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jueves, 10 de agosto de 2017

Entrevista a Yasmina Reza


A Yasmina Reza, el teatro le sigue pareciendo un lugar profundamente misterioso. “¿Por qué nos interesamos por otros personajes y sus vivencias sobre el escenario, cuando podríamos fijarnos en lo que nosotros vivimos a diario? ¿Por qué necesitamos esa ficción?”, se pregunta en el café de un lujoso hotel de Saint-Germain, meca de la intelectualidad parisiense, a dos pasos de su domicilio. En esta nublada mañana de verano, Reza no encuentra respuesta a su pregunta, aunque siga indagando en ella en cada una de sus obras. La reflexión aparece en medio de una conversación apasionada –y, a ratos, también tensa–, durante la que la autora se acabará mostrando generosa a su pesar. Reza dispone de un verbo lúcido, pero también punzante, que no duda en desenfundar cuando la ocasión lo requiere. En especial, para protegerse de cualquier intromisión. No le gusta sobreexponer su persona y se dice refractaria a los discursos grandilocuentes. Y, como tal, es alérgica a las entrevistas, que dice vivir como un auténtico martirio. “Si las acepto es solo para poder existir en este mundo. Si no, entre 500 libros, el mío pasaría desapercibido”, reconoce.
En 1987, Reza escribió Conversaciones después de un entierro, la primera de una larga serie de obras que, bajo la apariencia inofensiva de la comedia burguesa y el teatro de bulevar, abordan asuntos dignos de la más elevada metafísica. Sus personajes compran cuadros abstractos por el estatus social que estos confieren –Arte, traducida a 35 lenguas, la convirtió en la dramaturga contemporánea más representada en el mundo– y llevan a sus hijos al museo para “paliar el déficit escolar en la materia” –como los protagonistas de Un dios salvaje–, pero después no dudan en masacrarse los unos a los otros en la intimidad de sus comedores. Para Reza, la civilización es solo un delgadísimo barniz que desaparece cada vez que se presenta el más mínimo conflicto. Sus obsesiones reaparecen concentradas en una nueva novela, Felices los felices (Anagrama lo publicará en septiembre), donde destapa las alegrías y miserias cotidianas de 18 personajes atrapados entre la dificultad de vivir, el hastío de amar y el pánico a morir.
Su libro empieza con una frase de Borges: “Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor”. ¿Qué le gustaba en esta cita? Es una afirmación interesante, porque insinúa que quienes prescinden del amor también logran ser felices. Siempre he tenido esa misma intuición: asociar felicidad y amor es una auténtica estupidez. La cita encaja bien con lo que cuento en este libro, lleno de personajes en plena búsqueda sentimental, pero todos ellos infelices sin excepción. Amor y felicidad no son nociones colindantes, pese a lo que aseguran los cuentos de hadas. Intentar realizarse por vía del amor es una imposición social que vuelve desdichada a mucha gente.
El libro, como el resto de su obra, contiene un enorme recelo respecto a la pareja, e incluso hacia todo tipo de vínculo afectivo. No, eso último es demasiado. No puedo decir que esté de acuerdo. Lo que sí es cierto es que no creo en la pareja. Me parece una estructura solitaria y encerrada en sí misma. La pareja es una construcción extraña, básicamente porque no funciona. Claro, hay personas que, a base de insistir por todos los medios, logran hacerlas funcionar. Pero, para mí, se trata de una creación artificial.
¿Qué alternativa propone? ¡No propongo nada! El amor a secas, tal vez. El amor que no sigue un camino predeterminado. Vivir junto a tu pareja no es una necesidad. Hacerlo todo en pareja no es una necesidad. Tener amigos comunes, tampoco. El proyecto doméstico no es una necesidad, incluso cuando hay hijos de por medio. La pareja, tal y como se entiende hoy, no me interesa, lo que no significa que no haya participado en ella. He vivido mucho más tiempo en pareja que sin pareja, aunque nunca haya creído en ella.

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