Extraña amante nos echamos cuando pronunciamos el juramento del fumado de Hipocátres, hace por estas fechas un siglo, o al menos así me lo parece. La mitad de mis amigos tenían aún pelo, y nos preparábamos para las Olimpiadas más grandes que en el mundo hubieran sido, eso sí, con Los Manolos cantando, faltaría. Por aquel entonces, normativas europeas mordisqueando al margen, nos dejaban jugar a ser médicos según terminábamos la Facultad, temeridad que sabe Dios cuánto debió mermar la población española. Un servidor, remoloneando para cumplir con la madre patria como los de antes, había aplazado MIRes y similares hasta la vuelta de mi aventura castrense, y, dado que hasta octubre del siguiente año no vestiría de caqui, eso me dejaba más de un año para lanzarme al proceloso mar de las sustituciones por esas villas del Señor.
Eran tiempos de coches de segunda mano sin aire acondicionado masticando kilómetros, de buscar los consultorios preguntando a los paisanos, de miradas asombradas y preguntas que ahora añoro, como la famosa de "¿cómo va a ser el médico siendo tan joven?"
Y aunque no lo sabía, porque tenía yo una juventud insultante, ella venía a mi lado, silenciosa, pero fiel. Vivíamos tiempos de cambio de sistema en esta provincia de llanuras inmensas repleta de pueblos. En algunos de ellos, la resistencia a trasladarse a los Centros de Salud por parte de los viejos médicos rurales era vivida por los arrogantes nuevos cachorros de la semfyc como una señal más de que estaban condenados a ser devorados por nuestro modernismo. En otros, estrenábamos centros como quien estrena democracia, y nos entregábamos alegres a bacanales de equipos de Atención Primaria. Qué felices y qué ignorantes éramos. Pero qué ganas teníamos de hacer bien las cosas. Y hasta había sitio para los suplentes. La gente, enmarañada en los cambios, nos cogía cariño enseguida y los propios compañeros nos dejaban el sitio calentito. No estaba tan mal el tema.
Yo merendaba los calores estivales en uno de aquellos nuevos Centros de Salud, por aquel entonces se sonstruian en las zonas más céntricas, reclamando un lugar en la sociedad que ahora nos trae estos lodos en los que malvivimos. No tenía ni idea. De verdad. Era de una ignorancia supina, aunque al menos no la adornaba con el toque de atrevimiento del que suelen hacer gala todos los ignorantes. Igual no era tan burro, pero estaba cagado, en serio. Eran guardias solitarias, un médico y un enfermero o enfermera, de lo más varipinto, lo mismo te encamabas con un anciano que te decía que en su vida había puesto una sonda vesical, como flipabas con un petit suise de veintiún añitos que acababa de desayunarse dos Florence Nightindale por la mañana.
Me quedaba dormido en el sillón porque me aterraba el timbrazo de la puerta, y con la adrenalina saliéndosete por los ojos es difícil arroparse en la camita. Y si me daba miedo el timbre de la puerta, lo del teléfono era ya pánico del de ensuciar la ropa interior, ustedes me disculparán.
Aquella noche sonó con más premura, o eso me pareció. Apenas entendí más que la urgencia de la situación, y compadecido con el sueño de la enfermera salí disparado en la furgoneta de albañil que teníamos por entonces. Cosas de novatos: presentarte tú sólo como si fueras el guerrero del antifaz. El pueblo estaba lejos y la distancia se hacía proporcional a mi acojone y al traqueteo metalizado de la furgo. Al llegar, angustia y llantos y empujones metiéndome en una habitación en tinieblas donde una ancianita boqueaba con esa respiración agónica que ya no vuelves a olvidar en tu vida. Debía tener una cara de pasmado que daba miedo porque la familia me instaba a hacer alguna maniobra salvadora y yo era un imberbe con un título y una novia que no había pedido que se reía de mí desde la esquina de esa habitación.
Me puse a hacerle a la buena señora el boca a boca, sí, a pelo, con las secreciones de su edema pulmonar subiéndole y bajándole por la garganta, alternándole con un masaje cardiaco que debía estar haciendo partirse de risa a la silenciosa parca mientras esperaba a que dejara de hacer el ridículo. Harta de esperar, tomó las riendas y yo se lo agradecí, supongo que igual que la pobre abuela. Aquella mujer de pelo cano y cuatro pellejos debajo del camisón de franela fue mi primera experiencia con la muerte. No dormí el resto de la noche incapaz de alejar de mi memoria los recuerdos intangibles y los olores tangibles. Pero desde entonces, desde aquel desvirgamiento, ya no me ha abandonado en ningún momento.
He aprendido a adivinarla en algunas miradas, en algunos sonidos. He aprendido a darle la espalda y dejarla con un par de narices, victorias momentáneas, ella sólo tiene que sentarse a esperar en la puerta. Y lo mejor es que he ido aprendiendo a perderle el miedo. Soy como un chiquillo al que le aterraban los perros y a costa de ir viviendo con ellos, ahora no puede dormir sin sus ladridos. Como en todas las parejas, es importante no perderse el respeto. Y no sé por qué creo que ella me respeta, quizás que nos respeta a todos los médicos.
Anoche estaba de nuevo en la habitación de la Residencia de Ancianos, sentada en la esquina de la cama esperando turno. El pobre abuelo agonizaba con su Cheyne-Stoke a cuestas, sus pupilas ajenas a mis luces, y toda la frialdad del mundo en sus extremidades. Instintivamente miré sobre mi hombro como si la supiera allí detrás observando. Tardó casi tres horas en tomar posesión de su trofeo. Después me queda una sensación extraña, la falsa impostura de un pésame, el papeleo con los señores serios y trajeados de la funeraria sentados revisando lo que escribes y un baño de mortalidad y humildad que nos viene muy bien para bajarnos de nuestras torres de marfil de garantes de una de las tres cosas de las canción, aquellas que de verdad importan, según dicen.
Y quedamos ella y yo hasta la próxima, como antiguos amantes que se ven para echar un polvo, y se despiden pensando si tardarán mucho o poco en volver a refocilarse.
He empezado a hacer una lista con los pacientes de mi cupo que ya me ha arrebatado. Cosas de la mala memoria. Y se me hace raro saber de antemano quién será el último de esa lista.
Eran tiempos de coches de segunda mano sin aire acondicionado masticando kilómetros, de buscar los consultorios preguntando a los paisanos, de miradas asombradas y preguntas que ahora añoro, como la famosa de "¿cómo va a ser el médico siendo tan joven?"
Y aunque no lo sabía, porque tenía yo una juventud insultante, ella venía a mi lado, silenciosa, pero fiel. Vivíamos tiempos de cambio de sistema en esta provincia de llanuras inmensas repleta de pueblos. En algunos de ellos, la resistencia a trasladarse a los Centros de Salud por parte de los viejos médicos rurales era vivida por los arrogantes nuevos cachorros de la semfyc como una señal más de que estaban condenados a ser devorados por nuestro modernismo. En otros, estrenábamos centros como quien estrena democracia, y nos entregábamos alegres a bacanales de equipos de Atención Primaria. Qué felices y qué ignorantes éramos. Pero qué ganas teníamos de hacer bien las cosas. Y hasta había sitio para los suplentes. La gente, enmarañada en los cambios, nos cogía cariño enseguida y los propios compañeros nos dejaban el sitio calentito. No estaba tan mal el tema.
Yo merendaba los calores estivales en uno de aquellos nuevos Centros de Salud, por aquel entonces se sonstruian en las zonas más céntricas, reclamando un lugar en la sociedad que ahora nos trae estos lodos en los que malvivimos. No tenía ni idea. De verdad. Era de una ignorancia supina, aunque al menos no la adornaba con el toque de atrevimiento del que suelen hacer gala todos los ignorantes. Igual no era tan burro, pero estaba cagado, en serio. Eran guardias solitarias, un médico y un enfermero o enfermera, de lo más varipinto, lo mismo te encamabas con un anciano que te decía que en su vida había puesto una sonda vesical, como flipabas con un petit suise de veintiún añitos que acababa de desayunarse dos Florence Nightindale por la mañana.
Me quedaba dormido en el sillón porque me aterraba el timbrazo de la puerta, y con la adrenalina saliéndosete por los ojos es difícil arroparse en la camita. Y si me daba miedo el timbre de la puerta, lo del teléfono era ya pánico del de ensuciar la ropa interior, ustedes me disculparán.
Aquella noche sonó con más premura, o eso me pareció. Apenas entendí más que la urgencia de la situación, y compadecido con el sueño de la enfermera salí disparado en la furgoneta de albañil que teníamos por entonces. Cosas de novatos: presentarte tú sólo como si fueras el guerrero del antifaz. El pueblo estaba lejos y la distancia se hacía proporcional a mi acojone y al traqueteo metalizado de la furgo. Al llegar, angustia y llantos y empujones metiéndome en una habitación en tinieblas donde una ancianita boqueaba con esa respiración agónica que ya no vuelves a olvidar en tu vida. Debía tener una cara de pasmado que daba miedo porque la familia me instaba a hacer alguna maniobra salvadora y yo era un imberbe con un título y una novia que no había pedido que se reía de mí desde la esquina de esa habitación.
Me puse a hacerle a la buena señora el boca a boca, sí, a pelo, con las secreciones de su edema pulmonar subiéndole y bajándole por la garganta, alternándole con un masaje cardiaco que debía estar haciendo partirse de risa a la silenciosa parca mientras esperaba a que dejara de hacer el ridículo. Harta de esperar, tomó las riendas y yo se lo agradecí, supongo que igual que la pobre abuela. Aquella mujer de pelo cano y cuatro pellejos debajo del camisón de franela fue mi primera experiencia con la muerte. No dormí el resto de la noche incapaz de alejar de mi memoria los recuerdos intangibles y los olores tangibles. Pero desde entonces, desde aquel desvirgamiento, ya no me ha abandonado en ningún momento.
He aprendido a adivinarla en algunas miradas, en algunos sonidos. He aprendido a darle la espalda y dejarla con un par de narices, victorias momentáneas, ella sólo tiene que sentarse a esperar en la puerta. Y lo mejor es que he ido aprendiendo a perderle el miedo. Soy como un chiquillo al que le aterraban los perros y a costa de ir viviendo con ellos, ahora no puede dormir sin sus ladridos. Como en todas las parejas, es importante no perderse el respeto. Y no sé por qué creo que ella me respeta, quizás que nos respeta a todos los médicos.
Anoche estaba de nuevo en la habitación de la Residencia de Ancianos, sentada en la esquina de la cama esperando turno. El pobre abuelo agonizaba con su Cheyne-Stoke a cuestas, sus pupilas ajenas a mis luces, y toda la frialdad del mundo en sus extremidades. Instintivamente miré sobre mi hombro como si la supiera allí detrás observando. Tardó casi tres horas en tomar posesión de su trofeo. Después me queda una sensación extraña, la falsa impostura de un pésame, el papeleo con los señores serios y trajeados de la funeraria sentados revisando lo que escribes y un baño de mortalidad y humildad que nos viene muy bien para bajarnos de nuestras torres de marfil de garantes de una de las tres cosas de las canción, aquellas que de verdad importan, según dicen.
Y quedamos ella y yo hasta la próxima, como antiguos amantes que se ven para echar un polvo, y se despiden pensando si tardarán mucho o poco en volver a refocilarse.
He empezado a hacer una lista con los pacientes de mi cupo que ya me ha arrebatado. Cosas de la mala memoria. Y se me hace raro saber de antemano quién será el último de esa lista.
Esta entrada les sonará rara a los jóvenes y sobradamente preparados médicos de familia que vinieron después de nosotros, y cercana a los que somos un poco más viejos y vivimos "otros tiempos"
Hoy término la entrada como el gran Miguel Angrl Manyez, con una canción sobre amores tórridos que ha servido para inspirar el título del post: Me And Mrs Jones, en la versión espectacular de Marvin Gayes.
Hoy término la entrada como el gran Miguel Angrl Manyez, con una canción sobre amores tórridos que ha servido para inspirar el título del post: Me And Mrs Jones, en la versión espectacular de Marvin Gayes.
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