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domingo, 28 de agosto de 2022

Una educación sin humanidades

Una educación sin humanidades solo prepara para servir. Porque son en y por ellas, a través de las humanidades, como sostuvo Schiller, mediante las que pasamos de ser esclavos a legisladores de nuestra propia libertad

LENTITUD Y ATENCIÓN COMO REBELIÓN EN UN MUNDO ACELERADO

Por todos lados nos presentan el tiempo como algo que se pierde. Nos empujan a olvidar que hay actividades con las que, en su pausado ejercicio, el tiempo se gana, se conquista y enriquece. Artículo Carlos Javier González Serrano Lentitud, atención y tiempo Nos hemos acostumbrado peligrosamente a imprimir y acoger ritmos rápidos, vertiginosos y poco conscientes en nuestra vida. Nos movemos de un lado a otro sin recapacitar en la importancia del tránsito: de casa al trabajo o al centro de estudios, y vuelta a casa, hipnotizados y narcotizados, en los escasos entreactos de los que disponemos, con un sinfín de aplicaciones y aparatos tecnológicos que mantienen nuestra capacidad de desear constantemente despierta y espoleada en medio del infierno de lo igual. Twitter, Instagram y un sinfín de redes sociales aportan material en apariencia siempre novedoso, sin que paremos mientes en que lo que se nos ofrece no es más que lo mismo camuflado bajo capa de algo singular. Hoy, el negocio estriba en adueñarse de nuestra atención a través de este perverso mecanismo. Cuando nos dicen que «la vida son dos días» tengo la impresión de que intentan contagiar una prisa que no siempre se necesita. Leer y pensar despacio, amar despacio, tomar un café o pasear despacio. Es muy urgente recuperar la capacidad para disfrutar de la lentitud de los procesos. De vivir sin prisa(s). De alimentar la lentitud. Por todos lados nos presentan el tiempo como algo que se pierde: «Escucha resúmenes de libros para no perder tiempo», «Pide comida para no perder tiempo», «Miles de podcasts educativos para no perder tu tiempo estudiando», etc. Nos empujan a olvidar que hay actividades con las que, en su pausado ejercicio, el tiempo se gana, se conquista y enriquece. «Cuando parece no haber tiempo para pensar, se nos empuja a elegir entre recetas y fórmulas que no necesitan elaboración propia» En paralelo, este hiperaceleracionismo ha afectado sobremanera la forma en que nos relacionamos. Los nexos humanos se han convertido –o corren el riesgo de convertirse definitivamente– en meras conexiones tan espontáneas como efímeras que no permiten ahondar en la biografía del otro, que nos conservan encerrados en una intimidad encapsulada, aprisionada, que se asfixia por falta del oxígeno que procura el contacto en profundidad con la alteridad, con el otro (que es, también, un yo mismo). Una intimidad que se ve incapaz de abrirse al otro porque precisa, en medio de una sociedad que galopa desbocada, de nuevas conexiones que sigan alimentando un yo que únicamente se ve satisfecho a través de la permanente apertura a diversas e insignificantes novedades, y que además se viste de inocente entretenimiento mientras descompone sutilmente el entramado social. Por otro lado, en una lectura política, la rapidez con la que corre nuestro mundo beneficia a los dogmatismos de toda índole. Cuando parece no haber tiempo para pensar, se nos empuja a elegir entre recetas y fórmulas que no necesitan elaboración propia. El do it fast encierra una terrible servidumbre intelectual y emocional de la que se benefician todo tipo de populismos y emporios económicos. Necesitamos, por ello, la lentitud del pensar para situarnos con plena consciencia en nuestro presente; debemos tomarlo como parte del ejercicio de nuestra responsabilidad individual, social y ciudadana. Para entrenarse en la lentitud es imprescindible el papel de la educación como mecanismo que puede oponerse al efecto destructivo y desmembrador del aceleracionismo. El cerebro rápido no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente. En términos fisiológicos, pueden llegar a darse atrofias cerebrales de carácter funcional que provoquen una hipofunción del pensamiento lento, que nos impidan recuperar la capacidad para un actuar lento y pausado, tan importante, por ejemplo, en la toma de decisiones. «El cerebro rápido no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente» Por supuesto, en términos evolutivos el pensamiento rápido es propio de –y necesario para– la supervivencia, pero afortunadamente queremos (y necesitamos) más que sobrevivir. Nuestros procesos mentales están cambiando por el uso indebido de la tecnología. Nos estamos haciendo indolentes, el cerebro vaguea y lo convertimos en una caja de repetición. Como escribió la malagueña María Zambrano, resbalamos por la vida en lugar de agarrar con firmeza y sensatez las riendas de nuestra responsabilidad. Reducir nuestra paciencia cognitiva es sinónimo de facilitar nuestra esclavitud intelectual y emocional. La auténtica y más relevante batalla que hoy se libra tiene como objetivo captar, moldear y monopolizar nuestra atención. Y ello está muy relacionado con el ritmo que decidimos imprimir a nuestra vida: a mayor rapidez, menor atención a los procesos y actividades que desarrollamos, y una escasa atención hace de nosotros marionetas abúlicas y perezosas que se dejan llevar por los continuos estímulos a los que se ven sometidas. No hay más que pensar en cuánto se han empeñado en vendernos el llamado multitasking como una virtud laboral y existencial: hacer mucho sin centrar nuestra atención en nada. Que no es más que, digámoslo claro, entregar nuestra acción a la deriva. Como escribe Charo Rueda Cuerva, catedrática de Psicología Básica en la Universidad de Granada, en Educar la atención con cerebro (Alianza Editorial, 2021): «En el rango de habilidades cognitivas potenciales del ser humano, la atención tiene un papel fundamental. Es el cimiento sobre el que estriba toda la construcción del entramado cognitivo propio de nuestra especie». Y añade: «En este sentido, la atención nos ayuda a ser más inteligentes». «Reducir nuestra paciencia cognitiva es sinónimo de facilitar nuestra esclavitud intelectual y emocional» No hay que engañarse. Hay una clase de ruido, causante de un existir acelerado y distraido, adormecido, sin pausa ni sentido de la autonomía, que sólo puede silenciarse y sanarse lejos de una pantalla. Lo repetiré una vez más: hoy la auténtica lucha es por nuestra atención. Por eso, una buena educación, enriquecedora (en contenidos) y crítica (en enseñanza de actitudes), ha de fomentar el cuestionamiento sobre la espinosa cuestión de a quién permitimos que se adueñe de nuestra atención. Es necesario e inaplazable recuperar la lentitud en los procesos de la vida. La rapidez es una estrategia que se instaura para consumir –y ser consumidos– de forma incesante y desaforada. Acaso por eso se siga temiendo tanto en términos políticos el influjo educativo de las humanidades, cada vez más maltratadas en términos curriculares: porque nos invitan a hacernos dueños de nuestra libertad, porque fomentan el abandono de la homogeneización, impulsan la curiosidad, eluden la neurosis de vivir anclados al momento presente y nos proyectan a horizontes compartidos y comunes, ralentizan los tiempos de vida, reducen la vehemencia consumista, alientan el empuje por conquistar nuestra atención, hacen el mundo más rico y diverso e impulsan la creación de nexos interpersonales. Tal vez sea esta la rebelión que necesitamos: practicar la lentitud y cultivar la atención a través de una educación centrada en ambas prácticas. Para que, como escribió Simone Weil en su Meditación sobre la obediencia y la libertad, no pueda mantenerse «el sentimiento de impotencia» de la ciudadanía, «primer punto de una política hábil por parte de los amos». Nuevas formas individuales de vivir la realidad implicarán nuevas formas de relacionarnos, más valiosas, conscientes y comprometidas. Y aquí está, quizá, el meollo de la cuestión, que también apuntó Weil en un fragmento de la década de 1930: «Sólo puede haber un progreso social, pequeño o grande, si la presión desde abajo es lo suficientemente fuerte como para imponer nuevas condiciones a las relaciones sociales».

«Los mileniales se han dado cuenta de que la meritocracia no existe y no importa lo duro que trabajes»

El País «Los mileniales se han dado cuenta de que la meritocracia no existe y no importa lo duro que trabajes» Anne Helen Petersen sabe a quién culpar de la epidemia del 'queme' y analiza en 'No puedo más' por qué este grupo social es la generación más cansada. NOELIA RAMÍREZ | 25 OCT 2021 17:26 Aunque es una de las reporteras más intuitivas y que mejor ha calado la sociología y la cultura de internet en los últimos 15 años, Anne Helen Petersen (Idaho, 39 años) todavía se sorprende, en conversación vía Zoom, de cómo explotó un texto suyo sobre por qué era incapaz de cumplir las tareas simples y sencillas de sus quehaceres, como llevar sus botas al zapatero, programar una cita con el dermatólogo o aspirar el coche. El ensayo Cómo los millennials se han convertido en la generación quemada, que publicó Buzzfeed en 2019, se leyó más de siete millones de veces en inglés, se tradujo a diferentes idiomas y cosechó otros millones de lecturas más. El texto ha acabado publicándose en una interesante versión extendida en el reciente No puedo (Capitán Swing, 2021), una exhaustiva investigación y análisis que pone contexto al cansancio generacional y ofrece claves, y muchos datos, para entender de qué hablamos cuando hablamos de generación quemada. De por qué las redes sociales son tan agotadoras, cómo desapareció el ocio de nuestras vidas, por qué la crianza de hijos es una carrera de obstáculos en este escenario de incertidumbres y de qué manera la cultura laboral se ha ido al garete, o como ella misma escribe en sus páginas, “antes, el trabajo era una mierda y era precario; ahora lo es más”. Convertida en una de las periodistas más cotizadas de la plataforma de newsletters Substack, con Culture Study, su boletín semanal dedicado a su análisis sociocultural —The New Yorker filtró que su fichaje y contrato de exclusividad ha sido uno de los más caros junto al del periodista Matthew Yglesias­—, Petersen viene a decirnos que en esta epidemia del cansancio el culpable no eres tú, es el sistema. Y que si un texto sobre la incapacidad de cumplir pequeñas tareas de una treinteañera que vive en Montana ha resonado así por todo el planeta es por algo: “Creo que si el ensayo se hizo global y acabó en libro es por algo que nos afecta a todos sin importar de dónde somos: todos vivimos bajo las reglas del capitalismo”. Esta no es la primera vez que la sociedad está cansada. Cuenta que el burnout se detectó por primera vez en 1974 y que esta ha sido una sensación cíclica frente a los cambios, desde el “cansancio melancólico del mundo” diagnosticado por Hipócrates a que en 1800 se hablase de la “neurastenia” que afligía a los arrollados “por el ritmo de la vida moderna”. ¿Por qué se siente distinta ahora? Nuestros padres, abuelos y tatarabuelos pasaron penurias como la guerra, enfermedades, trabajo físico muy intenso y multitudes de factores que les llevan a decirnos: “No tienes ni idea de lo duro que fue esto, tú lo has tenido más fácil”. Aquí nadie niega que la vida lo sea ahora en muchos aspectos, pero también es más complicada. Hay muchos factores de presión sobre los individuos, como consumir noticias a todas horas o tener que representar nuestra vida todo el rato, no solo en el trabajo, sino también en las redes sociales. Sé que si le dices a tu abuelo: “Estoy agotado de cómo presentarme en Instagram”; él te dirá: “¿Pero qué clase de problema es ese?”. Esencialmente sí que es agotadora esa autorrepresentación a todas horas y concebirte en todo momento como una mercancía, en pensar cómo encaja tu valor/persona en el mercado. Dice que somos la generación que derribó el mito de la meritocracia. Creo que los mileniales se han dado cuenta de que no importa cuán duro trabajes y si has seguido el camino que debías, las cosas pueden cambiar muy rápido y serás reemplazado a no ser que provengas de una familia muy rica y poderosa. Puedes haber ido a los mejores colegios, habértelo currado muchísimo, conseguir un empleo y trabajar duro, pero eso no te garantiza éxito o estabilidad. Y esto tiene poco o nada que ver con el individuo y más con los sistemas que le han puesto en esa posición de vulnerabilidad. Pero si lo critican, les llamarán quejicas o blandengues. En el libro incluye un tuit viral sobre esta guerra generacional: “Los baby boomers hicieron eso de dejar un solo trozo de papel higiénico en el rollo y fingir que no les tocaba cambiarlo, pero con toda una sociedad”. A los mileniales nos acusan de ser unos mimados, de creernos especiales, pero esa afirmación borra de alguna forma cómo hemos llegado hasta aquí. ¿Quién nos dijo que éramos especiales? ¿Quién nos construyó de esta forma? Si nuestros abuelos y padres nos dijeron que éramos tan especiales y válidos, ¿por qué yo no tengo esta vida tan única y perfecta que debería alcanzar después de haber hecho todo lo que precisamente me pidieron que hiciera? Entonces ahí vienen y te dicen: “Es que eres un malcriado”. Esto es parte del resentimiento que ahora socializamos. Nos criamos pensando que progresaríamos como nuestros abuelos y padres, pero los mecanismos que hacían robusta a la clase media se han debilitado o han sido erradicados. La metáfora del papel higiénico también podría aplicarse a la de la escalera: ellos subieron por una y cuando llegaron, la tiraron al suelo y ahora encima nos gritan: “¿Por qué no tienes fuerzas para saltar y llegar hasta aquí?” Cree que ya nadie tiene tiempo libre ni hobbies si no se pueden capitalizar. Aunque trabajemos en remoto, desde casa, siempre tenemos esa sensación de que deberíamos estar trabajando y que si, por ejemplo, desarrollamos una afición es porque no estamos trabajando lo suficiente. Dice que escuchar un podcast, leer un libro o ver una serie es trabajo no pagado. Sí, forma parte de nuestra continua perfección del yo. Es genial que la gente quiera aprender y conocer más cosas, ser curiosa al fin y al cabo. Por ese motivo se han leído libros toda la vida, pero la diferencia con esta generación es que ahora todo este consumo también sirve para compartimentar marcadores que definen nuestra representación social. Tienes que decirlo alto, gritar: “Estoy escuchando este podcast”, tienes que representar tu nivel cultural. Muchas veces no lo escuchas porque te guste o porque te interese, sino porque básicamente son deberes. ¿El entusiasmo y la devoción por lo que hacemos se han instrumentalizado para explotarnos más? Sí, especialmente en los entornos creativos, los que han definido a esta generación. En Estados Unidos existe esta idea de que todo lo que hagas, desde niño hasta tu vida adulta, tiene que servir para tu currículo. Tu vida se instrumentaliza, desde tus extraescolares a tus aficiones, para tener un futuro con éxito. Si no sirve para el currículo, no merece la pena. No hay espacio para la creatividad no monetizable. Es realmente terrorífico pensar que nuestra vida está concebida, desde pequeños, como un capital humano de inversión. ¿Quizá por eso esta generación se rebela contra el trabajo y se alivia con memes y contenidos que lo demonizan? No somos la primera generación que lo hace, pero sí creo que somos una generación que está redescubriendo sus derechos laborales o para qué sirven los sindicatos. En Estados Unidos llevábamos 75 años de desapego sindical y de poca solidaridad laboral, pero este declive en nuestras condiciones ha propiciado mayor conciencia a favor de sindicarse. Hemos entendido, por ejemplo, que si los cuidadores de niños no tienen una paga digna, eso hará imposible que los padres vayan a trabajar porque no habrá cuidadores. Alguien acertó al decirme que estamos viviendo una especie de huelga informal contra el trabajo. No estará coordinada, pero definitivamente está pasando. Pasó por un burnout sin ser consciente de él. Después de escribir este libro, mientras publicaba para más medios, enviando su newsletter semanalmente y preparando, a su vez, otro libro sobre la cultura del trabajo; sabiendo toda la teoría que sabe, ¿no se ha vuelto a quemar? Ahora lo llevo mucho mejor, ya sé en el sitio en el que estoy. También me pongo barreras: ya no viajo por trabajo tanto como hacía antes. Poder asentarme en mi espacio me ayuda muchísimo. Dice que ni la meditación ni una mascarilla de autocuidado nos salvará. ¿Qué lo hará? ¿Una reforma estructural del sistema? El capitalismo nos hace creer que las cosas son así. Pero no tiene por qué serlo. Usar menos Instagram y ponerte una crema puede aliviarte de cierta forma, pero debemos pensar en el trabajo de forma colectiva para conseguir el cambio. Artículo actualizado el 26 octubre, 2021 | 12:56 h

sábado, 20 de agosto de 2022

Hartmut Rosa

La vida moderna intenta poner el mundo a disponibilidad, controlarlo pero la vivacidad, conmoción y verdadera experiencia surgen del encuentro con lo indisponible, cuando nos involucramos con lo extraño, lo irritante, con todo lo que está fuera de nuestro alcance.

domingo, 7 de agosto de 2022

Alcott nunca quiso realmente escribir Mujercitas, novela de iniciación al mundo femenino destinada a niñas soñadoras

Empecemos por aclarar una cosa sobre Louisa May Alcott: "No es la mujercita que ustedes creían que era y su vida no fue un libro para niños". Esto es lo que afirmaba Harriet Reisen, cuando escribió el guión del filme Louisa May Alcott: The Woman Behind 'Little Women' , emitido por American Masters en 2009, que muestra la apasionante vida de la autora de Mujercitas. Con recursos documentales y de interpretación, la película derrumba la imagen popularizada de Alcott como una "solterona" moralmente respetable de Nueva Inglaterra, sujeta a la vida convencional de Concord, Massachusetts, a mediados del siglo XIX. En cambio, ese perfil de mujer de su época, de recatada narradora de novelas para niñas, se empieza a desmontar a medida que se desvelan los hechos menos conocidos de su vida. La obsesión por descubrir quién fue realmente Louisa May Alcott, llevó también, acá en Argentina, a la escritora y columnista de LA NACIÓN, Gloria Casañas, a investigar la historia, para devolvernos una imagen revisitada de Louisa May Alcott. A través de dos obras: En el huerto de las Mujercitas (2019), una novela homenaje en la que la escritora se convertirá en un personaje y un prólogo a la última reedición de Mujercitas de habla hispana por la editorial Penguin Random House. Sabremos así, por ejemplo, que al crecer en un ambiente intelectual integrado por reformadores, iconoclastas y trascendentalistas,como discípula de Ralph Waldo Emerson y de Henry David Thoreau, Alcott fue en realidad una librepensadora, con ideales democráticos y valores progresistas sobre las mujeres y sobre la esclavitud. Lo más sorprendente es que Alcott llevó adelante de forma anónima y bajo el seudónimo de A. M. Barnard, una doble vida literaria que no fue descubierta sino hasta la década de 1940. Como Barnard, escribió unas treinta novelas de suspenso, con personajes que abarcan desde asesinos y revolucionarios hasta travestis y adictos al opio, muy lejos de sus obras más conocidas con mentores paternales, madres valientes y niños traviesos. Ads by No le interesaban las "cosas de chicas" Edición de Robin Hood en los años 70 y edición actual de Mujercitas. Edición de Robin Hood en los años 70 y edición actual de Mujercitas. Prensa Alcott nunca quiso realmente escribir Mujercitas, novela de iniciación al mundo femenino destinada a niñas soñadoras. A ese género que podemos llamar infantil o romántico, el que la llevó a la fama y la sacó de la pobreza llegó casi sin quererlo y por necesidad y no se equivocó al tomar la decisión que más tarde ella misma calificaría de "mercenaria". Desde su lanzamiento en 1868, las historias sobre la vida de Meg, Jo, Beth y Amy, las hermanas March, en el siglo diecinueve, resultaron un rutilante éxito de ventas. Más asombroso aún fue que el libro fue escrito en solo dos meses durante los cuales la autora pasaba más de diez horas al día escribiendo a mano, en una modesta casa de Nueva Inglaterra. En las páginas de su diario íntimo escritas en mayo de 1868 Louisa cuenta que encara la novela a pedido de su editor, quien le encarga que escriba una historia para niñas. Ella quería sacar a su familia de la pobreza y aspiraba a ser rica y famosa antes de su muerte. Su editor le prometió que si la escribía también le iba a publicar el libro de relatos que ella quería realmente publicar y otro de su padre, el educador Amos Bronson Alcott. Por esas razones y no porque sintiera una vocación especial por el género romántico juvenil, fue que aceptó el desafío pese a que ella misma decía no saber mucho ni conocer a las jóvenes contemporáneas, salvo a sus hermanas. Un dato conocido es que el libro se inspiró en la propia biografía de la autora; también se sabe que el personaje de Jo representa el alter ego de la autora. Tapas de las reediciones actuales de Mujercitas por Penguin Random House. Tapas de las reediciones actuales de Mujercitas por Penguin Random House. Gentileza La aceptación de las lectoras fue rotunda: al instante garantizó la notoriedad de la novelista, consagrándola para siempre como formadora del carácter femenino, una categoría que ella hubiera preferido no ocupar jamás, porque lo que verdaderamente ansiaba además de escribir novelas góticas era continuar publicando otras obras más acordes a las ideas trascendentalistas, sufragistas y abolicionistas que compartía con su padre y su madre y todo el entorno intelectual en el que se había formado. En 1854 había publicado una colección de cuentos de hadas, Flower Fables, originalmente escrita para la hija de Emerson, pero también había producido historias contra la esclavitud y textos feministas que preceden a Little Women, incluidos Moods (1864) y Hospital Sketches (1863), que trasladaron su experiencia como enfermera durante la Guerra Civil estadounidense. Dado el éxito de la historia de las hermanas March, el editor le pidió una secuela: Good Wives, publicada en castellano como Las mujercitas se casan que apareció en 1869. Solo en la década de 1880 los dos volúmenes estarán juntos hasta la nueva edición de 2019. Con los años, Louisa May Alcott continúa la historia de la familia March para los lectores pequeños: Hombrecitos (1871), Los muchachos de Jo (1886). Para los más jóvenes también firmó Ocho primos (1875), Rosa en flor (1876) y Bajo las lilas (1877), y se hizo cargo, entre sus dos viajes a Europa, de la dirección del periódico Merry's Museum (1868- 1869). Durante su vida, se vendieron un millón de copias de la novela y sus secuelas aparecen en todas las colecciones de obras maestras juveniles internacionales. Eiselein y Phillips, autores de la The Louisa May Alcott Encyclopedia destacan la originalidad y las varias claves de lectura de la novela, particularmente con respecto a las representaciones femeninas y, en general, su valor literario. Mamá: encontré un hombre dentro del horno Entre los amigos más cercanos de la familia estaban Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau. Alcott creció con su tutoría, estudiando en la biblioteca de Emerson y recibiendo lecciones de botánica de Thoreau. A pesar de esta rica vida intelectual, los Alcott eran bastante pobres. Bronson trabajó duro, pero no era el tipo de esfuerzo que daba rédito económico, tampoco alcanzaba para pagar todas las cuentas, por lo que a menudo subsistía con nada más que pan y agua. Por eso se mudaban con frecuencia y para cuando se establecieron en Orchard House en 1858, la familia ya acumulaba alrededor de treinta hogares temporales, y solo podían pagar el hogar con el apoyo de familiares y de Emerson que deseaba que la hermana de Alcott, Beth, enferma de una varicela mortal, pasara sus últimos días con comodidad y seguridad Nacida el 29 de noviembre de 1832, Louisa May Alcott fue la segunda de cuatro hijas. Su madre, Abigail May Alcott, provenía de una distinguida familia de Boston. Su padre, Amos Bronson Alcott, era un agricultor que se había educado en filosofía. Los miembros de la familia Alcott fueron bastante progresistas para su época. En 1834, Bronson estableció una escuela con un controvertido currículum mixto. Se las arregló para encontrar estudiantes, pero la comunidad pronto se desintegró por sus tácticas disciplinarias y sus discusiones críticas de la religión. El batacazo final fue cuando Bronson se negó a despedir a un estudiante negro que había admitido en la escuela y los padres blancos retiraron a sus hijos, de modo que al quedar sin alumnos se vio obligado a cerrar la institución. Pese a ello, la familia siguió siendo ardiente abolicionista y activa defensora de los esclavos.. Cuando tenía siete años, Louisa abrió una estufa sin usar para descubrir a un antiguo esclavo escondido dentro. Inicialmente, el hombre estaba aterrorizado de haber sido descubierto, al igual que la pequeña Alcott estaba asustada de encontrar a un hombre en el horno. Alcott le enseñó al hombre a escribir sus cartas. Esta experiencia y los ideales de la familia llevarían años más tarde a la joven Louisa a servir en la Guerra Civil para contribuir a terminar con la esclavitud. Fruitland: la comunidad vegetariana espiritual de la familia Alcott El Museo Fruitlands en Harvard, Massachusetts, fue el sitio de un experimento utópico de Bronson Alcott en 1843. Fracasó en siete meses y la familia siguió adelante. La propiedad fue comprada por Clara Endicott Sears en 1914 y la restauración de la granja original fue pensada como un museo para Alco El Museo Fruitlands en Harvard, Massachusetts, fue el sitio de un experimento utópico de Bronson Alcott en 1843. Fracasó en siete meses y la familia siguió adelante. La propiedad fue comprada por Clara Endicott Sears en 1914 y la restauración de la granja original fue pensada como un museo para Alco Gentileza En 1843 cuando Louisa tenía 11 años su padre Amos Bronson puso en práctica un experimento social comunitario en el que fuera posible llevar adelante los ideales trascendentalistas, que compartía con Thoreau y Emerson, este último uno de los prinicipales benefactores del proyecto. Vivir en la naturaleza, alimentarse de vegetales y frutas, hasta practicar el celibato les permitiría y recrear la utopía de un Edén en la Tierra. La granja se llamó Fruitlands y el experimento solo duró seis meses, al resultar inviable las tensiones cotidianas que se generaron en la convivencia de un grupo de seguidores, en su mayoría desconocidos, que había reclutado a lo largo de Nueva Inglaterra y la familia nuclear. Abigail Alcott (Marmee en Mujercitas) debía alimentar a sus hijas en base a vegetales crudos y la vida austera, despojada de los bienes materiales que en principio resultaba prometedora, terminó por parecerle insostenible, acaso cruel. De estas vivencias, Louisa heredó una pasión absoluta por las manzanas, a las que devoraba mientras se recluía a escribir sobre una modesta tabla que hacía las veces de escritorio. Gloria Casañas: una escritora en busca de Louisa May Alcott Gloria Casañas visitó dos veces Orchard House, la casa museo donde vivió la familia Alcott; la describe con detalle en un apéndice de su novela En el huerto de las Mujercitas. Gloria Casañas visitó dos veces Orchard House, la casa museo donde vivió la familia Alcott; la describe con detalle en un apéndice de su novela En el huerto de las Mujercitas. Gentileza En el huerto de las Mujercitas es una combinación de trama de ficción en la época y el lugar donde vivió Louisa May Alcott, un mini ensayo sobre la autora y su novela, y un diario de viaje en el que cuenta su experiencia al visitar los escenarios donde vivieron todos ellos. La abogada y escritora que lleva escritas más de diez novelas histórico románticas estuvo dos veces en Orchard House y fue en esos escenarios, los mismos que albergaron a la familia Alcott (salvo a Elizabeth, quien inspiró el personaje de Beth en Mujercitas) que ya había muerto antes de que la familia se mudara allí. "Escribir acerca de Concord y sus habitantes me reveló aspectos insospechados de Louisa May Alcott, cosas que al leer su novela más famosa no supe ni tampoco me planteé, ya que por lo general leemos Mujercitas en la infancia o la adolescencia, y no reparamos mucho en la vida de los autores", comenta Casañas. "Claro que también la releímos, pero una lectura de esa novela en la vida adulta despeja muchos interrogantes y abre nuevas perspectivas sobre su autora. Su carácter, su indomable espíritu de aventura, su amor por la familia, que roza el sacrificio personal. Su independencia y rebeldía frente a las convenciones de la época, son aspectos que ahora aparecen con otra dimensión. Louisa May Alcott fue una mujer compleja y sensible, sencilla en sus costumbres y deseosa de libertad. Como escritora, no puedo dejar de identificarme con su sentir, del mismo modo que al leer Mujercitas me sentí cerca del personaje que fue su alter ego: Jo March", revela. Todavía queda mucho por conocer sobre la vida en Concord y el legado de una escritora que seguirá emocionando por siempre.