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viernes, 16 de diciembre de 2022
VIVIR CONFORME A NUESTRA NATURALEZA
Los estoicos señalaron lo que nos hace fundamentalmente humanos: nuestro rasgo de «ser social» con capacidad de razonar (o lo que es lo mismo: solo es posible el progreso en el marco de la convivencia común).
Artículo
Lisandro Prieto Femenía
@LichoPrieto
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17 OCT
2022
estoicos
Cuando Zenón de Elea (490-430 a.C) nos decía que debíamos vivir «conforme a la naturaleza» no se refería en absoluto al posmo-progre que abraza árboles pensando que así evita la contaminación, a las prácticas de no bañarse o rasurarse o al abandono de la vacunación. A los estoicos, en realidad, les interesaba comprender qué tipo de ser es el ser humano en su particularidad propia: ¿qué es lo que nos hace únicos y en qué nos diferenciamos de otros seres?
Friedrich Nietzsche (1844-1900) en Verdad y mentira en sentido extramoral dirá que nuestro rasgo distintivo es haber inventado la verdad (a la cual interpreta como «error útil»). Pero los estoicos señalaron que lo que nos hace ser fundamentalmente lo que somos es nuestro rasgo de «ser social» con capacidad de razonar. Decir que somos «sociales» indica que, por más que podamos sobrevivir por nuestra cuenta de manera individual –con muchísimas dificultades–, solo es posible la prosperidad en el marco de la convivencia comunitaria. Es mediante el contacto, la interacción y el razonamiento con otros con lo que podemos empezar a comprendernos primariamente en cuanto seres. Ahora bien, el hecho de que tengamos la posibilidad de razonar no implica necesariamente que lo hagamos de la manera más correcta y eficiente.
Habiendo considerado esos dos aspectos propios –nuestra sociabilidad y nuestra capacidad de raciocinio–, podríamos esbozar lentamente que una «buena vida» es aquella en la que somos capaces de aplicar la razón para prosperar en una comunidad. Una vida humana que vale la pena es aquella en la que se decidió no renunciar a la razón para disociarnos de la sociedad, sino más bien todo lo contrario: no es concebible dignidad alguna atomizando al ser individual de su ser colectivo, justamente porque la prosperidad de uno impacta necesariamente en el bienestar de todos.
«La «buena vida» nada tiene que ver con el nivel de consumo, sino con la búsqueda permanente de una existencia inclinada a la felicidad»
Nada de lo precedentemente señalado es comprensible si no encaramos primariamente lo que tanto Aristóteles como los estoicos comprendían como «ética de la virtud»: esa «buena vida» mencionada nada tiene que ver con el nivel de consumo de bienes y servicios, sino con la búsqueda permanente de una vida que se incline a la felicidad auténtica (es decir, no solo al gozo).
Por ejemplo, para Aristóteles, la virtud es el sustento de las mejores acciones y pasiones del alma, lo que nos predispone a realizar correctamente nuestros actos y nos condiciona a obrar bien. Esta es posible únicamente mediante una disposición intelectual y moral llamada prudencia. Esta última es la responsable de conciliar nuestro conocimiento con nuestras acciones de manera proporcionada; es decir, coherente: hacer lo que decimos a los demás que deben hacer y decir que hay que hacer lo que realmente hacemos. Parece un trabalenguas, pero básicamente es una interpelación moral para que no seamos hipócritas y dejemos de decirle a los demás que hagan cosas que nosotros no hacemos (o hagamos lo que nosotros mismos, boca para afuera, decimos que es correcto hacer). Esta ética de la coherencia es una forma de vida contraria a la tan ponderada moral de doble estándar que impone a los demás reglas que de puertas para adentro no se cumplen.
Ante la pregunta de por qué leer a los estoicos hoy, este enfoque de la vida nos señala que debemos mejorar como personas si pretendemos vivir en una sociedad medianamente equilibrada. Para los estoicos, si bien la formación intelectual y moral es un proceso de reflexión y de hábitos individuales, es inconcebible el primado de un individualismo moral que exige todo de los demás sin importar lo que uno haga. Este tipo de lecturas nos permiten ser críticos de una cultura que nos quiere hacer creer que cualquier capricho puede convertirse en derecho y que ninguna obligación es digna de ser respetada en pos de un bien común en el cual se intente equilibrar la balanza de las injusticias innecesarias, fruto del abandono voluntario del pensar y de la participación cívica y comprometida.
Ahora, si bien es cierto que Epicuro (341-270 a.C) puso mucho énfasis en la importancia de la amistad y en las relaciones, su meta era básicamente minimizar el dolor en la vida. Una lectura rápida e incorrecta de ello puede indicar que los epicúreos eran hedonistas, amantes del placer y la vida libertina, pero por supuesto que no era así. Intentaban evitar el dolor mental y físico, y para conseguirlo, su consejo era evitar involucrarse demasiado en la cosa pública (es decir, la política), puesto que las relaciones sociales propias de ello de una manera u otra terminan causando dolor, traición, decepción y frustración. Ahora bien, de poco sirve evitar el dolor intentando aislarnos del mundo cuando es justamente dicho alejamiento lo que ha producido que legiones de idiotas nos gobiernen y nos causen tantos pesares.
Como se puede apreciar, las lecciones de los estoicos nos indican dos vías que confluyen en una autopista central: conocernos a nosotros mismos de manera cabal, ser autónomos y autosuficientes, formarnos en virtudes y ser coherentes con nuestra naturaleza racional y, simultáneamente, ejercer dichas virtudes en pos de una vida social que, si bien nunca será perfecta, debe tender siempre a un bien común. El «vivir mejor» al que se refieren los estoicos nada tiene que ver con el «sálvese quien pueda», sino que representa una serie de pautas de pensamiento y conducta; una invitación a la «buena vida» que no nos asfixie ni nos quite las ganas de encontrarle sentido a nuestra existencia.
jueves, 15 de diciembre de 2022
EQUIVOCARSE ES DE SABIOS
Cuando nos equivocamos se activa una parte del cerebro que ordena aumentar la atención para aprender y reducir así las posibilidades de volver a cometer el mismo error.
Artículo
Elena Sanz
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02 AGO
2022
error
«El que nunca comete errores es menos cuerdo de lo que se figura», advertía el filósofo francés François De La Rochefoucauld. «El que se pierde es el que encuentra las nuevas sendas», sugería también en esa línea el dramaturgo noruego Nils Kjaer. Por su parte, el español Bernardo De Balbuena afirmaba prácticamente lo mismo, pero con rima: «No darás tropezón ni desatino, que no te haga adelantar camino». Y en un tono bastante más campechano, el refranero popular castellano sentencia que «echando a perder, se aprende». Sin embargo, parece que ninguno de estos mensajes ha calado lo suficiente en nuestra sociedad. Cometer errores nos irrita sobremanera. Quizás porque los años que pasamos en el colegio hacen mella en cómo concebimos el aprendizaje.
En la etapa escolar, se nos graba a fuego la idea de que aprender consiste en escuchar a un profesor contar la lección para, a continuación, retener en la memoria todas las «respuestas correctas» posibles y demostrarlo en un posterior examen. Sacar un 10 significa que nos sabemos todas las respuestas correctas; un 0 implica un 100% de fallos, es decir, un estrepitoso fracaso. Y eso es todo, no hay que darle más vueltas. ¿O quizá sí?
Un voto de confianza para las equivocaciones
Los defensores del aprendizaje basado en errores pretenden cambiar por completo las tornas. «La idea central es que, en lugar de recibir pasivamente clases magistrales, el aprendizaje se plantee desde el principio como una búsqueda activa de respuestas», explica a SINC Eugenia Marín-García, psicóloga de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU).
Marín-García plantea que «el aprendizaje se plantee desde el principio como una búsqueda activa de respuestas»
Dicho de otro modo, esta tendencia aboga por que una de las herramientas básicas de la enseñanza sea alternar sesiones de estudio con pruebas. En ocasiones, esos test se pueden responder incluso antes de que el profesorado imparta la lección, una propuesta conocida con el término anglosajón pretesting.
Algunas veces acertaremos y otras (muchas) nos equivocaremos, pero a largo plazo los resultados de esta forma de estudio superan con creces la formación pasiva clásica, esa que consiste en estudiar y reestudiar una y otra vez la lección hasta que «se nos queda», aclara Marín-García, experta precisamente en estrategias de aprendizaje.
De hecho, se ha comprobado que fallar al intentar responder hace que aprendamos más. Incluso en preguntas de tipo verdadero-falso. ¿Una paradoja? No, en realidad tiene mucho sentido. «Hay varias teorías que intentan explicarlo, pero nuestras investigaciones empíricas y las de otros grupos cercanos indican que la más plausible es la que se conoce como Error Prediction Theory», resume la investigadora.
cuando lo que uno espera que va a suceder (la predicción) no coincide con la realidad, el cerebro reacciona aumentando la atención
Aclara que esa teoría propone que, cuando lo que uno espera que va a suceder (la predicción) no coincide con la realidad, el cerebro reacciona aumentando la atención. Y, como consecuencia de ese error de predicción, la retentiva mejora y el aprendizaje es más profundo.
Correcciones inmediatas y detalladas
Eso sí, para que el método funcione es importante que nos corrijan (o nos autocorrijamos) inmediatamente después de responder a los test, en lugar de dejar varios días entre la prueba y el feedback correctivo. Además, a ser posible, la rectificación debe ir acompañada de una explicación detallada y no solo de un bien o mal.
Marín-García: «Tendemos a pensar que si los profesores nos plantean una serie de preguntas es para evaluarnos, y eso nos incomoda»
Otro matiz a tener presente es que no podemos cortar a todos los errores por el mismo rasero. Por un lado, hay evidencias de que aquellos que cometemos nosotros mismos generan mayor aprendizaje a largo plazo que los que cometen los demás. Por otro lado, no es lo mismo lo que se conoce como error de comisión, que ocurre cuando damos una respuesta que no es la correcta, que un error de omisión, que se produce cuando dejamos «la pregunta en blanco». El primero es el que realmente favorece la enseñanza duradera.
El principal escollo a la hora de intentar aplicar todo esto en el aula es la asociación mental que hacen los alumnos entre test y nota. «Tendemos a pensar que si los profesores nos plantean una serie de preguntas es para evaluarnos, y eso nos incomoda», subraya Marín-García. Si los fallos van a repercutir negativamente en la nota, obviamente no queremos enfrentarnos a un test sin estudiar.
Sin embargo, el examen no debería ser solo el final del camino. «Es cierto que existen (y seguirán existiendo) evaluaciones calificadoras. Necesitamos certificaciones, notas, nos las exige el sistema educativo», afirma a SINC la especialista. Pero está convencida de que en el proceso de estudio deberíamos hacer test continuamente, no para evaluar sino para aprender.
La evaluación como aliada
Anna Forés, de la cátedra de Neuroeducación de la Universidad de Barcelona (UB), coincide plenamente con ella. Más allá de que nos ayude a aprender, defiende que «la evaluación debería considerarse una aliada, porque nos hace la fotografía de lo que sabemos en un momento concreto y lo que nos falta por aprender».
Para Forés, el problema va mucho más allá de las aulas: errar está mal visto en todos los ámbitos de la vida. «Cuando los norteamericanos entrevistan a los candidatos a un puesto de trabajo valoran que en su currículum conste en qué se han equivocado en sus anteriores empleos; porque si has hecho una pifiada en una empresa, ya hay garantías de que al menos ese error no lo volverás a cometer», nos explica. Pero reconoce que es inimaginable que algo así ocurra en España. «No tenemos en cuenta que el hecho de que alguien se haya equivocado no solo no es negativo, sino que garantiza que ha habido un aprendizaje», lamenta.
Lo paradójico es que cuando tratamos con niños pequeños damos por hecho que necesitan fallar para aprender. «¿Cómo aprendemos a andar? A base de darnos culazos. ¿Y a montar en bici? ¿Y a dibujar? ¿Cómo aprendemos a hablar? A base de ensayo-error en todos los casos», resume Forés.
A los niños se les permite fallar, a los adultos no
Dice que algo que tenemos tan claro en los aprendizajes procedimentales (de habilidades) de la infancia, lo desterramos al hacernos mayores. Pretendemos que al crecer el aprendizaje sea inmediato, que los conocimientos se incorporen a nuestro cerebro al instante, como por arte de magia. Y nos da urticaria la sola posibilidad de fallar en el proceso.
Lo peor es que pensar así nos paraliza. Obviamos aquello que dijo Einstein de que quien nunca ha cometido un error, nunca ha intentado nada nuevo. «Cada experiencia es un aprendizaje, en cada acción experimentamos y aprendemos», subraya Forés. «Pensar ‘yo no sé, yo no voy a saber’ nos estanca; y al contrario, tener mentalidad de crecimiento, como la llama Carol Dweck, nos hace crecer», distingue la experta en neuroeducación.
Hace referencia a los trabajos de una psicóloga de la Universidad de Stanford que distingue dos tipos de mentalidades: la de personas a las que les fascinan los retos y la de quienes evitan cualquier desafío que se cruzan por temor a equivocarse. No es innato, sino educacional, según ha demostrado Carol Dweck, que calcula que el 40% de las personas tienen «mentalidad de crecimiento», otro 40% «mentalidad fija»; y el resto cambia en distintas fases de su vida.
Cómo actúa nuestro cerebro ante las erratas
Qué parte del cerebro se activa al equivocamos depende de a qué grupo pertenezcas. «Si nos frustramos, se enciende la amígdala; si tenemos actitud de crecimiento, el error solo sirve para activar nuestra curiosidad, incluso nos motiva», resalta Forés. Sin embargo, sí que hay elementos comunes que los neurocientíficos empiezan a descifrar. Registrando con electroencefalografía el cerebro de cualquier individuo mientras comete un error se detecta un patrón de actividad muy singular, que el aparato registra como un pico súbito de actividad eléctrica negativa. En la jerga lo llaman error-related negativity (ERN) y la señal procede de una región profunda del cerebro llamada corteza cingulada anterior.
Al parecer, las neuronas de esta zona se ocupan de detectar los fallos para dar orden inmediata al resto del cerebro de aumentar la atención y asegurarse de que la probabilidad de volver a equivocarnos baje. Lo curioso es que todo esto ocurre apenas 100 milisegundos después de que metamos la pata. Vamos, que nuestro cerebro se da cuenta mucho antes que nosotros de las pifias. Y, automáticamente, a partir de ese momento, nos hace responder más para que no nos precipitemos.
Visto lo visto, parece que equivocarnos nos vuelve más sabios. «Deberíamos vivir igual que jugamos al parchís: aceptando sin dramas ni ansiedad que los fallos están permitidos y que, si por tomar una mala decisión otro jugador me come una ficha, me voy a casa y no pasa nada», concluye Anna Forés.
Michel Onfray en su Política del rebelde (pág. 182, en Anagrama) dice
en cambio, el capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura, anunciada por Marcuse, del hombre unidimensional, variación sobre el tema del hombre calculable, que propuso Nietzsche. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, obediente a las consignas de la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil, débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, aficionado empedernido a los juegos y los estadios, devoto del dinero y sectario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas mezquinas, tonto, ingenuo, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, carente de memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y portador, además, de ciertos rasgos de la misma índole que los que definen un fascismo ordinario. Es un socio ideal para desempeñar primero su papel en el vasto teatro del mercado nacional y luego en el mundial. Éste es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se nos alaba hoy.
lunes, 28 de noviembre de 2022
si un mono acumulara mas platanos de los que puede comer....
"Si un mono acumulara más plátanos de los que puede comer, mientras que la mayoría de los otros monos se mueren de hambre, los científicos estudiarían a ese mono para averiguar qué diablos le pasa. Cuando los humanos lo hacen, les ponemos en la portada de Forbes. "
Nathalie Robin
sábado, 26 de noviembre de 2022
EDUCAR LA VOLUNTAD, EDUCAR LA INDEPENDENCIA
Como adultos, deberíamos preguntarnos a qué estamos invitando a que se adapten nuestros niños y jóvenes, por qué se les empuja a gestionar sus emociones (al igual que a los adultos) y para qué deben sacar provecho o rentabilizar las crisis. En realidad, el pensamiento es el único que nos procura valentía para actuar.
Artículo
Carlos Javier González Serrano
Carlos Javier González Serrano
@aspirar_al_uno
educar
La sociedad del espectáculo lo pone todo en venta. Nuestra vida ha quedado supeditada a los estándares de la producción y el consumo en todas sus facetas y, encadenados a una continua y agotadora dinámica del rendimiento (revestida de ocio, entretenimiento y libertad), llegamos a pensar –con resignado talante– que incluso el descanso no es más que la pausa que necesitamos para poder seguir alimentando las voraces fauces de un modo de existir extenuante. Para, como nos dicen innumerables libros de autoayuda, «gestionar» nuestras emociones y «rentabilizar» nuestras fuerzas vitales.
Todo ha sido sometido a la lógica del mercantilismo. Incluso nuestro deseo. Pero deberíamos tener en cuenta que consumir rápida y enfermizamente (series, películas, podcasts e incluso emociones) impide construir con pausa nuestros deseos. Cuando el filósofo danés Søren Kierkegaard escribió que «el goce decepciona, pero la posibilidad no», invitaba a aprender a dar valor a la bella distancia que media entre nuestros deseos y su satisfacción. A estimar y cuidar la enriquecedora grieta que se abre entre la aparición de aquello que deseamos y la posibilidad de alcanzarlo. Hemos extraviado la preciosa e irremplazable hendidura de lo erótico, de la fuerza (eros) que nos impulsa a perseverar.
De manera paulatina y casi imperceptible, en las últimas décadas se ha perdido el valor del tránsito, del camino, del esencial espacio que media entre el deseo y su satisfacción. Por eso hay que trabajar en la dilación de la satisfacción, por un lado, y en la construcción del deseo, por otro. No se trata del viejo y mal planteado debate «materialismo sí o materialismo no».
Existen bienes materiales que pueden resultar muy útiles e incluso necesarios para nuestro trabajo o nuestra vida diaria: la cuestión es aprender a distinguir qué necesitamos y qué no, qué deseos nos han sido suscitados (pasivamente) por la mercadotecnia, la publicidad y las prisas y qué deseos emanan de nuestra voluntad.
«Con la llegada de la Navidad, se presenta una oportunidad muy indicada para enseñar a los más pequeños y jóvenes la destacada significación del autoconocimiento»
Con la llegada del periodo navideño, se presenta una oportunidad muy indicada para enseñar a los más pequeños y jóvenes la destacada significación del autoconocimiento: mostrar desde edades tempranas el valor de examinar por qué hacemos lo que hacemos. No se trata de desilusionarlos o desengañarlos antes de tiempo, sino de señalar que tras nuestras acciones hay una voluntad, la nuestra, que consiente o no consiente en aquello hacia lo que es encaminada.
No depende de nosotros desear algo o no desearlo, pero sí depende de nosotros qué hacer con esos deseos, y en ello consiste la independencia. Los niños y los adolescentes tienen un escaso control del impulso, por lo que precisan de algo o alguien que, desde fuera, les indiquen ciertos límites. Un desde fuera que, a lo largo del proceso madurativo, se irá convirtiendo en un proceso interno: en el empleo del juicio propio, en la autonomía y en la emancipación respecto al constante ruido que aturulla nuestra vida. La tarea de la educación es, pues, central.
Y es que nuestra contemporaneidad se caracteriza por ese permanente ruido, tan difícil de acallar. Se trata de un ruido que no solo tiene que ver con nuestros oídos, sino también con nuestros ojos o con el tacto, como en el caso del smartphone o la tablet, objetos que raramente abandonamos y que se han transformado en apéndices de nuestro cuerpo, o más aún, en nuestro propio cuerpo, puesto que a través de ellos nos ponemos en contacto con el mundo.
«Vivimos anclados al aquí y al ahora, sin poder detenernos a pensar en nuestro pasado o en el porvenir»
El ruido incesante secuestra nuestra capacidad de concentración y nos impide vivir otro tiempo que no sea el puro presente. Vivimos anclados al aquí y al ahora, sin poder detenernos a pensar en nuestro pasado o en el porvenir. Desde hace siglos, la filosofía nos ha invitado a hacernos dueños de nuestra atención para poder pensar antes de actuar y, sobre todo, para poder alcanzar independencia de juicio y autonomía en la acción. Modular el molesto ruido de nuestro alrededor puede ser el comienzo para reconquistar nuestra emancipación, para no ser esclavos del entorno.
Recordaré aquí una inolvidable cita de Dostoyevski en Memorias del subsuelo: «¿Cómo han podido imaginar todos los sabios que necesitamos una voluntad virtuosa? ¿De dónde han sacado que necesitamos desear de una manera sensata y provechosa? Sólo una cosa necesitamos: querer con independencia, cueste lo que cueste».
No nos engañemos: acostumbrar a niños y niñas a un lapso de tiempo corto entre la aparición del deseo y su satisfacción genera adultos emocionalmente dependientes, con una capacidad de atención y concentración mermada, maleables y condenados a la frustración; si no satisfacen rápidamente su deseo, aparece el sufrimiento, la desazón y la desilusión. Y de su mano, trastornos emocionales como la ansiedad o la depresión o los trastornos de déficit de la atención e hiperactividad.
«No nos engañemos: acostumbrar a niños y niñas a un lapso de tiempo corto entre la aparición del deseo y su satisfacción genera adultos emocionalmente dependientes»
Por eso también urge pensar sobre la categoría del regalo. Deberíamos mostrar a los más pequeños que lo importante no es propiamente el regalo, sino el acto de dar, la preocupación por el otro, por sus gustos y necesidades. El regalo no es más que la materialización de ese tiempo de atención por el otro, y es lo que debemos enseñar.
Vivimos rodeados de estímulos que nos instigan a comprar y, en numerosas ocasiones, ya tenemos de todo, vivimos atiborrados de objetos, mientras nos faltan la compañía, la calidez o la calidad y hondura en los vínculos. Todos sabemos de personas que pasan días y semanas paseando por tiendas sin saber qué comprar a sus familiares, lo que da lugar a una sensación de vacío y frustración por no llegar a cumplir las expectativas.
Por supuesto que el regalo, como objeto, cobra un papel relevante cuando hablamos de la generosidad, pero no es lo fundamental; deberíamos enseñar que la generosidad tiene más que ver con la pre-ocupación por el otro que por aquello que se da. Lo mismo sucede con la solidaridad, que no ha de asociarse a sentimientos de pena o compasión, porque no debería ser un acto puramente pasivo («me compadezco, luego soy solidario», «qué pena me da», etc.), sino activo: decido dar mi dinero, comida o bienes de cualquier tipo a una causa porque la considero necesaria, justa, buena o bella. La generosidad y la solidaridad deberían sostenerse, por tanto, sobre valores que construyamos –y ayudemos a construir– paulatinamente, y no sobre afectos y emociones que nos arrastran y nos hacen reaccionar pasivamente, en lugar de actuar responsable y activamente.
«El ruido incesante secuestra nuestra capacidad de concentración y nos impide vivir otro tiempo que no sea el puro presente»
La manera más efectiva de transmitir valores ha sido, es y siempre será el ejemplo. La ejemplaridad en la acción es fundamental para que niños y niñas y jóvenes no solo comprendan el contenido de ciertos valores, sino la importancia de llevarlos a cabo, de hacerlos efectivos en nuestro mundo, en nuestras circunstancias. Cuando somos pequeños somos muy sensitivos, y necesitamos ver, oír y tocar todo aquello de lo que nos hablan. Así se enseña a leer en las etapas de infantil y primaria, con la representación visual e incluso táctil de las letras y los números.
Con los valores sucede algo similar, y cabría decir que también nos ocurre a los adultos. Hay una cita del pensador Henry-David Thoreau que suelo recordar mucho cuando hablo con padres y madres en tutorías o en charlas con adultos: «Si busca persuadir a alguien de que hace mal, actúe bien. Los seres humanos creen en lo que ven. Consigamos que vean».
«La cuestión es entregarse a la tarea de investigar qué es el bien, pero para eso se necesitarían clases de filosofía desde temprano en la educación»
La cuestión, por supuesto, es entregarse a la tarea de investigar qué es el bien, pero para eso se necesitarían clases de filosofía desde temprano en la educación. Lamentablemente, el fomento del pensamiento crítico y las humanidades tienen cada vez menos espacio en los centros educativos. Para la nueva pedagogía, lo importante es desarrollar destrezas, habilidades y competencias que los ayuden a adaptarse a lo dado (sin cuestionarlo), a gestionarse (sin preguntarse qué deben gestionar exactamente) y a rentabilizar las oportunidades de las crisis (sin interrogar si esas crisis son o no algo de lo que deban responsabilizarse).
Como adultos, deberíamos preguntarnos a qué estamos invitando a que se adapten nuestros niños y niñas, nuestros jóvenes, por qué se les empuja a gestionar sus emociones (al igual que a los adultos) y para qué deben sacar provecho o rentabilizar las crisis. Quizá nos hayan acostumbrado a lo que jamás deberíamos habernos acostumbrado: como explicó María Zambrano, fácil es deslizarse por la vida y arduo y áspero resulta el sendero del pensamiento, aunque es el único que nos procura independencia para pensarnos y valentía para, tras haber pensado, actuar.
sábado, 19 de noviembre de 2022
RECUPERAR EL TIEMPO DE LA VIDA
En esta sociedad hiperproductiva, todas las actividades han quedado supeditadas a los estándares de la productividad. Detenerse sin ningún motivo, hoy, también es rebelarse.
Artículo
Carlos Javier González Serrano
Carlos Javier González Serrano
@aspirar_al_uno
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27 OCT
2022
tiempo
‘Moonrise’ (c. 1908), por Edvard Munch.
En nuestra sociedad hiperproductiva, en la que cualquier actividad ha quedado supeditada a los estándares de la rentabilidad, la dinámica propia del consumo y a una vertiginosa y anestesiante rapidez, pasear o deambular sin ningún tipo de finalidad puede parecer una rareza. Nos desplazamos para ir al trabajo o a nuestro centro de estudios, para acudir a terapia o para reunirnos con nuestros amigos. El «para» –es decir, la utilidad y el provecho– es el nuevo ídolo de nuestro tiempo: nada se hace sin que eso que se hace encierre un beneficio determinado.
Esta percepción de la realidad como un escenario en el que siempre se gana o se pierde lo ha convertido, a su vez, en un lugar inhóspito y hostil, en el que todos somos enemigos y donde las circunstancias se presentan como una oportunidad para lograr el éxito y el progreso esperados del sujeto, amenazado por las voraces y acechantes fauces del continuo rendimiento. O visto desde el prisma complementario, donde todos estamos a un paso del fracaso –considerado este como una no adaptación a lo exigible–, a las expectativas depositadas en el individuo contemporáneo: eficacia, fama, dinero.
A este respecto, el filósofo Byung-Chul Han se ha mostrado contundente. Como defiende en Psicopolítica, Somos conscientes prisioneros que, bajo una entusiasta ilusión de libertad, se autoexplotan: «Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego y la comunicación. […] La explotación de la libertad genera el mayor rendimiento». Fundamentalmente, porque es una esclavitud libremente asumida: un sometimiento aceptado del que no nos podemos liberar salvo que queramos quedar atrás: «Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona». Ya antes que Han lo había denunciado el alemán Peter Sloterdijk en su breve ensayo, Estrés y libertad, donde se refiere a un malestar «que impregna nuestro ser en la civilización técnica de un sentimiento de fugacidad cada vez más intenso. Este sentimiento es indisociable de que nuestra sociedad está estresada a causa de su autoconservación, que exige de nosotros un rendimiento insólito».
«Esta percepción de la realidad como un escenario en el que siempre se gana o se pierde lo ha convertido la vida en un lugar inhóspito y hostil»
Incluso la felicidad, como ha señalado con mucho acierto la investigadora Sara Ahmed en La promesa de la felicidad (Caja Negra), ha quedado transformada en un instrumento: «Nos hacemos felices como si se tratara de una adquisición de capital que nos permite, por su parte, ser o hacer esto o aquello, e incluso conseguir esto o aquello». De este modo, apunta Ahmed, la felicidad «afectiviza normas e ideales sociales, generando la idea de que la proximidad relativa a estas normas e ideales contribuiría a alcanzar la felicidad».
Al tratar de realizar un diagnóstico de nuestra época, siempre recuerdo una emocionante y muy elocuente anotación en el diario –recogida en Diarios (Lumen)– de Alejandra Pizarnik, en la que relata su incursión en una librería cuando apenas tenía 18 años. Merece la pena reproducir por entero sus palabras, que contienen un certero análisis de nuestra época: «Entro en una librería desconocida. Me dirijo a los anaqueles coloreados, llena de curiosidad y tensa de emoción. La esperanza de hallar algo nuevo es quebrada por la voz del empleado que me pregunta qué títulos busco. No sé qué decirle. Al fin, recuerdo uno. No está. Hubiese querido seguir mirando, pero sentía sobre mí el peso de esa mirada comerciante, tan estrecha y desaprobadora ante alguien que no sabe lo que quiere. ¡Siempre lo mismo! ¡Siempre hay que aparentar la posesión de un fin! ¡Siempre el camino rectamente marcado!».
Esa librería representa nuestro mundo. Un mundo que ha quedado desprovisto (porque se ha olvidado) de los valores que trascienden lo puramente pecuniario y productivo. Pizarnik es la resistencia, y debemos apoyarla de manera militante. Al igual que en esa librería en la que la escritora argentina buscaba libertad y sólo encontró la «mirada comerciante», una estrecha visión que todo lo mercantiliza y emplea para extraer un rendimiento, la realidad humana ha sido mediatizada por los engranajes y la retórica del mercado, hasta el punto que incluso nos referimos a nuestra vida anímica con terminología empresarial: «rentabilizar las emociones», «gestionar los afectos» o «maximizar las potencialidades».
No se trata de negar ingenua y puerilmente los beneficios de contar con una –siempre debidamente contenida– libertad de mercado o proclamar la necesidad de una rebelión contra el establishment. De hecho, la existencia de esa librería de la que habla Pizarnik es resultado de ciertas condiciones económicas. Consiste, más bien, en recuperar y reivindicar para nuestra vida unos tiempos que son distintos a los propios de las dinámicas económicas. A este respecto, conviene traer a colación un esclarecedor fragmento de Erich Fromm recogido en El miedo a la libertad muchas décadas antes que los mencionados textos de Han y Sloterdijk: el individuo contemporáneo se ha «transformado en el esclavo de la máquina que él mismo construyó». Y añade: «Las actividades económicas son necesarias; hasta los ricos pueden servir los propósitos divinos, pero toda actividad externa sólo adquiere significado y dignidad en la medida en que favorezca los fines de la vida».
«El reloj y las agendas se han convertido en dos de los fetiches de nuestra época»
Inmersos en este panorama, caminar sin rumbo se ha convertido en un acto político, en una reivindicación de nuestra libertad y en una reclamación de nuestro espacio de independencia y autonomía. También amar despreocupadamente o, sin más, no hacer nada. En absoluto. Permitirse, como recomendaba Rousseau en Las ensoñaciones del paseante solitario, hacer caso omiso del tumulto exterior y prestar atención a nuestro mundo interior: perdernos en nosotros mismos.
Y es que las cosas más importantes de la vida suelen discurrir despacio. La generosidad, la amistad, el amor, el paseo o la lectura piden y necesitan tiempos ajenos a la dinámica del consumo y de la inmediatez: exigen de nosotros una lentitud que a veces no permitimos. El reloj y las agendas se han convertido en dos de los fetiches de nuestra época: los miramos o consultamos mientras comemos, en una cita con nuestras amistades, y llegamos a hacer deporte bajo el imperativo de los tiempos (y de la productividad); incluso se charla y hasta se hace el amor midiendo los tiempos. Pero la lectura, el amor, el diálogo o el paseo tienen sus propios tiempos. No dan su fruto si no se da tiempo a que aquel madure. El tiempo del camino, del tránsito, del itinerario o del paso ha sido eclipsado por la tiránica inmediatez, por el presentismo y por una vida vivida en presente continuo, en un no-tiempo en tanto que cualquier instante es un ahora despótico que contiene su propia exigencia: no cabe la dilación, no hay tiempo para la espera. No nos damos el tiempo que la vida exige al tiempo.
El tiempo que los griegos llamaron aión (αἰών, eternidad) materializado en el momento oportuno (καιρός). En ese momento, como apuntó muy bellamente Plotino, la vida (βιοζ) se convierte en el espacio de lo sagrado (τὸ ἱερόν), de todo cuanto no está sujeto al interés y la inmediatez. El cerebro se adapta con plasticidad a los tiempos que le exigimos. Pero algo va mal cuando nos sentimos acelerados, con ansiedad, presas del imperativo por producir incesantemente. Por eso, parar, detenerse, crear espacio para integrar ritmos más pausados… significa rebelarse. Para encontrar tiempo para la eternidad.
Libertad es responsabilidad
En griego clásico, libertad es sinónimo de responsabilidad. La libertad es el coraje de renunciar: si eliges algo, renuncias a algo.
sábado, 12 de noviembre de 2022
Los libros nos hacen libres
Es curioso que la palabra “libro” (liber) guarde tanto parecido etimológico con la palabra “libertad” (libertas). La lectura como el proceso por el que, a través del vehículo del libro, nos hacemos libres. El libro nos hace libres porque nos hace dueños de nuestra atención.
domingo, 6 de noviembre de 2022
RECUPERAR EL TIEMPO DE LA VIDA
RECUPERAR EL TIEMPO DE LA VIDA
En esta sociedad hiperproductiva, todas las actividades han quedado supeditadas a los estándares de la productividad. Detenerse sin ningún motivo, hoy, también es rebelarse.
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Carlos Javier González Serrano
Carlos Javier González Serrano
@aspirar_al_uno
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27 OCT
2022
tiempo
‘Moonrise’ (c. 1908), por Edvard Munch.
En nuestra sociedad hiperproductiva, en la que cualquier actividad ha quedado supeditada a los estándares de la rentabilidad, la dinámica propia del consumo y a una vertiginosa y anestesiante rapidez, pasear o deambular sin ningún tipo de finalidad puede parecer una rareza. Nos desplazamos para ir al trabajo o a nuestro centro de estudios, para acudir a terapia o para reunirnos con nuestros amigos. El «para» –es decir, la utilidad y el provecho– es el nuevo ídolo de nuestro tiempo: nada se hace sin que eso que se hace encierre un beneficio determinado.
Esta percepción de la realidad como un escenario en el que siempre se gana o se pierde lo ha convertido, a su vez, en un lugar inhóspito y hostil, en el que todos somos enemigos y donde las circunstancias se presentan como una oportunidad para lograr el éxito y el progreso esperados del sujeto, amenazado por las voraces y acechantes fauces del continuo rendimiento. O visto desde el prisma complementario, donde todos estamos a un paso del fracaso –considerado este como una no adaptación a lo exigible–, a las expectativas depositadas en el individuo contemporáneo: eficacia, fama, dinero.
A este respecto, el filósofo Byung-Chul Han se ha mostrado contundente. Como defiende en Psicopolítica, Somos conscientes prisioneros que, bajo una entusiasta ilusión de libertad, se autoexplotan: «Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego y la comunicación. […] La explotación de la libertad genera el mayor rendimiento». Fundamentalmente, porque es una esclavitud libremente asumida: un sometimiento aceptado del que no nos podemos liberar salvo que queramos quedar atrás: «Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona». Ya antes que Han lo había denunciado el alemán Peter Sloterdijk en su breve ensayo, Estrés y libertad, donde se refiere a un malestar «que impregna nuestro ser en la civilización técnica de un sentimiento de fugacidad cada vez más intenso. Este sentimiento es indisociable de que nuestra sociedad está estresada a causa de su autoconservación, que exige de nosotros un rendimiento insólito».
«Esta percepción de la realidad como un escenario en el que siempre se gana o se pierde lo ha convertido la vida en un lugar inhóspito y hostil»
Incluso la felicidad, como ha señalado con mucho acierto la investigadora Sara Ahmed en La promesa de la felicidad (Caja Negra), ha quedado transformada en un instrumento: «Nos hacemos felices como si se tratara de una adquisición de capital que nos permite, por su parte, ser o hacer esto o aquello, e incluso conseguir esto o aquello». De este modo, apunta Ahmed, la felicidad «afectiviza normas e ideales sociales, generando la idea de que la proximidad relativa a estas normas e ideales contribuiría a alcanzar la felicidad».
Al tratar de realizar un diagnóstico de nuestra época, siempre recuerdo una emocionante y muy elocuente anotación en el diario –recogida en Diarios (Lumen)– de Alejandra Pizarnik, en la que relata su incursión en una librería cuando apenas tenía 18 años. Merece la pena reproducir por entero sus palabras, que contienen un certero análisis de nuestra época: «Entro en una librería desconocida. Me dirijo a los anaqueles coloreados, llena de curiosidad y tensa de emoción. La esperanza de hallar algo nuevo es quebrada por la voz del empleado que me pregunta qué títulos busco. No sé qué decirle. Al fin, recuerdo uno. No está. Hubiese querido seguir mirando, pero sentía sobre mí el peso de esa mirada comerciante, tan estrecha y desaprobadora ante alguien que no sabe lo que quiere. ¡Siempre lo mismo! ¡Siempre hay que aparentar la posesión de un fin! ¡Siempre el camino rectamente marcado!».
Esa librería representa nuestro mundo. Un mundo que ha quedado desprovisto (porque se ha olvidado) de los valores que trascienden lo puramente pecuniario y productivo. Pizarnik es la resistencia, y debemos apoyarla de manera militante. Al igual que en esa librería en la que la escritora argentina buscaba libertad y sólo encontró la «mirada comerciante», una estrecha visión que todo lo mercantiliza y emplea para extraer un rendimiento, la realidad humana ha sido mediatizada por los engranajes y la retórica del mercado, hasta el punto que incluso nos referimos a nuestra vida anímica con terminología empresarial: «rentabilizar las emociones», «gestionar los afectos» o «maximizar las potencialidades».
No se trata de negar ingenua y puerilmente los beneficios de contar con una –siempre debidamente contenida– libertad de mercado o proclamar la necesidad de una rebelión contra el establishment. De hecho, la existencia de esa librería de la que habla Pizarnik es resultado de ciertas condiciones económicas. Consiste, más bien, en recuperar y reivindicar para nuestra vida unos tiempos que son distintos a los propios de las dinámicas económicas. A este respecto, conviene traer a colación un esclarecedor fragmento de Erich Fromm recogido en El miedo a la libertad muchas décadas antes que los mencionados textos de Han y Sloterdijk: el individuo contemporáneo se ha «transformado en el esclavo de la máquina que él mismo construyó». Y añade: «Las actividades económicas son necesarias; hasta los ricos pueden servir los propósitos divinos, pero toda actividad externa sólo adquiere significado y dignidad en la medida en que favorezca los fines de la vida».
«El reloj y las agendas se han convertido en dos de los fetiches de nuestra época»
Inmersos en este panorama, caminar sin rumbo se ha convertido en un acto político, en una reivindicación de nuestra libertad y en una reclamación de nuestro espacio de independencia y autonomía. También amar despreocupadamente o, sin más, no hacer nada. En absoluto. Permitirse, como recomendaba Rousseau en Las ensoñaciones del paseante solitario, hacer caso omiso del tumulto exterior y prestar atención a nuestro mundo interior: perdernos en nosotros mismos.
Y es que las cosas más importantes de la vida suelen discurrir despacio. La generosidad, la amistad, el amor, el paseo o la lectura piden y necesitan tiempos ajenos a la dinámica del consumo y de la inmediatez: exigen de nosotros una lentitud que a veces no permitimos. El reloj y las agendas se han convertido en dos de los fetiches de nuestra época: los miramos o consultamos mientras comemos, en una cita con nuestras amistades, y llegamos a hacer deporte bajo el imperativo de los tiempos (y de la productividad); incluso se charla y hasta se hace el amor midiendo los tiempos. Pero la lectura, el amor, el diálogo o el paseo tienen sus propios tiempos. No dan su fruto si no se da tiempo a que aquel madure. El tiempo del camino, del tránsito, del itinerario o del paso ha sido eclipsado por la tiránica inmediatez, por el presentismo y por una vida vivida en presente continuo, en un no-tiempo en tanto que cualquier instante es un ahora despótico que contiene su propia exigencia: no cabe la dilación, no hay tiempo para la espera. No nos damos el tiempo que la vida exige al tiempo.
El tiempo que los griegos llamaron aión (αἰών, eternidad) materializado en el momento oportuno (καιρός). En ese momento, como apuntó muy bellamente Plotino, la vida (βιοζ) se convierte en el espacio de lo sagrado (τὸ ἱερόν), de todo cuanto no está sujeto al interés y la inmediatez. El cerebro se adapta con plasticidad a los tiempos que le exigimos. Pero algo va mal cuando nos sentimos acelerados, con ansiedad, presas del imperativo por producir incesantemente. Por eso, parar, detenerse, crear espacio para integrar ritmos más pausados… significa rebelarse. Para encontrar tiempo para la eternidad.
domingo, 30 de octubre de 2022
VIVIR PARA SERVIR (O SERVIR VIVIENDO)
Ethic
OPINIÓN
La hiperactividad que se expande en nuestro día a día nos mantiene completamente ocupados, pero también nos perjudica gravemente, obligándonos a derrochar el poco tiempo que tenemos. Y no solo eso: tal como afirmaban los estoicos, hacer cosas no necesariamente significa que estas sean útiles.
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Lisandro Prieto Femenía
@LichoPrieto
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21 SEP
2022
hiperactividad
El estrés, el concepto de estar inmersos en una cotidianidad que nos cansa mediante una permanente ocupación, se torna en problema cuando el quehacer que succiona casi la totalidad de nuestro tiempo responde a satisfacer una necesidad externa y no a una pasión que nos envuelve en un tipo de vocación placentera, creativa y productiva. Dicha problemática surge cuando la hiperactividad se impone como producto de moda y modo de vida que ha logrado sustituir el esclavismo clásico por la autoexplotación del sujeto como aparente método de realización personal.
Séneca señalaba al respecto que estar constantemente ocupados no tiene que ser necesariamente bueno, en el sentido estricto en que dicha forma de vida nos estaría distrayendo de aquellos aspectos de la existencia que son realmente relevantes. Para lograr comprender este razonamiento es crucial, en primer lugar, pensar que no todo es importante: que hagamos cosas no implica necesariamente que sean trascendentes, significativas, necesarias, interesantes o útiles; es decir, cantidad no tiene por qué ser calidad.
La recomendación estoica interpela permanentemente a centrarse, prestando atención a lo que hacemos, por qué lo hacemos, cómo lo hacemos y para quién lo hacemos. Estar «ocupado» por inercia o para brindar a una sociedad virtual una imagen de utilidad ficticia es, en esta concepción, una estupidez: todo el mundo puede estar realizando simultáneamente actividades totalmente intrascendentes, por más llamativas que sean o por más likes que reciban.
«Que hagamos cosas no implica necesariamente que sean trascendentes, útiles o necesarias»
Pero preguntémonos lo siguiente: si hoy fuera el último día de nuestra vida, ¿querríamos estar haciendo esto? Estimados lectores, hagan el intento de registrar sus actividades diarias –ya sea en una lista material o mental– al caer la noche durante al menos una semana y procedan a concluir honestamente si aquello que más tiempo les lleva cotidianamente está o no mejorando vuestras vidas. Por ejemplo, ¿cuántas horas diarias dedicamos al consumo visual de los contenidos de redes sociales? De ser posible, pregúntense también si querrían hacer lo que suelen hacer hasta el último día de sus vidas
Los estoicos dirían que lo único que está bajo nuestro control son nuestras opiniones, juicios y decisiones, y no la de los demás. Las opiniones de otros tal vez puedan resultarnos interesantes, e incluso quizás podamos aprender algo de ellas, pero no son más que eso: perspectivas y juicios sobre las cuales no tenemos el más mínimo control o poder. Ahora bien, si nos pasamos la vida buscando la aceptación y aprobación de la percepción que tienen otros de nosotros –ser famosos, vistos o considerados por los demás–, lo que estamos haciendo, básicamente, es tirar a la basura una cantidad considerable de nuestro tiempo. Es bien sabido que la fama es extraordinariamente volátil e ingrata: un día te vitorean y otro, en cambio, un ejército de críticos se vuelven en tu contra.
Ahora bien, no es necesario que caigamos en malas interpretaciones: las redes sociales no son más que herramientas, y es el uso que le damos lo que propicia las consecuencias que retornan. En todo caso, siempre es fundamental colocar una limitación temporal, incluso si el uso es laboral, promocional o académico, puesto que la idea es no perder innecesariamente la unidad de medida primordial de la vida en estado de existencia: el tiempo. En ese sentido, los estoicos nos enseñaron que una herramienta es eso y nada más, un «útil-para»; cada cual decidirá si las utilizará correcta o incorrectamente. Evidentemente, el dispositivo no nos dirá jamás cómo debemos usarla, aunque en el caso de las redes sociales nos hace permanentemente sugerencias (a las cuales les recomiendo enérgicamente ignorar intencionalmente).
«Los estoicos dirían que lo único que está bajo nuestro control son nuestras opiniones, juicios y decisiones»
Epicteto nos brinda una clara perspectiva al indicar en sus Discursos una reflexión que tal vez pueda resultarnos relevante: si tienes dinero, ¿qué vas a hacer con él? La moneda por sí sola no te lo dirá, ya que es una simple herramienta que acumulamos ya sea por el placer de acopiar o por la necesidad de hacer cosas con ella, como comprar bienes y servicios. Por sí misma, por tanto, es un objeto que carece de valor propio, motivo por el cual desde la óptica estoica no tendría sentido dedicarle completamente la vida a su acopio: no es el oxígeno que llena nuestros pulmones o da sentido a nuestra corta existencia, sino simplemente un medio para un fin concreto. Agustín de Hipona supo traducir al cristianismo lo señalado al decirnos que no es más rico quien más cosas posee, sino el que menos cosas necesita.
Frente a la cultura de la exposición mediática, prudencia; frente al estilo de vida alienado completamente de un sentido trascendente, razón; y ante la esclavitud propia de sistemas económicos y culturales, sencillez y sensatez. Como habrán podido apreciar, el desapego a lo innecesario es el motor del pensamiento estoico, y no es casual su relectura en nuestros tiempos. Tratemos de recordar que al mismísimo Marco Aurelio, emperador del Imperio romano, le preocupaba el hecho de la adulación constante que recibía, en lugar de gozarla y sacar provecho de ella. Las fuentes históricas y sus escritos nos dan bastantes pruebas de que, a pesar de su fama, intentó ser lo más justo posible en el trato cotidiano con la gente. En Meditaciones nos interpela drásticamente: «Alejandro el Macedón y su mulero, una vez muertos, vinieron a parar en una misma cosa; pues, o fueron reasumidos en las razones generatrices del mundo o fueron igualmente disgregados en átomos». En otras palabras, «recuerda que Alejandro Magno era mucho más importante de lo que eres tú y, aún así, murió». Abocar una existencia tan corta a la búsqueda desesperada de fama y prestigio a cualquier coste no haría otra cosa que renunciar al principio de individuación propio que nos lleva inevitablemente a olvidarnos de nosotros mismos y a quienes decimos amar.
Ante la incesante oferta y demanda de soluciones mágicas ofrecidas por las corrientes editoriales que acercan brebajes de autoayuda masiva, el estoicismo ha sobrevivido con sus ideas a cientos de años. No es un accidente: su invitación a vivir mediante un pensamiento coherente que busca un sentido de la existencia debe ser un permanente recordatorio que nos golpee fuerte e insistentemente en la posibilidad de convertir el efímero destello de vida que nos toca en algo significativo.
LA ERA BARTLEBY (O POR QUÉ PREFERIMOS NO HACER NADA)
Hace más de medio siglo, el relato de Herman Melville, ‘Bartleby, el escribiente’, relataba el hastío de un excéntrico hombre frente a la existencia (personal y laboral). Hoy, su importancia es mayor que nunca: vivimos en una sociedad agotada.
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Pelayo de las Heras
Pelayo de las Heras
@draculayeye_
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27 OCT
2022
bartleby
‘Office In A Small City’ (1953), por Edward Hopper.
A pesar de su notable popularidad, el relato surgió a través de la alargada sombra de la indiferencia, tanto de la crítica como del público: con Bartleby, el escribiente, Herman Melville legó un relato breve y conciso, escrito con la precisión aséptica que envuelve la pluma de un notario. Tanto que, en realidad, bastan tres palabras para recordarlo: «Preferiría no hacerlo».
Una frase con la que Bartleby, copista profundamente disciplinado durante los primeros días de trabajo, nos hace parpadear una y otra vez. Así lo relata el protagonista y narrador, un «abogado sin ambición» de Wall Street: «Le miré fijamente. Su rostro era muy delgado; sus ojos grises estaban vagamente serenos. No representaba la menor muestra de agitación. Si al menos en su actitud hubiera habido intranquilidad, ira impaciencia o impertinencia […] sin duda le habría despedido violentamente del local. Me quedé mirándole unos instantes, mientras él continuaba con su escritura, y luego volví a sentarme en mi escritorio. Aquello era muy extraño». Una resistencia pasiva y un peculiar hastío, el de Bartleby, que llevaría a considerar el relato como el primer cimiento del existencialismo y la literatura del absurdo.
Siglo y medio después, sus ecos resuenan en otros conceptos más grandilocuentes. Es el caso del burnout –el «síndrome del trabajador quemado», reconocido por la Organización Mundial de la Salud– o la llamada gran dimisión interior. Son similares: señalan la falta de energía y la aparición de un hartazgo que lo impregna todo con la misma viscosidad que la brea. Y aunque aquí aparecen atados a una visión corporativista relacionada con la productividad, lo cierto es que el hastío apático que describen son comunes al resto de la sociedad.
Precisamente la información recogida el año pasado por el Consejo General de la Psicología de España indica que las consultas psicológicas aumentaron en un 30% tras la pandemia, lo que se refleja en obras como No seas tú mismo (Paidós), donde Eudald Espluga, su autor, defiende «reivindicar la fatiga» (o, lo que es lo mismo, «reivindicar unas condiciones sociales, políticas y económicas que nos agotan, […] lo que es el primer paso para cambiar el marco neoliberal»). Algo similar expone el filósofo Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio (Herder), donde habla del agotamiento del sujeto moderno occidental –y también de la pequeña obra de Melville– como un agotamiento del alma (uno tan fuerte no deja fuerza alguna a la vida comunitaria); el hombre, sostiene, se ha abocado «al cansancio y a la depresión».
Bartleby, ¿el revolucionario?
Melville relata, durante las pocas páginas que descansan entre las tapas, cómo Bartleby, ante las distintas peticiones del dueño de la oficina y aún cumpliendo con otras tareas, repite y una otra vez su peculiar lema: «Preferiría no hacerlo». Pero también describe el descenso hacia una apatía cada vez más autodestructiva. «Bartleby permanecía junto a su ventana sumido en su ensoñación ante el muro desnudo. […] Le miré fijamente y percibí que sus ojos parecían apagados y vidriosos. […] Al final, me informó de que había abandonado para siempre la actividad de copiar», relata.
Pensar en el triunfo final como meta, en el trabajo como esqueleto de la vida o en la vocación como nuestra identidad personal puede ser agotador
El escribiente, sin embargo, no abandona su sitio. Permanece instalado en la oficina, como un fantasma con asuntos pendientes, mientras provoca la misericordia emocional del abogado que la regenta. Pronto, Bartleby cambia: ya no prefiere no hacer algo; ahora prefiere no hacer nada. Su negativa a moverse de sitio, incluso a pesar del cambio de oficina, hace que su cuerpo –«pálido y delgado», como el de un cadáver– termine en la cárcel por vagabundo. Un rumor llega finalmente a oídos del narrador: el motivo de la profunda fatiga de Bartleby es su antiguo empleo en la Oficina de Cartas Muertas, donde van a parar aquellas que no pueden ser entregadas al destinatario ni devueltas al remitente. Al fin y al cabo, «¿habrá alguna actividad más idónea para incrementarla [la desesperanza]? Con mensajes de vida, estas cartas se precipitan hacia la muerte».
No obstante, no todo cansancio tiene por qué ser negativo. Tal como defiende Chul-Han, puede que sea la herramienta necesaria para desacelerar una vida cada vez más activa. La presión sujeta a la autoexplotación defendida por el filósofo surcoreano es evidente: pensar en el triunfo final como meta, en el trabajo como esqueleto básico de la vida o en la vocación como elemento principal de nuestra identidad personal puede ser agotador. Bartleby es, en cierto modo, un rebelde. Prefirió no hacer algo cuando había que hacerlo.
Hay que recuperar la lentitud en los procesos de la vida
Hay que recuperar la lentitud en los procesos de la vida. La rapidez es una estrategia para consumir –y ser consumidos– de forma incesante. El cerebro rápido y estresado no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente.
martes, 4 de octubre de 2022
domingo, 2 de octubre de 2022
cultivar la atencion
hoy la auténtica lucha es por nuestra atención. Por eso, una buena educación, enriquecedora (en contenidos) y crítica (en enseñanza de actitudes), ha de fomentar el cuestionamiento sobre la espinosa cuestión de a quién permitimos que se adueñe de nuestra atención. Es necesario e inaplazable recuperar la lentitud en los procesos de la vida. La rapidez es una estrategia que se instaura para consumir –y ser consumidos– de forma incesante y desaforada. Acaso por eso se siga temiendo tanto en términos políticos el influjo educativo de las humanidades, cada vez más maltratadas en términos curriculares: porque nos invitan a hacernos dueños de nuestra libertad, porque fomentan el abandono de la homogeneización, impulsan la curiosidad, eluden la neurosis de vivir anclados al momento presente y nos proyectan a horizontes compartidos y comunes, ralentizan los tiempos de vida, reducen la vehemencia consumista, alientan el empuje por conquistar nuestra atención, hacen el mundo más rico y diverso e impulsan la creación de nexos interpersonales. Tal vez sea esta la rebelión que necesitamos: practicar la lentitud y cultivar la atención a través de una educación centrada en ambas prácticas.
LENTITUD Y ATENCIÓN COMO REBELIÓN EN UN MUNDO ACELERADO
Por todos lad
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Carlos Javier González Serrano
Carlos Javier González Serrano
@aspirar_al_uno
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04 JUL
2022
Lentitud, atención y tiempo
Nos hemos acostumbrado peligrosamente a imprimir y acoger ritmos rápidos, vertiginosos y poco conscientes en nuestra vida. Nos movemos de un lado a otro sin recapacitar en la importancia del tránsito: de casa al trabajo o al centro de estudios, y vuelta a casa, hipnotizados y narcotizados, en los escasos entreactos de los que disponemos, con un sinfín de aplicaciones y aparatos tecnológicos que mantienen nuestra capacidad de desear constantemente despierta y espoleada en medio del infierno de lo igual.
Twitter, Instagram y un sinfín de redes sociales aportan material en apariencia siempre novedoso, sin que paremos mientes en que lo que se nos ofrece no es más que lo mismo camuflado bajo capa de algo singular. Hoy, el negocio estriba en adueñarse de nuestra atención a través de este perverso mecanismo.
Cuando nos dicen que «la vida son dos días» tengo la impresión de que intentan contagiar una prisa que no siempre se necesita. Leer y pensar despacio, amar despacio, tomar un café o pasear despacio. Es muy urgente recuperar la capacidad para disfrutar de la lentitud de los procesos. De vivir sin prisa(s). De alimentar la lentitud. Por todos lados nos presentan el tiempo como algo que se pierde: «Escucha resúmenes de libros para no perder tiempo», «Pide comida para no perder tiempo», «Miles de podcasts educativos para no perder tu tiempo estudiando», etc. Nos empujan a olvidar que hay actividades con las que, en su pausado ejercicio, el tiempo se gana, se conquista y enriquece.
«Cuando parece no haber tiempo para pensar, se nos empuja a elegir entre recetas y fórmulas que no necesitan elaboración propia»
En paralelo, este hiperaceleracionismo ha afectado sobremanera la forma en que nos relacionamos. Los nexos humanos se han convertido –o corren el riesgo de convertirse definitivamente– en meras conexiones tan espontáneas como efímeras que no permiten ahondar en la biografía del otro, que nos conservan encerrados en una intimidad encapsulada, aprisionada, que se asfixia por falta del oxígeno que procura el contacto en profundidad con la alteridad, con el otro (que es, también, un yo mismo). Una intimidad que se ve incapaz de abrirse al otro porque precisa, en medio de una sociedad que galopa desbocada, de nuevas conexiones que sigan alimentando un yo que únicamente se ve satisfecho a través de la permanente apertura a diversas e insignificantes novedades, y que además se viste de inocente entretenimiento mientras descompone sutilmente el entramado social.
Por otro lado, en una lectura política, la rapidez con la que corre nuestro mundo beneficia a los dogmatismos de toda índole. Cuando parece no haber tiempo para pensar, se nos empuja a elegir entre recetas y fórmulas que no necesitan elaboración propia. El do it fast encierra una terrible servidumbre intelectual y emocional de la que se benefician todo tipo de populismos y emporios económicos. Necesitamos, por ello, la lentitud del pensar para situarnos con plena consciencia en nuestro presente; debemos tomarlo como parte del ejercicio de nuestra responsabilidad individual, social y ciudadana.
Para entrenarse en la lentitud es imprescindible el papel de la educación como mecanismo que puede oponerse al efecto destructivo y desmembrador del aceleracionismo. El cerebro rápido no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente. En términos fisiológicos, pueden llegar a darse atrofias cerebrales de carácter funcional que provoquen una hipofunción del pensamiento lento, que nos impidan recuperar la capacidad para un actuar lento y pausado, tan importante, por ejemplo, en la toma de decisiones.
«El cerebro rápido no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente»
Por supuesto, en términos evolutivos el pensamiento rápido es propio de –y necesario para– la supervivencia, pero afortunadamente queremos (y necesitamos) más que sobrevivir. Nuestros procesos mentales están cambiando por el uso indebido de la tecnología. Nos estamos haciendo indolentes, el cerebro vaguea y lo convertimos en una caja de repetición. Como escribió la malagueña María Zambrano, resbalamos por la vida en lugar de agarrar con firmeza y sensatez las riendas de nuestra responsabilidad. Reducir nuestra paciencia cognitiva es sinónimo de facilitar nuestra esclavitud intelectual y emocional.
La auténtica y más relevante batalla que hoy se libra tiene como objetivo captar, moldear y monopolizar nuestra atención. Y ello está muy relacionado con el ritmo que decidimos imprimir a nuestra vida: a mayor rapidez, menor atención a los procesos y actividades que desarrollamos, y una escasa atención hace de nosotros marionetas abúlicas y perezosas que se dejan llevar por los continuos estímulos a los que se ven sometidas. No hay más que pensar en cuánto se han empeñado en vendernos el llamado multitasking como una virtud laboral y existencial: hacer mucho sin centrar nuestra atención en nada. Que no es más que, digámoslo claro, entregar nuestra acción a la deriva.
Como escribe Charo Rueda Cuerva, catedrática de Psicología Básica en la Universidad de Granada, en Educar la atención con cerebro (Alianza Editorial, 2021): «En el rango de habilidades cognitivas potenciales del ser humano, la atención tiene un papel fundamental. Es el cimiento sobre el que estriba toda la construcción del entramado cognitivo propio de nuestra especie». Y añade: «En este sentido, la atención nos ayuda a ser más inteligentes».
«Reducir nuestra paciencia cognitiva es sinónimo de facilitar nuestra esclavitud intelectual y emocional»
No hay que engañarse. Hay una clase de ruido, causante de un existir acelerado y distraido, adormecido, sin pausa ni sentido de la autonomía, que sólo puede silenciarse y sanarse lejos de una pantalla. Lo repetiré una vez más: hoy la auténtica lucha es por nuestra atención. Por eso, una buena educación, enriquecedora (en contenidos) y crítica (en enseñanza de actitudes), ha de fomentar el cuestionamiento sobre la espinosa cuestión de a quién permitimos que se adueñe de nuestra atención. Es necesario e inaplazable recuperar la lentitud en los procesos de la vida. La rapidez es una estrategia que se instaura para consumir –y ser consumidos– de forma incesante y desaforada.
Acaso por eso se siga temiendo tanto en términos políticos el influjo educativo de las humanidades, cada vez más maltratadas en términos curriculares: porque nos invitan a hacernos dueños de nuestra libertad, porque fomentan el abandono de la homogeneización, impulsan la curiosidad, eluden la neurosis de vivir anclados al momento presente y nos proyectan a horizontes compartidos y comunes, ralentizan los tiempos de vida, reducen la vehemencia consumista, alientan el empuje por conquistar nuestra atención, hacen el mundo más rico y diverso e impulsan la creación de nexos interpersonales.
Tal vez sea esta la rebelión que necesitamos: practicar la lentitud y cultivar la atención a través de una educación centrada en ambas prácticas. Para que, como escribió Simone Weil en su Meditación sobre la obediencia y la libertad, no pueda mantenerse «el sentimiento de impotencia» de la ciudadanía, «primer punto de una política hábil por parte de los amos». Nuevas formas individuales de vivir la realidad implicarán nuevas formas de relacionarnos, más valiosas, conscientes y comprometidas. Y aquí está, quizá, el meollo de la cuestión, que también apuntó Weil en un fragmento de la década de 1930: «Sólo puede haber un progreso social, pequeño o grande, si la presión desde abajo es lo suficientemente fuerte como para imponer nuevas condiciones a las relaciones sociales».
domingo, 4 de septiembre de 2022
sábado, 3 de septiembre de 2022
elizabeth bishop : el arte de perder
l arte de perder El arte de perder no cuesta tanto irlo aprendiendo (insisten las cosas hasta tal punto en perderse, que el llanto por ellas dura poco). Y el espanto por perder algo cada día, rosas que se deshojan, horas, llaves, cuanto pueda ocurrírsele a uno, no es tanto. Practica entonces perder más, y goza el ritmo de la pérdida, su encanto: pierde ciudades, nombres, y en Lepanto pierde una mano, un destino, una moza: nada de esto será para tanto. Perdí el reloj de mi madre, y el manto con que cubría mis hombros, la loza en que tomaba el té, pero igual canto. Perdí mi tierra, mi rumbo y aguanto de lo más bien tanta pérdida. Es cosa de acostumbrarse: no, no es para tanto. Perderte a ti, por ejemplo, tu encanto y tu cariño perder, dolorosa prueba sería, pero nunca tanto (aunque parezca condena espantosa). * * * Un arte El arte de perder no es difícil adquirirlo. Tantas cosas parecen empeñadas en perderse, que su pérdida no es un desastre. Pierde algo cada día. Acepta el tumulto de llaves de puertas perdidas, la hora malgastada. El arte de perder no es difícil adquirirlo. Practica entonces perder más aún, y más rápido: lugares, nombres, y el sitio al que se suponía que viajarías. Nada de esto será un desastre. Perdí el reloj de mi madre, y -¡mira!- la última, o penúltima de tres casas que amaba se fue. El arte de perder no es difícil adquirirlo. Perdí dos ciudades, ambas adorables. Y, más ampliamente, algunos sitios de los que era dueña, dos ríos, un continente. Los echo de menos, pero no fue un desastre. -Hasta al perderte a ti (la voz bromista, un gesto de amor) no habré mentido. Es evidente que el arte de perder no es demasiado difícil de adquirir aunque parezca por momentos (¡Escríbelo!) un desastre. * * * Este arte de perder No, no es difícil adquirir el arte de perder: hay tantas cosas empeñadas en perderse, que su pérdida no importa. Pierde algo cada día, acepta el río de llaves que se pierden, horas malgastadas. No, no es difícil adquirir el arte de perder. Practica entonces perder más, más rápido: nombres, lugares, ¿para adónde ibas? Ninguna de estas cosas es desastre. Perdí el reloj de mi madre, y -fíjate- la última o la penúltima casa querida que tuve. No, no es difícil adquirir el arte de perder. Perdí mis dos adoradas ciudades, e incluso algunos sitios de los que era dueña, dos ríos, un continente. Los echo de menos, pero no es un desastre. -Incluso si te pierdo a ti (tu voz bromista, esos gestos que adoro) no habré mentido. Es obvio que el arte de perder no cuesta ni tanto adquirirlo aunque por momentos parezca que (¡escríbelo!) sí es un desastre.
domingo, 28 de agosto de 2022
Una educación sin humanidades
Una educación sin humanidades solo prepara para servir. Porque son en y por ellas, a través de las humanidades, como sostuvo Schiller, mediante las que pasamos de ser esclavos a legisladores de nuestra propia libertad
LENTITUD Y ATENCIÓN COMO REBELIÓN EN UN MUNDO ACELERADO
Por todos lados nos presentan el tiempo como algo que se pierde. Nos empujan a olvidar que hay actividades con las que, en su pausado ejercicio, el tiempo se gana, se conquista y enriquece.
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Carlos Javier González Serrano
Lentitud, atención y tiempo
Nos hemos acostumbrado peligrosamente a imprimir y acoger ritmos rápidos, vertiginosos y poco conscientes en nuestra vida. Nos movemos de un lado a otro sin recapacitar en la importancia del tránsito: de casa al trabajo o al centro de estudios, y vuelta a casa, hipnotizados y narcotizados, en los escasos entreactos de los que disponemos, con un sinfín de aplicaciones y aparatos tecnológicos que mantienen nuestra capacidad de desear constantemente despierta y espoleada en medio del infierno de lo igual.
Twitter, Instagram y un sinfín de redes sociales aportan material en apariencia siempre novedoso, sin que paremos mientes en que lo que se nos ofrece no es más que lo mismo camuflado bajo capa de algo singular. Hoy, el negocio estriba en adueñarse de nuestra atención a través de este perverso mecanismo.
Cuando nos dicen que «la vida son dos días» tengo la impresión de que intentan contagiar una prisa que no siempre se necesita. Leer y pensar despacio, amar despacio, tomar un café o pasear despacio. Es muy urgente recuperar la capacidad para disfrutar de la lentitud de los procesos. De vivir sin prisa(s). De alimentar la lentitud. Por todos lados nos presentan el tiempo como algo que se pierde: «Escucha resúmenes de libros para no perder tiempo», «Pide comida para no perder tiempo», «Miles de podcasts educativos para no perder tu tiempo estudiando», etc. Nos empujan a olvidar que hay actividades con las que, en su pausado ejercicio, el tiempo se gana, se conquista y enriquece.
«Cuando parece no haber tiempo para pensar, se nos empuja a elegir entre recetas y fórmulas que no necesitan elaboración propia»
En paralelo, este hiperaceleracionismo ha afectado sobremanera la forma en que nos relacionamos. Los nexos humanos se han convertido –o corren el riesgo de convertirse definitivamente– en meras conexiones tan espontáneas como efímeras que no permiten ahondar en la biografía del otro, que nos conservan encerrados en una intimidad encapsulada, aprisionada, que se asfixia por falta del oxígeno que procura el contacto en profundidad con la alteridad, con el otro (que es, también, un yo mismo). Una intimidad que se ve incapaz de abrirse al otro porque precisa, en medio de una sociedad que galopa desbocada, de nuevas conexiones que sigan alimentando un yo que únicamente se ve satisfecho a través de la permanente apertura a diversas e insignificantes novedades, y que además se viste de inocente entretenimiento mientras descompone sutilmente el entramado social.
Por otro lado, en una lectura política, la rapidez con la que corre nuestro mundo beneficia a los dogmatismos de toda índole. Cuando parece no haber tiempo para pensar, se nos empuja a elegir entre recetas y fórmulas que no necesitan elaboración propia. El do it fast encierra una terrible servidumbre intelectual y emocional de la que se benefician todo tipo de populismos y emporios económicos. Necesitamos, por ello, la lentitud del pensar para situarnos con plena consciencia en nuestro presente; debemos tomarlo como parte del ejercicio de nuestra responsabilidad individual, social y ciudadana.
Para entrenarse en la lentitud es imprescindible el papel de la educación como mecanismo que puede oponerse al efecto destructivo y desmembrador del aceleracionismo. El cerebro rápido no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente. En términos fisiológicos, pueden llegar a darse atrofias cerebrales de carácter funcional que provoquen una hipofunción del pensamiento lento, que nos impidan recuperar la capacidad para un actuar lento y pausado, tan importante, por ejemplo, en la toma de decisiones.
«El cerebro rápido no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente»
Por supuesto, en términos evolutivos el pensamiento rápido es propio de –y necesario para– la supervivencia, pero afortunadamente queremos (y necesitamos) más que sobrevivir. Nuestros procesos mentales están cambiando por el uso indebido de la tecnología. Nos estamos haciendo indolentes, el cerebro vaguea y lo convertimos en una caja de repetición. Como escribió la malagueña María Zambrano, resbalamos por la vida en lugar de agarrar con firmeza y sensatez las riendas de nuestra responsabilidad. Reducir nuestra paciencia cognitiva es sinónimo de facilitar nuestra esclavitud intelectual y emocional.
La auténtica y más relevante batalla que hoy se libra tiene como objetivo captar, moldear y monopolizar nuestra atención. Y ello está muy relacionado con el ritmo que decidimos imprimir a nuestra vida: a mayor rapidez, menor atención a los procesos y actividades que desarrollamos, y una escasa atención hace de nosotros marionetas abúlicas y perezosas que se dejan llevar por los continuos estímulos a los que se ven sometidas. No hay más que pensar en cuánto se han empeñado en vendernos el llamado multitasking como una virtud laboral y existencial: hacer mucho sin centrar nuestra atención en nada. Que no es más que, digámoslo claro, entregar nuestra acción a la deriva.
Como escribe Charo Rueda Cuerva, catedrática de Psicología Básica en la Universidad de Granada, en Educar la atención con cerebro (Alianza Editorial, 2021): «En el rango de habilidades cognitivas potenciales del ser humano, la atención tiene un papel fundamental. Es el cimiento sobre el que estriba toda la construcción del entramado cognitivo propio de nuestra especie». Y añade: «En este sentido, la atención nos ayuda a ser más inteligentes».
«Reducir nuestra paciencia cognitiva es sinónimo de facilitar nuestra esclavitud intelectual y emocional»
No hay que engañarse. Hay una clase de ruido, causante de un existir acelerado y distraido, adormecido, sin pausa ni sentido de la autonomía, que sólo puede silenciarse y sanarse lejos de una pantalla. Lo repetiré una vez más: hoy la auténtica lucha es por nuestra atención. Por eso, una buena educación, enriquecedora (en contenidos) y crítica (en enseñanza de actitudes), ha de fomentar el cuestionamiento sobre la espinosa cuestión de a quién permitimos que se adueñe de nuestra atención. Es necesario e inaplazable recuperar la lentitud en los procesos de la vida. La rapidez es una estrategia que se instaura para consumir –y ser consumidos– de forma incesante y desaforada.
Acaso por eso se siga temiendo tanto en términos políticos el influjo educativo de las humanidades, cada vez más maltratadas en términos curriculares: porque nos invitan a hacernos dueños de nuestra libertad, porque fomentan el abandono de la homogeneización, impulsan la curiosidad, eluden la neurosis de vivir anclados al momento presente y nos proyectan a horizontes compartidos y comunes, ralentizan los tiempos de vida, reducen la vehemencia consumista, alientan el empuje por conquistar nuestra atención, hacen el mundo más rico y diverso e impulsan la creación de nexos interpersonales.
Tal vez sea esta la rebelión que necesitamos: practicar la lentitud y cultivar la atención a través de una educación centrada en ambas prácticas. Para que, como escribió Simone Weil en su Meditación sobre la obediencia y la libertad, no pueda mantenerse «el sentimiento de impotencia» de la ciudadanía, «primer punto de una política hábil por parte de los amos». Nuevas formas individuales de vivir la realidad implicarán nuevas formas de relacionarnos, más valiosas, conscientes y comprometidas. Y aquí está, quizá, el meollo de la cuestión, que también apuntó Weil en un fragmento de la década de 1930: «Sólo puede haber un progreso social, pequeño o grande, si la presión desde abajo es lo suficientemente fuerte como para imponer nuevas condiciones a las relaciones sociales».
«Los mileniales se han dado cuenta de que la meritocracia no existe y no importa lo duro que trabajes»
El País
«Los mileniales se han dado cuenta de que la meritocracia no existe y no importa lo duro que trabajes»
Anne Helen Petersen sabe a quién culpar de la epidemia del 'queme' y analiza en 'No puedo más' por qué este grupo social es la generación más cansada.
NOELIA RAMÍREZ | 25 OCT 2021 17:26
Aunque es una de las reporteras más intuitivas y que mejor ha calado la sociología y la cultura de internet en los últimos 15 años, Anne Helen Petersen (Idaho, 39 años) todavía se sorprende, en conversación vía Zoom, de cómo explotó un texto suyo sobre por qué era incapaz de cumplir las tareas simples y sencillas de sus quehaceres, como llevar sus botas al zapatero, programar una cita con el dermatólogo o aspirar el coche. El ensayo Cómo los millennials se han convertido en la generación quemada, que publicó Buzzfeed en 2019, se leyó más de siete millones de veces en inglés, se tradujo a diferentes idiomas y cosechó otros millones de lecturas más. El texto ha acabado publicándose en una interesante versión extendida en el reciente No puedo (Capitán Swing, 2021), una exhaustiva investigación y análisis que pone contexto al cansancio generacional y ofrece claves, y muchos datos, para entender de qué hablamos cuando hablamos de generación quemada. De por qué las redes sociales son tan agotadoras, cómo desapareció el ocio de nuestras vidas, por qué la crianza de hijos es una carrera de obstáculos en este escenario de incertidumbres y de qué manera la cultura laboral se ha ido al garete, o como ella misma escribe en sus páginas, “antes, el trabajo era una mierda y era precario; ahora lo es más”.
Convertida en una de las periodistas más cotizadas de la plataforma de newsletters Substack, con Culture Study, su boletín semanal dedicado a su análisis sociocultural —The New Yorker filtró que su fichaje y contrato de exclusividad ha sido uno de los más caros junto al del periodista Matthew Yglesias—, Petersen viene a decirnos que en esta epidemia del cansancio el culpable no eres tú, es el sistema. Y que si un texto sobre la incapacidad de cumplir pequeñas tareas de una treinteañera que vive en Montana ha resonado así por todo el planeta es por algo: “Creo que si el ensayo se hizo global y acabó en libro es por algo que nos afecta a todos sin importar de dónde somos: todos vivimos bajo las reglas del capitalismo”.
Esta no es la primera vez que la sociedad está cansada. Cuenta que el burnout se detectó por primera vez en 1974 y que esta ha sido una sensación cíclica frente a los cambios, desde el “cansancio melancólico del mundo” diagnosticado por Hipócrates a que en 1800 se hablase de la “neurastenia” que afligía a los arrollados “por el ritmo de la vida moderna”. ¿Por qué se siente distinta ahora?
Nuestros padres, abuelos y tatarabuelos pasaron penurias como la guerra, enfermedades, trabajo físico muy intenso y multitudes de factores que les llevan a decirnos: “No tienes ni idea de lo duro que fue esto, tú lo has tenido más fácil”. Aquí nadie niega que la vida lo sea ahora en muchos aspectos, pero también es más complicada. Hay muchos factores de presión sobre los individuos, como consumir noticias a todas horas o tener que representar nuestra vida todo el rato, no solo en el trabajo, sino también en las redes sociales. Sé que si le dices a tu abuelo: “Estoy agotado de cómo presentarme en Instagram”; él te dirá: “¿Pero qué clase de problema es ese?”. Esencialmente sí que es agotadora esa autorrepresentación a todas horas y concebirte en todo momento como una mercancía, en pensar cómo encaja tu valor/persona en el mercado.
Dice que somos la generación que derribó el mito de la meritocracia.
Creo que los mileniales se han dado cuenta de que no importa cuán duro trabajes y si has seguido el camino que debías, las cosas pueden cambiar muy rápido y serás reemplazado a no ser que provengas de una familia muy rica y poderosa. Puedes haber ido a los mejores colegios, habértelo currado muchísimo, conseguir un empleo y trabajar duro, pero eso no te garantiza éxito o estabilidad. Y esto tiene poco o nada que ver con el individuo y más con los sistemas que le han puesto en esa posición de vulnerabilidad.
Pero si lo critican, les llamarán quejicas o blandengues. En el libro incluye un tuit viral sobre esta guerra generacional: “Los baby boomers hicieron eso de dejar un solo trozo de papel higiénico en el rollo y fingir que no les tocaba cambiarlo, pero con toda una sociedad”.
A los mileniales nos acusan de ser unos mimados, de creernos especiales, pero esa afirmación borra de alguna forma cómo hemos llegado hasta aquí. ¿Quién nos dijo que éramos especiales? ¿Quién nos construyó de esta forma? Si nuestros abuelos y padres nos dijeron que éramos tan especiales y válidos, ¿por qué yo no tengo esta vida tan única y perfecta que debería alcanzar después de haber hecho todo lo que precisamente me pidieron que hiciera? Entonces ahí vienen y te dicen: “Es que eres un malcriado”. Esto es parte del resentimiento que ahora socializamos. Nos criamos pensando que progresaríamos como nuestros abuelos y padres, pero los mecanismos que hacían robusta a la clase media se han debilitado o han sido erradicados. La metáfora del papel higiénico también podría aplicarse a la de la escalera: ellos subieron por una y cuando llegaron, la tiraron al suelo y ahora encima nos gritan: “¿Por qué no tienes fuerzas para saltar y llegar hasta aquí?”
Cree que ya nadie tiene tiempo libre ni hobbies si no se pueden capitalizar.
Aunque trabajemos en remoto, desde casa, siempre tenemos esa sensación de que deberíamos estar trabajando y que si, por ejemplo, desarrollamos una afición es porque no estamos trabajando lo suficiente.
Dice que escuchar un podcast, leer un libro o ver una serie es trabajo no pagado.
Sí, forma parte de nuestra continua perfección del yo. Es genial que la gente quiera aprender y conocer más cosas, ser curiosa al fin y al cabo. Por ese motivo se han leído libros toda la vida, pero la diferencia con esta generación es que ahora todo este consumo también sirve para compartimentar marcadores que definen nuestra representación social. Tienes que decirlo alto, gritar: “Estoy escuchando este podcast”, tienes que representar tu nivel cultural. Muchas veces no lo escuchas porque te guste o porque te interese, sino porque básicamente son deberes.
¿El entusiasmo y la devoción por lo que hacemos se han instrumentalizado para explotarnos más?
Sí, especialmente en los entornos creativos, los que han definido a esta generación. En Estados Unidos existe esta idea de que todo lo que hagas, desde niño hasta tu vida adulta, tiene que servir para tu currículo. Tu vida se instrumentaliza, desde tus extraescolares a tus aficiones, para tener un futuro con éxito. Si no sirve para el currículo, no merece la pena. No hay espacio para la creatividad no monetizable. Es realmente terrorífico pensar que nuestra vida está concebida, desde pequeños, como un capital humano de inversión.
¿Quizá por eso esta generación se rebela contra el trabajo y se alivia con memes y contenidos que lo demonizan?
No somos la primera generación que lo hace, pero sí creo que somos una generación que está redescubriendo sus derechos laborales o para qué sirven los sindicatos. En Estados Unidos llevábamos 75 años de desapego sindical y de poca solidaridad laboral, pero este declive en nuestras condiciones ha propiciado mayor conciencia a favor de sindicarse. Hemos entendido, por ejemplo, que si los cuidadores de niños no tienen una paga digna, eso hará imposible que los padres vayan a trabajar porque no habrá cuidadores. Alguien acertó al decirme que estamos viviendo una especie de huelga informal contra el trabajo. No estará coordinada, pero definitivamente está pasando.
Pasó por un burnout sin ser consciente de él. Después de escribir este libro, mientras publicaba para más medios, enviando su newsletter semanalmente y preparando, a su vez, otro libro sobre la cultura del trabajo; sabiendo toda la teoría que sabe, ¿no se ha vuelto a quemar?
Ahora lo llevo mucho mejor, ya sé en el sitio en el que estoy. También me pongo barreras: ya no viajo por trabajo tanto como hacía antes. Poder asentarme en mi espacio me ayuda muchísimo.
Dice que ni la meditación ni una mascarilla de autocuidado nos salvará. ¿Qué lo hará?
¿Una reforma estructural del sistema? El capitalismo nos hace creer que las cosas son así. Pero no tiene por qué serlo. Usar menos Instagram y ponerte una crema puede aliviarte de cierta forma, pero debemos pensar en el trabajo de forma colectiva para conseguir el cambio.
Artículo actualizado el 26 octubre, 2021 | 12:56 h
domingo, 21 de agosto de 2022
sábado, 20 de agosto de 2022
Hartmut Rosa
La vida moderna intenta poner el mundo a disponibilidad, controlarlo
pero la vivacidad, conmoción y verdadera experiencia surgen del encuentro con lo indisponible, cuando nos involucramos con lo extraño, lo irritante, con todo lo que está fuera de nuestro alcance.
domingo, 7 de agosto de 2022
Alcott nunca quiso realmente escribir Mujercitas, novela de iniciación al mundo femenino destinada a niñas soñadoras
Empecemos por aclarar una cosa sobre Louisa May Alcott: "No es la mujercita que ustedes creían que era y su vida no fue un libro para niños". Esto es lo que afirmaba Harriet Reisen, cuando escribió el guión del filme Louisa May Alcott: The Woman Behind 'Little Women' , emitido por American Masters en 2009, que muestra la apasionante vida de la autora de Mujercitas.
Con recursos documentales y de interpretación, la película derrumba la imagen popularizada de Alcott como una "solterona" moralmente respetable de Nueva Inglaterra, sujeta a la vida convencional de Concord, Massachusetts, a mediados del siglo XIX. En cambio, ese perfil de mujer de su época, de recatada narradora de novelas para niñas, se empieza a desmontar a medida que se desvelan los hechos menos conocidos de su vida. La obsesión por descubrir quién fue realmente Louisa May Alcott, llevó también, acá en Argentina, a la escritora y columnista de LA NACIÓN, Gloria Casañas, a investigar la historia, para devolvernos una imagen revisitada de Louisa May Alcott. A través de dos obras: En el huerto de las Mujercitas (2019), una novela homenaje en la que la escritora se convertirá en un personaje y un prólogo a la última reedición de Mujercitas de habla hispana por la editorial Penguin Random House.
Sabremos así, por ejemplo, que al crecer en un ambiente intelectual integrado por reformadores, iconoclastas y trascendentalistas,como discípula de Ralph Waldo Emerson y de Henry David Thoreau, Alcott fue en realidad una librepensadora, con ideales democráticos y valores progresistas sobre las mujeres y sobre la esclavitud. Lo más sorprendente es que Alcott llevó adelante de forma anónima y bajo el seudónimo de A. M. Barnard, una doble vida literaria que no fue descubierta sino hasta la década de 1940. Como Barnard, escribió unas treinta novelas de suspenso, con personajes que abarcan desde asesinos y revolucionarios hasta travestis y adictos al opio, muy lejos de sus obras más conocidas con mentores paternales, madres valientes y niños traviesos.
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No le interesaban las "cosas de chicas"
Edición de Robin Hood en los años 70 y edición actual de Mujercitas.
Edición de Robin Hood en los años 70 y edición actual de Mujercitas.
Prensa
Alcott nunca quiso realmente escribir Mujercitas, novela de iniciación al mundo femenino destinada a niñas soñadoras. A ese género que podemos llamar infantil o romántico, el que la llevó a la fama y la sacó de la pobreza llegó casi sin quererlo y por necesidad y no se equivocó al tomar la decisión que más tarde ella misma calificaría de "mercenaria". Desde su lanzamiento en 1868, las historias sobre la vida de Meg, Jo, Beth y Amy, las hermanas March, en el siglo diecinueve, resultaron un rutilante éxito de ventas. Más asombroso aún fue que el libro fue escrito en solo dos meses durante los cuales la autora pasaba más de diez horas al día escribiendo a mano, en una modesta casa de Nueva Inglaterra. En las páginas de su diario íntimo escritas en mayo de 1868 Louisa cuenta que encara la novela a pedido de su editor, quien le encarga que escriba una historia para niñas. Ella quería sacar a su familia de la pobreza y aspiraba a ser rica y famosa antes de su muerte. Su editor le prometió que si la escribía también le iba a publicar el libro de relatos que ella quería realmente publicar y otro de su padre, el educador Amos Bronson Alcott. Por esas razones y no porque sintiera una vocación especial por el género romántico juvenil, fue que aceptó el desafío pese a que ella misma decía no saber mucho ni conocer a las jóvenes contemporáneas, salvo a sus hermanas.
Un dato conocido es que el libro se inspiró en la propia biografía de la autora; también se sabe que el personaje de Jo representa el alter ego de la autora.
Tapas de las reediciones actuales de Mujercitas por Penguin Random House.
Tapas de las reediciones actuales de Mujercitas por Penguin Random House.
Gentileza
La aceptación de las lectoras fue rotunda: al instante garantizó la notoriedad de la novelista, consagrándola para siempre como formadora del carácter femenino, una categoría que ella hubiera preferido no ocupar jamás, porque lo que verdaderamente ansiaba además de escribir novelas góticas era continuar publicando otras obras más acordes a las ideas trascendentalistas, sufragistas y abolicionistas que compartía con su padre y su madre y todo el entorno intelectual en el que se había formado. En 1854 había publicado una colección de cuentos de hadas, Flower Fables, originalmente escrita para la hija de Emerson, pero también había producido historias contra la esclavitud y textos feministas que preceden a Little Women, incluidos Moods (1864) y Hospital Sketches (1863), que trasladaron su experiencia como enfermera durante la Guerra Civil estadounidense.
Dado el éxito de la historia de las hermanas March, el editor le pidió una secuela: Good Wives, publicada en castellano como Las mujercitas se casan que apareció en 1869. Solo en la década de 1880 los dos volúmenes estarán juntos hasta la nueva edición de 2019. Con los años, Louisa May Alcott continúa la historia de la familia March para los lectores pequeños: Hombrecitos (1871), Los muchachos de Jo (1886). Para los más jóvenes también firmó Ocho primos (1875), Rosa en flor (1876) y Bajo las lilas (1877), y se hizo cargo, entre sus dos viajes a Europa, de la dirección del periódico Merry's Museum (1868- 1869).
Durante su vida, se vendieron un millón de copias de la novela y sus secuelas aparecen en todas las colecciones de obras maestras juveniles internacionales. Eiselein y Phillips, autores de la The Louisa May Alcott Encyclopedia destacan la originalidad y las varias claves de lectura de la novela, particularmente con respecto a las representaciones femeninas y, en general, su valor literario.
Mamá: encontré un hombre dentro del horno
Entre los amigos más cercanos de la familia estaban Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau. Alcott creció con su tutoría, estudiando en la biblioteca de Emerson y recibiendo lecciones de botánica de Thoreau. A pesar de esta rica vida intelectual, los Alcott eran bastante pobres. Bronson trabajó duro, pero no era el tipo de esfuerzo que daba rédito económico, tampoco alcanzaba para pagar todas las cuentas, por lo que a menudo subsistía con nada más que pan y agua. Por eso se mudaban con frecuencia y para cuando se establecieron en Orchard House en 1858, la familia ya acumulaba alrededor de treinta hogares temporales, y solo podían pagar el hogar con el apoyo de familiares y de Emerson que deseaba que la hermana de Alcott, Beth, enferma de una varicela mortal, pasara sus últimos días con comodidad y seguridad
Nacida el 29 de noviembre de 1832, Louisa May Alcott fue la segunda de cuatro hijas. Su madre, Abigail May Alcott, provenía de una distinguida familia de Boston. Su padre, Amos Bronson Alcott, era un agricultor que se había educado en filosofía. Los miembros de la familia Alcott fueron bastante progresistas para su época. En 1834, Bronson estableció una escuela con un controvertido currículum mixto. Se las arregló para encontrar estudiantes, pero la comunidad pronto se desintegró por sus tácticas disciplinarias y sus discusiones críticas de la religión. El batacazo final fue cuando Bronson se negó a despedir a un estudiante negro que había admitido en la escuela y los padres blancos retiraron a sus hijos, de modo que al quedar sin alumnos se vio obligado a cerrar la institución.
Pese a ello, la familia siguió siendo ardiente abolicionista y activa defensora de los esclavos.. Cuando tenía siete años, Louisa abrió una estufa sin usar para descubrir a un antiguo esclavo escondido dentro. Inicialmente, el hombre estaba aterrorizado de haber sido descubierto, al igual que la pequeña Alcott estaba asustada de encontrar a un hombre en el horno. Alcott le enseñó al hombre a escribir sus cartas. Esta experiencia y los ideales de la familia llevarían años más tarde a la joven Louisa a servir en la Guerra Civil para contribuir a terminar con la esclavitud.
Fruitland: la comunidad vegetariana espiritual de la familia Alcott
El Museo Fruitlands en Harvard, Massachusetts, fue el sitio de un experimento utópico de Bronson Alcott en 1843. Fracasó en siete meses y la familia siguió adelante. La propiedad fue comprada por Clara Endicott Sears en 1914 y la restauración de la granja original fue pensada como un museo para Alco
El Museo Fruitlands en Harvard, Massachusetts, fue el sitio de un experimento utópico de Bronson Alcott en 1843. Fracasó en siete meses y la familia siguió adelante. La propiedad fue comprada por Clara Endicott Sears en 1914 y la restauración de la granja original fue pensada como un museo para Alco
Gentileza
En 1843 cuando Louisa tenía 11 años su padre Amos Bronson puso en práctica un experimento social comunitario en el que fuera posible llevar adelante los ideales trascendentalistas, que compartía con Thoreau y Emerson, este último uno de los prinicipales benefactores del proyecto. Vivir en la naturaleza, alimentarse de vegetales y frutas, hasta practicar el celibato les permitiría y recrear la utopía de un Edén en la Tierra. La granja se llamó Fruitlands y el experimento solo duró seis meses, al resultar inviable las tensiones cotidianas que se generaron en la convivencia de un grupo de seguidores, en su mayoría desconocidos, que había reclutado a lo largo de Nueva Inglaterra y la familia nuclear. Abigail Alcott (Marmee en Mujercitas) debía alimentar a sus hijas en base a vegetales crudos y la vida austera, despojada de los bienes materiales que en principio resultaba prometedora, terminó por parecerle insostenible, acaso cruel.
De estas vivencias, Louisa heredó una pasión absoluta por las manzanas, a las que devoraba mientras se recluía a escribir sobre una modesta tabla que hacía las veces de escritorio.
Gloria Casañas: una escritora en busca de Louisa May Alcott
Gloria Casañas visitó dos veces Orchard House, la casa museo donde vivió la familia Alcott; la describe con detalle en un apéndice de su novela En el huerto de las Mujercitas.
Gloria Casañas visitó dos veces Orchard House, la casa museo donde vivió la familia Alcott; la describe con detalle en un apéndice de su novela En el huerto de las Mujercitas.
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En el huerto de las Mujercitas es una combinación de trama de ficción en la época y el lugar donde vivió Louisa May Alcott, un mini ensayo sobre la autora y su novela, y un diario de viaje en el que cuenta su experiencia al visitar los escenarios donde vivieron todos ellos.
La abogada y escritora que lleva escritas más de diez novelas histórico románticas estuvo dos veces en Orchard House y fue en esos escenarios, los mismos que albergaron a la familia Alcott (salvo a Elizabeth, quien inspiró el personaje de Beth en Mujercitas) que ya había muerto antes de que la familia se mudara allí.
"Escribir acerca de Concord y sus habitantes me reveló aspectos insospechados de Louisa May Alcott, cosas que al leer su novela más famosa no supe ni tampoco me planteé, ya que por lo general leemos Mujercitas en la infancia o la adolescencia, y no reparamos mucho en la vida de los autores", comenta Casañas. "Claro que también la releímos, pero una lectura de esa novela en la vida adulta despeja muchos interrogantes y abre nuevas perspectivas sobre su autora. Su carácter, su indomable espíritu de aventura, su amor por la familia, que roza el sacrificio personal. Su independencia y rebeldía frente a las convenciones de la época, son aspectos que ahora aparecen con otra dimensión. Louisa May Alcott fue una mujer compleja y sensible, sencilla en sus costumbres y deseosa de libertad. Como escritora, no puedo dejar de identificarme con su sentir, del mismo modo que al leer Mujercitas me sentí cerca del personaje que fue su alter ego: Jo March", revela.
Todavía queda mucho por conocer sobre la vida en Concord y el legado de una escritora que seguirá emocionando por siempre.
domingo, 31 de julio de 2022
Una educación sin humanidades
Una educación sin humanidades solo prepara para servir. Porque son en y por ellas, a través de las humanidades, como sostuvo Schiller, mediante las que pasamos de ser esclavos a legisladores de nuestra propia libertad
la resistencia intima
Josep Maria Esquirol en La resistencia íntima: «sobre todo, un resistente. No necesita coraje para expandirse sino para recogerse y, así, poder resistir la dureza de las condiciones exteriores. El resistente no anhela el dominio, ni la colonización, ni el poder. Quiere, ante todo, no perderse a sí mismo, pero, de una manera muy especial, servir a los demás»
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