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jueves, 28 de marzo de 2024

Llorad, llorad, valientes: un relato de Irene Vallejo

El duelo hay que edificarlo sin prisa, con ritmos arquitectónicos. Más y más, mes a mes. No es una enfermedad de la que curarse lo antes posible, sino la lenta reconstrucción de un mañana resquebrajado. Necesitamos consentirnos la tristeza, desahogarnos para evitar la asfixia. COMPARTIR El duelo hay que edificarlo sin prisa, con ritmos arquitectónicos. Más y más, mes a mes. No es una enfermedad de la que curarse lo antes posible, sino la lenta reconstrucción de un mañana resquebrajado. Necesitamos consentirnos la tristeza, desahogarnos para evitar la asfixia. Nuestro mundo intenta jibarizar la huella de la muerte, mientras el pasado la proyectaba en gigantescos monumentos. Hace veinticinco siglos, Artemisia II hizo construir una imponente arquitectura de dolor. Destrozada por la pena, erigió una tumba para Mausolo, su marido y hermano —el poder era aún más endogámico que hoy—. Reclutó a los mejores artistas para trabajar el mármol de blancura más luminosa. El colosal sepulcro de Halicarnaso, una de las Siete Maravillas, se elevaba cincuenta metros en cuatro plantas, decoradas por relieves y estatuas tan llenas de vitalidad que la misma piedra parecía tensar los músculos. En adelante, las sepulturas más bellas se llamarían “mausoleos”. El desgarro de Artemisia aún habita nuestros cementerios. Llevamos dentro, embalsadas y rebosantes, las lágrimas por nuestros muertos, pero está mal visto dejarlas correr. Todavía hay una profunda carga de vergüenza asociada al tabú del llanto. Los hombres no lloran. Y, si las mujeres nos quebramos en público, causamos incomodidad —has roto un veto— y levantamos cierta sorna —has confirmado un cliché—. Contrólate. Los protagonistas masculinos de la ficción contemporánea afrontan la embestida del dolor o la pérdida con una máscara inexpresiva, hieráticos y fríos: cowboys y superhéroes consideran el llanto como un signo de debilidad. Las lágrimas resultan impúdicas, y por eso nuestros rituales fúnebres parapetan los ojos tras unas gafas oscuras. Sin embargo, los guerreros legendarios del pasado heroico solían llorar a moco tendido. En una de las primeras epopeyas descubrimos que Gilgamesh, al morir su mejor amigo, “gimió como un pichón” durante toda la noche. Con la primera luz del alba, gritó: “Que los senderos del bosque te lloren, que te lloren los ancianos, que te llore el oso, la hiena, la pantera, el chacal, la gacela, que te llore el río Éufrates, que te llore el granjero y el cervecero que te elaboraba la mejor cerveza”. En la épica antigua, muchos héroes desencadenan sin rubor una tromba de lágrimas. Aquiles lloró junto al mar en una memorable escena de la Ilíada; también Ulises, cuando su fiel y viejo perro lo reconoció en Ítaca y murió estremecido, meneando la cola. Los ojos de Eneas se humedecen una y otra vez en la Eneida. El caballero Tristán, del ciclo artúrico, llevaba la pena inscrita en el nombre –era tradición bautizar ‘Tristán’ a los niños cuyas madres morían en el parto–. Incluso el Cantar de Mio Cid, epítome de hombría, arranca presentando así a Rodrigo: “De los sus ojos tan fuertemientre llorando”. En los buenos tiempos de la caballería andante, si uno tenía ganas y motivos, sollozaba e hipaba con la cabeza alta. Lo canta Nick Cave en The Weeping Song, “desciende al mar, hijo, mira a las mujeres llorando; después sube a las montañas, los hombres están llorando también”. Homero hubiera observado atónito la promoción de Los puentes de Madison, donde nos ofrecían la oportunidad —única— de ver a Clint Eastwood, el tipo duro, derramar lágrimas en la lluvia. La cancelación del llanto es reciente: los campeadores de antaño sollozaban con frecuencia, sin necesidad de un oportuno chaparrón para camuflar su desconsuelo. Los psicólogos señalan que el aprendizaje social de contener el llanto tiene dudosa utilidad práctica. De hecho, conviven mejor con la adversidad las personas que aceptan sus emociones sin prohibirse exteriorizarlas. En cambio, el duelo negado amenaza con convertirse en fractura irreparable, en grave desequilibrio. Quien da rienda suelta a su pena en público demuestra seguridad y una rara independencia frente al qué dirán. Como escribió Julio Ramón Ribeyro: “Nada me impresiona más que los hombres que lloran. Nuestra cobardía nos ha hecho considerar el llanto como cosa de mujercitas. Cuando solo lloran los valientes”.

sábado, 23 de marzo de 2024

grateful dead

El mansplaining no es una práctica casual, es un ejercicio normalizado de invisibilización.

Noviembre 12, 2019 Por Sofía García-Bullé Una lectura de 7 minutos COMPARTIR Aspen, 2012. Rebecca Solnit, escritora prolífica desde 1988, asiste a una fiesta en la que un hombre mayor le recomienda leer un libro recién publicado que él consideraba uno de los mejores temporada, Solnit era la autora del libro. La astronauta Jessica Meir, una de las participantes de la primera caminata femenina fuera de una estación espacial en octubre de este año, relata en Twitter su entrada a la zona equivalente al espacio en 2016, donde menciona que ahí el agua hierve espontáneamente; un usuario masculino se apresura a corregir su argumento con los conocimientos que adquirió de una simulación en un campamento espacial. En 2017, la doctora en física y la profesora Veronika Hubeny, participa en un panel. Es la única mujer entre otros colegas expertos en ciencias exactas; el moderador la interrumpe tantas veces para repetir lo que ella dice que, un miembro de la audiencia se desespera y grita “¡déjala hablar por favor!”, el público aplaude, ninguno de los otros académicos que la acompañaban en el panel reaccionó ante la incidencia de interrupciones hasta ese momento. Estos eventos no representan instancias aisladas, son parte de un problema que denota una desigualdad sistémica en el acceso al conocimiento y la validación del mismo dentro de la comunidad académica, o lo que también se conoce como mansplaining. ¿En qué consiste el Mansplaining? Mansplaining es un término inspirado por Rebecca Solnit, quien usó su ensayo “Los hombres me explican cosas”, para describir sus experiencias como escritora en espacios públicos, donde hombres intentaban alecccionarla sobre temas que ella dominaba, algunas veces sobre su propio trabajo, que no asociaban con ella hasta que se les aclaraba su identidad y autoría. La obra de Solnit resonó con fuerza en los sectores femeninos de la comunidad académica y científica. Tan solo un año después de la publicación del ensayo, la palabra mansplaning ya aparecía en el diccionario urbano de lengua inglesa. Tras ver la tracción del término en internet, Solnit aclaró que no se trataba de una práctica totalmente inclinada a un género. Así como no todos los hombres presentaban conductas arrogantes, condescendientes e ignorantes, también hay mujeres que realizan esta práctica. La definición ofrecida por Lili Rothman, colaboradora del Atlantic, presenta un concepto más neutro y amplio para abarcar el concepto de mansplaining. Rothman define el mansplaining como el acto de explicar sin tener en cuenta el hecho de que la persona que está recibiendo la explicación sabe igual o más sobre el tema que la persona que lo está explicando. A pesar de mantener neutra la base de su definición, Rothman puntualiza que este comportamiento es más común por parte de los hombres hacia las mujeres. Esta perspectiva es debatible, y ha sido discutida ampliamente. “Hay muchos casos de personal educativo senior, gente que ha llegado a rector, gente que ha ganado premios de trayectoria después de años de carrera. Todos tienen estas historias, de llegar al final de su carrera y decir que están agotados por tratar de superar siempre la norma, para contrarrestar la narrativa dominante”. El mismo diccionario urbano que publicó por primera vez la acepción del término, ha actualizado la definición por la más popular que define el mansplaining como un término inventado por feministas radicales para desarmar automáticamente cualquier argumento expuesto por un miembro el género masculino; también ha sido definida como la forma más eficiente de explicar algo basándose en hechos. Independientemente de la significancia reaccionaria que surgió de la incomodidad del sector masculino con poner en palabras la experiencia de muchas mujeres en la academia y la comunidad científica, es difícil discutir con la realidad de una comunidad académica en la que las mujeres carecen de representación en varios campos del conocimiento, especialmente los de ciencias exactas como matemáticas, física, química y computación, entre otros. En Estados Unidos, solo 6.6.% de los profesionales que trabajan tiempo completo en campos del conocimiento dominados por el género masculino son mujeres; en la India, las mujeres representan solo el 28 % de la fuerza de trabajo general, sin entrar siquiera en los trabajos que involucran conocimientos de educación superior, o del campo STEM. Tomando en cuenta este serio desbalance se podría de decir que, por aproximación matemática, habría más hombres en la posición de hacer uso de una explicación privilegiada o mansplaining, así como de asumir que las mujeres con las que entablan conversación no conocen del campo de conocimiento en que han estudiado o trabajado, por la enorme disparidad numérica con respecto a sus colegas masculinos. Simplemente no nos imaginamos que una mujer podría ser una astronauta de carrera como Meir o una escritora prolífica como Solnit. Sus campos son tan dominados por la percepción de una mayoría masculina que se refuerza un estereotipo que le da a esa profesión o rubro epistemológico una cara masculina. Las mujeres que rompen este estereotipo son casos aislados, anomalías fáciles de pasar por alto apenas olvidamos esa noticia que leímos sobre ellas o ese encuentro en el que las vimos y nos informaron en qué trabajaban. Este es el peligro de una disparidad de género normalizada y reforzada por la percepción. Bajo este contexto, hay muchas instancias de mansplaining que no vienen de una intención consciente de minimizar ni agredir a mujeres que se desarrollan en determinado campo de conocimiento o trabajo, pero sí son producto de una realidad normalizada que favorece la perspectiva y la auto-confianza masculina por encima del conocimiento y trabajo de las mujeres, respaldado por la superioridad numérica masculina en estos campos, o la percepción de que esa superioridad numérica existe, sea real o no. ¿Cómo afecta el mansplaining a las mujeres en las comunidades académicas y científicas? El mansplaining como fenómeno aislado no tendría porqué tener tanto peso en la experiencia de las mujeres que trabajan en la academia y en la comunidad científica, a fin de cuentas, son solo palabras desatinadas de personas, en su mayoría hombres, con exceso de confianza y un sentido de mérito que no se han ganado. El problema no es que un anfitrión arrogante confunda a una autora prolífica con una escritora amateur y le recomiende el libro que acaba de publicar, o que un usuario de Twitter quiera corregir a una astronauta consumada porque cree que ir una vez a un campamento espacial lo hace más experto, o que un moderador ignore completamente lo que dice una profesora de física en un panel y repita el mismo contenido que dijo ella como si fuera suyo. El problema es que no registramos el ejercicio de invisibilización que esto representa, y que es solo un síntoma de un serio desbalance en la forma en que recopilamos el conocimiento, lo publicamos y damos crédito a las personas involucradas. Nuestra empatía, memoria y capacidad de valorización son cortos, como explica la Dra Janet Bultitude, catedrática senior de investigación del dolor en la Universidad de Bath. “Es más fácil catalogar mentalmente un trabajo de investigación en términos de personas famosas y no poner atención a las demás nombres involucrados en el proyecto, que usualmente aportan más o al menos una buena parte del trabajo, y esta es una forma en que la gente es invisibilizada”, explica la catedrática. Esta práctica refuerza la narrativa de que solo cierto perfil o sector de la comunidad académica es el que realmente participa y dicta un conjunto de criterios con los que visualizamos a toda la comunidad. Esta predisposición socio-visual nos presenta a los líderes de campos de conocimiento académicos y científicos como hombres adultos y blancos, en la mayoría de los casos. El público no espera que un profesor sea una mujer chicana con rastras. La Dra. Nicole González Van Cleve, profesora asociada en la Universidad de Brown, sostiene que esta visión sesgada puede traer serias consecuencias en la carrera y salud mental de académicos que no compaginan con la imagen del académico o científico tradicional. “Hay muchos casos de personal educativo senior, gente que ha llegado a rector, gente que ha ganado premios de trayectoria después de años de carrera. Todos tienen estas historias, de llegar al final de su carrera y decir que están agotados por tratar de superar siempre la norma, para contrarrestar la narrativa dominante”, comenta González. Es esta narrativa la que presenta a un tipo específico de personas como el experto modelo, y cualquier persona que no encaje en esta imagen prefabricada está expuesta a ser el receptor de una conducta condescendiente y anulación dentro de su propia comunidad. El mansplaining y otras formas de explicaciones privilegiadas como el whitesplaining o el straightsplaining son solo mecanismos de un aparato más grande diseñado para marcar una línea entre las minorías y el grupo dominante. “Es más fácil catalogar mentalmente un trabajo de investigación en términos de personas famosas y no poner atención a las demás nombres involucrados en el proyecto, que usualmente aportan más o al menos una buena parte del trabajo, y esta es una forma en que la gente es invisibilizada”. Las personas pertenecientes las minorías sociales, como mujeres, personas de color o de la comunidad LGBT, son especialmente propensas recibir este y otros ejercicios de condescendencia y exclusión sutil. El impacto de estas prácticas puede ser significativo a largo plazo porque desalienta a estas personas a formar parte de la comunidad científica y académica. “El daño real es que estamos creando estas situaciones donde frecuentemente esto le ocurre mucho más a gente joven, a mujeres, a personas de color… generamos situaciones en las que se van porque no se sienten cómodos, eso no es correcto”, comenta la Dra. Tasha Stanton, profesora asociada de la Universidad del Sur de Australia. La Dra. Stanton, se refiere a la creación de una narrativa en la que las minorías sociales no tienen acceso al crédito y al reconocimiento en la misma medida que el grupo dominante de la comunidad científica y académica. En cualquier comunidad, este crédito que visibiliza a los individuos con base en sus logros, habilidades y talentos es crucial para construir un sentido pertenencia y auto-confianza, que a su vez es necesario para continuar una labor productiva en la comunidad a la que se pertenece. Esto es lo que estamos perdiendo cuando hacemos uso de una explicación o dinámica privilegiada que denomina a otros como personas inferiores en cuanto a conocimiento, habilidades y valor. La búsqueda y divulgación del conocimiento se trata de comunicar nuevos descubrimientos y aprendizajes, de acuerdo a la Dra. Stanton, conectar con otras personas es clave para establecer diálogo y cimentar la colaboración necesaria para producir ese conocimiento por el que las comunidades académicas y científicas existen en primer lugar. “No pierdas esa oportunidad, no seas esa persona”, concluye Stanton.

Historias de un hablador compulsivo. Dan Lyons, periodista y escritor

El vídeo que ojalá tus padres hubieran visto. Philippa Perry, psicoterapeuta

sábado, 16 de marzo de 2024

El lenguaje que une a la humanidad. Yokoi Kenji, trabajador social y conferenciante

Margaret Atwood:

«Crecí en una casa en el bosque, y no sabría decir si éramos ricos o pobres. Cultivábamos nuestros propios alimentos, no nos comparábamos con nadie. Me inculcaron que debía ser autosuficiente. Me independicé muy joven. El dinero es muy importante para las mujeres; el hecho de depender económicamente de otra persona altera de forma radical nuestro punto de vista.»

domingo, 10 de marzo de 2024

Los huesos de la ternura | Por Irene Vallejo

Antígona es no solo la imagen del cuidado sino de la rebelde e insumisa frente al poder. Cuando a mi padre le diagnosticaron cáncer, brotaron mis majestuosas, negras, hinchadas ojeras. El uniforme de quienes cuidan está tejido con la seda de las noches rasgadas y los jirones de sueño. Tal vez por eso simpatizo inmediatamente con la gran familia de los exhaustos, con esos ojos que bostezan desde un periscopio de sombra. Fuimos bebés, seremos viejos, sufriremos enfermedades. Con suerte, habrá en la familia personas generosas dispuestas a atendernos. Pero pagarán un precio: dejar el trabajo, malabarismos horarios y descalabros salariales, la desaparición del tiempo propio, aislamiento, ansiedad, los insomnios y el cansancio prohibido, el bucle de exigencia y exasperación, correr tensas y disparatadas de una tarea a otra sin alcanzar nunca a cumplir lo bastante. Un glacial sentimiento de expulsión. La sociedad entera descansa sobre esos esfuerzos no remunerados, sigilosos, sumergidos, a veces incluso penalizados. Hace veinticinco siglos, el poeta Sófocles llevó a escena el callado exilio de quienes deciden cuidar. Edipo en Colono muestra al poderoso rey de otros tiempos, ahora caído en desgracia: expulsado de su ciudad, viejo, ciego, maltrecho y con las manos vacías. Su figura inspiraría el ocaso del Rey Lear, de William Shakespeare. Mientras los hombres de la familia pelean por el trono, Antígona —su hija, su hermana— se adentra en un mundo hostil para ser los ojos del anciano que no ve. Calzada de barro, despeinada y nómada, la chica mendiga cada día alimento para ambos. Lejos de su ciudad, con aspecto magullado, ni ella ni su padre son bienvenidos. La miseria siempre resulta sospechosa, delincuente: algo habrán hecho mal para ser pobres. Cuando Edipo muere, Antígona le ha dedicado los mejores años de su juventud. Lejos de agradecerle sus renuncias, la familia la compadece por seguir soltera: está mortalmente cansada, pero no casada. En la tragedia, Sófocles contrapone dos formas nítidas de entender la vida: los personajes que se mueven por ambición o los que cuidan de otros. Y entre todos, ¿quién es la rebelde, la perseguida, la proscrita, la peligrosa? Antígona, con su pelo alborotado y sus ojeras violeta. Antígona desestabiliza el orden imperante cuando decide atender a quien cae, en lugar de correr en auxilio del vencedor. Esta disyuntiva se sigue planteando en el presente, es el punto de fricción entre dos teorías y dos actitudes: la visión compasiva frente a la competitiva. La comunidad o la cápsula, el sálvese quien pueda o el salvémonos juntos. Son los dos polos entre los que oscilamos en épocas de inclemencias y, en el fondo, tanto al asociarnos como al ensimismarnos, buscamos lo mismo: estar a salvo. Empáticos un día, egocéntricos al siguiente, dudamos entre ambas vías tratando de alcanzar la seguridad, el añorado refugio. Antígona, tras ser princesa y mendiga, tuvo clara su —subversiva— visión. En las cambiantes fortunas del tiempo, con sus quiebras, devaluaciones y pérdidas, lo que hemos dado resultará ser la más segura de nuestras inversiones. Nuestro bienestar es un trabajo en equipo, pero el viejo dilema resurge una y otra vez. Cuando el mundo parece tambalearse, se alzan voces que proclaman un ideal de dorada autonomía, de fuerza, de victorioso aislamiento. Se destinan afilados discursos políticos y enormes sumas a financiar la desconfianza, el quien no corre vuela, la polarización y la privatización del propósito vital. Quienes aporrean nuestros oídos con el apocalipsis suelen vender algún remedio mesiánico: nuestro miedo es el mejor medio para lograr sus fines. Bajo esa promesa salvadora, ahogan las raíces del apoyo mutuo y rompen las redes del tejido común —la hospitalidad, el amparo a los frágiles—. Sin embargo, en campos como la biología evolutiva, la psicología y la sociología, están aflorando sólidos indicios de que los seres humanos somos más colaboradores y menos egoístas de lo que nos hacen creer y nos espolean a ser. Además, recientes investigaciones revelan evidencias neuronales de nuestra predisposición a cooperar. El naturalista Edward O. Wilson explica en Génesis que prosperan más y sobreviven mejor aquellas especies que practican el altruismo. También existe el gen generoso. Pero si ahogamos ese impulso en precariedad y agotamiento, no quedarán fuerzas disponibles para coser alianzas. Y desde los territorios del cuidado, cada vez más abandonados a su suerte, veremos que la factura y la fractura seguirán creciendo; en palabras del peruano César Vallejo, cómo nos van cobrando el alquiler del mundo. Cuenta la leyenda que los hijos de Edipo se enfrentaron por el trono paterno, uno sitiando la ciudad de Tebas con un ejército y otro defendiéndola. En un día de ira, los dos se asesinaron mutuamente: el símbolo de toda guerra civil. El nuevo rey, su tío Creonte, decidió honrar con un grandioso funeral a los leales a la ciudad, pero prohibió bajo pena de muerte enterrar a los atacantes, ordenando que las fieras devorasen los cuerpos de los enemigos de la patria. Ahí transcurre Antígona, otra obra de Sófocles protagonizada por la mujer pálida que reclama su derecho a dar sepultura también al hermano rebelde. Para el vencedor nunca faltarán honores, ella se preocupa por el perdedor. Al caer la noche, otra vez descalza, desobedeciendo el mandato, entierra a escondidas el cadáver prohibido. Al trágico final de esta historia no le falta su punto de negrísima ironía, cuando el nuevo rey dicta sentencia: el cuerpo del muerto será exhumado y abandonado a los perros, mientras a ella la enterrarán viva. La lógica de un mundo al revés. Ese despropósito sigue sucediendo, ahora y aquí, tan cerca: los vivos sepultados bajo montañas de escombros en bombardeos cotidianos, los desaparecidos perpetuos a quienes se niega la certeza de la muerte y el cementerio. Todo ello pese al paso de los milenios, que —pomposa y bigotudamente— declaramos civilizados. Sófocles convirtió a su vagabunda ojerosa en un arquetipo de indomable piedad. En una de las relecturas más recientes del mito, El tercer país, Karina Sainz Borgo desdobla a la tebana en dos personajes. Angustias, madre migrante, busca sepultar a sus hijos recién nacidos después de una travesía de kilómetros con las criaturas guardadas en cajas de zapatos. Visitación regenta un cementerio perdido en la frontera entre Venezuela y Colombia, donde entierra cuerpos que nadie reclama, o cuyos familiares apenas disponen de dinero para darles tumba. Ambas recuperan el rostro exiliado, vagabundo, fugitivo y desheredado de Antígona. Otra reminiscencia de Sófocles, Las sepultureras, de Taina Tervonen, aborda la historia real de una experta en ADN y una antropóloga forense que identifican huesos humanos en las fosas de un país inconsolable —Bosnia–Herzegovina— para devolver los muertos a sus familias. Todas ellas saben que los vivos, sobre todo los vivos, necesitan descansar en paz. La etimología de “cuidar” procede del latín cogitare, “pensar”; “médico” deriva de “meditar”. La máxima cogito ergo sum podría dar lugar a un audaz “cuido, luego existo”. Mientras parecen avanzar los argumentos implacables que nos empujan a una carrera ciega y despiadada, Antígona encarna la comunidad del cuidado, la mirada ojerosa que decidió ser generosa. La llamada a poner el sentido común al servicio del sentido de lo común. Permitir que los egoísmos nos atomicen es un desatino: somos el destino de los demás. https://www.milenio.com/cultura/laberinto/los-huesos-de-la-ternura-por-irene-vallejo