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lunes, 31 de diciembre de 2018

Mi tabla periódica -Oliver Sacks

 

Me entristece no ser testigo de la nueva física nuclear, ni de otros miles de avances en las ciencias físicas y biológicas



Oliver Sacks.
Espero con entusiasmo, casi ansiosamente, la llegada semanal de revistas como Nature y Science, y me dirijo inmediatamente a los artículos sobre ciencias físicas, y no, como tal vez debería, a los que tratan de biología y medicina. Las ciencias físicas fueron las primeras en fascinarme siendo niño.
En una reciente edición de Nature había un apasionante artículo del físico Frank Winczek, ganador de un premio Nobel, sobre una nueva manera de calcular las masas ligeramente diferentes de los neutrones y los protones. El nuevo cálculo confirma que los neutrones son muy poco más pesados que los protones (la ratio entre sus masas es de 939,56563 a 938,27231). Se podría pensar que la diferencia es insignificante, pero si no fuese así, el universo, tal como lo conocemos, nunca habría llegado a desarrollarse. La capacidad de calcular algo así, dice Wilczek, “nos anima a predecir un futuro en el que la física nuclear alcanzará el nivel de precisión y versatilidad ya logrado por la física atómica”, una revolución que, por desgracia, yo nunca veré.
Francis Crick estaba convencido de que “el problema difícil” —entender cómo el cerebro produce la conciencia— estaría resuelto en 2030. “Tú lo verás”, solía decirle a Ralph, mi amigo neurólogo, “y tú también, Oliver, si llegas a mi edad”. Crick vivió hasta avanzados los 80 años, trabajando y pensando sobre la conciencia hasta el final. Ralph murió prematuramente, a la edad de 52 años, y ahora yo sufro una enfermedad terminal a los 82. Debo decir que no tengo demasiada experiencia con el “problema difícil” de la conciencia. La verdad es que no lo veo como un problema en absoluto, pero me entristece no ser testigo de la nueva física nuclear que vislumbra Wiczek, ni de otros miles de avances en las ciencias físicas y biológicas.

Vi el cielo entero “salpicado de estrellas”. Me hizo darme cuenta de repente de qué poca vida me quedaba
Hace unas semanas, en el campo, lejos de las luces de la ciudad, vi el cielo entero “salpicado de estrellas” (en palabras de Milton). Un cielo así, imaginé, solo se debía de poder contemplar en altiplanos secos y elevados como el de Atacama, en Chile (donde se encuentran algunos de los telescopios más potentes del mundo). Fue ese esplendor celestial el que me hizo darme cuenta de repente de qué poco tiempo, qué poca vida me quedaba. Para mí, mi percepción de la belleza del cielo, de la eternidad, estaba asociada indisolublemente a una sensación de fugacidad y muerte.
Dije a mis amigos Kate y Allen: “Me gustaría ver un cielo así cuando esté muriendo”.
Ellos me respondieron: “Nosotros empujaremos la silla de ruedas”.
Desde que en febrero escribí que tenía cáncer con metástasis, los cientos de cartas recibidas, las expresiones de cariño y aprecio, y la sensación de que (a pesar de todo) he vivido una vida buena y provechosa, me han consolado. Estoy muy feliz y agradecido por todo ello, pero nada me ha impactado tanto como lo hizo aquel cielo nocturno cubierto de estrellas.
Desde mi infancia he tenido la tendencia a afrontar la pérdida —pérdida de personas queridas— recurriendo a lo no humano. Cuando, siendo un niño de seis años, me enviaron a un internado a principios de la II Guerra Mundial, los números se hicieron mis amigos; cuando regresé a Londres a los 10, los elementos y la tabla periódica se convirtieron en mis compañeros. Las épocas de tensión a lo largo de mi vida me han llevado a volverme, o a volver, a las ciencias físicas, un mundo en el que no hay vida, pero tampoco muerte.
Y ahora, en este punto crítico, cuando la muerte ya no es un concepto abstracto, sino una presencia —demasiado cercana e innegable— vuelvo a rodearme, como cuando era pequeño, de metales y minerales, pequeños emblemas de eternidad. En un extremo de mi escritorio, en un estuche, tengo el elemento 81 que me enviaron unos amigos de los elementos de Inglaterra; en el estuche dice: “Feliz cumpleaños de talio”, un recuerdo de mi 81º cumpleaños, el pasado julio. Y después está el reino dedicado al plomo, el elemento 82, por mi 82º cumpleaños, que acabo de celebrar a principios de este mes. En él hay también un pequeño cofre de plomo que contiene el elemento 90: torio, torio cristalino, tan bello como los diamantes, y, por supuesto, radioactivo (de ahí el cofre de plomo).

Tengo náuseas y pérdida de apetito; escalofríos de día y sudores de noche; y un cansancio generalizado
A principios de año, las semanas después de enterarme de que tenía cáncer, me sentía muy bien a pesar de que la mitad de mi hígado estaba invadido por la metástasis. Cuando, en febrero, se aplicó a mi enfermedad un tratamiento consistente en inyectar gotas minúsculas en las arterias hepáticas (un procedimiento conocido como embolización), me encontré fatal durante un par de semanas, pero luego me sentí fenomenal, cargado de energía física y mental. (Casi todas las metástasis habían sido aniquiladas por la embolización). No se me había concedido una remisión, pero sí un descanso, un tiempo para profundizar amistades, visitar pacientes, escribir y volver a mi país natal, Inglaterra. Entonces la gente apenas podía creer que estuviese en fase terminal, y yo mismo podía olvidarlo fácilmente.
Esa sensación de salud y energía empezó a decaer cuando mayo dejó paso a junio, pero pude celebrar mi 82º cumpleaños por todo lo alto. (Auden solía decir que uno debería celebrar siempre su cumpleaños, no importa cómo se encuentre). Pero ahora tengo un poco de náusea y pérdida de apetito; escalofríos durante el día y sudores por la noche; y, sobre todo, un cansancio generalizado acompañado de agotamiento repentino cuando hago demasiadas cosas. Sigo nadando a diario, aunque ahora más despacio, ya que estoy empezando a notar que me falta un poco el aliento. Antes podía negarlo, pero ahora que estoy enfermo. Un TAC realizado el 7 de julio confirmó que las metástasis no solo se habían reproducido en el hígado, sino que se había extendido más allá de él.
La semana pasada empecé un nuevo tipo de tratamiento: la inmunoterapia. No está exenta de riesgos, pero espero que me proporcione unos cuantos buenos meses más. No obstante, antes de empezar con ella, quería divertirme un poco haciendo un viaje a Carolina del Norte para ver el maravilloso centro de investigación sobre lémures de la Universidad de Duke. Los lémures están próximos a la estirpe ancestral de la que surgieron todos los primates, y me gusta pensar que uno de mis propios antepasados, hace 50 millones de años, era una pequeña criatura que vivía en los árboles no tan diferente de los lémures actuales. Me encantan su saltarina vitalidad y su naturaleza curiosa.
Junto al círculo de plomo de mi mesa está la tierra del bismuto: bismuto de origen natural procedente de Australia; pequeños lingotes de bismuto en forma de limusina de una mina de Bolivia; bismuto fundido y enfriado lentamente para formar hermosos cristales iridiscentes escalonados como un poblado hopi; y, en un guiño a Euclides y la belleza de la geometría, un cilindro y una esfera hechos de bismuto.

El bismuto es el elemento 83. No creo que llegue a mi 83º cumpleaños, pero hay algo alentador en tenerlo cerca
El bismuto es el elemento 83. No creo que llegue a ver mi 83º cumpleaños, pero creo que hay algo esperanzador, algo alentador en tener cerca el “83”. Además, siento debilidad por el bismuto, un humilde metal gris, a menudo desdeñado e ignorado, incluso por los amantes de los metales. Mi sensibilidad de médico hacia los maltratados y los marginados se extiende al mundo inorgánico y encuentra un paralelo en mi simpatía por el bismuto.
Es casi seguro que no seré testigo de mi cumpleaños de polonio (el número 84), ni tampoco querría tener polonio cerca de mí, con su radiactividad intensa y asesina. Pero en el otro extremo de mi mesa —de mi tabla periódica— tengo un bonito trozo de berilio (elemento 4) elaborado mecánicamente para que me recuerde mi infancia y lo mucho que hace que empezó mi vida próxima a acabar.
Oliver Sacks es profesor de neurología en la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York. Su último libro es la autobiografía On the move (En movimiento). Este artículo se publicó originalmente en The New York Times
© Oliver Sacks, 2015

sábado, 29 de diciembre de 2018

Gobiernos que pretenden que solo se eduque la élite como en Argentina

El Charabón . Laprida . Buenos Aires . Argentina . 23 .12.2018





Esperar y ver ( del blog El gerente demediado )

Para Iona la pausa es indispensable en algo tan repleto de incertidumbre e ignorancia como es el ejercicio de la medicina general. Por ello en medicina, el arte de no hacer nada es ( contra lo que pudiera parecer) activo, considerado y deliberado. Un antídoto contra la presión por hacer, que se fundamenta en la aplicación de ciertas artes que requieren juicio, sabiduría e incluso belleza: escucha y atención, reflexión, espera, capacidad de ser testigo y prevenir el daño.
El arte de escuchar y atender no se enseña en la universidad, apenas se practica en la residencia y por supuesto no existe para los modelos de incentivación y acreditación existentes. No es un arte fácil: citando a la poeta escocesa Kathlee Jamie , Heath lo asimila al arte de observar pájaros: “esto es lo que quiero aprender: prestar atención, pero no analizar. Calmar a esa parte de mi cerebro que está vociferando por dios, ¿Qué es esto?”. Es decir “no hacer nada, simplemente estar abierto al paciente, prestarle atención, no empezar a diagnosticar demasiado pronto. “ Por desgracia algo propio de otra época, en la que la necesidad de introducir rápidamente al paciente en el corral de la estratificación de crónicos adecuada aún no existía..
Si escuchar es un arte del pasado para el que no hay tiempo, para la reflexión ni tan siquiera hay espacio. La perversión de la Medicina basada en pruebas , y sus múltiples protocolos, guías y algoritmos  han conseguido que no necesitemos pensar, porque aparentemente alguien ya hizo ese trabajo por nosotros. Pero si  el pensamiento es "el diálogo del alma consigo misma" (como decía Platón), necesitamos parar para pensar: para reflexionar sobre si el paciente necesita realmente la etiqueta del diagnóstico ( como nos fuerzan a hacer cualquiera de los modelos de organización vigentes), si esa etiqueta supondrá una ayuda real,  sobre que clase de cuidado necesitarán , en que intensidad, en que momento y en que lugar.
Esperar y ver  es (como escribía el poeta neozelandés Glen Colquhoun) el método más sofisticado de diagnóstico para la Dra Heath. Pero se precisa mucho coraje para ir contracorriente, en una sociedad en que exige soluciones inmediatas. Como exige  coraje simplemente estar presente ante el paciente, dar fe, ser testigo, acompañar, consolar, … todas ellas actitudes que no figuran en ningún sistema de semáforos que se encienden según vamos tecleando en el ordenador. Heath cita a uno de sus poetas favoritos , el polaco Zbigniew Herbert, quien escribió:
“Nuestra propia libertad y en gran medida nuestra realidad depende de la exactitud con la que somos capaces de percibir el sufrimiento a nuestro alrededor, soportar ser testigo de ello, y ser capaces de revolverse contra todo ello”. Porque la abogacía por los que sufren y son oprimidos, engañados, humillados , forma parte también de las obligaciones del médico de familia, aunque no figuren en ningún contrato programa.
Lo que el antropólogo americano Arthur Kleinman definía como “empathic witnessing”: "el compromiso existencial para estar con la persona enferma y facilitarle la construcción de una narrativa de su enfermedad, que le permita dar sentido y valor a su experiencia. Lo que constituye el núcleo moral del hecho de ser médico y de la experiencia de la enfermedad

lunes, 24 de diciembre de 2018

Desempacando historias. Prólogo del libro Sin maletas, de Margarita Solano (ed.)

imagen descriptiva
Hace dos décadas cayó en mis manos un libro hermoso, punzante, que me introdujo en el fecundo campo de la historia oral. La historiadora argentina Dora Schwarzstein entrevistaba a 87 republicanos españoles que huyeron de la represión franquista y llegaron a Argentina. Eran sobrevivientes de una catástrofe. Habían perdido la guerra, habían huido a tierras desconocidas. Me llamó mucho la atención que todos insistieran todavía en considerarse exiliados, no inmigrantes.
En ese libro, Entre Franco y Perón: Memoria e identidad del exilio republicano español en Argentina, una mujer recordaba que sus padres nunca compraron muebles, porque querían creer que en cualquier momento volverían a España. Somos del Atlántico, decía otro de los entrevistados. Estamos a mitad de camino de la ida y de la vuelta.
Estos exiliados eternos vivían con las maletas hechas. 
 *          *          *
En ese momento me pareció dramático eso de vivir con las maletas siempre hechas. Pero escapar sin maletas, como resume el título de esta colección de relatos de exiliados del presente, es más duro, como metáfora y como realidad.
Setenta años después de la Guerra Civil Española, del holocausto nazi, de los millones de refugiados de la Segunda Guerra Mundial, el mundo se ha vuelto a llenar de exiliados, escapados, oprimidos, hambrientos de paz, pan y justicia. Cruzan fronteras, recorren desiertos y atraviesan océanos. Y los recibe mucho desconocimiento e incomprensión.
En este libro luminoso, brillan las ansias de estos héroes modernos de sobrevivir y construir, de no olvidar lo que dejaron atrás pero también de aprender y aportar en las sociedades donde los llevó el oleaje de sus tragedias.
Tal vez el principal drama para los sesenta millones de desplazados que viven en tierra ajena, de los cuales solo la tercera parte ha logrado el estatus de refugiado, es que el desarraigo es un mal que no tiene cura,dice la gran periodista de investigación colombiana Olga Behar en el prólogo de la edición latinoamericana de este libro. Es un gran honor ponerme en sus zapatos como encargado del prólogo de esta edición española. 
Un dato de Sin maletas: solo en América Latina, si los refugiados fueran un país sería el tercero más grande por número de habitantes, solo después de Brasil y México. Son más que las poblaciones enteras de Argentina o de Colombia. Otro dato: viene de países vecinos pero también del otro lado del planeta. Las voces de este libro vienen de Siria, de Afganistán, Palestina, El Congo, Eritrea, Ucrania, Iraq,  Rusia, Venezuela, Colombia, Guatemala y México.
Y vienen sin maletas.
Salieron con lo puesto. Cuando Essa Hassan sintió el estruendo de bombas y gritos desde su departamento de estudiante de la Universidad de Damasco, supo que tenía que correr. En Iraq, cinco mujeres yazidís consiguieron refugiarse en un centro de acogida tras ser violadas y vendidas por 50 dólares. En Eritrea, Filemón por poco logró escapar de su cárcel como esclavo del ejército.
El viaje es una tortura de la que con suerte salen vivos. Wali, un chico afgano, corrió por el campo para escapar de las balas de los militares. En Grecia, los refugiados sirios llegan con las últimas fuerzas o son vomitados en las playas por el mismo mar. Jamal, un refugiado palestino, está en manos de un funcionario de línea aérea que puede autorizarlo a volar o puede romper su sueño en pedazos.
Y cuando llegan, todavía falta mucho para que acabe la pesadilla. O peor aún: en la nueva tierra comienza otra. Martina consiguió salir del Congo con su esposo, amenazado de muerte, y dos de sus hijos; pero en un pueblo perdido en las afueras de Buenos Aires lucha cada día para traer a los siete hijos que le faltan y le duelen. Vera se alejó del daño inminente en Jimki, Rusia, pero en Argentina el mal que corroe a su familia sigue actuando en lo más profundo. Y la adolescente venezolana Raymar, que perdió a su marido en la vorágine de violencia de su país y huyó a Colombia con su bebé, sobrevive en lo que nunca hizo antes,dedicándose a la prostitución.
*          *          *
Me pongo en la piel de los autores. Se requiere valentía y temple para acercarse a estas historias. La primera reacción al escuchar esta colección de tristezas, es abrazarlos, llorar juntos. O apretar los puños y buscar a los causantes de tanto sufrimiento. O darles una mano, una ayuda, un consejo. Es difícil pedirle a los que han caído a un lugar más bajo de lo que imaginaban posible que vuelvan a recordar y cuenten su desgracia.
Pero hay que preguntar. Saber. Indagar. Y contar en estas crónicas precisas, duras y poéticas las historias de los sobrevivientes de un mundo en destrucción. Margarita Solano (el alma y compiladora de la colección y autora de uno de los textos más profundos), Agustina Grasso, Maddalena Liccione, Florencia Ángeles, Yabo Mora, Modesto Frías, Ximena Vélez, Luis Chaparro, Érika González, Leidy Campos, Luisa Ramírez, Eileen Truax, Yasna Mussa, Luis Chaparro, Javier Sinay y Gabriela Benazar Acosta lo hacen con respeto, con conocimiento de causa, con sabiduría narrativa.
No es fácil lo que ellas y ellos logran. Tras décadas de trabajo con víctimas, protagonistas y testigos del mal, me surge una y otra vez la pregunta: ¿Por qué querrían o deberían estos refugiados contarnos sus historias? ¿Qué puede llevarlos a abrirse a un extraño? ¿Qué puede ofrecerles una o un periodista, si nuestro gremio ha resultado en el mejor de los casos indiferente (y en el peor, nocivo) para sus pueblos, sus dramas, sus luchas?
Y si nos hablan, ¿qué esperan de nosotros? ¿Y cómo quedan después de abrir el horror que llevan dentro y ver cómo nos vamos con nuestras notas y grabaciones a cuestas? 
Los jóvenes autores de estas crónicas (la mayoría nacidos en los ochenta, al arrullo de las dictaduras, guerras y guerrillas del continente) han leído mucha crónica pero también se han empapado en la historia, la antropología, la geografía de sus personajes. Por eso en estas páginas laten las voces y los relatos que acercan, que desatan la identificación con estos refugiados; pero también el contexto para entender de dónde vienen y por qué pueden aportar tanto en las tierras que los han acogido.
*          *          *
Sorprende la variedad de recursos narrativos con los que se cuentan estas historias.
Algunas secciones, por ejemplo, están narradas en primera persona: son los mismos personajes los que toman la palabra a través de la atenta escucha y organización de los autores. Es el caso de El bibliotecario que rehusó matar, de Luis Chaparro. Los momentos más dramáticos de Essa Hassán los cuenta él mismo, en un monólogo teatral y efectivo. Son las dos de la mañana. Por la ventana entra un grito que me despierta los sentidos. Allahu Akbar!
En otros momentos, los autores les relatan a sus entrevistados sus propias historias, como hace con poesía quirúrgica Margarita Solano con el ex guerrillero del M-19 de Colombia Markos, exiliado en México. Ningún mexicano del común que te viera hoy con tu pantalón beige, cinturón caféque hace juego con la chamarra, camisa amarilla perfectamente planchada y un bigote arreglado, pensaría que veinte años atrás eras un guerrillero alzado en armas.   
Pero la mayoría de estos bellos y dolorosos retratos están contados en un empática tercera persona: el narrador toma el lugar de un lector atento, que pregunta, indaga, escucha, se deja empapar por estas historias de sobrevivientes heroicos.
Escribo estas líneas en tiempos muy duros para los refugiados y para los inmigrantes en general. Manifestaciones xenófobas, ataques racistas, gobiernos que cierran fronteras y deportan a los desesperados. En muchos países de Latinoamérica se olvida fácilmente o se oculta con alevosía el recuerdo de cuando las tornas estaban del otro lado.
¿Quién no desciende de algún antepasado que se hizo a la mar o se ensució con el polvo de los caminos para huir del hambre, de la guerra, del sin futuro? En Chile, donde vivo, hay quienes se quejan de la llegada masiva de venezolanos, cuando hace apenas una generación eran los chilenos los que buscaban huir de la dictadura de Pinochet y encontraron cobijo en la entonces pujante y pacífica Venezuela.
Que Sin maletas, con su cargamento de reveladoras y emotivas historias por desempacar, encuentre muchos y atentos lectores. Sus personajes somos nosotros, o lo que hay de más valiente y generoso en nuestras castigadas comunidades. Y sus autores son algunos de los más exquisitos cronistas que están transformando el periodismo narrativo en la lira y el fuelle con los que esta América Latina en ebullición se cuenta a sí misma.

domingo, 23 de diciembre de 2018

Oliver Sacks : carta de despedida

 carta de despedida de Oliver Sacks y su prólogo íntegro a "Ebrio de enfermedad", de Anatole Broyard

Oliver Sacks se ha despedido de sus lectores, entre los que nos contamos, por medio de una carta publicada en The New York Times. Bajo el título "De mi propia vida" nos informa de que padece un cáncer terminal y medita en voz alta sobre cómo le gustaría vivir sus últimos días. Y de alguna manera, esta carta, toda una declaración de intenciones, nos ha remitido al extraordinario texto que introduce un libro no menos extraordinario, Ebrio de enfermedad, de su amigo, el crítico literario, Anatole Broyard, que publicamos en 2013, en traducción de (nuestro añorado) Miguel Martínez-Lage.
A continuación, reproducimos íntegramente la carta, publicada el pasado 19 de febrero, y el prólogo, que Sacks firmmó en 1991. Hace 25 años. Un viaje de la tercera a la primera persona. Dos textos que, a modo de diálogo, y leídos en conjunto, remiten a aquella máxima de Cicerón que Montaigne tradujo a su manera así: "De cómo filosofar es aprender a morir". Pues eso. Todo un ejemplo de coherencia.
(1)
Oliver Sacks
New York Times, 19 de febrero de 2015
Hace un mes, sentí que estaba en buen estado de salud, incluso que tenía una salud robusta. Con 81 años, todavía nado un kilómetro y medio al día. Pero mi suerte se ha agotado. Hace unas semanas me enteré de que tengo múltiples metástasis en el hígado. Hace nueve me diagnosticaron un tumor poco frecuente del ojo, un melanoma ocular. Aunque la radiación y el láser para extirparlo finalmente me dejaron ciego de ese ojo, sólo en casos muy raros tales tumores hacen metástasis. Yo estoy entre el 2% de desafortunados.
Me siento agradecido de que se me hayan concedido nueve años de buena salud y productividad desde el diagnóstico original, pero ahora me enfrento con la muerte. El cáncer ocupa la tercera parte de mi hígado, y aunque su avance puede ser más lento, este tipo particular de cáncer no se puede detener.
Depende de mí ahora elegir cómo vivir los meses que me quedan. Tengo que vivir de la manera más rica, más profunda, más productiva que pueda. En ello me siento alentado por las palabras de uno de mis filósofos favoritos, David Hume, quien, al enterarse de que estaba enfermo de muerte a los 65 años, escribió una autobiografía corta en un solo día en abril de 1776. Él lo tituló My Own Life.
"Ahora espero una disolución rápida", escribió. "He sufrido muy poco dolor de mi desorden; y lo que es más extraño, a pesar de la gran decadencia de mi persona, nunca sufrí ni por un momento un abatimiento de mi espíritu. Poseo el mismo ardor que nunca en el estudio, y la misma alegría en compañía ".
He tenido la suerte de vivir más de 80 años, y los 15 años de más de las tres veintenas de Hume han sido igualmente ricos en trabajo y amor. En ese tiempo, he publicado cinco libros y he completado una autobiografía que se publicará esta primavera; tengo varios otros libros casi terminados.
Hume continuó: "Yo soy ... un hombre de disposiciones leves, de mando, de genio, de un humor abierto, social, y alegre, capaz de unirse, pero poco susceptible de enemistad y de gran moderación en todas mis pasiones."
Aquí me aparto de Hume. Aunque he disfrutado de relaciones amorosas y de amistad y no tengo enemistades reales, no puedo decir que soy un hombre de disposiciones leves. Por el contrario, soy un hombre de carácter vehemente, con entusiasmos violentos, y de falta de moderación extrema en todas mis pasiones.
Y, sin embargo, una línea de ensayo de Hume me parece especialmente cierto: "Es difícil", escribió, "estar más desconectado de la vida de lo que estoy en la actualidad."
En los últimos días, he sido capaz de ver mi vida desde una gran altitud, como una especie de paisaje, y con un profundo sentido de la conexión de todas sus partes. Esto no significa que estoy acabado con la vida.
Por el contrario, me siento intensamente vivo, y quiero y espero que en el tiempo que queda pueda profundizar mis amistadespara decir adiós a los que amo, escribir más, viajar si tengo la fuerza, alcanzar nuevos niveles de comprensión y perspicacia.
Esto implicará audacia, claridad y hablar claro; tratar de enderezar mis cuentas con el mundo. Pero ya habrá tiempo, también, para la diversión (e incluso algunas tonterías, también).
No hay tiempo para nada inesencial. Debo concentrarme en mí, mi trabajo y mis amigos. Dejaré de mirar "NewsHour" todas las noches. Dejaré de prestar atención a la política o las discusiones sobre el calentamiento global.
No es indiferencia pero sí desprendimiento - todavía me preocupo profundamente por el Oriente Medio, sobre el calentamiento global, sobre el crecimiento de la desigualdad, pero esos ya no son mis asuntos; que pertenecen al futuro. Me alegro cuando me encuentro con jóvenes superdotados - incluso el que con una biopsia diagnosticó mis metástasis. Siento que el futuro está en buenas manos.
He sido cada vez más consciente, durante los últimos 10 años más o menos, de las muertes de mis contemporáneos. Mi generación está marchando, y en cada muerte me he sentido como un desprendimiento de placenta, un arrancamiento de una parte de mí mismo. No habrá nadie como nosotros cuando nos hayamos ido, pero tampoco no habrá nadie como cualquier otra persona, nunca. Cuando las personas mueren, no pueden ser reemplazados. Dejan agujeros que no se pueden llenar, porque es el destino de todo ser humano a ser un individuo único, para encontrar su propio camino, vivir su propia vida y morir su propia muerte.
No puedo fingir que no tenga miedo. Pero mi sentimiento predominante es de gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído y viajado y pensado y escrito. He tenido una relación sexual con el mundo, el coito especial de escritores y lectores.
Por encima de todo, he sido un ser sensible, un animal de pensar, en este hermoso planeta, y que en sí ha sido un enorme privilegio y aventura.
(2)
Por Oliver Sacks, Doctor en Medicina
Anatole Broyard escribió siempre con toda la fuerza de su intelecto y personalidad, y no parece que hubiera nada, entre las cosas que genuinamente importan, que no suscitara su interés. Los temas relacionados con la enfermedad y la muerte, sin embargo, ocupaban para él un lugar muy especial, tal vez en parte debido a que su padre, por el que sintió siempre un gran apego, tuvo una muerte lenta sobrevenida, por así decir, a raíz de un cáncer, siendo Anatole todavía un joven. Según comenta Alexandra, su mujer, en el epílogo a estas piezas reunidas, esta experiencia, este conocimiento en profundidad de la muerte, «dio contraste y resonancia al resto de su vida».
En 1954 publicó un relato intenso y muy personal sobre la enfermedad y la muerte de su padre, «Lo que dijo la cistoscopia», y veintisiete años después, en 1981 y 1982, escribió una serie de ensayos sobre «La literatura de la muerte». Anatole Broyard ya se había enfrentado a la muerte en calidad de hijo y en su condición de crítico literario; ya había demostrado hallarse en términos muy íntimos (pero también belicosos) con aquello que todos nosotros, tarde o temprano, hemos de afrontar. Sin embargo, personalmente siempre gozó de una salud robusta, que conservó hasta 1989, cuando de pronto se le declaró un cáncer, cáncer de próstata (emparentado con el cáncer de vejiga que acabó con la vida de su padre).
Es evidente que la enfermedad no privó a Broyard de su curiosidad ni de sus fuerzas; si acaso, las incrementó, las concentró como nunca. Se sentía rebosante de energía, «ebrio» de su enfermedad, resuelto a afrontarla, a escribir sobre ella, con toda la fuerza de que fuese capaz. Y en estos últimos escritos, que datan de cuando estaba mortalmente enfermo (y lo sabía), aporta fuerza, claridad, ingenio, urgencia, intensidad de sentimiento por los poderes metafóricos y poéticos de la enfermedad, todo lo cual los hace equiparables a lo mejor que se haya escrito sobre esta cuestión, desde Tolstoi hasta Susan Sontag.
Nunca he visto ningún escrito sobre la enfermedad que sea más directo, más franco: a nada se le resta importancia, no se rehúye nada, nada se pasa por alto, no se da a nada un trato sentimentaloide, ni se apiada gratuitamente de nada; nunca he visto ningún escrito de estas características que sea al mismo tiempo más profundo, más inteligente, más reflexivo, más resonante. Se obtiene en ellos una clara impresión de su autor ―que además siempre ha sido crítico y artista―; se aprecia cómo empuña la pluma con una potencia sin precedentes, resuelto a desafiar su enfermedad, entrar en las fauces de la muerte y lo hace pleno de vida, pluma en mano, reportero, analista hasta el final. Va con la pluma casi hasta las tinieblas. Las últimas notas de su diario llegan hasta pocos días antes de que muriese.
Broyard cita un episodio de un libro de Mary-Lou Weisman, titulado Cuidados intensivos, en el que relata que poco antes de que su hijo muriese a los quince años a raíz de una distrofia muscular, pidió a su padre que lo colocase en una «postura impúdica» en la cama del hospital. «A mí me agrada que mis escritos sean impúdicos e insolentes ―escribe Broyard―. La amenaza de la muerte debería hacernos más ingeniosos.» Y así es, al menos en su caso. Ebrio de enfermedad es un libro de una impudicia y una insolencia magníficas: dogmático, idiosincrático, provocador, impenitente… Broyard está completamente vivo y es por completo él mismo hasta el momento de su muerte; su ingenio, su chulería, siguen con él hasta el final.
En «Hacia una literatura de la enfermedad», Broyard relata qué mal soportamos el pensar en una enfermedad anónima, habla de nuestra necesidad de lograr que las enfermedades sean metafóricas, de apropiárnoslas, y del modo en que necesitamos enfermar, y morir, con estiloY refiere que el ser humano, cuando enferma, necesita convertirse en narrador, fraguar un relato o una metáfora de su enfermedad.
Mi experiencia inicial de la enfermedad fue la de una serie de sacudidas sin relación unas con otras, e instintivamente pensé que lo primero que debía hacer era tratar de controlarla dándole la forma de una narración. En las situaciones de emergencia siempre inventamos relatos […]. El relato, la narración, parece ser una reacción natural a la enfermedad […]. Los relatos son anticuerpos contra la enfermedad y el dolor […]. Al principio me inventaba microrrelatos. La metáfora era uno de mis síntomas. Veía en mi enfermedad una visita a un país tumultuoso, más o menos como la China contemporánea. Me la imaginaba como una aventura amorosa con una mujer demente que me exigía hacer cosas que yo no había hecho nunca.
Así pues, en primera instancia Broyard se descubrió componiendo un relato para su uso personal. Y luego, casi de inmediato, también para los demás. En estas piezas, Broyard descubre una libertad tremenda, sin precedentes, a raíz de estar enfermo; una libertad que le permite decir (acaso por primera vez en su vida) qué es exactamente lo que desea, y desatinar todo lo que le venga en gana.
Una enfermedad crítica es como un gran permiso, una autorización o una absolución. Está bien que un hombre amenazado sea un romántico, e incluso que esté loco, siempre y cuando eso le apetezca. Durante toda la vida, uno piensa que ha de contener como sea su locura, pero cuando está enfermo puede darle salida incluso en sus colores más chillones.
La necesidad definitiva consiste en apropiarse de la enfermedad, adueñarse de ella. «[Y es que] me parece ―escribe― que cualquier persona seriamente enferma ha de desarrollar un estilo de cara a su enfermedad.» Parte de la escritura más luminosa que se recoge en Ebrio de enfermedad versa justamente sobre la búsqueda o la invención de ese estilo. Broyard se adentró en las tinieblas con desenfado, con estilo; leer sobre este aspecto nos hace sentir a todos la muerte como algo menos arrollador, menos anónimo, menos gris.
En mi condición de médico, la parte más extraordinaria de un libro extraordinario como éste es el ensayo titulado «El paciente examina al médico». Broyard habla ―como ya hiciera Auden en sus últimos poemas― de la clase de médico que desea tener, con quien hablar, y con el cual estar, cuando lo ha abatido el Destino y se le echan encima sus últimos días. Lo que menos desea es un médico que sea insulsoque no parezca «no ser suficientemente intenso ni voluntarioso para imponerse a algo poderoso y demoníaco, como es la enfermedad». Lo que busca en un médico es «alguien que sepa leer a fondo la enfermedad y que sea un buen crítico de la medicina… que no sólo fuese un médico de talento, sino que fuese por añadidura un poco metafísico... [uno que sea] capaz de ir más allá de la ciencia y llegar a la persona... capaz de imaginar la soledad en que viven los enfermos críticos. Quiero que sea él mi Virgilio, que me guíe por mi purgatorio o mi infierno, señalando todo lo que haya que ver por el camino.
Un psicoanalista británico, D. W. Winnicott, según nos refiere Broyard al final del ensayo «Hacia una literatura de la enfermedad», comenzó una autobiografía que nunca terminó. Empieza diciendo: «He muerto». Apenas unos párrafos después escribe: «Vamos a ver: ¿qué estaba ocurriendo cuando morí? Mi plegaria ha sido atendida. Estaba vivo cuando morí». Ésa es la razón, nos dice Broyard, de que aspire a escribir este libro: para cerciorarse de que está vivo cuando muera. Broyard nunca llegó a terminar una autobiografía, pero estos magníficos escritos del final de su vida pueden a todos los efectos hacer las veces de una. Al igual que en el caso de Winnicott, sus plegarias fueron atendidas; estuvo intensamente vivo hasta el momento de su muerte, vio la muerte con claridad, batalló hasta el final. Leyendo un libro como éste, a uno le entran ganas de decir: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?».
[Ebrio de enfermedad, de Anatole Broyard, Segovia, La uÑa RoTa, 2013. Traducción de Miguel Martínez-Lage.]