El bicentenario de la independencia, una excusa perfecta para descubrir el ritmo bonaerense, las cumbres andinas y los horizontes de la pampa
Hace 100 años Argentina celebraba el primer centenario de su independencia convencida de estar construyendo la capital de un imperio. Se entregó a esa idea durante decenios, pero terminó el siglo XX intentando superar otro título imaginario, capital del corralito. Desde entonces se ha instalado en la nostalgia y, probablemente, en 2016, cuando conmemore el bicentenario, vuelva a revisar su papel en el mundo. La historia, ya se sabe, arrasa con todo, se mueve por ciclos e incluye el azar. Claro que esa es sabiduría de países antiguos; es más difícil de asumir si se convive con la paradoja de vivir en una esquina del mundo, parecer condenado por la autosuficiencia —geográfica, política, energética, psicológica— y poseer una fertilidad muy por encima de la de tu entorno para producir mitos universales: Borges, el Che, Evita, Fangio, Gardel, Maradona…
De modo que cuando salgan a pasear por Buenos Aires no se extrañen si sus habitantes, los porteños, se empeñan en explicarles que lo mejor es el parecido de tal o cual barrio con París, Londres o Madrid, olvidando su mejor cualidad, la semejanza de Buenos Aires consigo misma. Ustedes asientan, sonrían y… piérdanse por la ciudad. Es estupenda.
Para empezar, la diseñaron a lo grande. A finales del siglo XIX nombraron intendente (alcalde) a un tal Torcuato de Alvear, hijo de uno de los padres de la patria. Acababa de regresar de París deslumbrado por la reforma urbanística del barón Haussmann, había dinero, y, sin dudarlo, se puso a hacer otro París. Dejó su firma en todos lados: plaza de Mayo, Casa de Gobierno, diagonales, avenida de Mayo, Puerto Madero… Lo que él no hizo, se inició con él. Por ejemplo, los jardines. Se encargaron a un arquitecto paisajista francés, Carlos Thays, quien también debió trabajar poseído: en Buenos Aires dejó 20 parques, 50 plazas y más de 150.000 árboles; y fuera de la capital, docenas de residencias, estancias y los jardines de las ciudades importantes (Córdoba, Mendoza, Tucumán, Salta, Mar del Plata…). El resultado: en Argentina se construyó todo muy rápido y creyeron que era lo normal.
La segunda consecuencia concierne a la identidad. Suena irónico, pero quizás el mejor recurso de un país obsesionado con imitar los modelos europeos sean… los árboles. Árboles americanos, propios. Sobre todo en Buenos Aires. Algunos colosales, como los gomeros y los ombúes, con ramas de 20 metros de largo. Árboles de todos los colores. Unos magníficos —el lapacho o el palo borracho—, de brillantes flores rosas. Los hay distinguidos, esbeltos, como la araucaria, abriendo paso a las palmeras, las washingtonias y los ceibos, cuyas flores rojas y acampanadas se han convertido en el estandarte oficial argentino. Y también están las humildes tipas, quizás los más comunes de la ciudad, de flores amarillas y sombra perenne, con la extraña particularidad de tirar miles de minúsculas gotas de azúcares entre primavera y verano. Los porteños llaman a esa pequeña lluvia que no mancha el llanto de las tipas. Cerrando el desfile, una guardia de honor en las orillas de las grandes avenidas: entre octubre y noviembre, un kilométrico corredor de jacarandas cubre las calles con un dosel de flores violetas.
Detrás de los árboles está la ciudad, la de las grandes vías, no siempre rectas, que las hace todavía más infinitas; la de los barrios populares, con cafés y restaurantes en todas las achaflanadas esquinas y casas bajas de aire pompeyano, en general edificadas por albañiles italianos y culminadas, cuando tenían dinero, con mansardas a la francesa.
No se pierdan los edificios imponentes de Buenos Aires, en especial cuatro. El primero es una torre de apartamentos construida, según se dice, a partir de un despecho amoroso por una estanciera llamada Corina Kavanagh, de quien tomó el nombre. Está en la plaza de San Martín, tiene la elegancia de los transatlánticos de los años treinta y es uno de los emblemas de la arquitectura moderna, entre el art déco y el expresionismo. El segundo se encuentra en la avenida de Mayo, cerca de la plaza del no menos imponente Congreso. Se llama Barolo por su promotor, contiene tanto simbolismo como una catedral gótica, homenajea a la Divina comedia hasta en sus mínimas proporciones —querían que alojara la tumba de Dante—, lo corona un faro y fue en la época de su construcción (1920) el edificio más alto del mundo. Un poco por debajo, sobre la avenida 9 de Julio, ya saben, la más ancha del mundo, deben visitar el teatro Colón y, si es posible, recorrer los subsuelos —las salas de ensayo, las de ballet, las que guardan las escenografías—: entrarán en otra ciudad. El cuarto edificio es algo que podríamos denominar apoteosis de la simulación argentina. Fue proyectado a finales del siglo XIX por un arquitecto noruego en estilo Neobarroco —las guías dicen Renacimiento francés—, con una fachada cubierta por 300.000 piezas cerámicas fabricadas en Inglaterra. Y se llama Palacio de las Aguas, un nombre razonable teniendo en cuenta que alberga un depósito industrial, 12 tanques metálicos que contenían 70 millones de litros de agua potable. Un disparate espléndido.
Lo otro que debe hacerse en Buenos Aires es ejercer de voyeur en una milonga, donde van los porteños a bailar tango. No es difícil, basta preguntar un poco y verificar que el club recomendado no cumple ninguno de estos tres criterios de desestimación: el geográfico (estar en la 9 de Julio o muy cerca), el gimnástico (si los bailarines hacen acrobacias) y el gastronómico (si hay cena con espectáculo). Recuerden que se trata de una música cuyas piezas insignes fueron compuestas hace 70 años. Si van a una discoteca, escucharán otra cosa: cumbia. La cumbia se ha apoderado de Argentina desde que tomaron en consideración un dato aplazado durante 100 años. Viven en América Latina.
Y claro, hay que intentar sentarse en las gradas de un partido entre el River y el Boca Juniors. Como será muy difícil o muy caro, al menos asistan a uno cualquiera en la Bombonera, la cancha del Boca, y zámpense, entre tiempo y tiempo, un buen choripán. Tampoco traten de entender la mística construida alrededor de los choripanes (pincho de chorizo) o las empanadas (empanadillas), daría igual, la mística se siente, no se comprende. Pero no se olviden del fútbol, el territorio donde se nutre el lenguaje argentino. Si es posible vayan cubiertos de gorra, sudadera y zapatillas, todo en tonos oscuros. Y mézclense discretamente entre la hinchada, lejos, eso sí, de los violentos “barras bravas”, para sentir el griterío, escuchar las “puteadas” y mirar lo que sucede cuando un delantero local, después de marcar un gol, corre hasta la banda. Ahí, con perdón del maestro, está el verdadero fervor de Buenos Aires.
Basta salir de la capital para encontrar la pampa, inmensa, con espacios libres de sembrados, lagunas, pasto y horizontes. Conviene hacerlo con humildad y perspectiva. La Unión Europea —28 países— apenas suma un millón de kilómetros cuadrados más que Argentina. Esta verdad sencilla, elemental, me ha hecho entender alguna clave. ¿Por qué Argentina se levanta de sus crisis periódicas con tanta facilidad? Tiene casi el tamaño de India, algo menos de tres millones de kilómetros cuadrados y más y mejores recursos naturales. Mientras los indios deben administrar lo que tienen para 1.200 millones de habitantes, la población argentina apenas sobrepasa los 40. A Argentina le bastan sus productos para que sus habitantes cenen asado y beban vino toda la vida. Lo demás, por cierto, les es indiferente.
Una selección de los lugares imprescindibles de Argentina debería contener, si hablamos de naturaleza, lugares como el valle de la Luna, el parque nacional de Talampaya o la quebrada de Humahuaca; y si hablamos de experiencias, un buen contoneo en el carnaval de Gualeguaychú o avistar las ballenas en la Península Valdés. Todavía tengo pendientes esos deberes, de modo que constato el dato y señalo los míos.
En Argentina lo bueno incluye horizontes: bosques y desiertos, parques petrificados, cementerios de fósiles, cordilleras, grandes lagos, lagunas y glaciares. Ahora bien, están muy distantes, el avión es inevitable a menos que uno se atreva en coche por la mítica Ruta 40, que, en paralelo a los Andes, recorre el país durante 5.000 kilómetros. Fue lo que hizo el Che Guevara en los años cuarenta y lo que contó Bruce Chatwin en su libro En la Patagonia. Si lo leen se animarán, sus páginas contienen esos personajes solitarios que dan forma a los territorios, incluye crónicas como la estancia de los legendarios Butch Cassidy y Sundance Kid, y tiene la cualidad de aficionarte al buen whisky —a algunos incluso al mate— para acompañar a galeses cuidadores de ovejas mientras se entrelaza el dibujo del paisaje con historias mínimas, la enfermera rusa, el pianista perdido.
Mis indispensables. Al sur, en las proximidades de la estación invernal de Bariloche, el circuito de los siete lagos, una ruta ideal para la bicicleta, que, tanto por el paisaje como porque buena parte de la población es de origen alemán, nos traslada a una imaginaria centroeuropa entre bosques de coihues y aguas espejadas. Mil quinientos kilómetros más al sur, cerca de El Calafate, hay que embarcarse para asistir al desfile de los mejores azules del planeta en un parque nacional de 700.000 hectáreas que alberga 350 glaciares, entre ellos el Perito Moreno, el Upsala (de 60 kilómetros de largo), el Spegazzini y el Onelli. En el Perito Moreno se puede caminar —con crampones— sobre hielo milenario, entre grietas, sumideros y canales subterráneos. Al salir, desde los miradores de las pasarelas que se abisman sobre el glaciar, hay que contemplar los brillantes azules de los témpanos contra la pared blanca de hielo para darle la razón a quien se le ocurrió llamar lago Argentino a las aguas que reproducen los colores de la bandera nacional.
Otros 1.000 kilómetros por debajo está el sur total de Tierra del Fuego, separado del continente americano por el estrecho de Magallanes. La capital, Ushuaia, presume de ser la ciudad más austral del mundo, tiene un presidio desolador, mariscos formidables, whisky libre de impuestos y el faro de San Juan Salvamento, el que instaló Julio Verne en el imaginario popular. En las afueras, además del parque nacional de Tierra del Fuego, excursiones a estancias y lagos perdidos —el más famoso se llama Escondido—, hay que volver a embarcarse, con humildad o ambición. Si optan por la prudencia, la navegación por el canal de Beagle contiene islas de nombres descriptivos, la de los Pájaros, cubierta de cormoranes imperiales, albatros y petreles; la de los Lobos, atestada de lobos marinos; y otras que, sin llamarse de los pingüinos, están colmadas con estos animalillos simpáticos. Pero si son valientes se atreverán a abordar un crucero que agrega las selvas frías de la Patagonia, las cataratas del fiordo Garibaldi, más glaciares (Piloto, Nena, Águila) y culmina, si se puede, en el cabo de Hornos. El fin del mundo.
Al norte, en la frontera con Brasil, las cataratas de Iguazú confirman de nuevo la imposibilidad de trasladar a imágenes lo verdaderamente grande. Bajo la vegetación de la selva, el río discurre por una geografía razonable hasta tropezarse con una falla geológica que dejó una enorme grieta en la llanura. El resultado desde las pasarelas son 275 cataratas sobre un desnivel de unos 80 metros, o lo que es lo mismo, un rumor sordo, ensordecedor, junto a una violenta sensación de vértigo, acompañada de un baño —quieras o no quieras— de agua atomizada. Risotadas, la naturaleza en esplendor.
Córdoba contiene los únicos edificios novohispanos interesantes de Argentina, la manzana y las misiones jesuíticas, y Mendoza, además de la ciudad, está muy cerca de la cordillera de los Andes, que sirve de telón a la travesía del valle de Uco, el del Malbec, la uva nacional, entre viñedos y bodegas, restaurantes y albergues. Un último apunte, el delta del Paraná, cerca de Buenos Aires, 300 kilómetros cuadrados de islas, canales y vegetación desenfrenada: sauces, ceibos y alisios coronados por plantas aéreas con nombres vistosos, claveles de aire o barbas de viejo.
Al volver a la capital, cuando vean pasar a las porteñas distinguidas en la terraza de alguno de sus grandes cafés, por ejemplo La Biela, quizás entiendan algo del imperio imaginario y el sueño de sus moradores con un pasado que no tiene por qué coincidir con la realidad, como lo demuestran quienes siguen votando a Perón y a Evita sin tomar en consideración dónde se encuentran desde hace 40 años.
Pedro Jesús Fernández es autor de la novela Peón de rey
De modo que cuando salgan a pasear por Buenos Aires no se extrañen si sus habitantes, los porteños, se empeñan en explicarles que lo mejor es el parecido de tal o cual barrio con París, Londres o Madrid, olvidando su mejor cualidad, la semejanza de Buenos Aires consigo misma. Ustedes asientan, sonrían y… piérdanse por la ciudad. Es estupenda.
Para empezar, la diseñaron a lo grande. A finales del siglo XIX nombraron intendente (alcalde) a un tal Torcuato de Alvear, hijo de uno de los padres de la patria. Acababa de regresar de París deslumbrado por la reforma urbanística del barón Haussmann, había dinero, y, sin dudarlo, se puso a hacer otro París. Dejó su firma en todos lados: plaza de Mayo, Casa de Gobierno, diagonales, avenida de Mayo, Puerto Madero… Lo que él no hizo, se inició con él. Por ejemplo, los jardines. Se encargaron a un arquitecto paisajista francés, Carlos Thays, quien también debió trabajar poseído: en Buenos Aires dejó 20 parques, 50 plazas y más de 150.000 árboles; y fuera de la capital, docenas de residencias, estancias y los jardines de las ciudades importantes (Córdoba, Mendoza, Tucumán, Salta, Mar del Plata…). El resultado: en Argentina se construyó todo muy rápido y creyeron que era lo normal.
La segunda consecuencia concierne a la identidad. Suena irónico, pero quizás el mejor recurso de un país obsesionado con imitar los modelos europeos sean… los árboles. Árboles americanos, propios. Sobre todo en Buenos Aires. Algunos colosales, como los gomeros y los ombúes, con ramas de 20 metros de largo. Árboles de todos los colores. Unos magníficos —el lapacho o el palo borracho—, de brillantes flores rosas. Los hay distinguidos, esbeltos, como la araucaria, abriendo paso a las palmeras, las washingtonias y los ceibos, cuyas flores rojas y acampanadas se han convertido en el estandarte oficial argentino. Y también están las humildes tipas, quizás los más comunes de la ciudad, de flores amarillas y sombra perenne, con la extraña particularidad de tirar miles de minúsculas gotas de azúcares entre primavera y verano. Los porteños llaman a esa pequeña lluvia que no mancha el llanto de las tipas. Cerrando el desfile, una guardia de honor en las orillas de las grandes avenidas: entre octubre y noviembre, un kilométrico corredor de jacarandas cubre las calles con un dosel de flores violetas.
Detrás de los árboles está la ciudad, la de las grandes vías, no siempre rectas, que las hace todavía más infinitas; la de los barrios populares, con cafés y restaurantes en todas las achaflanadas esquinas y casas bajas de aire pompeyano, en general edificadas por albañiles italianos y culminadas, cuando tenían dinero, con mansardas a la francesa.
No se pierdan los edificios imponentes de Buenos Aires, en especial cuatro. El primero es una torre de apartamentos construida, según se dice, a partir de un despecho amoroso por una estanciera llamada Corina Kavanagh, de quien tomó el nombre. Está en la plaza de San Martín, tiene la elegancia de los transatlánticos de los años treinta y es uno de los emblemas de la arquitectura moderna, entre el art déco y el expresionismo. El segundo se encuentra en la avenida de Mayo, cerca de la plaza del no menos imponente Congreso. Se llama Barolo por su promotor, contiene tanto simbolismo como una catedral gótica, homenajea a la Divina comedia hasta en sus mínimas proporciones —querían que alojara la tumba de Dante—, lo corona un faro y fue en la época de su construcción (1920) el edificio más alto del mundo. Un poco por debajo, sobre la avenida 9 de Julio, ya saben, la más ancha del mundo, deben visitar el teatro Colón y, si es posible, recorrer los subsuelos —las salas de ensayo, las de ballet, las que guardan las escenografías—: entrarán en otra ciudad. El cuarto edificio es algo que podríamos denominar apoteosis de la simulación argentina. Fue proyectado a finales del siglo XIX por un arquitecto noruego en estilo Neobarroco —las guías dicen Renacimiento francés—, con una fachada cubierta por 300.000 piezas cerámicas fabricadas en Inglaterra. Y se llama Palacio de las Aguas, un nombre razonable teniendo en cuenta que alberga un depósito industrial, 12 tanques metálicos que contenían 70 millones de litros de agua potable. Un disparate espléndido.
Lo otro que debe hacerse en Buenos Aires es ejercer de voyeur en una milonga, donde van los porteños a bailar tango. No es difícil, basta preguntar un poco y verificar que el club recomendado no cumple ninguno de estos tres criterios de desestimación: el geográfico (estar en la 9 de Julio o muy cerca), el gimnástico (si los bailarines hacen acrobacias) y el gastronómico (si hay cena con espectáculo). Recuerden que se trata de una música cuyas piezas insignes fueron compuestas hace 70 años. Si van a una discoteca, escucharán otra cosa: cumbia. La cumbia se ha apoderado de Argentina desde que tomaron en consideración un dato aplazado durante 100 años. Viven en América Latina.
Y claro, hay que intentar sentarse en las gradas de un partido entre el River y el Boca Juniors. Como será muy difícil o muy caro, al menos asistan a uno cualquiera en la Bombonera, la cancha del Boca, y zámpense, entre tiempo y tiempo, un buen choripán. Tampoco traten de entender la mística construida alrededor de los choripanes (pincho de chorizo) o las empanadas (empanadillas), daría igual, la mística se siente, no se comprende. Pero no se olviden del fútbol, el territorio donde se nutre el lenguaje argentino. Si es posible vayan cubiertos de gorra, sudadera y zapatillas, todo en tonos oscuros. Y mézclense discretamente entre la hinchada, lejos, eso sí, de los violentos “barras bravas”, para sentir el griterío, escuchar las “puteadas” y mirar lo que sucede cuando un delantero local, después de marcar un gol, corre hasta la banda. Ahí, con perdón del maestro, está el verdadero fervor de Buenos Aires.
Basta salir de la capital para encontrar la pampa, inmensa, con espacios libres de sembrados, lagunas, pasto y horizontes. Conviene hacerlo con humildad y perspectiva. La Unión Europea —28 países— apenas suma un millón de kilómetros cuadrados más que Argentina. Esta verdad sencilla, elemental, me ha hecho entender alguna clave. ¿Por qué Argentina se levanta de sus crisis periódicas con tanta facilidad? Tiene casi el tamaño de India, algo menos de tres millones de kilómetros cuadrados y más y mejores recursos naturales. Mientras los indios deben administrar lo que tienen para 1.200 millones de habitantes, la población argentina apenas sobrepasa los 40. A Argentina le bastan sus productos para que sus habitantes cenen asado y beban vino toda la vida. Lo demás, por cierto, les es indiferente.
Una selección de los lugares imprescindibles de Argentina debería contener, si hablamos de naturaleza, lugares como el valle de la Luna, el parque nacional de Talampaya o la quebrada de Humahuaca; y si hablamos de experiencias, un buen contoneo en el carnaval de Gualeguaychú o avistar las ballenas en la Península Valdés. Todavía tengo pendientes esos deberes, de modo que constato el dato y señalo los míos.
En Argentina lo bueno incluye horizontes: bosques y desiertos, parques petrificados, cementerios de fósiles, cordilleras, grandes lagos, lagunas y glaciares. Ahora bien, están muy distantes, el avión es inevitable a menos que uno se atreva en coche por la mítica Ruta 40, que, en paralelo a los Andes, recorre el país durante 5.000 kilómetros. Fue lo que hizo el Che Guevara en los años cuarenta y lo que contó Bruce Chatwin en su libro En la Patagonia. Si lo leen se animarán, sus páginas contienen esos personajes solitarios que dan forma a los territorios, incluye crónicas como la estancia de los legendarios Butch Cassidy y Sundance Kid, y tiene la cualidad de aficionarte al buen whisky —a algunos incluso al mate— para acompañar a galeses cuidadores de ovejas mientras se entrelaza el dibujo del paisaje con historias mínimas, la enfermera rusa, el pianista perdido.
Mis indispensables. Al sur, en las proximidades de la estación invernal de Bariloche, el circuito de los siete lagos, una ruta ideal para la bicicleta, que, tanto por el paisaje como porque buena parte de la población es de origen alemán, nos traslada a una imaginaria centroeuropa entre bosques de coihues y aguas espejadas. Mil quinientos kilómetros más al sur, cerca de El Calafate, hay que embarcarse para asistir al desfile de los mejores azules del planeta en un parque nacional de 700.000 hectáreas que alberga 350 glaciares, entre ellos el Perito Moreno, el Upsala (de 60 kilómetros de largo), el Spegazzini y el Onelli. En el Perito Moreno se puede caminar —con crampones— sobre hielo milenario, entre grietas, sumideros y canales subterráneos. Al salir, desde los miradores de las pasarelas que se abisman sobre el glaciar, hay que contemplar los brillantes azules de los témpanos contra la pared blanca de hielo para darle la razón a quien se le ocurrió llamar lago Argentino a las aguas que reproducen los colores de la bandera nacional.
Otros 1.000 kilómetros por debajo está el sur total de Tierra del Fuego, separado del continente americano por el estrecho de Magallanes. La capital, Ushuaia, presume de ser la ciudad más austral del mundo, tiene un presidio desolador, mariscos formidables, whisky libre de impuestos y el faro de San Juan Salvamento, el que instaló Julio Verne en el imaginario popular. En las afueras, además del parque nacional de Tierra del Fuego, excursiones a estancias y lagos perdidos —el más famoso se llama Escondido—, hay que volver a embarcarse, con humildad o ambición. Si optan por la prudencia, la navegación por el canal de Beagle contiene islas de nombres descriptivos, la de los Pájaros, cubierta de cormoranes imperiales, albatros y petreles; la de los Lobos, atestada de lobos marinos; y otras que, sin llamarse de los pingüinos, están colmadas con estos animalillos simpáticos. Pero si son valientes se atreverán a abordar un crucero que agrega las selvas frías de la Patagonia, las cataratas del fiordo Garibaldi, más glaciares (Piloto, Nena, Águila) y culmina, si se puede, en el cabo de Hornos. El fin del mundo.
Al norte, en la frontera con Brasil, las cataratas de Iguazú confirman de nuevo la imposibilidad de trasladar a imágenes lo verdaderamente grande. Bajo la vegetación de la selva, el río discurre por una geografía razonable hasta tropezarse con una falla geológica que dejó una enorme grieta en la llanura. El resultado desde las pasarelas son 275 cataratas sobre un desnivel de unos 80 metros, o lo que es lo mismo, un rumor sordo, ensordecedor, junto a una violenta sensación de vértigo, acompañada de un baño —quieras o no quieras— de agua atomizada. Risotadas, la naturaleza en esplendor.
Córdoba contiene los únicos edificios novohispanos interesantes de Argentina, la manzana y las misiones jesuíticas, y Mendoza, además de la ciudad, está muy cerca de la cordillera de los Andes, que sirve de telón a la travesía del valle de Uco, el del Malbec, la uva nacional, entre viñedos y bodegas, restaurantes y albergues. Un último apunte, el delta del Paraná, cerca de Buenos Aires, 300 kilómetros cuadrados de islas, canales y vegetación desenfrenada: sauces, ceibos y alisios coronados por plantas aéreas con nombres vistosos, claveles de aire o barbas de viejo.
Al volver a la capital, cuando vean pasar a las porteñas distinguidas en la terraza de alguno de sus grandes cafés, por ejemplo La Biela, quizás entiendan algo del imperio imaginario y el sueño de sus moradores con un pasado que no tiene por qué coincidir con la realidad, como lo demuestran quienes siguen votando a Perón y a Evita sin tomar en consideración dónde se encuentran desde hace 40 años.
Pedro Jesús Fernández es autor de la novela Peón de rey
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