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viernes, 16 de diciembre de 2022

VIVIR CONFORME A NUESTRA NATURALEZA

Los estoicos señalaron lo que nos hace fundamentalmente humanos: nuestro rasgo de «ser social» con capacidad de razonar (o lo que es lo mismo: solo es posible el progreso en el marco de la convivencia común). Artículo Lisandro Prieto Femenía @LichoPrieto ¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC? Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos). COLABORA 17 OCT 2022 estoicos Cuando Zenón de Elea (490-430 a.C) nos decía que debíamos vivir «conforme a la naturaleza» no se refería en absoluto al posmo-progre que abraza árboles pensando que así evita la contaminación, a las prácticas de no bañarse o rasurarse o al abandono de la vacunación. A los estoicos, en realidad, les interesaba comprender qué tipo de ser es el ser humano en su particularidad propia: ¿qué es lo que nos hace únicos y en qué nos diferenciamos de otros seres? Friedrich Nietzsche (1844-1900) en Verdad y mentira en sentido extramoral dirá que nuestro rasgo distintivo es haber inventado la verdad (a la cual interpreta como «error útil»). Pero los estoicos señalaron que lo que nos hace ser fundamentalmente lo que somos es nuestro rasgo de «ser social» con capacidad de razonar. Decir que somos «sociales» indica que, por más que podamos sobrevivir por nuestra cuenta de manera individual –con muchísimas dificultades–, solo es posible la prosperidad en el marco de la convivencia comunitaria. Es mediante el contacto, la interacción y el razonamiento con otros con lo que podemos empezar a comprendernos primariamente en cuanto seres. Ahora bien, el hecho de que tengamos la posibilidad de razonar no implica necesariamente que lo hagamos de la manera más correcta y eficiente. Habiendo considerado esos dos aspectos propios –nuestra sociabilidad y nuestra capacidad de raciocinio–, podríamos esbozar lentamente que una «buena vida» es aquella en la que somos capaces de aplicar la razón para prosperar en una comunidad. Una vida humana que vale la pena es aquella en la que se decidió no renunciar a la razón para disociarnos de la sociedad, sino más bien todo lo contrario: no es concebible dignidad alguna atomizando al ser individual de su ser colectivo, justamente porque la prosperidad de uno impacta necesariamente en el bienestar de todos. «La «buena vida» nada tiene que ver con el nivel de consumo, sino con la búsqueda permanente de una existencia inclinada a la felicidad» Nada de lo precedentemente señalado es comprensible si no encaramos primariamente lo que tanto Aristóteles como los estoicos comprendían como «ética de la virtud»: esa «buena vida» mencionada nada tiene que ver con el nivel de consumo de bienes y servicios, sino con la búsqueda permanente de una vida que se incline a la felicidad auténtica (es decir, no solo al gozo). Por ejemplo, para Aristóteles, la virtud es el sustento de las mejores acciones y pasiones del alma, lo que nos predispone a realizar correctamente nuestros actos y nos condiciona a obrar bien. Esta es posible únicamente mediante una disposición intelectual y moral llamada prudencia. Esta última es la responsable de conciliar nuestro conocimiento con nuestras acciones de manera proporcionada; es decir, coherente: hacer lo que decimos a los demás que deben hacer y decir que hay que hacer lo que realmente hacemos. Parece un trabalenguas, pero básicamente es una interpelación moral para que no seamos hipócritas y dejemos de decirle a los demás que hagan cosas que nosotros no hacemos (o hagamos lo que nosotros mismos, boca para afuera, decimos que es correcto hacer). Esta ética de la coherencia es una forma de vida contraria a la tan ponderada moral de doble estándar que impone a los demás reglas que de puertas para adentro no se cumplen. Ante la pregunta de por qué leer a los estoicos hoy, este enfoque de la vida nos señala que debemos mejorar como personas si pretendemos vivir en una sociedad medianamente equilibrada. Para los estoicos, si bien la formación intelectual y moral es un proceso de reflexión y de hábitos individuales, es inconcebible el primado de un individualismo moral que exige todo de los demás sin importar lo que uno haga. Este tipo de lecturas nos permiten ser críticos de una cultura que nos quiere hacer creer que cualquier capricho puede convertirse en derecho y que ninguna obligación es digna de ser respetada en pos de un bien común en el cual se intente equilibrar la balanza de las injusticias innecesarias, fruto del abandono voluntario del pensar y de la participación cívica y comprometida. Ahora, si bien es cierto que Epicuro (341-270 a.C) puso mucho énfasis en la importancia de la amistad y en las relaciones, su meta era básicamente minimizar el dolor en la vida. Una lectura rápida e incorrecta de ello puede indicar que los epicúreos eran hedonistas, amantes del placer y la vida libertina, pero por supuesto que no era así. Intentaban evitar el dolor mental y físico, y para conseguirlo, su consejo era evitar involucrarse demasiado en la cosa pública (es decir, la política), puesto que las relaciones sociales propias de ello de una manera u otra terminan causando dolor, traición, decepción y frustración. Ahora bien, de poco sirve evitar el dolor intentando aislarnos del mundo cuando es justamente dicho alejamiento lo que ha producido que legiones de idiotas nos gobiernen y nos causen tantos pesares. Como se puede apreciar, las lecciones de los estoicos nos indican dos vías que confluyen en una autopista central: conocernos a nosotros mismos de manera cabal, ser autónomos y autosuficientes, formarnos en virtudes y ser coherentes con nuestra naturaleza racional y, simultáneamente, ejercer dichas virtudes en pos de una vida social que, si bien nunca será perfecta, debe tender siempre a un bien común. El «vivir mejor» al que se refieren los estoicos nada tiene que ver con el «sálvese quien pueda», sino que representa una serie de pautas de pensamiento y conducta; una invitación a la «buena vida» que no nos asfixie ni nos quite las ganas de encontrarle sentido a nuestra existencia.

jueves, 15 de diciembre de 2022

EQUIVOCARSE ES DE SABIOS

Cuando nos equivocamos se activa una parte del cerebro que ordena aumentar la atención para aprender y reducir así las posibilidades de volver a cometer el mismo error. Artículo Elena Sanz ¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC? Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos). COLABORA 02 AGO 2022 error «El que nunca comete errores es menos cuerdo de lo que se figura», advertía el filósofo francés François De La Rochefoucauld. «El que se pierde es el que encuentra las nuevas sendas», sugería también en esa línea el dramaturgo noruego Nils Kjaer. Por su parte, el español Bernardo De Balbuena afirmaba prácticamente lo mismo, pero con rima: «No darás tropezón ni desatino, que no te haga adelantar camino». Y en un tono bastante más campechano, el refranero popular castellano sentencia que «echando a perder, se aprende». Sin embargo, parece que ninguno de estos mensajes ha calado lo suficiente en nuestra sociedad. Cometer errores nos irrita sobremanera. Quizás porque los años que pasamos en el colegio hacen mella en cómo concebimos el aprendizaje. En la etapa escolar, se nos graba a fuego la idea de que aprender consiste en escuchar a un profesor contar la lección para, a continuación, retener en la memoria todas las «respuestas correctas» posibles y demostrarlo en un posterior examen. Sacar un 10 significa que nos sabemos todas las respuestas correctas; un 0 implica un 100% de fallos, es decir, un estrepitoso fracaso. Y eso es todo, no hay que darle más vueltas. ¿O quizá sí? Un voto de confianza para las equivocaciones Los defensores del aprendizaje basado en errores pretenden cambiar por completo las tornas. «La idea central es que, en lugar de recibir pasivamente clases magistrales, el aprendizaje se plantee desde el principio como una búsqueda activa de respuestas», explica a SINC Eugenia Marín-García, psicóloga de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Marín-García plantea que «el aprendizaje se plantee desde el principio como una búsqueda activa de respuestas» Dicho de otro modo, esta tendencia aboga por que una de las herramientas básicas de la enseñanza sea alternar sesiones de estudio con pruebas. En ocasiones, esos test se pueden responder incluso antes de que el profesorado imparta la lección, una propuesta conocida con el término anglosajón pretesting. Algunas veces acertaremos y otras (muchas) nos equivocaremos, pero a largo plazo los resultados de esta forma de estudio superan con creces la formación pasiva clásica, esa que consiste en estudiar y reestudiar una y otra vez la lección hasta que «se nos queda», aclara Marín-García, experta precisamente en estrategias de aprendizaje. De hecho, se ha comprobado que fallar al intentar responder hace que aprendamos más. Incluso en preguntas de tipo verdadero-falso. ¿Una paradoja? No, en realidad tiene mucho sentido. «Hay varias teorías que intentan explicarlo, pero nuestras investigaciones empíricas y las de otros grupos cercanos indican que la más plausible es la que se conoce como Error Prediction Theory», resume la investigadora. cuando lo que uno espera que va a suceder (la predicción) no coincide con la realidad, el cerebro reacciona aumentando la atención Aclara que esa teoría propone que, cuando lo que uno espera que va a suceder (la predicción) no coincide con la realidad, el cerebro reacciona aumentando la atención. Y, como consecuencia de ese error de predicción, la retentiva mejora y el aprendizaje es más profundo. Correcciones inmediatas y detalladas Eso sí, para que el método funcione es importante que nos corrijan (o nos autocorrijamos) inmediatamente después de responder a los test, en lugar de dejar varios días entre la prueba y el feedback correctivo. Además, a ser posible, la rectificación debe ir acompañada de una explicación detallada y no solo de un bien o mal. Marín-García: «Tendemos a pensar que si los profesores nos plantean una serie de preguntas es para evaluarnos, y eso nos incomoda» Otro matiz a tener presente es que no podemos cortar a todos los errores por el mismo rasero. Por un lado, hay evidencias de que aquellos que cometemos nosotros mismos generan mayor aprendizaje a largo plazo que los que cometen los demás. Por otro lado, no es lo mismo lo que se conoce como error de comisión, que ocurre cuando damos una respuesta que no es la correcta, que un error de omisión, que se produce cuando dejamos «la pregunta en blanco». El primero es el que realmente favorece la enseñanza duradera. El principal escollo a la hora de intentar aplicar todo esto en el aula es la asociación mental que hacen los alumnos entre test y nota. «Tendemos a pensar que si los profesores nos plantean una serie de preguntas es para evaluarnos, y eso nos incomoda», subraya Marín-García. Si los fallos van a repercutir negativamente en la nota, obviamente no queremos enfrentarnos a un test sin estudiar. Sin embargo, el examen no debería ser solo el final del camino. «Es cierto que existen (y seguirán existiendo) evaluaciones calificadoras. Necesitamos certificaciones, notas, nos las exige el sistema educativo», afirma a SINC la especialista. Pero está convencida de que en el proceso de estudio deberíamos hacer test continuamente, no para evaluar sino para aprender. La evaluación como aliada Anna Forés, de la cátedra de Neuroeducación de la Universidad de Barcelona (UB), coincide plenamente con ella. Más allá de que nos ayude a aprender, defiende que «la evaluación debería considerarse una aliada, porque nos hace la fotografía de lo que sabemos en un momento concreto y lo que nos falta por aprender». Para Forés, el problema va mucho más allá de las aulas: errar está mal visto en todos los ámbitos de la vida. «Cuando los norteamericanos entrevistan a los candidatos a un puesto de trabajo valoran que en su currículum conste en qué se han equivocado en sus anteriores empleos; porque si has hecho una pifiada en una empresa, ya hay garantías de que al menos ese error no lo volverás a cometer», nos explica. Pero reconoce que es inimaginable que algo así ocurra en España. «No tenemos en cuenta que el hecho de que alguien se haya equivocado no solo no es negativo, sino que garantiza que ha habido un aprendizaje», lamenta. Lo paradójico es que cuando tratamos con niños pequeños damos por hecho que necesitan fallar para aprender. «¿Cómo aprendemos a andar? A base de darnos culazos. ¿Y a montar en bici? ¿Y a dibujar? ¿Cómo aprendemos a hablar? A base de ensayo-error en todos los casos», resume Forés. A los niños se les permite fallar, a los adultos no Dice que algo que tenemos tan claro en los aprendizajes procedimentales (de habilidades) de la infancia, lo desterramos al hacernos mayores. Pretendemos que al crecer el aprendizaje sea inmediato, que los conocimientos se incorporen a nuestro cerebro al instante, como por arte de magia. Y nos da urticaria la sola posibilidad de fallar en el proceso. Lo peor es que pensar así nos paraliza. Obviamos aquello que dijo Einstein de que quien nunca ha cometido un error, nunca ha intentado nada nuevo. «Cada experiencia es un aprendizaje, en cada acción experimentamos y aprendemos», subraya Forés. «Pensar ‘yo no sé, yo no voy a saber’ nos estanca; y al contrario, tener mentalidad de crecimiento, como la llama Carol Dweck, nos hace crecer», distingue la experta en neuroeducación. Hace referencia a los trabajos de una psicóloga de la Universidad de Stanford que distingue dos tipos de mentalidades: la de personas a las que les fascinan los retos y la de quienes evitan cualquier desafío que se cruzan por temor a equivocarse. No es innato, sino educacional, según ha demostrado Carol Dweck, que calcula que el 40% de las personas tienen «mentalidad de crecimiento», otro 40% «mentalidad fija»; y el resto cambia en distintas fases de su vida. Cómo actúa nuestro cerebro ante las erratas Qué parte del cerebro se activa al equivocamos depende de a qué grupo pertenezcas. «Si nos frustramos, se enciende la amígdala; si tenemos actitud de crecimiento, el error solo sirve para activar nuestra curiosidad, incluso nos motiva», resalta Forés. Sin embargo, sí que hay elementos comunes que los neurocientíficos empiezan a descifrar. Registrando con electroencefalografía el cerebro de cualquier individuo mientras comete un error se detecta un patrón de actividad muy singular, que el aparato registra como un pico súbito de actividad eléctrica negativa. En la jerga lo llaman error-related negativity (ERN) y la señal procede de una región profunda del cerebro llamada corteza cingulada anterior. Al parecer, las neuronas de esta zona se ocupan de detectar los fallos para dar orden inmediata al resto del cerebro de aumentar la atención y asegurarse de que la probabilidad de volver a equivocarnos baje. Lo curioso es que todo esto ocurre apenas 100 milisegundos después de que metamos la pata. Vamos, que nuestro cerebro se da cuenta mucho antes que nosotros de las pifias. Y, automáticamente, a partir de ese momento, nos hace responder más para que no nos precipitemos. Visto lo visto, parece que equivocarnos nos vuelve más sabios. «Deberíamos vivir igual que jugamos al parchís: aceptando sin dramas ni ansiedad que los fallos están permitidos y que, si por tomar una mala decisión otro jugador me come una ficha, me voy a casa y no pasa nada», concluye Anna Forés.

Michel Onfray en su Política del rebelde (pág. 182, en Anagrama) dice

en cambio, el capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura, anunciada por Marcuse, del hombre unidimensional, variación sobre el tema del hombre calculable, que propuso Nietzsche. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, obediente a las consignas de la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil, débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, aficionado empedernido a los juegos y los estadios, devoto del dinero y sectario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas mezquinas, tonto, ingenuo, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, carente de memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y portador, además, de ciertos rasgos de la misma índole que los que definen un fascismo ordinario. Es un socio ideal para desempeñar primero su papel en el vasto teatro del mercado nacional y luego en el mundial. Éste es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se nos alaba hoy.