La escritora alemana Andrea Köhler defiende las ventajas de la lentitud y la espera en el ensayo literario-filosófico ‘El tiempo regalado’
Barcelona
De pequeña, la escritora y periodista alemana Andrea Köhler (Bad Pyrmont, 1957) miraba el interior de unas cajas de sus abuelos con fotos holográficas de personas; si esperaba y las movía, parecían fantasmas. Algo de fantasmagórico tenía también aguardar el revelado del papel fotográfico: “Lo que no estaba, con la espera estaba”. Eso acabó con la llegada de la foto digital: “Es pura inmediatez: disparas y ves; se ha perdido el tiempo de espera del revelado, un lapso en el que podían suceder otras cosas en relación al paisaje o a las personas ahí recogidas o a ti mismo; con lo digital, esas cosas dejan de suceder”. Y ahí nació la idea de El tiempo regalado (Libros del Asteroide; Angle, en catalán), fina reflexión literario-filosófica sobre la espera, trenzada a partir de las lecturas de 42 libros, de los Hermanos Grimm a Sloterdijk, pasando por los picos de Beckett y su Esperando a Godot o del Heidegger de Los conceptos fundamentales de la metafísica.
Köhler solo ve virtudes en la “lata de esperar”, una (in)acción que hoy es anatema o supuesto estado de imbecilidad improductiva en esta sociedad del yoctosegundo y el turbocapitalismo. Pero ni esa aceleración ha frenado el sufrimiento de la espera; al contrario, Internet o Twitter convierten a todos en más impulsivos e impacientes. “Los intervalos los podemos hacer más cortos e intensos, pero siguen ahí, con la obsesión de utilizarlos para algo productivo, cuando eliminar los tiempos de espera nos deja menos tiempo para pensar y conectar con nosotros mismos”. Hasta hace poco corresponsal en Estados Unidos, ahí ha detectado la última consecuencia: “Al querer acortar los tiempos de espera solo ha crecido exponencialmente la ansiedad y la necesidad de su tratamiento médico en la gente”.
Apoyándose en el Nabokov de Habla memoria, desarrolla la autora la tesis de que la vida no deja de ser una larga espera para morir, o un fogonazo entre dos negras infinitudes. “La cuna se mece sobre el abismo”, escribe el autor de Lolita. “No es una idea tan terrible: la vida es algo que pasa entre dos momentos de vacío; el hombre es el único animal que sabe que su vida termina y es eso lo que le lleva a crear arte; que haya un principio y final y una dirección le da sentido; es una paradoja existencial”, cree Köhler. Todo creador, sostiene, debe soportar la espera: a que lleguen los pensamientos y se ordenen. Es lo que Kafka llamaba “el titubeo antes del nacimiento” porque, como dice ya ella, “a la musa no se la obliga, pero hay que prepararle el terreno, esperar”. Se trata, pues, de entender toda espera “como tiempo regalado y no perdido”, lejos de la adjetivación que el Romanticismo del XVIII asoció a “dolor” y “tormento” y así ver que el enfermar es “un compás de espera, una pausa que demanda el cuerpo” o que parte del encanto y la razón de ser del viaje consiste en que “alguien espere y de fe de nuestra ausencia”.
LA ESPERA MACHISTA
En Madame Bovary o en Anna Karenina se fija la ensayista en que la rebelión contra la espera femenina comporta la perdición, lo que contrasta, sostiene, con la espera positiva cuando se trata del idealizado príncipe azul. ¿Es machista la espera? “Durante muchos periodos de la Humanidad, ha sido siempre la mujer la que ha debido esperar al hombre a que volviera, por ejemplo, de largos viajes exploratorios o de guerras, y así se ha asociado; Penélope, mujer de Ulises, es el primer personaje literario en el que la espera se hermana con la narración… Y todo eso, a su vez, va ligado a una eterna pregunta del ser humano: ¿habrá, en algún lugar, alguien que me espere?”.
Köhler practica lo que escribe: tras una primera respuesta, aprovecha la pausa de la transcripción que hace su interlocutor para pensar y añadir argumentos, como en su aseveración de que, aunque hayamos adaptado nuestro equipo sensorial al tempo acelerado, los sentimientos conservan su lentitud. “No dejamos de ser humanos: nuestros sentimientos mantienen un cierto anacronismo, generamos defensas contra la angustia de la rapidez, por eso no podemos liberarnos de la lentitud, lo que explica el auge de fenómenos como la meditación, el slow food, el yoga…”, recita. Pero, ¿qué ocurre cuando no hacemos nada? “Pues muchas cosas, llega lo inexplicable o inaudito, por ejemplo: hemos de dejar espacio para que pase lo maravilloso; de lo que se trata hoy es de no tener miedo a no hacer algo productivo”.
Y, tras la pausa, otro argumento: “El ser humano busca, por naturaleza, seguridad, mientras que en la espera todo puede pasar; pero si eliminamos la posibilidad de que puedan suceder cosas, en el fondo perdemos libertad y puede que también memoria”. Otra pausa y prosigue: “Pensar, escribir requiere tiempo y la naturaleza, también: de la gestación, la pubertad o el capullo de un insecto, que son estadios de espera, surgirá una criatura distinta… La fruta también necesita tiempo para madurar y tiene sus estaciones; la memoria humana está asociada a ello y a los olores de esa fruta en su temporada. ¿Qué pasará con la memoria si hay unas frutas todo el año o éstas ya no huelen como olían porque no han madurado en el árbol lo suficiente?”.
Enjuta, sentada muy recta sin tocar la silla, Köhler parece fijarse en todo. Ahora ha terminado un ensayo similar sobre la vergüenza y está en pleno trabajo de otro sobre los rostros: “Cada cara, claro, es distinta, pero hay a veces reflejos de unas en otras”. Temas, en cualquier caso, muy alejados. “No crea: son esenciales en la conformación del ser humano, para conocerse y conocer a los demás”. Al menos, poco abordados: “Sí, en Filosofía hay muchos libros sobre el tiempo, pero pocos sobre la espera”. Quizá el problema de la espera es que suele llevar a hablar con uno mismo. Y eso siempre da miedo.
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