07-10-2015 | Hebe Uhart
Hebe Uhart habla de su nuevo libro de crónicas de viajes, De la Patagonia a México (Adriana Hidalgo): “En los encuentros de escritores no encuentro cosas nuevas, pero en la gente sí”, dice.
Por Patricio Zunini. Foto: Vito Rivelli.
En DirectTv hay un programa que se llama “Desde el cielo”. Lo pasan en los canales de más arriba, mil y pico. Es un programa de bajo presupuesto. Recorren Europa con un drone y van mostrando el paisaje, los techos, los monumentos. En uno, por ejemplo, arrancan en Brujas y terminan en Locarno. Mientras pasan por pueblos, ciudades y ciudadelas, un locutor en off va contando la historia, algunas curiosidades, y —lo más bizarro— qué dijeron Freddie Mercury o Morrisey sobre la noche que pasaron en tal o cual lugar. Las ciudades son bellísimas y la perspectiva llama la atención, pero después de algunos minutos, el artificio se agota en sí mismo.
Las crónicas de Hebe Uhart podrían ser la contracara ideal del drone y los campanarios: Uhart es una cámara en mano a nivel del mar. Viajera crónica,Visto y oído, De la Patagonia a México están llenos de texturas, olores, ruidos. Uhart hace algo dificilísimo: siempre toma el camino más sencillo. Como dice Martín Kohan en la contratapa de este último,
los libros de Hebe Uhart se escriben con sucedidos, con cosas que a la autora le pasaron o le contaron, sin requisitos de grandiosidad. No se trata de una mera disposición autobiográfica, sino de la convicción, que en [ella] es notoria, de que no existe escritura hasta que no existe encarnadura en la experiencia.
Sus crónicas de Uhart, entonces, son diferentes a las de los cronistas latinoamericanos que usan la práctica tan extendida de la autoparodia, el extrañamiento y la incomprensión. Si se encuentra la palabra adecuada no hay incomprensión, sólo —y nada menos— hay que tener el oído atento. «La palabra muestra y esconde», dice ella en el texto sobre San Juan de Vera de las Siete Corrientes incluido en De la Patagonia a México. «Los griegos, más distantes, decían: “La palabra muestra y esconde”, con relación a la verdad-engaño. Acá es la palabra que conmueve, que provoca.»
El viernes pasado, Hebe Uhart participó de una entrevista pública en la librería en la que hablo de su nuevo libro de crónicas. Fue una charla “íntima” en el living, con alrededor de 25 personas como público. Para la transcripción del encuentro preferimos dejar sólo las respuestas porque, como se verá, arman un relato con una entidad propia que no conviene interrumpir.
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Pienso que lo que llamás simpleza es que pongo pocos recursos eruditos. No recurro a autores. Por ejemplo, estaba mirando unas crónicas bastante buenas sobre Montevideo de una española que hace referencias a Foucault, a Bachelard. Yo no mezclo los tantos. Los conozco, los trabajo, he enseñado filosofía, pero los dejo ahí. No me valgo de las citas. La filosofía y la literatura han ido por mi vida por caminos separados. Yo estudié filosofía, pero siempre me han gustado los escritores más literatos: Kierkegaard, Simone Weil, Nietzsche. Y después me incliné hacia la literatura. La filosofía me interesaba para enseñar —enseñé muchos años: 20 años—, para comunicar, pero ahora no he vuelto a leer filosofía y si vuelvo me da trabajo porque hay un desacostumbramiento. Para las crónicas me valgo de la historia y la sociología. ¿Por qué no incluyo una cita de filosofía? Una cita tiene que ser muy pertinente o es nada. Y sobre todo porque pienso que van por caminos un poco separados. La filosofía tiene que ver con la abstracción y la literatura es el arte del detalle, de la cosa pequeña.
Será por eso que no uso mucha apoyatura; pero es difícil para uno decir cómo se mueve. Sí puedo decir que estoy viajando mucho porque se me agotó la ficción. Me cansé de escribir cuentos o crónicas de vida cotidiana. El viaje te hace descubrir cosas que en la vida hubieras pensado. En el viaje descubrís seres, cosas, conductas, lo que fuera, que no hubieras inventando. Voy a poner un ejemplo: vengo de Carmen de Patagones, que es extraordinaria por la historia que tiene y que no conocemos. Allá visité a una señora de origen indígena, Teresa Epuyén, y ella me dijo: “Ay, el choique (que es el ñandú) qué compañero que era”. ¿Vos te imaginás un ñandú compañero? Yo no puedo inventar eso. Yo puedo inventar un perro compañero, un gato compañero, pero un ñandú no. Eso lo tenés que ir a buscar, porque no aparece.
Casi todo el libro está hecho a partir de invitaciones. Me invitan a una feria del libro o lo que fuera y aprovecho para hacer lo mío. Lo que dicen los escritores en la feria del libro de cualquier lado son siempre las mismas pavadas repetidas. Vamos a ser claros: hay mesas como “¿Un escritor nace o se hace?”, o aparece el tema de género. Yo no estoy contra el feminismo, pero yo ya lo vi. Se viaja para ver cosas nuevas y en los encuentros de escritores no encuentro cosas nuevas, pero en la gente sí. En este libro eché una mirada a los pueblos indígenas, pero me interesó tanto que ahora voy a trabajar solamente cada pueblo indígena en su contexto. En América latina y en el país. Es interesante porque es una parte del país que no miramos y que es necesario para conocer. Aunque yo no pertenezca a esa comunidad, tiene que ver con conocer el país y el continente donde vivo. Y son todos distintos, salvo que pidan tierra —que piden todos y que no les van a dar, pero eso no lo voy a poner en el libro porque no voy a poner opinión, pero a esta altura tendrían que ser autogestivos. No pongo opinión porque no tengo ganas de bajar línea y porque tampoco sé tanto como para ver si es la solución.
Ahora voy a Tucumán y me voy a quedar cinco o seis días. Voy a ir a Amaicha y después a Quilmes. Porque también hay conflictos teóricos que me interesan. El conflicto de Quilmes es similar al del Bolsón. En El Bolsón, Benetton compró dos millones de hectáreas, pero la gente del sur no es como la del norte. Uno dice indígenas, que es como una abstracción, pero no tienen nada que ver. Y los líderes mapuches, que son muy activos y tienen mucha capacidad de palabra viajaron a Italia para arreglar una cláusula del contrato donde decía que Benetton les regalaba tierras. Ellos querían cambiar regalo por restitución. Pero para eso hay que tener poder. Cinco viajaron a Europa. Los mapuches son muy agresivos, muy seductores, con líderes formados. Comparen esta actitud mapuche con las de uno del norte de Salta, que contaba que el padre había viajado a la ciudad por primera vez y cuando miraba una vidriera dijo “¿Quién es este negro fiero que me está siguiendo?”. Era él, que nunca se había visto en un espejo. Por eso les digo que no puedo inventar, porque eso ya está, la gente te lo habla, te lo dice. Me resulta sumamente interesante lo que puedo aprender. También aprendo de la gente de campo que tiene un saber que no es el mío. Los escritores o la gente de mi sector social tienen intereses o más o menos parecidos. Uno leerá Página/12 y otro La Nación, pero más o menos estamos en la misma. En los viajes encuentro cosas nuevas para mí, cosas que me hacen pensar.
En general, un pueblo chico es fácil de comprender y fácil de trabajar porque una persona te lleva a la otra. Hablás con uno y te dice “Fulano está porque el auto está”. En un pueblo te dicen todo y te hablan todos. Pero en una ciudad grande como Córdoba o Rosario, ahí tengo que leer. Una ciudad grande tiene un pasado que incide. Un pueblo también lo tiene, pero no lo tiene escrito: tengo que recurrir a una persona grande, mayor, que tenga buena memoria y que me hable de cómo el pueblo fue. Una vez estaba en Uruguay, en Conchillas, en la costa más cercana de acá. “Andá a Conchillas”, me dijo alguien, “es divino”. Llegás y no hay un ser humano, todas vacas holando argentina, ni un café. Yo soy cafetera. Café o pulpería, lo que sea, pero que haya algo. Nada. “¿Qué hago acá yo?” Entonces le pregunto a una señora si hay alguna persona mayor que esté bien de la memoria. “Ah, qué lástima, don Rudecindo se fue para el Chuy, está Don Nemesio pero ya hizo un papelón con la televisión”. Te dicen todo, todo te cuentan. Un pueblo chico es fácil e interesante.
Voy y charlo. Me presento: “Vengo a hacer tal cosa o tal otra, vengo a hacer una nota”. Cuando veo desconfianza (“¿Usted por qué pregunta tanto?”) muestro una nota de la editorial que me autoriza a preguntar. Pero en general no la saco. En cada lugar al que viajo ya conozco escritores u otras personas. En Bariloche, que está en el libro, me dijeron que no compre en la avenida principal, que es para turistas. “Andá a la calle Onelli”, me dijeron. Voy y veo a los negros de Senegal, que también están acá —de paso vayan a ver una película muy linda que creo que se llama “El gran río”, sobre cómo llegan los de Senegal acá: llegan los de clase media, los otros no llegan—. Bueno, los de Senegal estaban vendiendo lo mismo que acá: relojes y cositas y anteojos de sol. “¡Estos no me los pierdo!”, me digo. “Vamos a indagar”. Hay tres, uno con la cara más elaborada. En general, el prejuicio es que el negro es otra cosa, pero hay caras más elaboradas, más pensantes, personas más dispuestas. Entonces le pregunto cómo se llama y me dice Black. Ahí aparece el prejuicio inconsciente que todos tenemos. “¿Black?” Estoy por preguntarle cómo la madre le puso “Negro” y me dice “¿Acaso en castellano no existe el nombre Blanca?” A mí me dan la salsa setenta veces.
El lenguaje es muy revelador. El lenguaje y el imaginario correntino, por ejemplo, son mucho más fuerte que nosotros. Yo he aprendido viajando mucho. Y se aprende también de los propios prejuicios. Una vez estaba en Río de Janeiro y había una chica con un vestido largo, demasiado volantero. Y yo, con la mala leche del porteño, le quería decir que me parecía demasiado. “¿No es medio como una ilusión?”, le digo. Mirá la respuesta: “¿Acaso el matrimonio no es una ilusión?”. Me bajó. ¿Tenía razón o no? El matrimonio es una esperanza.
O si no, en el interior, en Irazusta. Un pueblo que me gustó mucho, de campo, tan chico que son 800 habitantes. Cuatro casas, una plaza. El taximetrero me dice “¿Usted se va a quedar acá?” Entonces veo una señora: “¿Señora, dónde me puedo alojar?” “En mi casa”. “¿Quiere un documento?” “No, m’hija, acá nos conocemos todos. Eso sí: tenga cuidado con los perros que son garroneros”. No hay adentro y afuera, salís 20 veces al día, en la plaza hay un caballo que come pasto y al lado está San Martín. Y había un chico que le hablaba a una vaca. Le hablaba y le hablaba. El lenguaje nuestro es fuerte. Te das cuenta de eso en relación al del interior. Y yo le quería decir a la señora que ese chico que le hablaba a una vaca era oligo y ahí también me dan una lección: “Pobrecito, es faltito”. Una cosa es decir que es oligo, como decimos nosotros, y otra cosa es que te digan que es faltito. Es mucho más piadoso. Entonces vos te das cuenta de tu propio lenguaje. Te das cuenta que el lenguaje nuestro es fuerte, agresivo, imperativo. Viajando ves las diferencias del lenguaje. Son revelatorias.
Otra cosa extraordinaria: cuando estuve en Asunción, que está en ese libro, me dicen que en Itá hay artesanos muy buenos. Es un pueblo que está a una hora y media de Asunción… hay que tomarse esos colectivos de Paraguay, que son más movidos. Me voy a Itá y la casa de la artesana que voy a conocer está justo al lado de donde pasa el colectivo. Afuera hay dos señores hablando, uno bastante panzón, y te das cuenta que hace dos horas que están hablando. Eso es interesante: no se sabe por qué, pero te das cuenta. Como te das cuenta, sin que nadie te diga nada, si una pareja de enamorados recién se conoce o si hace rato que están juntos. Te das cuenta por el cuerpo, por la dirección de… Te das cuenta. Yo me daba cuenta de que hacía dos horas estaban hablando. Entonces voy a ver a la artesanadita, no me acuerdo cómo se llamaba. La casa tenía una circulación semivillera de niños y pollos. Le pregunto cuántos hijos tuvo: trece, me dice. Y entonces hago la pregunta estúpida consabida pero que evalúa repuestas buenas. “¿Cómo podés conciliar el trabajo doméstico con los chicos y esto?” “Este trabajo se hace solo”. Tenía cosas lindas. Me dice “Yo viajé mucho”. Entonces te entra el prejuicio: hasta dónde la habrán llevado, por ahí hasta Buenos Aires. “Fui a Canadá, a Japón. Me han nombrado Artesana de América”. Pero escuchen esto: “Mi marido me dijo «Lo que vos hacés no me gusta nada» y cuando el marido dice eso una mujer debe meter la lengua en bolsa”. Si esta es artesana en Buenos Aires, la nombran artesana de América y el marido le dice eso, cambia de marido, de casa, hasta de pollos. ¿Sí o no? Es interesante porque cada cosa que descubrís te va dando a pensar por qué esa mujer es así.
Quién es mi lector. Qué sé yo, no sé. Yo no escribo para el exterior, tengo algo traducido, pero el mundo del exterior no lo concibo. Mi lector es una persona del país o, si pueden entenderme, de América latina.
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