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martes, 8 de diciembre de 2015

Rezar impide pensar

Rezar es siempre un acto de rendición. Ni siquiera de humildad. Se reza para coger fuerzas, para encomendarse a las divinidades del extrarradio de la Razón o para suspender el juicio. Unos creen, en la más evidente muestra de arrogancia, que su oración les pone en sintonía con el universo y otros esperan escuchar al mismo dios (y de hecho lo escuchan y obran en consecuencia). En su Tratado teológico-político, Spinoza otorgaba a la religión un papel casi de orden público. El filósofo aceptaba su existencia como preámbulo de lo racional. Para los que no entiendan que la permisividad del asesinato puede llevar a la destrucción de toda organización social, se les prohíbe matar por mandato divino y... que recen. Un argumento algo sobrado, sin duda, pero fino.
El problema es cuando la religión se arroga el monopolio de la moral y el rezo se convierte en el rasgo distintivo de los puros, de los nobles, de los buenos. Los que no oran no reconocen la bondad del altísimo y, por tanto, son malos. Y no deja de ser curioso que aquí tanto el razonamiento de los matan como el de los que exigen el (imposible) diálogo de credos coincide. Rezar impide pensar. No digo que esto último sea la panacea, pero obliga a, cuanto menos, dudar. Razonar es dudar. Nadie que duda pone una bomba. Amén.

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