. Sus obras parten de una disposición formal perfecta, cerrada, y que podría compararse con lo mejor de la literatura occidental, eufemismo para hablar de la literatura europea. Esa toma de posición a favor de los viejos, de la forma, de la pulcritud en la prosa, del estilo medido, poco tienen que ver con el despilfarro, la fuerza y la inmadurez de los escritos de Witold Gombrowicz (Maloszyce, Polonia, 1904 - Vence, Francia, 1969). El testimonio más acabado de esta oposición entre la madurez y lo que no se acaba, lo que queda inacabado, que marcó y marca los vaivenes de la literatura argentina, o de la literatura en general, sin ninguna bandera, son el tema por definición del Diario de Gombrowicz, que va de 1953 a 1969, retomando así los últimos diez años en nuestro país de este exiliado polaco y esos seis años de tardío reconocimiento que paso en el Viejo Continente. Con una nueva traducción y un cuerpo de notas precisas, esta edición de un libro fundamental para, por lo menos, dos tradiciones literarias en dos puntos diferentes del globo, es un momento clave dentro del proyecto editorial de El cuenco de plata, sello que se ha ocupado de difundir y ordenar la mítica pero hasta ahora dispersa obra de Witold.
Vale la pena ser estrictos: no es que no hubo oportunidad para que estos escritores que hemos mencionado, Bioy, Borges y Gombrowicz, se hayan cruzado. En las páginas del Diario se menciona una cena impulsada por Carlos Mastronardi, amigo del polaco y con vínculos con el grupo Sur. Mastronardi sabía que la mejor forma de que Witold entre al circuito literario argentino era vinculándolo con Victoria Ocampo, pero, para evitar pasar un mal momento ocasionado por los exabruptos habituales del “Conde” (tal como lo llamaba), se asegura primero organizando una cena con Silvina, su hermana. Gombrowicz asiste, teniendo cierto respeto por Bioy (a quien considera un interesante escritor de relatos fantásticos), cierta idea de quién era Borges (desde su perspectiva, el mejor escritor argentino), pero también estaba un poco hastiado de sus perfiles de escritores. En las Ocampo, en estos dos amigos, en toda la revista Sur, se respiraba un tufo insoportable a viejo, un intento desmedido por estar a la altura de la cultura europea, de rendir examen frente a la mirada de lo que se producía en las grandes capitales occidentales, y eso al Conde le parecía la cosa más idiota que alguien a quien le guste la literatura podía llegar a hacer. Por eso la relación entre ambos duró apenas una incómoda cena. Por eso la oposición entre esos dos modelos literarios opera hasta en los más mínimos planteos de cada proyecto de escritura, el del polaco Gombrowicz y el de cualquiera de los paladines de las Ocampo. “A mí me fascinaba, en este país, lo bajo y eso eran las alturas”, señala Gombrowicz en una de las entradas del año 1955, recordando esa temprana cena que mantuvo al poco tiempo de haber llegado a la Argentina. Y sentencia, como suele ser su costumbre, con un lapidario epigrama: “A mí me encantaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París”.
Belleza salvaje
Este comportamiento de la intelectualidad argentina con respecto a la cultura europea no es algo que Gombrowicz considere exclusivo de nuestras aturdidas pampas. Muy por el contrario, si hay un punto en donde encuentra vínculos entre un país y otro la mirada doble de Witold (típica de cualquier exiliado, con un pie o, mejor, con un ojo adentro y otro afuera), es en la actitud que la literatura argentina y la polaca tienen con respecto a la tradición europea. Varias son las páginas del Diario en donde Gombrowicz repasa las actitudes de diferentes escritores polacos levantados como héroes por las revistas que le llegan desde su país natal, repaso que no deja a ninguno cómodo en la marmórea posición de la más alta literatura. Y es que encuentra en esas apreciaciones de la crítica y en la mayor parte de las obras mencionadas un intento por considerar excelso el uso de formas prolijas, abstractas, pulcras, que se desentienden de la vitalidad propia de lo humano. Formas muertas y avejentadas que se van exportando desde París o Londres y que los buenos alumnos polacos (y argentinos) incorporan y reproducen. Para Gombrowicz, la ventaja fundamental que tienen en su haber los escritores de estos dos países es la imperfección, esa diferencia insalvable que puede servir para tomar distancia con respecto a la forma. En los polacos, volver sobre el carácter eslavo, sobre la individualidad del porvenir de Europa del Este, puede ser útil para alterar la forma y hacer que la novela o el poema vibre de un modo particular, transformando esa supuesta “inmadurez” en fuerza. Así, tiene en alta estima a Czeslaw Milosz (1911-2004), escritor y ensayista, ganador del Premio Nobel en 1980, cuya obra fue también editada por Instytut Literacki, la editorial polaca ubicada en Maisons-Laffitte, Francia. Este sello estaba vinculado a la revista Kultura, publicación de circulación clandestina en Polonia, en cuyos números fueron apareciendo por entregas el Diario. Pese a esta simpatía, el Conde distingue entre un Milosz occidental y uno eslavo, y elije siempre quedarse con el último, porque esa mirada diferente con respecto a la “cultura europea” es el rasgo de incompleto, de bárbaro, que renueva inocentemente hasta el mismo lenguaje que utiliza. Quizás por eso le parezca relativamente coherente la figura de este escritor: encontraba en él lo mismo que encontraba en sí mismo, la contradicción.
¿Qué pasaba por aquí? En sus días argentinos, Gombrowicz se la pasaba de bar en bar, haciendo base, muchas veces, en el mítico café Rex, sobre la calle Corrientes, en el primer piso, entre el humo del cigarrillo y los jugadores de ajedrez, y no en los salones literarios que trataban de estar a la moda en lo que respecta a las novedades francesas. Ocampo y su círculo más bien negaban ese encanto juvenil de lo argentino, cubrían con una fachada de perfección la natural imperfección local. Allí habría que buscar la fuerza de la literatura argentina, no en el maquillaje eurocéntrico: en su juventud, entendiendo por tal término tanto la presencia de personas jóvenes como el rasgo indeterminado de una nación joven, más atada a la naturaleza de lo que ella misma cree, o sus escritores aceptan. Gombrowicz se desespera, entonces, por la belleza caprichosa del que no entiende, no sabe de su propia belleza. En una entrada de 1954 asegura con respecto a la Argentina: “Sólo el pueblo es aristocrático. Sólo la juventud es infalible en cada una de sus manifestaciones. Es un país al revés, donde un mocoso vendedor de una revista literaria tiene más estilo que sus colaboradores”.
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