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domingo, 17 de diciembre de 2023
La sociedad de las prisas
En ‘La sociedad de las prisas’ (Ediciones Obelisco, 2023), la escritora y doctora en Filosofía María Novo reflexiona sobre la dinámica de velocidad que se ha tomado los ámbitos sociales, laborales y personales y plantea la necesidad de parar para reconectar con la lentitud, el silencio y los ritmos de la naturaleza.
A pesar de que es un bien intangible, hoy existe una retórica monetaria alrededor del tiempo. ¿Por qué debemos pensar en el tiempo desde un lugar distinto a su mera gestión y optimización?
Hay algo sagrado en ese tiempo que nos pertenece, esas 24 horas diarias que, teóricamente, deberían igualarnos a todos, un don que en muchas ocasiones está siendo secuestrado en aras de la productividad. Actualmente, la pretensión de nuestro sistema económico es mercantilizarlo todo, pero tropieza con el principio ético de que no todo se puede comprar y vender sin restricciones. La lucha de los trabajadores para conseguir jornadas de trabajo con un límite de horas es un ejemplo de que el tiempo es libertad y, cuando nos roban tiempo, nos están robando libertad. A lo largo de la historia, las personas y clases sociales se han definido en parte por la disponibilidad de tiempo libre.
Dice que la libertad es tiempo. ¿Cree que existe verdaderamente eso que llamamos «tiempo perdido»?
Esa expresión de «tiempo perdido» creo que responde a las horas y los días que hemos empleado en hacer algo que no se ajusta a nuestros intereses, a nuestras capacidades. Pero también se puede entender como esa ocasión en la que pudimos resolver un problema, avanzar en el conocimiento, tomar decisiones, y dejamos pasar la ocasión… En cualquier caso, el tiempo más «perdido» es aquel que, de forma voluntaria o impuesta, se emplea en hacer algo que está totalmente alejado de nuestra vocación, de nuestros sueños.
Afirma que para ser dueños de nuestro tiempo y salir de la dinámica de la prisa requerimos dosis de abandono.
La posibilidad de poder «abandonarnos» a no hacer nada, a pasar una tarde o unos días sin compromisos, está directamente relacionada con nuestra libertad. Solo cuando disponemos de tiempo libre tenemos la posibilidad de «abandonarnos» y dejar que fluya la vida sin condiciones. Ese abandono es un logro y también una necesidad para salir del estrés. Además, el doce fare niente nos permite entrar en una situación que, paradójicamente, suele ser muy creativa. Si Newton no hubiera estado «abandonado» debajo de un manzano quizá no habría tenido la intuición de la gravedad al ver caer la manzana. El tiempo de «no hacer nada» restaura nuestro organismo físicamente, lo libera del estrés y, a la vez, permite que el pensamiento divague y tropiece con ideas que de otro modo no surgirían. Esto se conecta con todo el tema de la serendipia.
«La lógica de las máquinas no casa bien con la lógica de la vida»
¿Cómo podemos «cultivar el presente»?
Una de las condiciones de la cultura slow para una existencia plena es vivir atentos a cada momento, situando la mente y el corazón en el presente. Era el carpe diem de la cultura romana, y hoy es un requerimiento esencial para no ser aplastados por la cantidad de estímulos de todo tipo que recibimos a cada momento. Solo desde un presente vivido con conciencia podemos descubrir la belleza y la armonía que están escondidas en medio del ruido de nuestras ciudades y lugares de encuentro. En el libro hablo del dios griego Kairós, el momento oportuno, el acontecimiento que llega sin avisar, la mirada cómplice de alguien que convierte ese momento en algo único… Cultivar el presente es caminar por la vida de la mano de Kairós. Él consigue que, cuando miramos atrás y queremos recordar nuestra historia, no lo hagamos de la mano de Kronos, día a día, hora a hora, sino rememorando los hitos, las oportunidades aprovechadas, las ocasiones que hemos tenido para amar… Como afirmaba Borges, cada día, aunque sea por un instante, estamos en el paraíso. Cultivar el presente con conciencia es reconocer y celebrar esos «momentos paraíso» y dar gracias por ellos.
Dice que debemos aprender también a poner límites a nuestros deseos. ¿Cómo se «aprende a desear»?
El tema de los límites debería ser, en mi opinión, uno de los grandes ejes de reflexión de nuestra cultura actual. En Occidente hemos creado un sistema de vida que, de facto, está constantemente transgrediendo los límites. La grave situación ecológica que hoy vivimos se debe, en esencia, a que hemos sobrepasado los límites del planeta. Las enormes desigualdades sociales son consecuencia de la falta de límites a la codicia de un pequeño sector que se está adueñando de nuestro destino colectivo. Y detrás de esos y otros fenómenos similares está siempre una forma nociva de desear: desear más y no mejor; desear para acumular y no para compartir; desear para tener poder, dinero, éxito, fama… Somos sociedades corrompidas por el deseo. Hay una pregunta que puede darnos la pista para modular y corregir nuestros deseos, que debería estar en el frontispicio de nuestras universidades, colegios, instituciones: ¿cuánto es suficiente? Cuando nos atrevemos a responderla, nos cambia la vida individual y colectivamente. Y aprendemos a desear.
Habla también de los cuidados, del tiempo que se requiere para dedicarse a la ternura. ¿Por qué no puede haber cuidados en la aceleración?
Pueden darse cuidados en la aceleración: es lo que más sucede hoy en nuestras sociedades. Pero que sea un hecho no significa que no pueda (y necesite) mejorar. Si se les consultase a las personas que cuidan y a las que son cuidadas, creo que la mayoría dirían que echan de menos la ternura, que es un don de tiempo. Cuidar no es solo facilitarle el día a día a otra persona, es disponer de serenidad para verla adivinando despacio qué es lo que siente, ofrecerle una cercanía que ampara y protege emocionalmente. Y, en ese tiempo demorado que dedicamos a ver, se hace posible y real la ternura. El cuidado no es un acto, es una actitud, un modo de ser y estar. Supone existir coexistiendo. Significa ir más allá de uno mismo, hacerles sitio a las personas, seres, objetos, naturaleza que nos rodean. Una sociedad bien articulada es la que no deja solas a las personas que cuidan, que reconoce el derecho a dar y recibir cuidados, considerando el tiempo y el trabajo de cuidar como una prioridad social y comunitaria.
Actualmente se habla mucho del derecho a la desconexión laboral, de los digital detox, pero, ¿cómo desconectar realmente? ¿Cómo dedicarse al wu wei taoísta sin sentir que nuestro ocio también debe ser usado para leer más, aprender más, estar más al día de la última serie, el último libro, la última noticia?
Creo que ese sentimiento de estar siempre «al día» en todo se relaciona mucho con el modelo de éxito que impera en nuestras sociedades: la fama, el dinero, el reconocimiento profesional, los ascensos… En la sociedad de las prisas, lo que se espera de nosotros se asemeja a lo que se espera de las máquinas: eficiencia y rapidez. Pero la lógica de las máquinas no casa bien con la lógica de la vida. Hoy se nos demanda que funcionemos como piezas bien ensambladas de un sistema con objetivos esencialmente económicos. Generalmente, queda atrás, muy atrás, la pregunta que yo en ocasiones he hecho a mis estudiantes en la universidad: «Tú, ¿cómo te sueñas?». Algo fundamental, que suele llegar con la madurez, es vivir con la sensación interna de no tener nada que demostrar. Eso nos libera de mucha tensión. Felizmente, hay bastantes personas que viven así, relajadas y contentas. Por lo general, no son muy perfeccionistas y tampoco tratan de forzar mucho las cosas a su favor. Viven como lo haría un marinero: sin abandonar el timón pero sabiendo que en altamar nadie contempla ni aplaude tus hazañas.
Dice que ahora estamos seducidos por lo lejano, lo grande y lo rápido. ¿De qué estamos huyendo?
Huimos de nuestra propia condición de seres con límites. Lo grande, lo lejano y lo rápido son una invitación a superar las barreras de la naturaleza y de nuestra propia naturaleza. Pero, al crecer en esa dirección, estamos dejando de lado las condiciones para una vida comunitaria en la que los vínculos de lo cercano, lo pequeño y lo lento benefician a las personas y los grupos humanos. Por eso, en el libro dedico varios capítulos a explicar las ventajas que tiene optar por este modelo. Entendiendo que «pequeño» quiere decir «el tamaño óptimo en cada caso», que el concepto de lo cercano está lleno de matices y que la lentitud es una metáfora que trata de expresar «el ritmo apropiado en cada caso». En cuanto a de qué estamos huyendo, yo diría que escapamos de nuestra condición humana y limitada para tratar de aproximarnos a los dioses. Así, a lo largo de la historia, hemos venido usando el poder de transformar la naturaleza con la tecnología, creando realidades deslumbrantes que dan cuenta de nuestra «grandeza». De nuevo se trata de sobrepasar los límites y cumplir la promesa de «seréis como dioses».
«El cambio climático es el mejor ejemplo de la sociedad de las prisas»
La sociedad de las prisas plantea que debemos apostar por el sentido de comunidad, de pertenencia, la proximidad, el respeto por la naturaleza, incluso habla de los beneficios de las «ciudades de 15 minutos». ¿Cómo contribuyen las iniciativas en esta línea a hacerle frente a la crisis climática?
Todo lo que suponga regresar a la cordura suele ir a favor de mitigar el cambio climático. No olvidemos que el calentamiento global y sus consecuencias derivan directamente de la aceleración de Occidente en la extracción y destrucción de bienes naturales y la producción sin límites de contaminación y desechos. No es que la humanidad no pueda utilizar los recursos de la naturaleza, es que los estamos usando a más velocidad de la que ella puede reponerlos. Tampoco se trata de que no podamos contaminar y generar desechos, pero tenemos que hacerlo a la misma velocidad que la naturaleza puede asimilarlos. El cambio climático es el mejor ejemplo de la sociedad de las prisas. Detrás de este fenómeno está el mantra del crecimiento ilimitado, que ha dominado los últimos siglos, especialmente el periodo que se inicia con la globalización económica de los años 80 del siglo pasado y llega hasta nuestros días. En este corto espacio de tiempo la huella ecológica de los países industrializados se ha disparado y está siendo inasumible. El fenómeno de la aceleración es la característica fundamental de la crisis ecológica que vivimos (cambio climático, pérdida de biodiversidad, extinción de especies, contaminación de los océanos…). En lo que llevamos del siglo XXI hemos consumido tantos recursos naturales y producido tanta contaminación como en todo el siglo XX. Y el mantra sigue.
¿Por qué cree que le tenemos tanto miedo al silencio?
El silencio es mucho más que la ausencia de ruido. Es la ocasión privilegiada de permanecer con nosotros mismos. Sin el silencio sería imposible vivir, nos volveríamos locos. Incluso para que exista la música son indispensables los silencios. Pero le tememos porque el silencio habla: en él surge la voz interior que pregunta, interpela, dice verdades que no queremos escuchar. Hay mucho ruido a nuestro alrededor pero, en ocasiones, no es nada comparado con el ruido que necesitamos para no escuchar a nuestro corazón. Esa es una de las causas por la que estamos todo el día de una actividad a otra, nos resulta muy difícil parar y prestar atención al silencio. El yoga, la meditación, un paseo en soledad por la naturaleza, son algunas de las situaciones que propician un silencio sanador. Porque el silencio, cuando es querido y buscado, sana, calma nuestros altavoces internos, nos permite asomarnos a la luz y, con ella, a la lucidez. Despierta a nuestro maestro interior y nos devuelve la conciencia de nuestra condición humana; hace emerger el agradecimiento y la alegría por todo lo que nos da la vida. Y, por si fuera poco, favorece la aparición de procesos creativos que son como una revelación: el surgimiento de ideas y procesos que desconocíamos. El miedo al silencio llena nuestra vida de ruido. El abrazo al silencio apacigua nuestros deseos, nos hace ver con asombro lo cotidiano y con serenidad lo extraordinario.
Últimamente se está hablando mucho de «turismo slow», «slow food», «slow cities». Justamente, usted fundó y preside la Asociación Slow People. ¿Cómo lograr ir más lento? ¿Cómo salir de esta vorágine de aceleración e inercia?
Todo comienza por parar, aunque sea un momento, y preguntarnos si estamos viviendo como queremos vivir. Parar es el requisito necesario para concederse un tiempo de silencio, mirar hacia dentro, y ver si nos sentimos satisfechos con el ritmo de nuestra vida o necesitamos ir más lento, hacer menos cosas pero más despacio, concedernos el placer de escuchar el sonido de los árboles en un día de viento, acallar el ruido de nuestra mente, que insiste en saltar de una cosa a otra, siempre activa. Para avanzar en esa dirección el secreto se esconde en una pequeña palabra: «no». Aprender a decir «no» es la precondición para reorientar nuestra vida y lograr caminar por ella a un ritmo acorde con el de nuestro cuerpo. Esta actitud no se aprende de un día para otro, sino con el ejercicio de tener claras nuestras prioridades y, si las condiciones de vida nos lo permiten, la decisión firme de no cambiar dinero ni prestigio social por tiempo. Cuando damos el primer paso tal vez nos sintamos extraños pero, según vamos avanzando, comprendemos la maravilla de reapropiarnos de nuestro tiempo, hacernos dueños de una parcela de bienestar que creíamos perdida. Después solo queda ir por la vida ligeros de equipaje.
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