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domingo, 21 de junio de 2020

2666 - Roberto Bolaño . Grande de la literatura


. 2666 es la culminación de la firme trayectoria de Bolaño. Con esta novela, el sentido de su obra se proyecta a un nivel más elevado. 2666es su logro mayor y se da, de manera especial, en el plano del lenguaje. No olvidemos que Bolaño era poeta. Esa marca le lleva aquí a fraguar un lenguaje feliz, de vacaciones, alucinado, capaz de establecer las más insólitas correspondencias. La crítica ha sido prácticamente unánime a la hora de valorar 2666. Estamos ante una novela excepcional. Su carácter inconcluso deja algunas cosas sin resolver, pero también le añade misterio y profundidad a la obra. Hay fallos, por supuesto. ¿Está justificada la extensión? ¿Funcionan todas sus ramificaciones? ¿Hay pasajes gratuitos, páginas que sobran, secciones sin pulir? ¿Es 2666 una criatura monstruosa? Hay momentos en que la novela decae, pero a la hora de hacer balance, los fallos que hay importan poco. De Bolaño se puede decir lo que dijo Cortázar de Lezama Lima, cuando Paradiso era una obra maestra desconocida: que daba igual que se saltara a la torera lo que se supone que son los preceptos elementales de la escritura. Al final, todo funciona. O lo que dijo el propio Bolaño de Philip K. Dick: «Es bueno incluso cuando es malo». Con 2666, más vale dejar en suspenso la idea que podamos tener acerca de qué es literatura y, sencillamente, dejarse llevar. La lectura de 2666 es una experiencia total, una fiesta continua que nos depara sorpresas casi a cada paso. No importa que esta obra tenga 1.119 páginas. No pesan. Cuando nos queremos dar cuenta, hemos leído seiscientas como si hubiéramos leído sesenta. 2666 le devuelve al lector la alegría elemental, la pasión de la lectura. En Monsieur Pain, la trama (que el propio Bolaño tildó de indescifrable) gira en torno a un moribundo, nada menos que César Vallejo. En Nocturno de Chile, la inminencia de la muerte del protagonista es una percepción ilusoria. En Los detectives salvajes asistimos a una escalofriante evocación de los días finales de Reinaldo Arenas (a quien no se nombra). Enfermo de sida en Nueva York, el escritor cubano le dicta a un amigo el texto lacerado de Antes que anochezca. Lo consigue terminar, tras lo cual se suicida. Leída retrospectivamente, parece que Bolaño describe antes de tiempo la crónica de su propia carrera contra la muerte, entregado a la escritura de 2666: «No tengo mucho tiempo, me estoy muriendo», dice uno de los escritores apócrifos hacia el final de la novela, y el lector siente que un sudor frío le recorre la espalda. Ante un paisaje dominado por la muerte, comprendemos sin aliento que, ahora sí, y en directo, estamos asistiendo a la carrera desenfrenada del autor contra el tiempo. Como una de las sombras que aletea sobre las páginas de la novela (Musil, que tampoco logró acabar su obra maestra), Bolaño no llegó, pero hay mucho de grandeza en su derrota. Una de las razones por la que, a estas alturas, los defectos importan poco, es que la inteligencia, la humanidad, la arrolladora simpatía que exuda la personalidad de Bolaño, ya nos han seducido y resulta sencillamente imposible no estar con él. Uno se imagina a la misma Muerte, confundida entre los lectores, alentándolo. El poso que nos deja la lectura es de una honda nostalgia de un todo perdido, difícilmente nombrable, de haber dado un largo paseo por la soledad y el caos. Bajo la superficie de estas páginas late una profunda humanidad, una visión compasiva de la existencia. Una nota más, sobre la lengua. Aunque su obra se inscribe de lleno en la tradición literaria de América Latina, el lenguaje de Bolaño trasciende las marcas de identidad regional, mostrando un cuño de signo claramente transatlántico, panhispánico. Dotado de un oído excepcional, que capta y registra con gracia irrepetible los más nimios matices del habla coloquial, Bolaño cultiva una prosa polimorfa y perversa, capaz de mimetizarse de española, chilena, mexicana, uruguaya o argentina y, si se tercia, de todas a la vez. No se sabe bien cómo este hombre ha podido llegar tan lejos. Ha abierto un camino para que pasen los demás. Eso es lo que los jóvenes escritores, sobre todo de América Latina, han visto en él. Esa es su grandeza y autenticidad. Roberto Bolaño es lo mejor que le ha sucedido a la prosa en lengua castellana desde hace décadas. La fuerza arrolladora de su estilo tiene algo de monstruoso, en el sentido que le daban los clásicos del Siglo de Oro al término. Bolaño marca un hito en la historia de la literatura en nuestra lengua. Con él la novela en español entra en un nuevo paradigma. Eduardo Lago 

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