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jueves, 23 de septiembre de 2021

No teman por los argentinos Publicado por Enric González

No teman por los argentinos pablo amargo Ilustración: Pablo Amargo. Argentina nació el 9 de julio de 1816. Tiene solo doscientos cuatro años. En teoría, el trabajo de sus historiadores debería ser fácil: todo es relativamente reciente y se supone que los periódicos contaron lo que ocurrió cada día desde la fundación. Sin embargo, la historia argentina está llena de misterios. En los siguientes párrafos intentaremos arrojar algo de luz sobre este país enigmático. Teniendo en cuenta que hablamos de Argentina, lo más probable es que estos apuntes aumenten la confusión del lector. (Como aclaración inicial, digamos que los argentinos suelen hablar de «la Argentina», con artículo. Pero no lo hacen como los franceses cuando se refieren a «la France». En «la Argentina», con mayúscula dudosa, argentina no es nombre sino adjetivo: República Argentina. El la señala que se omite el término República. Por simplificar, y quizá para figurar entre los primeros en las listas alfabéticas de países). Un misterio de entrada: ¿dónde están los negros? Buenos Aires fue capital continental del esclavismo. Según el censo de 1778, los afroamericanos constituían casi un tercio de la población. En 1816, los afroamericanos componían casi dos tercios del ejército del general José San Martín, héroe de la independencia, y se sabe que lucharon con valentía y destreza. Hacia 1850 se estimaba que la población total rondaba las ochocientas mil personas, de las que cien mil eran «mulatos» y veinte mil eran «negros». A principios del siglo XX apenas quedaban negros. ¿Qué pasó? Unos dicen que se extinguieron en las guerras decimonónicas porque siempre los situaban en primera línea de combate. Otros dicen que se blanquearon poco a poco con matrimonios interraciales. La cosa no está clara. En cualquier caso, pese a este misterio y a la existencia de unos novecientos mil ciudadanos que se autodefinen como miembros de los pueblos originarios, Argentina se considera una sociedad «blanca». Otros países latinoamericanos tratan de enlazar su historia moderna con la historia de las civilizaciones precolombinas. No es el caso de Argentina. Por recurrir a una vieja y manida frase, que utilizaba de vez en cuando Jorge Luis Borges, «los peruanos descienden de los incas, los mexicanos descienden de los aztecas y los argentinos descienden de los barcos». Argentina es realmente un país de inmigrantes. Los argentinos piensan como italianos, gesticulan como italianos, se besan como italianos y actúan como italianos. También saludan a la italiana. Frente al seco «hola» español, ellos tienden a algo más florido, del tipo «hola, qué tal, cómo va» en su versión más escueta. Accidentalmente los argentinos se expresan en idioma español, aunque adaptado a la fonética de los distintos dialectos italianos: no es «ven», sino «vení»; no es «corre», sino «corré»; no se dice «vale», sino «dale» (por el «dai» italiano). Del viejo español queda, sin embargo, el elegante «vos». Por razones desconocidas —otro misterio—, incluso los argentinos más cultos ignoran las conjugaciones del subjuntivo. Quizá sea una herencia vasca. Los apellidos de origen vasco figuran entre los más augustos de la sociedad argentina. Estaban en la cúspide de la oligarquía a principios del siglo XX, cuando en Francia empezó a utilizarse la frase «plus riche qu’un argentin» para referirse a alguien que tenía muchísimo dinero. En su libro sobre la familia Anchorena, el historiador Juan José Sebreli cuenta que «cuando viajaban a Europa llevaban en el barco a los criados, cocineros, niñeras, chóferes, como así también gallinas y vacas para tener huevos y leche fresca». Clara Cobo de Anchorena salía de casa con un cargamento de guantes, porque los tiraba al sacárselos. Fabián Gómez de Anchorena arrojaba al mar, después de cada comida, la vajilla de oro. (En 1910, Argentina era el primer exportador mundial de trigo, maíz y carne). «Un argentino es un italiano que habla español, se viste como un inglés y cree ser francés». No estoy muy de acuerdo. Omitiremos los chistes sobre la supuesta egolatría de los argentinos. Aunque vale la pena recordar el titular de un diario colombiano cuando Jorge Bergoglio fue elegido papa: «Argentino pero modesto». Según mi experiencia, los argentinos son cordiales, hospitalarios y, al menos de forma colectiva, muy autocríticos. Coinciden todos en que el país, como Perú en la novela de Mario Vargas Llosa, se jodió en algún momento. Difieren en la designación de los culpables. Para los «gorilas», la ruina llegó con Juan Domingo Perón. Los «peronchos» culpan a la oligarquía. El término gorila tiene un origen delicioso. En la película Mogambo (1953), un rugido hacía que Grace Kelly se lanzara a los brazos de Clark Gable, y este la calmaba: «Tranquila, deben de ser los gorilas». En 1955, en Argentina se recuperó la frase para una canción publicitaria que decía: «Deben ser los gorilas, deben ser, que andarán por ahí». Corrían rumores de un plan secreto para derrocar a Perón y los peronistas empezaron a hablar de «los gorilas que andan por ahí». La palabra perduró. Es indiscutible, en cualquier caso, que a mediados del siglo XX la economía argentina, antes rutilante, se estancó. Y luego decayó. Y siguió decayendo. En cuanto a la perenne crisis del peso, con sus correspondientes desastres políticos, mejor que sea un maestro como Tato Bores quien la explique: acudan aquí para entender un poco la cosa. Entenderán, como digo, poco —Argentina es siempre un misterio—, pero reirán bastante. Quizá una de las claves del enigma argentino sea geográfica. Este es un país remoto, pegado a la Antártida —a los niños se les enseña que la Antártida, igual que las Malvinas, es argentina—, a doce horas de avión de Nueva York o de Madrid. Cuando todo queda tan lejos, pero uno quiere sentirse tan cerca, con una capital tan parisina y una agroindustria tan exportadora, el conflicto interno es casi inevitable. Hay en cada corazón argentino un velo de melancolía. Más del cuarenta por ciento de los argentinos viven hoy en la pobreza. Sin embargo, el país se sabe rico. La primera impresión de los inmigrantes que llegaron a Argentina fue de asombro ante la riqueza que ofrecía una tierra fértil e inacabable. Eso se nota en la gastronomía local, que podría definirse como la ensoñación de un italiano hambriento. ¿Pizza? Sí, pero con toneladas de muzzarella (con u) y muchos ingredientes. ¿Escalope a la milanesa? Sí, pero recubierto de pizza, con un huevo encima y con patatas. ¿Azúcar? Ahí están el dulce de leche y los alfajores, deliciosos pero capaces de dejar a un no argentino en coma diabético. Curioso que, con tanto mar, en Argentina se ignore el pescado. Supongo que porque en Italia era comida de pobres. Por el contrario, como la carne en Europa siempre fue comida de ricos y aquí la había en abundancia, los inmigrantes europeos que descendían de los barcos decidieron ser ricos para siempre devorando eternamente bifes espléndidos y cantidades ingentes de asado. Ya que hablamos de ello, el asado argentino constituye un rito inefable, una celebración de la amistad, una de las ceremonias más hermosas que se conocen. La alegría del asado no suele verse empañada por el abuso del alcohol. A diferencia de los españoles, y al igual que los italianos, los argentinos beben poco. Les gusta el excelente vino local, cosa lógica, y les gusta el Fernet, cosa no tan lógica. Consignemos la cuestión del mate en el apartado de las peculiaridades misteriosas. Argentina tiene una de las mayores comunidades judías del mundo. Alguna relación tendrá este hecho con el alto nivel del humor sofisticado argentino. Y con la creatividad de su industria publicitaria. Y con su cine. Y con su teatro. O tal vez no. Tal vez, simplemente, el argentino necesita expresarse y ha aprendido a hacerlo bien. Este país es grande y ha acogido gente de todas partes, demostrando que la convivencia no requiere necesariamente de eso que denominamos «corrección política». En el lenguaje de la calle, cualquier persona de ascendencia medio oriental es un «turco». Un europeo del este es un «ruso». Y un calvo es un «pelado», y un moreno es un «negro», y un gordo es un «gordo». Así, a lo bestia. Son apelativos cariñosos. La sociedad argentina es en general instruida y uno avanza la hipótesis de que el nivel colectivo de inteligencia es bastante alto. No hace falta esgrimir listas de premios Nobel ni de escritores eximios ni de inventores brillantes, ni hace falta recordar que poseen tecnología nuclear propia. Eso lo sabe todo el mundo. Tampoco hace falta subrayar que solo un cerebro argentino es capaz de entender las normas de la competición futbolística local, distintas cada temporada y cada vez más complejas. Cuando uno habla de inteligencia se refiere más bien a la capacidad de crítica y disensión: en este país, todo, lo humano, lo divino y lo mediopensionista, se caracteriza por la «interna». Todo tiene dentro una discusión y un conflicto, y a eso se le llama «interna». Ni siquiera hay ídolos más o menos unánimes, salvo tal vez Carlos Gardel y Diego Maradona. Ni Messi, ni el papa, ni Borges: muchos abominan de esas figuras. No digamos de Perón. En cuanto a Buenos Aires, que nos gusta tanto a los extranjeros —es una ciudad escasa en monumentos turísticos pero riquísima en paisajes, en librerías dignas de Londres y cafés que parecen rincones vieneses—, muchos argentinos la detestan. O eso dicen. (A los argentinos del resto del país no les gusta ser confundidos con los porteños, los habitantes de Buenos Aires. Ocurre que cuesta distinguir entre la ciudad y la provincia de Buenos Aires por el crecimiento frenético de la urbe más allá del término municipal, y ocurre que la provincia de Buenos Aires acumula casi el cuarenta por ciento de la población argentina y más de la mitad de la riqueza, y ocurre, por tanto, que es fácil confundir la parte con el todo. Los extranjeros nos asombramos al descubrir que hay otras Argentinas más allá del fangoso Río de la Plata). El país es enorme y diverso. Argentina posee un pasado brillante, aunque más remoto cada día que pasa. También cuenta con un futuro rutilante: cada argentino está convencido de que ha de llegar un tiempo glorioso en el que su país ocupará un puesto de honor en el mundo. Fíjense, por ejemplo, en que los políticos hablan en futuro y en que cada nuevo presidente cree inaugurar la historia nacional. Lo que falla, siempre, de forma inexorable, es el presente. El presente no tiene arreglo. Hasta que llegue el momento que ha de llegar, los argentinos que pueden hacerlo acumulan dólares —otro dato de rango paranormal: los argentinos esconden en los lugares más inverosímiles el diez por ciento de los billetes estadounidenses que circulan por el planeta, una millonada— y se las arreglan para ir tirando. Argentina no solo está habituada a vivir al borde del abismo: cae en él con frecuencia. Pero luego remonta y en cuanto puede se asoma de nuevo al vacío. No teman por los argentinos. Nacieron para sobrevivir a cualquier catástrofe. Y cuando no sobreviven, resucitan. Ese talento constituye el misterio supremo. FacebookTwitterMeneameEmailLinkedInCompartir

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