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sábado, 4 de mayo de 2024
Milenials, la generación que ya no puede más
Publicado: 30 de abril 2024 09:47 / IDEAS por Raquel C. Pico C
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A lo que aspira la protagonista de Mi año de descanso y relajación, la novela de Otessa Moshfegh sobre la que todo el mundo hablaba hace unos años, era a pasar todo el año durmiendo, desconectada del mundo. No la leí en su momento de gloria, pero cuando en el verano de 2021 estaba empezando a trabajar en este libro, mi amiga Ana insistió —después de hablar un buen rato ante un café tanto de la novela milenial como sobre la fatiga de la
generación— en que debería hacerlo. Así que, cuando nos despedimos, fui a una librería, la compré y al llegar a casa me la leí de una sentada.
La protagonista de la novela de Moshfegh no es una milenial: sabemos, por los datos de hechos reales que enmarcan la historia, que vive en el año anterior al 11 S y que tiene veintitantos, lo que la convierte en una X. Pero por mucho que la narradora —sin nombre— sea de una generación precedente, la novela conecta —y mucho— con la generación milenial.
Moshfegh nació en 1981, así que es una escritora milenial y, sobre todo, la novela captura esa cierta desesperación, esa fatiga existencial que muchas personas de esa generación pueden identificar y viven en primera persona. Perder un año durmiendo no parece tanto una pérdida. Casi parece una oportunidad de descanso. ¿Cuántas veces en mis conversaciones de WhatsApp no se ha apuntado como resumen de lo que nos
gustaría hacer un «quedar en cama, bien tapadita con el nórdico» y dejar que se vaya el día?
milenial aburrimiento
«Millennial ennui», señala una de las amigas de la protagonista de Gente que conocemos de vacaciones, de Emily Henry, otra novela estadounidense de la que todo el mundo hablaba unos años después del bum de la novela de Moshfegh, aunque en escenarios diferentes (Moshfegh era una darling de las listas de ficción literaria; Henry, de las de comercial). La amiga resume en dos palabras la conversación que la protagonista mantenía con otra amiga, en la que intentaban capturar la sensación de frustración porque, a pesar de tener todo a lo que habían aspirado, no se sentían felices. Sentían que les faltaba algo.
«Pensaba que todo eso de los milenials era que no teníamos lo que queríamos. Las casas, los trabajos, la libertad financiera. Estudiamos durante años y luego somos camareros hasta la muerte», insiste la protagonista. Pero como le dice su amiga, incluso quienes logran escapar a ese destino no consiguen hacerlo de la sensación de desencanto.
Aunque la idea del «millennial ennui» aparece en la novela como algo que inventa esta amiga rápidamente mientras avanza la conversación, lo cierto es que el concepto tuvo su momento en los medios en los análisis expertos sobre la generación del Milenio y los retos que suponían para las empresas. Lo de ennui, que suena a película francesa, se usó menos, pero el aburrimiento milenial estuvo mucho más presente. En los análisis preocupaba —y mucho— que los milenials se aburriesen en el trabajo y que las empresas no fuesen capaces de acabar con ese problema. La culpa estaba, en parte, decían, en que la tecnología y nuestra adición al scroll infinito de los móviles nos impedían centrarnos en las cosas o hacer durante mucho tiempo la misma actividad.
Pero la cuestión no estaba solo en lo que pasaba en el trabajo —algo que a los jefes boomers les costaba entender, pero les obsesionaba—, sino también en la vida en general. Entre 2013 y 2016 tuvo su momento con algo de éxito la idea de la generation Yawn, la beneración Bostezo,
que era el término en inglés para lo que en castellano se llamaba viejóvenes. Eran los milenials que bebían menos que las generaciones precedentes y que preferían quedar en casa haciendo calceta antes que salir de fiesta, a pesar de que, como recogían los medios que abordaban entonces el tema, sí se sentían un poco culpables de no estar por ahí dándolo todo.
Un estudio británico de 2016 concluyó que el 63% de los milenials estaba cansado de la vida, superando ampliamente a las demás generaciones, lo que le sirvió a Vice —otro de los medios que se posicionó como ejemplo por excelencia del periodismo milenial— para publicar una reflexión sobre por qué la generación estaba tan aburrida. «Perdimos el interés por todo.
Hartos de sentir. Aburridos de ser», concluía entonces su análisis el periodista Angus Harrison.
Hablar de aburrimiento milenial podría hacer pensar en una de esas imágenes de la película María Antonieta, de Sofía Coppola, que se hicieron muy populares: la reina está tirada en un sofá, muy aburrida, comiendo bombones. Pero el aburrimiento milenial es más complejo que
eso. La propia protagonista de la novela de Moshfegh no toma la decisión de hibernar un año entero por capricho: en realidad, está bastante depresiva y pasando un complicado período de duelo. Llenarse de pastillas —que le receta una psiquiatra que no hace muy bien su trabajo— y
dormir es su manera de gestionar el malestar existencial.
Estamos muy cansados y la realidad de la generación está marcada por ello. Anne Helen Petersen estableció la idea de la «fatiga milenial» primero en un longform en Buzzfeed y luego en un libro, No puedo más. Su artículo fue el que me hizo comprender que, cuando era incapaz de hacer cosas, no era porque fuese excesivamente vaga sin saberlo. La generación
está tan cansada, tan quemada, que cualquier cosa mínima que se suma nos desborda.
milenial aburrimiento
«El adulting es duro, entonces, porque vivir en el mundo moderno es, en cierto modo, más fácil de lo que nunca lo fue y aun así inconmensurablemente complicado», indica en la introducción de
su libro Petersen. «Cada día, todos tenemos una lista de cosas que necesitamos hacer, lugares a los que debemos dirigir antes que nada nuestra energía mental. Pero esa energía tiene un límite y cuando intentas seguir haciendo como que no, es cuando llega el burnout».
El burnout no es algo nuevo. Ya se hablaba de estar quemado en los 70, pero lo que hace que para los millennials la cuestión sea grave —y que marque nuestra existencia— es que no es algo que te pueda pasar en un momento. Como demuestra Petersen, es nuestra condición por defecto.
Le cuento a Breogán (1991), cuando le pregunto por la fatiga milenial y sus sentimientos al respecto, que yo acababa de estar liada durante meses con un problema con la caldera —problema que, meses después, aún no había resuelto por completo: me había hartado de intercambiar correos electrónicos con Iberdrola— y que cada vez que pensaba en ponerme
con ello sentía una pereza abrumadora.
El drama de la caldera implicó múltiples visitas de un electricista y otros tantos intercambios de correspondencia con el servicio de atención al cliente de la compañía eléctrica. Y supuso un drenaje mental sobrecogedor, a pesar de que, en esencia, todo era una tontería. Pero Breogán comprende perfectamente mi situación y mis sensaciones, «lidiar con eso» parece algo que ya no puedo sumar a mi lista de cosas por hacer.
Breogán está de acuerdo con esa idea de la fatiga milenial que describe la periodista estadounidense y suma algo que viene muy a cuento ahora que estoy hablando de milenial ennui. «Sí, yo creo que bastante», me dice cuando le pregunto si está de acuerdo con la idea de fatiga milenial, «que estamos cansados de vivir», señala, recordando que «nuestra
situación está tan conectada con lo precario» que parece normal sentirse así. En su caso, tras aprobar unas oposiciones y ganar estabilidad, espera que «esa fatiga de vivir, por así decirlo, vaya poco a poco apagándose», pero por ahora «sí, es lo que experimenté».
«En mi círculo y yo mismo lo viví, es lo que veo, que la gente no tiene energía para lidiar con muchas cosas», asegura. Si tienes una situación laboral «que no es maravillosa precisamente», si «eres un zombi porque trabajas todo el día cuarenta mil horas» o si ya llegaste al límite de tu cansancio mental, es normal que las cosas, por muy pequeñas que sean, te superen. Y si el cansancio, por defecto, tiene mucho que ver con la precariedad excesiva que creó la crisis económica, esa melancolía existencial ni siquiera está vinculada solo con ella y con cómo el
mundo cambió en ese momento. Aunque sí, la crisis de 2008 fue el cementerio de nuestras esperanzas, para algunos milenials la sensación de desencanto empezó incluso algo antes.
Cuando estaba de Erasmus en París, en 2005, fue el referéndum de la Constitución europea. Vivir unas elecciones en Francia, sean las que sean, es toda una experiencia. En la residencia de estudiantes en la que vivía, todas seguían intensamente lo que pasaba —algo que, desde la experiencia gallega de no hacerle ningún caso a las elecciones europeas, me parecía muy
sorprendente— y seguimos los resultados de la noche electoral en la televisión común. Ganó el no y, como me explicaba una de mis compañeras, ella misma lo había votado «porque la sociedad tiene un sentimiento de tristeza, de desencanto», como apunté entonces en unas
notas.
Quizás la generación milenial arrancó su frustración un poco antes. O, quizás, la base de esa melancolía existencial es mucho más compleja, más allá de lo que supuso el golpe de la crisis económica en nuestras vidas.
Este texto es un fragmento de Millennials. Unha xeración entre dúas crises (Editorial Galaxia). Traducción de la autora.
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