rado amor…”
La mañana en que Liang Jieyun renunció para siempre a casarse, hace casi 70 años, se levantó temprano. Su familia sacrificó una gallina a la diosa Guanyin, protectora de la fortuna y de las mujeres, en el templo de su aldea de Cantón, en el sureste de China. Su madre le deshizo la trenza que la identificaba como doncella. A continuación, murmurando entre dientes las palabras rituales, y con golpes de peine expertos, le ató el cabello en el moño característico de las mujeres casadas. Ella, sonriente, ofreció té y viandas a sus parientes, como en cualquier otra boda. Pero no había marido. A los 22 años, Liang había elegido convertirse en una zishunü, una “mujer que se peina sola”.
Casarse y tener hijos siempre ha sido un destino sin discusión para la inmensa mayoría de los jóvenes chinos. La tradición confuciana obliga a que los hijos continúen el linaje y se hagan cargo de sus padres mayores y hace que
los progenitores no consideren completa su labor hasta que el último de sus vástagos no se haya casado. Aún hoy, es posible ver en los parques chinos a hombres y mujeres mayores con fotos y currículum de sus hijos en edad de merecer, para tratar de encontrarles una pareja adecuada. Las reuniones familiares suelen convertirse en una sesión de interrogatorio para los solteros. Sobre todo si se trata de una mujer y se acerca a los 30, la edad en la que corre peligro -según las comadres- de quedarse soltera, una “
mujer sobrante”.
Aunque para las mujeres
persiste la desigualdad en muchas áreas -diferencia salarial, violencia de género, una mentalidad que aún prefiere hijos varones, especialmente en el campo-, algunas cosas están cambiando. El índice de matrimonios desciende cada año y asciende el de divorcios. Cada vez más mujeres, optan por anteponer su carrera a una vida de pareja; una boda queda para más adelante, o no llega nunca. Pero esa decisión
aún suele chocar en las familias y los círculos de amigos.
No fue así siempre. No en toda China. Hasta los años 40 del siglo pasado, entre las mujeres del delta del río de la Perla, en Cantón, la de Liang no era una decisión rara. Desde el siglo XIX, con los estertores de la dinastía Qing y el auge de la industria de la seda, se había convertido en costumbre en esta zona que las muchachas que lo desearan -o que sentían que no había más opción- trabajaran por su cuenta, sin depender de nadie y sin casarse jamás. Eran las llamadas zishunü, en mandarín, o jisornoi en cantonés.
"NIÑA, ¿CUÁNDO PIENSAS CASARTE?"
M.V.L.
“¿A qué esperas para casarte? ¿No estás esperando demasiado? ¿No eres demasiado exigente? Prácticamente todas las familias de China preguntan lo mismo. Una chica tiene que tener un novio, un buen chico que te cuide. No conciben que no te cases”, explica Lisa Yin, una administrativa de 30 años residente en Pekín y soltera.
Pero los jóvenes cada vez resisten más esa presión familiar y social. La cohabitación, una rareza hace veinte años, es cada vez más habitual. En 2016 las bodas cayeron en un 6,7% con respecto al año anterior. En 2015, el descenso fue del 6,3%, según el Ministerio de Asuntos Civiles. La edad media de los contrayentes va subiendo: en el censo de 2010, para los varones era de 26,7 años y para las mujeres, 24,9; diez años antes, ellos se casaban a una edad media de 25,3 años, y ellas a los 23,4.
Entre las mujeres de 18 a 29 años, aproximadamente un tercio de las de clase alta, un 18% de las de clase media y un 22% de las de clase trabajadora están solteras, según una encuesta elaborada por Pan Suining, director honorario del Instituto para la Investigación sobre Sexualidad y Género de la Universidad Renmin, y que publica el digital “Sixth Tone”.
Chi Jinli, de 42 años, no se ha casado nunca. “Cuando llegué a los 27 años, mis padres estaban muy preocupados sobre mi boda. Según la tradición, ya iba tarde. Estuvieron preguntando a la gente que conocían para que me presentaran hombres solteros. Salí con algunos un par de veces, pero nunca tuve ganas de casarme con ninguno. Me siento cómoda viviendo sola. Y a partir de los 35 años mis padres debieron pensar que ya nadie querría casarse con un vejestorio como yo, así que desde entonces me han dejado en paz”.
Aunque para las zishunü, su relativo grado de autonomía no vino privado de sacrificios. Para poder “peinarse solas” debían aceptar una vida de abstinencia sexual. Y una estricta vigilancia de su comportamiento por parte de sus vecinos.
Para Liang, la decisión fue algo natural, según recuerda ahora a sus 89 ó 90 años (no sabe con seguridad). Bajo el peso de años de desgobierno y guerras, el día a día de aquella esquina de una China rural paupérrima era durísimo. Las familias se veían diezmadas por las enfermedades, la emigración, la comida escasa y el trabajo agotador. Para las muchachas más pobres, el matrimonio podía ser un destino muy cruel: ligadas por el deber de obediencia a la familia de su marido, podía no haber gran diferencia entre ellas y una esclava. Cuando no eran entregadas como concubinas o esposos mucho más mayores o gravemente enfermos, con la esperanza de que su sangre juvenil transmitiera a sus cónyuges nuevo vigor.
“Yo era la octava de doce hermanos, pero únicamente cuatro llegamos a adultos. Sabía que si me casaba y tenía hijos, intentar sacarlos adelante supondría enormes sufrimientos”, cuenta. En cambio, si elegía “peinarse sola”, “tendría más oportunidades y podría ayudar a mis padres y mis hermanos con mi trabajo”.
Los padres de Liang habían intentado buscarle marido en varias ocasiones. “Querían presentarme candidatos, pero yo no. Uno estaba empecinado en casarse conmigo, pero yo le rechacé”, recuerda con una sonrisa pícara esta mujer menuda y encorvada, cuyo cabello aún oscuro y vitalidad desbordante contradicen su avanzada edad.
Liang habla en el templo de Bingyutang, en la aldea de Shatou, al que acude cada día para echar una mano. Desde 2012, esta apacible construcción de dos pisos, que con su jardín de moreras, arcos y patio cuadrado puede recordar a una mezquita, se ha transformado en museo para homenajear a esas mujeres que con su independencia fueron -por elección o necesidad, y desde luego sin pretenderlo- una suerte de protofeministas chinas. En su interior, aún es posible creerse casi en la China de los años 40. Fuera, polígono tras polígono industrial revela la actual prosperidad del otrora depauperado delta, hoy una de las regiones más ricas del país.
Convertirse en zishunü requería una solemne ceremonia que marcaba que, a partir de entonces, la joven dejaba de ser casadera. Tras bañarse y llevar las ofrendas al templo, llegaba el momento de que su madre, o una zishunüveterana, le deshiciera la trenza. A partir de entonces, la joven quedaba comprometida a “peinarse sola, cocinarse sola, compartir las lágrimas y las alegrías solo consigo misma y vivir su propia vida”.
Arrepentirse y fundar una familia, una vez dado ese paso, era imposible. La promesa equivalía a un voto religioso y romper la castidad costaba la muerte a manos de sus convecinos. Pero Liang asegura que a ella nunca se le pasó por la cabeza cambiar de situación.
Formulada la promesa, algunas de las zishunü siguieron viviendo en la casa familiar para cuidar de sus padres. Otras convivían con grupos de más “peinadoras solas”. Muchas se emplearon en fábricas o como trabajadoras domésticas. Liang se marchó a la ciudad, a Cantón, para cuidar niños. “Sabía hacer muchas cosas. Sabía criar peces, coser, cuidar de los gusanos de seda y de los animales de granja. Me podía ganar la vida con facilidad”.
Estas mujeres vivían frugalmente. El dinero que ganaban, además de sustentarlas, iba a parar a sus familias, a costear la educación, las bodas u otros gastos de sus hermanos o padres.
A partir de los años 40, con la guerra y la transformación de China, la seda perdió empuje y la cultura zishunü entró en decadencia. Muchas de estas mujeres emigraron a Hong Kong, a Malasia o a Singapur, desde donde siguieron enviando un dinero fundamental en un país pobre hasta hace apenas tres décadas. Edificaciones como Bingyutang se construyeron para acogerlas y cuidarlas a medida que fueron envejeciendo y regresando.
Apenas quedan ya supervivientes y en Bingyutang ya no habita nadie. Fuera de Cantón o de la vecina Hong Kong, poca gente ha oído hablar de las mujeres que se peinaban solas. En una de sus esquinas, frente a un altar, arden unos palillos de incienso. Son ofrendas a los cerca de 360 nombres inscritos en una tablilla, los de las zishunü de Shatou y los alrededores. Unas tiras rojas marcan los de aquellas aún vivas: una escasa decena, apenas.
Liang asegura que no lamenta ni se arrepiente de nada. La suya ha sido, asegura, una buena vida. Mira con benevolencia a las mujeres de hoy que reclaman igualdad y quieren desarrollar una carrera, ser libres, triunfar y ver mundo con o sin pareja, aunque insiste en que la situación “es diferente”.
“Entonces, se buscaba la independencia para poder apoyar económicamente a las familias. Era una cuestión de responsabilidad. Cuando las mujeres de hoy quieren independencia, es quizá para no tener esas cargas”, opina. Aunque añade, con una nueva sonrisa: “pero, de todos modos, es algo bueno”.