La muerte ha ganado al final, amigo mío.
Fuimos muy confiados, incluso llegamos a creer,
por un momento, que nunca nos atraparía.
Pero te ha llevado, cuando menos lo esperábamos,
y a la manera más inverosímil.
Pensábamos que nuestra amistad era para siempre.
No había miedo. Aunque estuviéramos largo tiempo
separados, como cuando hacías esos largos viajes.
Esperaba con ansiedad tus llamadas.
Nadie como tú para contar historias.
En tus labios, las cosas más vulgares
se convertían en mágicas, esenciales.
Pero en aquella maldita mañana,
sentí que mi cuerpo se rompía en dos.
Que de la Antártida se desprendía
un enorme bloque de hielo, creando icebergs de angustia,
que, al rozar, quemaban mi corazón.
Y, ahora, trato de recordar cada palabra que dijiste
la última noche que pasamos juntos.
Nervioso, como un niño perdido que quiere
acordarse del número de teléfono de sus padres.
Qué voy a hacer ahora, mi cómplice.
Es invierno y los lobos rondan la casa.
Temo el ataque de mis peores pensamientos.
Tú los ahuyentabas tan fácilmente.
Tus palabras siempre tenían sentido.
Curaban, aunque no fueran del todo verdad.
Era un gran amigo para ti,
me dicen. Más que eso.
Como un hermano. Mucho más.
Hace poco, en su sueño, me dijiste,
Tan positivo como de costumbre: “Kirmen,
No podremos juntarnos, pero hablaremos”.
Me quedo, pues, esperando tus palabras,
como cuando hacías aquellos largos viajes,
seguro del amigo que nunca perderé. Y orgulloso.