Solía valerse de una libretilla donde apuntaba las ideas que se le venían a la cabeza, aunque fuese en medio de una entrevista. Algunas de sus mejores páginas están marcadas por su infancia en Entre Ríos y la figura de su madre. “Me fui de Entre Ríos [a Buenos Aires] gracias a mi madre”, comentaba a Juan Cruz, “era pobre, inventaba la plata, mandaba el cheque, los huevos de gallina en cajas de madera. Ella vivía en el campo, mi padre era campesino, ella era maestra. Una maestra en el campo, ¿imagina esa experiencia? Éramos doce, murieron dos, quedamos siete chicos y dos chicas”.
En su primer libro, Cartas para que la alegría, publicado en 1959, escribió ya unos versos que resultarían memorables: “En el ferry fue tan lindo mirar el agua. / ¿Y sabes?, no supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara”. Y el último texto de su Poesía reunida (Adriana Hidalgo Editora, 2012) decía: “Deseos de escribir la palabra ruiseñor, de quedarme con ella toda la siesta y ver si cuando merme el sol se puede divisar un ruiseñor o a un lindo boyerito”.
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