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domingo, 30 de octubre de 2022

VIVIR PARA SERVIR (O SERVIR VIVIENDO)

Ethic OPINIÓN La hiperactividad que se expande en nuestro día a día nos mantiene completamente ocupados, pero también nos perjudica gravemente, obligándonos a derrochar el poco tiempo que tenemos. Y no solo eso: tal como afirmaban los estoicos, hacer cosas no necesariamente significa que estas sean útiles. Artículo Lisandro Prieto Femenía @LichoPrieto ¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC? Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos). COLABORA 21 SEP 2022 hiperactividad El estrés, el concepto de estar inmersos en una cotidianidad que nos cansa mediante una permanente ocupación, se torna en problema cuando el quehacer que succiona casi la totalidad de nuestro tiempo responde a satisfacer una necesidad externa y no a una pasión que nos envuelve en un tipo de vocación placentera, creativa y productiva. Dicha problemática surge cuando la hiperactividad se impone como producto de moda y modo de vida que ha logrado sustituir el esclavismo clásico por la autoexplotación del sujeto como aparente método de realización personal. Séneca señalaba al respecto que estar constantemente ocupados no tiene que ser necesariamente bueno, en el sentido estricto en que dicha forma de vida nos estaría distrayendo de aquellos aspectos de la existencia que son realmente relevantes. Para lograr comprender este razonamiento es crucial, en primer lugar, pensar que no todo es importante: que hagamos cosas no implica necesariamente que sean trascendentes, significativas, necesarias, interesantes o útiles; es decir, cantidad no tiene por qué ser calidad. La recomendación estoica interpela permanentemente a centrarse, prestando atención a lo que hacemos, por qué lo hacemos, cómo lo hacemos y para quién lo hacemos. Estar «ocupado» por inercia o para brindar a una sociedad virtual una imagen de utilidad ficticia es, en esta concepción, una estupidez: todo el mundo puede estar realizando simultáneamente actividades totalmente intrascendentes, por más llamativas que sean o por más likes que reciban. «Que hagamos cosas no implica necesariamente que sean trascendentes, útiles o necesarias» Pero preguntémonos lo siguiente: si hoy fuera el último día de nuestra vida, ¿querríamos estar haciendo esto? Estimados lectores, hagan el intento de registrar sus actividades diarias –ya sea en una lista material o mental– al caer la noche durante al menos una semana y procedan a concluir honestamente si aquello que más tiempo les lleva cotidianamente está o no mejorando vuestras vidas. Por ejemplo, ¿cuántas horas diarias dedicamos al consumo visual de los contenidos de redes sociales? De ser posible, pregúntense también si querrían hacer lo que suelen hacer hasta el último día de sus vidas Los estoicos dirían que lo único que está bajo nuestro control son nuestras opiniones, juicios y decisiones, y no la de los demás. Las opiniones de otros tal vez puedan resultarnos interesantes, e incluso quizás podamos aprender algo de ellas, pero no son más que eso: perspectivas y juicios sobre las cuales no tenemos el más mínimo control o poder. Ahora bien, si nos pasamos la vida buscando la aceptación y aprobación de la percepción que tienen otros de nosotros –ser famosos, vistos o considerados por los demás–, lo que estamos haciendo, básicamente, es tirar a la basura una cantidad considerable de nuestro tiempo. Es bien sabido que la fama es extraordinariamente volátil e ingrata: un día te vitorean y otro, en cambio, un ejército de críticos se vuelven en tu contra. Ahora bien, no es necesario que caigamos en malas interpretaciones: las redes sociales no son más que herramientas, y es el uso que le damos lo que propicia las consecuencias que retornan. En todo caso, siempre es fundamental colocar una limitación temporal, incluso si el uso es laboral, promocional o académico, puesto que la idea es no perder innecesariamente la unidad de medida primordial de la vida en estado de existencia: el tiempo. En ese sentido, los estoicos nos enseñaron que una herramienta es eso y nada más, un «útil-para»; cada cual decidirá si las utilizará correcta o incorrectamente. Evidentemente, el dispositivo no nos dirá jamás cómo debemos usarla, aunque en el caso de las redes sociales nos hace permanentemente sugerencias (a las cuales les recomiendo enérgicamente ignorar intencionalmente). «Los estoicos dirían que lo único que está bajo nuestro control son nuestras opiniones, juicios y decisiones» Epicteto nos brinda una clara perspectiva al indicar en sus Discursos una reflexión que tal vez pueda resultarnos relevante: si tienes dinero, ¿qué vas a hacer con él? La moneda por sí sola no te lo dirá, ya que es una simple herramienta que acumulamos ya sea por el placer de acopiar o por la necesidad de hacer cosas con ella, como comprar bienes y servicios. Por sí misma, por tanto, es un objeto que carece de valor propio, motivo por el cual desde la óptica estoica no tendría sentido dedicarle completamente la vida a su acopio: no es el oxígeno que llena nuestros pulmones o da sentido a nuestra corta existencia, sino simplemente un medio para un fin concreto. Agustín de Hipona supo traducir al cristianismo lo señalado al decirnos que no es más rico quien más cosas posee, sino el que menos cosas necesita. Frente a la cultura de la exposición mediática, prudencia; frente al estilo de vida alienado completamente de un sentido trascendente, razón; y ante la esclavitud propia de sistemas económicos y culturales, sencillez y sensatez. Como habrán podido apreciar, el desapego a lo innecesario es el motor del pensamiento estoico, y no es casual su relectura en nuestros tiempos. Tratemos de recordar que al mismísimo Marco Aurelio, emperador del Imperio romano, le preocupaba el hecho de la adulación constante que recibía, en lugar de gozarla y sacar provecho de ella. Las fuentes históricas y sus escritos nos dan bastantes pruebas de que, a pesar de su fama, intentó ser lo más justo posible en el trato cotidiano con la gente. En Meditaciones nos interpela drásticamente: «Alejandro el Macedón y su mulero, una vez muertos, vinieron a parar en una misma cosa; pues, o fueron reasumidos en las razones generatrices del mundo o fueron igualmente disgregados en átomos». En otras palabras, «recuerda que Alejandro Magno era mucho más importante de lo que eres tú y, aún así, murió». Abocar una existencia tan corta a la búsqueda desesperada de fama y prestigio a cualquier coste no haría otra cosa que renunciar al principio de individuación propio que nos lleva inevitablemente a olvidarnos de nosotros mismos y a quienes decimos amar. Ante la incesante oferta y demanda de soluciones mágicas ofrecidas por las corrientes editoriales que acercan brebajes de autoayuda masiva, el estoicismo ha sobrevivido con sus ideas a cientos de años. No es un accidente: su invitación a vivir mediante un pensamiento coherente que busca un sentido de la existencia debe ser un permanente recordatorio que nos golpee fuerte e insistentemente en la posibilidad de convertir el efímero destello de vida que nos toca en algo significativo.

LA ERA BARTLEBY (O POR QUÉ PREFERIMOS NO HACER NADA)

Hace más de medio siglo, el relato de Herman Melville, ‘Bartleby, el escribiente’, relataba el hastío de un excéntrico hombre frente a la existencia (personal y laboral). Hoy, su importancia es mayor que nunca: vivimos en una sociedad agotada. Artículo Pelayo de las Heras Pelayo de las Heras @draculayeye_ ¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC? Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos). COLABORA 27 OCT 2022 bartleby ‘Office In A Small City’ (1953), por Edward Hopper. A pesar de su notable popularidad, el relato surgió a través de la alargada sombra de la indiferencia, tanto de la crítica como del público: con Bartleby, el escribiente, Herman Melville legó un relato breve y conciso, escrito con la precisión aséptica que envuelve la pluma de un notario. Tanto que, en realidad, bastan tres palabras para recordarlo: «Preferiría no hacerlo». Una frase con la que Bartleby, copista profundamente disciplinado durante los primeros días de trabajo, nos hace parpadear una y otra vez. Así lo relata el protagonista y narrador, un «abogado sin ambición» de Wall Street: «Le miré fijamente. Su rostro era muy delgado; sus ojos grises estaban vagamente serenos. No representaba la menor muestra de agitación. Si al menos en su actitud hubiera habido intranquilidad, ira impaciencia o impertinencia […] sin duda le habría despedido violentamente del local. Me quedé mirándole unos instantes, mientras él continuaba con su escritura, y luego volví a sentarme en mi escritorio. Aquello era muy extraño». Una resistencia pasiva y un peculiar hastío, el de Bartleby, que llevaría a considerar el relato como el primer cimiento del existencialismo y la literatura del absurdo. Siglo y medio después, sus ecos resuenan en otros conceptos más grandilocuentes. Es el caso del burnout –el «síndrome del trabajador quemado», reconocido por la Organización Mundial de la Salud– o la llamada gran dimisión interior. Son similares: señalan la falta de energía y la aparición de un hartazgo que lo impregna todo con la misma viscosidad que la brea. Y aunque aquí aparecen atados a una visión corporativista relacionada con la productividad, lo cierto es que el hastío apático que describen son comunes al resto de la sociedad. Precisamente la información recogida el año pasado por el Consejo General de la Psicología de España indica que las consultas psicológicas aumentaron en un 30% tras la pandemia, lo que se refleja en obras como No seas tú mismo (Paidós), donde Eudald Espluga, su autor, defiende «reivindicar la fatiga» (o, lo que es lo mismo, «reivindicar unas condiciones sociales, políticas y económicas que nos agotan, […] lo que es el primer paso para cambiar el marco neoliberal»). Algo similar expone el filósofo Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio (Herder), donde habla del agotamiento del sujeto moderno occidental –y también de la pequeña obra de Melville– como un agotamiento del alma (uno tan fuerte no deja fuerza alguna a la vida comunitaria); el hombre, sostiene, se ha abocado «al cansancio y a la depresión». Bartleby, ¿el revolucionario? Melville relata, durante las pocas páginas que descansan entre las tapas, cómo Bartleby, ante las distintas peticiones del dueño de la oficina y aún cumpliendo con otras tareas, repite y una otra vez su peculiar lema: «Preferiría no hacerlo». Pero también describe el descenso hacia una apatía cada vez más autodestructiva. «Bartleby permanecía junto a su ventana sumido en su ensoñación ante el muro desnudo. […] Le miré fijamente y percibí que sus ojos parecían apagados y vidriosos. […] Al final, me informó de que había abandonado para siempre la actividad de copiar», relata. Pensar en el triunfo final como meta, en el trabajo como esqueleto de la vida o en la vocación como nuestra identidad personal puede ser agotador El escribiente, sin embargo, no abandona su sitio. Permanece instalado en la oficina, como un fantasma con asuntos pendientes, mientras provoca la misericordia emocional del abogado que la regenta. Pronto, Bartleby cambia: ya no prefiere no hacer algo; ahora prefiere no hacer nada. Su negativa a moverse de sitio, incluso a pesar del cambio de oficina, hace que su cuerpo –«pálido y delgado», como el de un cadáver– termine en la cárcel por vagabundo. Un rumor llega finalmente a oídos del narrador: el motivo de la profunda fatiga de Bartleby es su antiguo empleo en la Oficina de Cartas Muertas, donde van a parar aquellas que no pueden ser entregadas al destinatario ni devueltas al remitente. Al fin y al cabo, «¿habrá alguna actividad más idónea para incrementarla [la desesperanza]? Con mensajes de vida, estas cartas se precipitan hacia la muerte». No obstante, no todo cansancio tiene por qué ser negativo. Tal como defiende Chul-Han, puede que sea la herramienta necesaria para desacelerar una vida cada vez más activa. La presión sujeta a la autoexplotación defendida por el filósofo surcoreano es evidente: pensar en el triunfo final como meta, en el trabajo como esqueleto básico de la vida o en la vocación como elemento principal de nuestra identidad personal puede ser agotador. Bartleby es, en cierto modo, un rebelde. Prefirió no hacer algo cuando había que hacerlo.

Hay que recuperar la lentitud en los procesos de la vida

Hay que recuperar la lentitud en los procesos de la vida. La rapidez es una estrategia para consumir –y ser consumidos– de forma incesante. El cerebro rápido y estresado no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente.

domingo, 2 de octubre de 2022

¿Qué ha sido del bien común? Michael Sandel, filósofo y profesor

cultivar la atencion

hoy la auténtica lucha es por nuestra atención. Por eso, una buena educación, enriquecedora (en contenidos) y crítica (en enseñanza de actitudes), ha de fomentar el cuestionamiento sobre la espinosa cuestión de a quién permitimos que se adueñe de nuestra atención. Es necesario e inaplazable recuperar la lentitud en los procesos de la vida. La rapidez es una estrategia que se instaura para consumir –y ser consumidos– de forma incesante y desaforada. Acaso por eso se siga temiendo tanto en términos políticos el influjo educativo de las humanidades, cada vez más maltratadas en términos curriculares: porque nos invitan a hacernos dueños de nuestra libertad, porque fomentan el abandono de la homogeneización, impulsan la curiosidad, eluden la neurosis de vivir anclados al momento presente y nos proyectan a horizontes compartidos y comunes, ralentizan los tiempos de vida, reducen la vehemencia consumista, alientan el empuje por conquistar nuestra atención, hacen el mundo más rico y diverso e impulsan la creación de nexos interpersonales. Tal vez sea esta la rebelión que necesitamos: practicar la lentitud y cultivar la atención a través de una educación centrada en ambas prácticas.

LENTITUD Y ATENCIÓN COMO REBELIÓN EN UN MUNDO ACELERADO

Por todos lad Artículo Carlos Javier González Serrano Carlos Javier González Serrano @aspirar_al_uno COLABORA 04 JUL 2022 Lentitud, atención y tiempo Nos hemos acostumbrado peligrosamente a imprimir y acoger ritmos rápidos, vertiginosos y poco conscientes en nuestra vida. Nos movemos de un lado a otro sin recapacitar en la importancia del tránsito: de casa al trabajo o al centro de estudios, y vuelta a casa, hipnotizados y narcotizados, en los escasos entreactos de los que disponemos, con un sinfín de aplicaciones y aparatos tecnológicos que mantienen nuestra capacidad de desear constantemente despierta y espoleada en medio del infierno de lo igual. Twitter, Instagram y un sinfín de redes sociales aportan material en apariencia siempre novedoso, sin que paremos mientes en que lo que se nos ofrece no es más que lo mismo camuflado bajo capa de algo singular. Hoy, el negocio estriba en adueñarse de nuestra atención a través de este perverso mecanismo. Cuando nos dicen que «la vida son dos días» tengo la impresión de que intentan contagiar una prisa que no siempre se necesita. Leer y pensar despacio, amar despacio, tomar un café o pasear despacio. Es muy urgente recuperar la capacidad para disfrutar de la lentitud de los procesos. De vivir sin prisa(s). De alimentar la lentitud. Por todos lados nos presentan el tiempo como algo que se pierde: «Escucha resúmenes de libros para no perder tiempo», «Pide comida para no perder tiempo», «Miles de podcasts educativos para no perder tu tiempo estudiando», etc. Nos empujan a olvidar que hay actividades con las que, en su pausado ejercicio, el tiempo se gana, se conquista y enriquece. «Cuando parece no haber tiempo para pensar, se nos empuja a elegir entre recetas y fórmulas que no necesitan elaboración propia» En paralelo, este hiperaceleracionismo ha afectado sobremanera la forma en que nos relacionamos. Los nexos humanos se han convertido –o corren el riesgo de convertirse definitivamente– en meras conexiones tan espontáneas como efímeras que no permiten ahondar en la biografía del otro, que nos conservan encerrados en una intimidad encapsulada, aprisionada, que se asfixia por falta del oxígeno que procura el contacto en profundidad con la alteridad, con el otro (que es, también, un yo mismo). Una intimidad que se ve incapaz de abrirse al otro porque precisa, en medio de una sociedad que galopa desbocada, de nuevas conexiones que sigan alimentando un yo que únicamente se ve satisfecho a través de la permanente apertura a diversas e insignificantes novedades, y que además se viste de inocente entretenimiento mientras descompone sutilmente el entramado social. Por otro lado, en una lectura política, la rapidez con la que corre nuestro mundo beneficia a los dogmatismos de toda índole. Cuando parece no haber tiempo para pensar, se nos empuja a elegir entre recetas y fórmulas que no necesitan elaboración propia. El do it fast encierra una terrible servidumbre intelectual y emocional de la que se benefician todo tipo de populismos y emporios económicos. Necesitamos, por ello, la lentitud del pensar para situarnos con plena consciencia en nuestro presente; debemos tomarlo como parte del ejercicio de nuestra responsabilidad individual, social y ciudadana. Para entrenarse en la lentitud es imprescindible el papel de la educación como mecanismo que puede oponerse al efecto destructivo y desmembrador del aceleracionismo. El cerebro rápido no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente. En términos fisiológicos, pueden llegar a darse atrofias cerebrales de carácter funcional que provoquen una hipofunción del pensamiento lento, que nos impidan recuperar la capacidad para un actuar lento y pausado, tan importante, por ejemplo, en la toma de decisiones. «El cerebro rápido no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente» Por supuesto, en términos evolutivos el pensamiento rápido es propio de –y necesario para– la supervivencia, pero afortunadamente queremos (y necesitamos) más que sobrevivir. Nuestros procesos mentales están cambiando por el uso indebido de la tecnología. Nos estamos haciendo indolentes, el cerebro vaguea y lo convertimos en una caja de repetición. Como escribió la malagueña María Zambrano, resbalamos por la vida en lugar de agarrar con firmeza y sensatez las riendas de nuestra responsabilidad. Reducir nuestra paciencia cognitiva es sinónimo de facilitar nuestra esclavitud intelectual y emocional. La auténtica y más relevante batalla que hoy se libra tiene como objetivo captar, moldear y monopolizar nuestra atención. Y ello está muy relacionado con el ritmo que decidimos imprimir a nuestra vida: a mayor rapidez, menor atención a los procesos y actividades que desarrollamos, y una escasa atención hace de nosotros marionetas abúlicas y perezosas que se dejan llevar por los continuos estímulos a los que se ven sometidas. No hay más que pensar en cuánto se han empeñado en vendernos el llamado multitasking como una virtud laboral y existencial: hacer mucho sin centrar nuestra atención en nada. Que no es más que, digámoslo claro, entregar nuestra acción a la deriva. Como escribe Charo Rueda Cuerva, catedrática de Psicología Básica en la Universidad de Granada, en Educar la atención con cerebro (Alianza Editorial, 2021): «En el rango de habilidades cognitivas potenciales del ser humano, la atención tiene un papel fundamental. Es el cimiento sobre el que estriba toda la construcción del entramado cognitivo propio de nuestra especie». Y añade: «En este sentido, la atención nos ayuda a ser más inteligentes». «Reducir nuestra paciencia cognitiva es sinónimo de facilitar nuestra esclavitud intelectual y emocional» No hay que engañarse. Hay una clase de ruido, causante de un existir acelerado y distraido, adormecido, sin pausa ni sentido de la autonomía, que sólo puede silenciarse y sanarse lejos de una pantalla. Lo repetiré una vez más: hoy la auténtica lucha es por nuestra atención. Por eso, una buena educación, enriquecedora (en contenidos) y crítica (en enseñanza de actitudes), ha de fomentar el cuestionamiento sobre la espinosa cuestión de a quién permitimos que se adueñe de nuestra atención. Es necesario e inaplazable recuperar la lentitud en los procesos de la vida. La rapidez es una estrategia que se instaura para consumir –y ser consumidos– de forma incesante y desaforada. Acaso por eso se siga temiendo tanto en términos políticos el influjo educativo de las humanidades, cada vez más maltratadas en términos curriculares: porque nos invitan a hacernos dueños de nuestra libertad, porque fomentan el abandono de la homogeneización, impulsan la curiosidad, eluden la neurosis de vivir anclados al momento presente y nos proyectan a horizontes compartidos y comunes, ralentizan los tiempos de vida, reducen la vehemencia consumista, alientan el empuje por conquistar nuestra atención, hacen el mundo más rico y diverso e impulsan la creación de nexos interpersonales. Tal vez sea esta la rebelión que necesitamos: practicar la lentitud y cultivar la atención a través de una educación centrada en ambas prácticas. Para que, como escribió Simone Weil en su Meditación sobre la obediencia y la libertad, no pueda mantenerse «el sentimiento de impotencia» de la ciudadanía, «primer punto de una política hábil por parte de los amos». Nuevas formas individuales de vivir la realidad implicarán nuevas formas de relacionarnos, más valiosas, conscientes y comprometidas. Y aquí está, quizá, el meollo de la cuestión, que también apuntó Weil en un fragmento de la década de 1930: «Sólo puede haber un progreso social, pequeño o grande, si la presión desde abajo es lo suficientemente fuerte como para imponer nuevas condiciones a las relaciones sociales».