"La educación escolar de hoy es una fábrica de incultos”, dijo el gran intelectual en su campiña inglesa
Madrid
Nunca antes –a quien ahora le toca evocar la muerte de George Steiner– le había ocurrido algo así, ni parecido. Lo impensable: tener que dar varias vueltas a la casa de la campiña inglesa, en las afueras de Cambridge, en la que este gran humanista vivía con su esposa Zara, antes de atreverse a tocar el timbre. A menudo la imagen que uno se hace en esta vida de ciertas personas y de ciertas situaciones anula el ánimo y asusta como un Averno. Los pronósticos pueden ser pesadillas cuando respetas demasiado a algo o a alguien.
En el caso del autor de Errata, el respeto se había tornado obsesión y, después, pánico escénico. Y abrió la puerta Zara, encantadora, y al fondo estaba Steiner, con las manos juntas y la sonrisa en los labios y en sus ojillos pequeños y en sus pómulos enrojecidos. Y esa era justo la imagen real tras dos meses de esperar lo irreal: que el catedrático de Literatura Comparada, el lector de latín y griego, el sabio de Princeton, Ginebra, Stanford y Cambridge pronunciara el “sí, quiero” permitiendo acceder a su santuario –el tiempo de media mañana– para compartir con él su visión del mundo y de su errático morador, el ser humano.
Primero fue un fax. Nada. Luego una carta. “No le contestará”, vaticinó un agorero. Y un día, de pronto: “El año 88 y una salud incierta. Pero su visita sería un honor. Con mis mejores deseos. George Steiner”.
La muerte y la eutanasia, el amor y la amistad, la religión y sus sombras, el ilimitado poder del dinero y las fronteras entre el bien y el mal eran algunas de las cuestiones que recorría Fragmentos, el libro editado hacía poco por Siruela y que servía de pretexto –si alguno hacía falta– para tratar de charlar con Steiner. Si aquella mañana le hubiera dado la gana, esta inteligencia en marcha, este hombre eminente y este superviviente de la historia, polemista, políglota, mitólogo y semiólogo, crítico literario y analista de esas cosas que sabemos que están ahí pero no acertamos a ver, podía haber hablado de todos aquellos profundos temas desde una altura intelectual suficiente como para que su contertulio no hubiera entendido nada. Podía haberse puesto a citar a Parménides –una de sus lecturas preferidas cada mañana– y a Platón, a Spinoza y a Kant, a Marx, a Adorno, a una larga lista de pensadores y filósofos… pero en la versión no accesible para el aficionado de a pie, para el aficionado de a pie al mundo de las ideas, queremos decir… Steiner podía haberse aupado a un balcón que dominaba desde hacía medio siglo, el del magisterio del pensamiento europeo, y haber vuelto loco de incomprensión a su visitante.
Pero el autor de La idea de Europa y Nostalgia del absoluto prefirió bajar al barro y se puso a hablar –en un lenguaje tan accesible como brillante que parecía un esperanto universal de la filosofía– de lo mal que estamos educando a los niños, de que Shakespeare habría adorado las series de televisión, de las envidias de algunos colegas suyos de la universidad, de los problemas morales que acechan a algunos avances científicos, de los nazis –de los odiados nazis que persiguieron a sus padres–, de los judíos –de su amado y admirado pueblo judío–, de Trump (se equivocó en su pronóstico de que ganaría Clinton), de Freud y de su escasa simpatía al psicoanálisis, “un remedio que inventa su enfermedad”… y de las flores del campo y de si yo quería un té con pastas y por supuesto que quería, porque uno, después de dar varias vueltas a la casa de Steiner por miedo, se habría quedado a vivir allí por gusto.
Aquel día, “El último europeo”, como quisimos llamarle en el titular de la entrevista en el suplemento Babelia de este diario, regaló frases así: “La educación escolar de hoy es una fábrica de incultos”, “el poema que vive en nosotros cambia como nosotros”, “los jóvenes ya no tienen tiempo de tener tiempo”, “estamos matando los sueños de nuestros niños”, “es un milagro que todavía exista Europa”, “una mesa, buen café y unos libros… eso es una patria”.
Y al final de la mañana, cuando toda aquella supernova de conocimiento y de educación y de amistad estallaba en mil pedazos, George Steiner hizo dos cosas.
Dijo: “Una pregunta esencial: ¿quiere que le pida un taxi?”.
Y agarrando del brazo al visitante, le susurró: “Por favor, si vuelve por Cambridge, venga a verme”.
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