, ¿no? No decidir yo por él, sino que él o ella decidan. Hay mucho sufrimiento innecesario, pero es muy importante no tener como objetivo la eliminación del sufrimiento, porque es parte de nuestra vida. Si yo dijera que no voy a sufrir, no sería humano; sería un robot — ¿Puede haber un tema ideológico detrás de este poco interés por los paliativos? — Cuando uno habla de ideologías, a veces se habla de que hay alguna carga que yo traigo de afuera –filosófica, política, etc.– que impregna mi actitud. Si tuviéramos que hablar de una ideología, te diría que percibo una “ideología biomédica”, cargada de una especie de mesianismo convencido de que puede curar todas las enfermedades y causar la vida eterna a través de esta misma biomedicina. — Suena a transhumanismo. — Sí; es algo que rechaza el enfoque de la persona. Pero, como comentábamos antes, es una propuesta totalmente perdedora, porque el fin de la vida es absoluto… La realidad es mucho más compleja. No es lo biomédico contra lo humano; es que el enfermo llega con las dos partes: con su problema biológico, que requiere manejo, y con su problema humano, que también lo requiere. Por decirlo de un modo muy gráfico: ayudando al hueso, estoy ayudando a la persona. — ¿Se puede eliminar todo el sufrimiento? — Rotundamente no. Eliminar el sufrimiento físico, espiritual y psicosocial totalmente sería igual de irónico y paradójico como intentar eliminar toda la enfermedad a través de la biomedicina. El que intente, a través del manejo de la persona, eliminar el sufrimiento, se pone en una especie de camisa de fuerza de la cual no puede salir, porque entonces lo único que le va a pasar es frustrarse. El sufrimiento se puede aliviar, consolar, acompañar, manejar… Eso sí se puede. Hay mucho sufrimiento innecesario, pero es muy importante no tener como objetivo la eliminación del sufrimiento, porque es parte de nuestra vida. Si yo dijera que no voy a sufrir, no sería humano; sería un robot. — ¿Qué es lo que nos hace más humanos? — Yo creo que el cine y la literatura dan grandes respuestas a esta pregunta. Estas artes pueden capturar la experiencia humana de una forma magnífica. Recuerdo, por ejemplo, La familia, de Ettore Scola, donde se plantea la complejidad de la vida de las familias y la excesiva simplificación que les damos. El trabajo de muchos directores italianos me ha impactado muchísimo. O la música de Ennio Morricone, parte fundamental de La Misión… El cine y la literatura deberían ser parte obligatoria de la formación médica. Aprendemos a través de los escritores, de los poetas, de los músicos, de los directores de cine… Los clásicos de la literatura y del cine siguen teniendo valor ahora, mientras que los clásicos de la Medicina no tienen el mismo valor que antes. Es simplemente cuestión de que lo usemos: que usemos el cine, que usemos la poesía, que usemos la literatura… Para nutrirnos. Jaume Figa Vaello

mi abuelo Juan orgulloso con su cosecha de trigo ( año 1897 ) en la pampa argentina

ROBERTO BOLAÑO, EL ESCRITOR SALVAJE

Ethic SIGLO XXIMEDIO AMBIENTESOCIEDADOPINIÓNENTREVISTASLO + LEÍDO Ethic CULTURA Profunda y polifacética, la obra del escritor chileno continúa seduciendo la imaginación con peculiares obras que, casi dos décadas después de su muerte, siguen considerándose únicas. Artículo David Lorenzo Cardiel @davidlorcardiel ¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC? Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos). COLABORA 26 JUL 2022 Roberto Bolaño, el escritor salvaje 2666 no es un número cualquiera. El exilio, la violencia y la búsqueda de unas metas en las que subyace el egoísmo están presentes en una novela que, a pesar de superar el millar de páginas en un tiempo caracterizado por la brevedad y la inmediatez, cosechó elogios y premios desde el inicio. Roberto Bolaño se ha convertido en un referente casi incuestionable, incluso en una leyenda de la literatura actual en castellano. El chileno, fallecido a causa del cáncer hepático en 2003 en Barcelona a sus apenas 50 años de edad, ha dejado un legado que ha trascendido las fronteras idiomáticas: sus cuentos, novelas y poemas han sido traducidos a multitud de lenguas de todo el mundo. Un éxito fulgurante que, como suele ocurrir en esta época de caos literario, le llegó en sus últimos años de vida. Bolaño, de Chile al mundo El autor nació en 1953 en Santiago de Chile, con una infancia a medio camino entre Valparaíso y Los Ángeles, la comuna en territorio chileno, donde completó sus estudios primarios y comenzó a trabajar como botero a los 10 años de edad. La situación familiar de los Bolaño fue inestable en estos primeros años: los padres discutían y, como apoyo, tan solo le quedaba su hermana pequeña. La situación familiar de los Bolaño fue inestable durante los primeros años de vida del escritor La situación cambió a sus 15 años, cuando por insistencia de su madre la familia se trasladó a México, lo que coincidió con los altercados del movimiento estudiantil de 1968 que culminarían en la trágica Matanza de Tlatelolco. En aquel cóctel de cambio, peligro, violencia y agitación intelectual, Roberto Bolaño se dedicó durante apenas un año a seguir con sus estudios secundarios, que acabó abandonando para dedicarse a leer y a escribir con genuina pasión. Tanto que, según la investigación de la periodista Montserrat Madariaga, devoró desde géneros como el thriller hasta clásicos grecolatinos. Durante aquellos años en Ciudad de México se dedicó a escribir obras de teatro y de poesía en sus ratos libres mientras trabajaba como periodista y vendedor. Fue en este primer periodo mexicano, por tanto, cuando comenzó a curtirse como escritor; cuando comenzó a surgir el Bolaño que posteriormente conoceríamos. No obstante, no sería hasta su retorno a Chile en 1973 cuando publicaría sus primeras obras. Allí acudió a apoyar el reformismo socialista del presidente Salvador Allende, pudiendo reencontrarse entonces con sus parientes y entregarse a la causa política. La situación no duraría demasiado: poco tiempo después de su llegada a su país natal se produjo el sangriento golpe de Estado del 11 de septiembre que se saldaría con la muerte del presidente. Bolaño fue detenido y liberado finalmente a los ocho días gracias a la intervención de un antiguo compañero de estudios que en aquel momento servía como policía. La terrible experiencia, tanto política como social y personal, le empujaron a abandonar el país. Tras el golpe de Estado en Chile, el escritor se exilió a México y fundó el Movimiento Infrarrealista México, de nuevo, volvió a abrir las puertas al célebre escritor. En esta segunda etapa fundó el Movimiento Infrarrealista junto con numerosos escritores que estaban decididos a desafiar el canon social y literario de su momento histórico. Fue en torno al movimiento que había cofundado junto con otros diecinueve literatos más, entre los que destacaron Mario Santiago y Claudia Kerik, entre otros, cuando comenzó a publicar sus primeros libros. En 1975 vio la luz su primer libro, el peculiar poemario Reinventar el amor, una única pieza lírica, dividida en nueve partes, que apenas ocupó 20 páginas en la edición de la imprenta artesanal Taller Martín Pescador, perteneciente a su amigo Juan Pascoe. Después llegó el manifiesto infrarrealista y la expansión del grupo, que se dedicaba a crear obras y a acudir a actos públicos de escritores del canon, como Octavio Paz. La ruptura con su pareja de entonces y algunos problemas familiares, incluida la enfermedad de su madre, que estaba radicada en España, le convidaron finalmente a trasladarse al país. Vida española Barcelona fue tierra de desarrollo y de desilusión, de cambio y, por supuesto, de esperanza. Su oficio aún no era escribir: mientras seguía dedicándose a la escritura y a la lectura con desenfreno, Bolaño tuvo que desempeñar numerosos trabajos para mantenerse a flote; cuando escaseó el dinero, incluso tuvo que llegar a robar libros para poder seguir alimentando su ansia lectora. Ante la adversidad, Roberto Bolaño escribió y luchó para que su trabajo, de una manera u otra, viese la luz y no quedase relegado al olvido en un cajón. Intentó publicar otro libro de poemas en México, sin éxito. A la cal le siguió la arena: desde 1978 apareció en las antologías Algunos poetas en Barcelona, después en Novísima poesía latinoamericana y, por último, Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego, estas dos últimas editadas en México. En Barcelona también fundaría una revista, Rimbaud vuelve a casa, con la que experimentaría, junto con otros jóvenes escritores, las vicisitudes del negocio editorial. La década de los noventa, cuando el escritor ya se encontraba en España, fue el comienzo de su eclosión artística, al menos a ojos de la industria Gerona y Blanes fueron sus siguientes paradas, que tendrían lugar en la muy prometedora y ecléctica década de los ochenta. En Gerona comenzaría a ganar por primera vez dinero de la literatura gracias a premios literarios municipales, siendo allí también donde conoció a su primera esposa, Carolina López, con quien se casó en 1985. En esa época ya había escrito su novela Amberes y había publicado su primera obra narrativa, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, compuesta a cuatro manos con el escritor A. G. Porta y valedora del Premio Ámbito Literario. El mismo año, en 1984, consiguió también el Premio Félix Urabayen con La senda de los elefantes, que sería editada de nuevo en Anagrama en 1999, ya tras su éxito como escritor, bajo el título Monsieur Pain. La década de los noventa fue el comienzo de su eclosión artística, al menos a ojos de la industria. Bolaño y su esposa se trasladarían a Blanes, donde la madre del autor se había afincado. Allí tuvieron a sus hijos y allí, por desgracia, conoció también la presencia de la enfermedad que acabaría con su vida. Su respuesta no es sorprendente: Bolaño respondió a la adversidad, de nuevo, con más afán literario, centrándose en el género de la novela y en la búsqueda de un reconocimiento y de un rendimiento económico que necesitaba la familia y que la poesía difícilmente podía procurarle. Pese a ello, alternaría su pulsión poética con su destreza narrativa durante el resto de su vida. Su literatura se alimentó de sus experiencias de juventud, de los tiempos tumultuosos en Chile y en México y de las dificultades de una constante inmigración. También de México como escenario social y físico, con Ciudad Juárez y Ciudad de México representados en sus libros y, por supuesto, su mirada vanguardista, heredera del Movimiento Infrarrealista que él colaboró en fundar. Siguieron los premios, las novelas y los poemarios: en 1993 destacó con La pista de hielo y en 1996 con Estrella distante, obra que cosechó multitud de elogios entre la crítica literaria y que le situó finalmente en el punto de mira de la potente industria editorial catalana. Pero fue con Los detectives salvajes cuando, por fin, alcanzó la fama. Con ella ganó el Premio Herralde en 1998, lo que le permitió tener las puertas abiertas de los grandes sellos editoriales, que enseguida comenzaron a interesarse por su obra futura y por rescatar la publicada en el pasado. Desde entonces, sus libros se reeditan sin cesar, al igual que se fueron publicando también sus siguientes creaciones: Amuleto, Nocturno de Chile o Una novelita lumpen. Algo similar ocurrió con su popularidad desde entonces: no cesó de crecer. Muerte y memoria El año trágico fue 2003, cuando el cáncer segó su vida bajo los cuidados de su pareja desde 1997, Carmen Pérez. Pero su fallecimiento no fue el final de su legado: el interés por Roberto Bolaño no había hecho más que comenzar. Pronto se convirtió en un icono por su capacidad innovadora y su mirada sobre el fracaso, la lucha personal y política, manteniéndose viva su militancia en la izquierda; incluso por ese peculiar esbozo de la esperanza que subyace en sus obras. Su literatura se alimentó de su juventud, de los tiempos tumultuosos en Chile y México y de las dificultades de una constante inmigración Desde su muerte se han sucedido los homenajes y las publicaciones de textos póstumos. El mismo año de su muerte, su editor y amigo, Jorge Herralde, le dedicó su discurso durante la Feria de Libro de Santiago de Chile. The New York Times escogió en 2006 la recopilación de relatos Last Evenings on Earth (título para la edición en inglés de los relatos Llamadas telefónicas y Putas asesinas) como uno de los libros del año en Estados Unidos. El cariño también se puede palpar en España: desde Blanes a Barcelona, se le han dedicado salas de bibliotecas, exposiciones y placas a modo de muestra de cariño hacia quien fuera una de las últimas figuras más elogiadas de las letras en español. Su novela más ambiciosa, sin embargo, fue póstuma, ya que vio la luz en 2004. Se trata de un libro que en realidad son cinco volúmenes que el autor pensaba publicar en cinco libros diferentes para asegurar, así, su aportación al futuro de sus hijos en caso de un prematuro fallecimiento. 2666 titula, en su brevedad, una obra maestra, un mosaico en torno a la imaginada ciudad mexicana de Santa Teresa que en realidad refleja Ciudad Juárez y los feminicidios que acompañan a la ciudad. Compleja, extensa y vanguardista, desde su publicación ha cautivado por igual a crítica literaria, editores y lectores de todo el mundo. Los premios hablan por ella: Ciudad de Barcelona, Salambó, Altazor, José Manuel Lara, Premio Municipal de Literatura de Santiago y el National Book Critics Circle Award, entre otros. Roberto Bolaño sigue palpitando a través de su obra, reinventada en la mente de cada nuevo lector que encuentra y despertando una pasión tan atemporal como necesaria: la memoria crítica, el mimo estético, la pasión por la lectura.

domingo, 4 de junio de 2023

totalitarismo ppositivo

En programas televisivos de tertulia política, noticieros y diarios de todo signo se habla con perfecta naturalidad de la necesidad que tiene el «sistema económico» de crecer sin descanso, de acumular riqueza y bienes, de explotar recursos o de que aumente la natalidad. Por extensión, la tiranía del crecimiento ha colonizado nuestro espacio psicológico, y una cierta ley de hierro no escrita nos dicta que a mayor prosperidad económica cabe esperar un mayor bienestar ciudadano. Los datos sociológicos, sin embargo, vienen a desmentir continuamente esta tesis, y desde la crisis económica de 2007-2008 se ha comprobado en numerosas ocasiones cómo un crecimiento de la economía estatal, continental o incluso mundial no redunda necesariamente en el bienestar (económico, emocional, psicológico, laboral) de la ciudadanía y que, incluso, la política del «crecentismo» ahonda las desigualdades sociales entre los que más tienen y los más desfavorecidos. En paralelo, no son pocos los gurús del pensamiento positivo que se refieren a nuestro universo psíquico como «capital emocional». Y no por casualidad. De igual forma que para aumentar el capital financiero se requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla básica: todo lo que presuntamente hace entrar «en recesión» a nuestro psiquismo (las ya mencionadas y denominadas «emociones negativas») debe ser extirpado de nuestro universo emocional. Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y, aún más, para nuestra salud social.

El totalitarismo positivo

Ethic SIGLO XXIMEDIO AMBIENTESOCIEDADOPINIÓNENTREVISTASLO + LEÍDO Ethic OPINIÓN EL TOTALITARISMO POSITIVO Los gurús de la autoayuda nos enseñan a aceptar tan solo la felicidad, dejando de lado cualquier tipo de molestia. No obstante, ¿no esconde este totalitario régimen emocional la imposibilidad de cambiar las injusticias creadas por el sistema? Artículo Carlos Javier González Serrano @aspirar_al_uno 2023 Con una tan silenciosa como peligrosa normalidad, se ha terminado por imponer una pedagogía social que aboga por rastrear obsesivamente «zonas erróneas» en nuestro desarrollo y funcionamiento psíquico. La tristeza, la frustración o la indignación se condenan y señalan como emociones «negativas», así consideradas por el establishment del pensamiento positivo, como si no tuvieran un papel adaptativo central y del todo fundamental en nuestra maduración psicológica y social. Desde diversos promontorios presuntamente científicos se nos insta de continuo a «gestionar» este tipo de emociones para no dejarles un espacio que, a juicio de la psicología positiva, debería estar ocupado por otras emociones como la felicidad, la gratitud o la esperanza, que –nos dicen– conducen al éxito, al crecimiento y al progreso personal. La pregunta que deberíamos hacernos, como individuos inscritos en una sociedad y en una cultura determinadas, es si este régimen emocional totalitario de lo positivo no esconde la imposibilidad de subvertir el statu quo que permite que ciertas injusticias, malestares y desigualdades se mantengan e incluso adquieran mayor hondura y protagonismo. Con la introducción y establecimiento de las políticas económicas liberales en la sociedad occidental a lo largo del siglo XX, el único indicador de desarrollo y bienestar ha estado –y está– ocupado por el PIB: una mayor renta per cápita, nos aseguran, repercute en un mayor bienestar de las sociedades. Sin embargo, esta visión exclusivamente economicista de la realidad ha alterado y repercutido de forma decisiva en nuestra manera de explicar y comprender el bienestar de los sujetos. En primer lugar, «la sociedad» es un constructo teórico que deja fuera los casos particulares, obviando y olvidando los problemas y tesituras singulares de los individuos; así las cosas, se trazan políticas sociales y económicas que sólo se centran en la escalada económica en términos macro. Además, y en segundo lugar, esta narrativa meramente economicista ha desembocado en la falacia de que nuestra esfera personal y nuestro bienestar como ciudadanos puede ser dirimida de igual forma que la esfera de lo económico, lo que ha introducido todo un léxico economicista a la hora de referirnos a nuestra salud psicológica (progresar, gestionar, sacar provecho, rentabilizar y un larguísimo etcétera). «Si no existen la tristeza, el enfado o el sufrimiento, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente al malestar» No se trata de condenar ciertas políticas económicas, sino de pensar qué tipo de efectos tiene en nuestras vidas singulares el hecho de considerarlas en exclusiva desde un punto de vista económico. En programas televisivos de tertulia política, noticieros y diarios de todo signo se habla con perfecta naturalidad de la necesidad que tiene el «sistema económico» de crecer sin descanso, de acumular riqueza y bienes, de explotar recursos o de que aumente la natalidad. Por extensión, la tiranía del crecimiento ha colonizado nuestro espacio psicológico, y una cierta ley de hierro no escrita nos dicta que a mayor prosperidad económica cabe esperar un mayor bienestar ciudadano. Los datos sociológicos, sin embargo, vienen a desmentir continuamente esta tesis, y desde la crisis económica de 2007-2008 se ha comprobado en numerosas ocasiones cómo un crecimiento de la economía estatal, continental o incluso mundial no redunda necesariamente en el bienestar (económico, emocional, psicológico, laboral) de la ciudadanía y que, incluso, la política del «crecentismo» ahonda las desigualdades sociales entre los que más tienen y los más desfavorecidos. En paralelo, no son pocos los gurús del pensamiento positivo que se refieren a nuestro universo psíquico como «capital emocional». Y no por casualidad. De igual forma que para aumentar el capital financiero se requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla básica: todo lo que presuntamente hace entrar «en recesión» a nuestro psiquismo (las ya mencionadas y denominadas «emociones negativas») debe ser extirpado de nuestro universo emocional. Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y, aún más, para nuestra salud social. Y es que si no existen (porque se soslayan o persiguen) la indignación, la tristeza, el enfado, el sufrimiento o el sentimiento subjetivo de soledad, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente a los malestares e injusticias de nuestro tiempo histórico. Porque son justamente esas emociones llamadas «negativas» las que nos indican que algo no va bien en nuestra vida o en el devenir ciudadano y social. Más aún: son esas emociones negativas las que nos unen y hermanan en nuestras desavenencias y nos empujan a luchar por una posible mejora. Son esas emociones las que amparan nuestro legítimo derecho a delimitar y poner nombre a las realidades que crean y promueven ciertas lacras de nuestro presente. Son esas emociones negativas las que, en fin, no nos presentan la injusticia y el malestar como calamidades o infortunios (divinos, sistémicos, trascendentes) que no podemos solucionar, sino como sucesos que debemos afrontar individual y comunitariamente. Sin la facultad para encontrarnos mal perdemos nuestra facultad para denunciar, cívicamente, las iniquidades contemporáneas. Son esas emociones negativas las que permiten tomar conciencia de nuestras necesidades para fomentar las vehicular las pertinentes reivindicaciones (económicas, políticas, jurídicas). Son esas emociones, en definitiva, las que permiten el despliegue de un irremplazable proceso de concienciación que vaya de abajo arriba, de manera que no se imponga de arriba abajo cómo debemos sentir(nos). Concluyo con un fragmento de una de las muchas y clarividentes cartas de Simone Weil en La condición obrera: «Lentamente, en el sufrimiento, he reconquistado, a través de la esclavitud, el sentimiento de mi dignidad de ser humano […]. Y en medio de todo esto [se refiere a su experiencia en la fábrica], una sonrisa, una palabra de bondad, un instante de contacto humano tienen más valor que las amistades más íntimas entre los privilegiados. Sólo ahí puede saberse lo que es en verdad la fraternidad humana». No se trata de romantizar el sufrimiento, sino –como escribió Weil– de «reconquistarlo» para no hacerlo propio ni endémico de una clase social determinada. Para poner las condiciones que permitan comunicarlo y, en última instancia, intentar mitigarlo.