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sábado, 28 de abril de 2018

Emilio Lledó ; filósofo : Hay que hacer mentes libres

 Ha habido cosas traídas por la democracia, como la libertad de expresión, aunque no vale para nada si solo sirve para decir imbecilidades. 
La verdadera libertad de expresión es la que procede de la libertad de pensamiento. Lo que hay que hacer es mentes libres”.

¿Y no le tentó la política para transformar la educación? “No nunca. Habría sido tan radical que no habría durado ni dos días. Por ejemplo, pienso que el dinero no puede, en democracia, marcar las diferencias de la educación. Soy un adicto a la enseñanza pública

jueves, 26 de abril de 2018

La muerte de los padres

“La muerte del padre o de la madre es una ruptura porque rompe con aquella experiència originaria, la de sentirse amparado en el mundo, y uno se siente por primera vez perdido en el inmenso caos de los hechos” del libro «Elogio de la madurez»

martes, 24 de abril de 2018

Montaigne

"Los libros son el mejor viático que he encontrado para este humano viaje. En ellos busco solamente deleitarme con una honesta ocupación; o, si estudio, no busco otra cosa que la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo y que me enseña a morir bien y a vivir bien"-

zishunü, una “mujer que se peina sola”.

rado amor…”
La mañana en que Liang Jieyun renunció para siempre a casarse, hace casi 70 años, se levantó temprano. Su familia sacrificó una gallina a la diosa Guanyin, protectora de la fortuna y de las mujeres, en el templo de su aldea de Cantón, en el sureste de China. Su madre le deshizo la trenza que la identificaba como doncella. A continuación, murmurando entre dientes las palabras rituales, y con golpes de peine expertos, le ató el cabello en el moño característico de las mujeres casadas. Ella, sonriente, ofreció té y viandas a sus parientes, como en cualquier otra boda. Pero no había marido. A los 22 años, Liang había elegido convertirse en una zishunü, una “mujer que se peina sola”.


Casarse y tener hijos siempre ha sido un destino sin discusión para la inmensa mayoría de los jóvenes chinos. La tradición confuciana obliga a que los hijos continúen el linaje y se hagan cargo de sus padres mayores y hace que los progenitores no consideren completa su labor hasta que el último de sus vástagos no se haya casado. Aún hoy, es posible ver en los parques chinos a hombres y mujeres mayores con fotos y currículum de sus hijos en edad de merecer, para tratar de encontrarles una pareja adecuada. Las reuniones familiares suelen convertirse en una sesión de interrogatorio para los solteros. Sobre todo si se trata de una mujer y se acerca a los 30, la edad en la que corre peligro -según las comadres- de quedarse soltera, una “mujer sobrante”.
Aunque para las mujeres persiste la desigualdad en muchas áreas -diferencia salarial, violencia de género, una mentalidad que aún prefiere hijos varones, especialmente en el campo-, algunas cosas están cambiando. El índice de matrimonios desciende cada año y asciende el de divorcios. Cada vez más mujeres, optan por anteponer su carrera a una vida de pareja; una boda queda para más adelante, o no llega nunca. Pero esa decisión aún suele chocar en las familias y los círculos de amigos.
No fue así siempre. No en toda China. Hasta los años 40 del siglo pasado, entre las mujeres del delta del río de la Perla, en Cantón, la de Liang no era una decisión rara. Desde el siglo XIX, con los estertores de la dinastía Qing y el auge de la industria de la seda, se había convertido en costumbre en esta zona que las muchachas que lo desearan -o que sentían que no había más opción- trabajaran por su cuenta, sin depender de nadie y sin casarse jamás. Eran las llamadas zishunü, en mandarín, o jisornoi en cantonés.

"NIÑA, ¿CUÁNDO PIENSAS CASARTE?"

M.V.L.
“¿A qué esperas para casarte? ¿No estás esperando demasiado? ¿No eres demasiado exigente? Prácticamente todas las familias de China preguntan lo mismo. Una chica tiene que tener un novio, un buen chico que te cuide. No conciben que no te cases”, explica Lisa Yin, una administrativa de 30 años residente en Pekín y soltera.
Pero los jóvenes cada vez resisten más esa presión familiar y social. La cohabitación, una rareza hace veinte años, es cada vez más habitual. En 2016 las bodas cayeron en un 6,7% con respecto al año anterior. En 2015, el descenso fue del 6,3%, según el Ministerio de Asuntos Civiles. La edad media de los contrayentes va subiendo: en el censo de 2010, para los varones era de 26,7 años y para las mujeres, 24,9; diez años antes, ellos se casaban a una edad media de 25,3 años, y ellas a los 23,4.
Entre las mujeres de 18 a 29 años, aproximadamente un tercio de las de clase alta, un 18% de las de clase media y un 22% de las de clase trabajadora están solteras, según una encuesta elaborada por Pan Suining, director honorario del Instituto para la Investigación sobre Sexualidad y Género de la Universidad Renmin, y que publica el digital “Sixth Tone”.
Chi Jinli, de 42 años, no se ha casado nunca. “Cuando llegué a los 27 años, mis padres estaban muy preocupados sobre mi boda. Según la tradición, ya iba tarde. Estuvieron preguntando a la gente que conocían para que me presentaran hombres solteros. Salí con algunos un par de veces, pero nunca tuve ganas de casarme con ninguno. Me siento cómoda viviendo sola. Y a partir de los 35 años mis padres debieron pensar que ya nadie querría casarse con un vejestorio como yo, así que desde entonces me han dejado en paz”.
Aunque para las zishunü, su relativo grado de autonomía no vino privado de sacrificios. Para poder “peinarse solas” debían aceptar una vida de abstinencia sexual. Y una estricta vigilancia de su comportamiento por parte de sus vecinos.
Para Liang, la decisión fue algo natural, según recuerda ahora a sus 89 ó 90 años (no sabe con seguridad). Bajo el peso de años de desgobierno y guerras, el día a día de aquella esquina de una China rural paupérrima era durísimo. Las familias se veían diezmadas por las enfermedades, la emigración, la comida escasa y el trabajo agotador. Para las muchachas más pobres, el matrimonio podía ser un destino muy cruel: ligadas por el deber de obediencia a la familia de su marido, podía no haber gran diferencia entre ellas y una esclava. Cuando no eran entregadas como concubinas o esposos mucho más mayores o gravemente enfermos, con la esperanza de que su sangre juvenil transmitiera a sus cónyuges nuevo vigor.
“Yo era la octava de doce hermanos, pero únicamente cuatro llegamos a adultos. Sabía que si me casaba y tenía hijos, intentar sacarlos adelante supondría enormes sufrimientos”, cuenta. En cambio, si elegía “peinarse sola”, “tendría más oportunidades y podría ayudar a mis padres y mis hermanos con mi trabajo”.
Los padres de Liang habían intentado buscarle marido en varias ocasiones. “Querían presentarme candidatos, pero yo no. Uno estaba empecinado en casarse conmigo, pero yo le rechacé”, recuerda con una sonrisa pícara esta mujer menuda y encorvada, cuyo cabello aún oscuro y vitalidad desbordante contradicen su avanzada edad.
Liang habla en el templo de Bingyutang, en la aldea de Shatou, al que acude cada día para echar una mano. Desde 2012, esta apacible construcción de dos pisos, que con su jardín de moreras, arcos y patio cuadrado puede recordar a una mezquita, se ha transformado en museo para homenajear a esas mujeres que con su independencia fueron -por elección o necesidad, y desde luego sin pretenderlo- una suerte de protofeministas chinas. En su interior, aún es posible creerse casi en la China de los años 40. Fuera, polígono tras polígono industrial revela la actual prosperidad del otrora depauperado delta, hoy una de las regiones más ricas del país.
Convertirse en zishunü requería una solemne ceremonia que marcaba que, a partir de entonces, la joven dejaba de ser casadera. Tras bañarse y llevar las ofrendas al templo, llegaba el momento de que su madre, o una zishunüveterana, le deshiciera la trenza. A partir de entonces, la joven quedaba comprometida a “peinarse sola, cocinarse sola, compartir las lágrimas y las alegrías solo consigo misma y vivir su propia vida”.
Arrepentirse y fundar una familia, una vez dado ese paso, era imposible. La promesa equivalía a un voto religioso y romper la castidad costaba la muerte a manos de sus convecinos. Pero Liang asegura que a ella nunca se le pasó por la cabeza cambiar de situación.
Formulada la promesa, algunas de las zishunü siguieron viviendo en la casa familiar para cuidar de sus padres. Otras convivían con grupos de más “peinadoras solas”. Muchas se emplearon en fábricas o como trabajadoras domésticas. Liang se marchó a la ciudad, a Cantón, para cuidar niños. “Sabía hacer muchas cosas. Sabía criar peces, coser, cuidar de los gusanos de seda y de los animales de granja. Me podía ganar la vida con facilidad”.
Estas mujeres vivían frugalmente. El dinero que ganaban, además de sustentarlas, iba a parar a sus familias, a costear la educación, las bodas u otros gastos de sus hermanos o padres.
A partir de los años 40, con la guerra y la transformación de China, la seda perdió empuje y la cultura zishunü entró en decadencia. Muchas de estas mujeres emigraron a Hong Kong, a Malasia o a Singapur, desde donde siguieron enviando un dinero fundamental en un país pobre hasta hace apenas tres décadas. Edificaciones como Bingyutang se construyeron para acogerlas y cuidarlas a medida que fueron envejeciendo y regresando.
Apenas quedan ya supervivientes y en Bingyutang ya no habita nadie. Fuera de Cantón o de la vecina Hong Kong, poca gente ha oído hablar de las mujeres que se peinaban solas. En una de sus esquinas, frente a un altar, arden unos palillos de incienso. Son ofrendas a los cerca de 360 nombres inscritos en una tablilla, los de las zishunü de Shatou y los alrededores. Unas tiras rojas marcan los de aquellas aún vivas: una escasa decena, apenas.
Liang asegura que no lamenta ni se arrepiente de nada. La suya ha sido, asegura, una buena vida. Mira con benevolencia a las mujeres de hoy que reclaman igualdad y quieren desarrollar una carrera, ser libres, triunfar y ver mundo con o sin pareja, aunque insiste en que la situación “es diferente”.
“Entonces, se buscaba la independencia para poder apoyar económicamente a las familias. Era una cuestión de responsabilidad. Cuando las mujeres de hoy quieren independencia, es quizá para no tener esas cargas”, opina. Aunque añade, con una nueva sonrisa: “pero, de todos modos, es algo bueno”.

jueves, 19 de abril de 2018

La verdad interna de la palabra

Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. "Dar la palabra", un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. En lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la "unidad espiritual" de Europa. Europa era una cultura; no, como alardean los portavoces del presente, una marca.

GANSOS SALVAJES Mary Oliver



No tenés que ser bueno.
No tenés que caminar de rodillas
cien kilómetros por el desierto, arrepintiéndote.
Solamente tenés que dejar que el animal sumiso que es tu cuerpo
ame lo que ama.
Contame de tu desesperanza, que yo te cuento de la mía.
Mientras tanto el mundo sigue.
Mientras tanto el sol y las piedritas claras de la lluvia
se mueven por los paisajes,
sobre los prados y los árboles frondosos,
las montañas y los ríos.
Mientras tanto, arriba, en el aire limpio y azul, los gansos salvajes
vuelven a casa una vez más.
Seas quien seas, no importa qué tan solo estés,
el mundo se ofrece a tu imaginación,
te llama como los gansos salvajes, ensordecedor y fascinante
anunciándote una y otra vez tu lugar


en la familia de las cosas.

viernes, 13 de abril de 2018

Coll d ´Nargo . LLeida con Martha y Gina


Desmond Tutu

Una persona con ubuntu es abierta y está disponible para los demás, respalda a los demás, no se siente amenazado cuando otros son capaces y son buenos en algo, porque está seguro de sí mismo ya que sabe que pertenece a una gran totalidad, que se decrece cuando otras personas son humilladas o menospreciadas, cuando otros son torturados u oprimidos.

El refugio de la memoria (Taurus), de Tony Judt,





Juan Antonio González Fuentes

Van cayéndome los años encima, lo que en todo caso no es ninguna novedad. La novedad, momentánea, es estar muerto. Con los años acumulándose en la piel y las arterias, también se van acumulando los libros, y con ellos las lecturas. Llevo una racha que yo mismo he calificado como bastante buena. Siete y ocho libros leídos al mes a lo largo de los últimos años. No sale mal número. Leo como un omnívoro: algo de poesía, algo de historia, alguna ficción narrativa, memorias, biografías, ensayos, pensamiento… Siguiendo este régimen lector lo cierto es que me encuentro ante una paradoja. Por un lado cada vez me gusta más leer, y por otro cada vez me topo con menos lecturas que podría calificar como memorables. Tal vez la ecuación resultante sea la lógica. Pero francamente da algo de rabia no sentirse cada vez que se coge un libro con la emoción y el entusiasmo anhelados. Caigo en la cuenta de que con la lectura ocurre algo semejante a lo que pasa con algunas drogas: para lograr el mismo efecto necesitas más cantidad, es decir, engullir más páginas a la busca y captura del nuevo “subidón” que te pasme y estremezca.

En cuanto a mis lecturas, creo sinceramente que me muevo en un nivel notable, pero también es cierto que alcanzar el “subidón” se hace a cada libro más difícil y complicado. Ocurre muy pocas veces. Ahora me está ocurriendo. ¿Con qué libro? Con el de un autor del que sabía cosas sin haber leído nunca nada de él. Me refiero a Tony Judt (Londres, 1948-Nueva York, 2010), un historiador formidable autor de lo que todos los expertos han calificado de obra maestra: Postguerra (Taurus, 2006).

Tony Judt estudió en el mítico King’s College de Cambridge y en la École Normale Supérieure de París. Luego impartió clases en las universidades de Cambridge, Oxford, Berkeley y Nueva York, en esta última ocupó la cátedra de Estudios Europeos que él fundó en 1995. Autor y editor de más de una decena de libros, entre ellos Sobre el olvidado siglo XX (Taurus, 2008) y Pasado imperfecto (Taurus, 2007), Judt colaboró con publicaciones periódicas de gran prestigio como The New York Times o The Times Literary Supplement. Galardonado con numerosos e importantes premios, Judt murió en agosto del pasado año de una enfermedad degenerativa.

Tony Judt: El refugio de la memoria (Taurus, 2011)

Tony Judt: El refugio de la memoria (Taurus, 2011)
Precisamente el libro que me está sobrecogiendo, El refugio de la memoria (Taurus, 2011), está compuesto por capítulos en los que el autor evoca algún recuerdo importante de su pasado por medio de una memoria que solo cabe calificar como prodigiosa. Cuenta Judt en el comienzo de esta pasmosa, sobrecogedora y original autobiografía que se decidió a dictar los capítulos sabedor de que el tiempo del que disponía era muy limitado: a lo sumo unos cuantos meses, quizá poco más de un año. La enfermedad degenerativa lo tenía completamente postrado. No podía mover ni un músculo, lo tenían que rascar, que mover, incluso que asegurar en la cama para que no se moviese ni un milímetro en el transcurso de la noche. Judt no podía hacer absolutamente nada. Solo esperar la muerte y sus avances lentos pero inexorables. Así que durante las terribles noches en las que todo estaba en silencio, todo el mundo descansaba y él no podía conciliar el sueño, se decidió por rememorar, es decir, por recordar con pelos y señales algunos episodios de su vida. El método consistía en ser radicalmente exacto en la remembranza. Por ejemplo, recorrer una y otra vez los lugares habitados: los pasillos, las habitaciones, los rincones…, y en ellos situar los objetos, olores, sensaciones… El fruto de estos viajes al pasado eran dictados por la mañana.

El resultado es una autobiografía bellísima, en la que la propia memoria, la vida que bulle en el interior de la propia cabeza en los momentos en los que todo alrededor se desmorona definitivamente, es la única fuente utilizada para escribir la propia historia, y con ella las circunstancias de un mundo que se desvanece: el propio, el vivido en y con los demás.

El refugio de la memoria es un libro sobrecogedor en el que como bien explicita el título, la propia memoria, los propios recuerdos de lo que fue para nosotros, se convierte no solo en fuente histórica, sino principalmente en el último refugio que le queda a un moribundo para sentir, amar, vivir y trabajar. La memoria y los recuerdos como refugio. La memoria como esencia de haber sido y la posibilidad de seguir siendo en el recuerdo propio y en el de los demás.  

miércoles, 11 de abril de 2018

El cirujano inglés, a propósito de Henry Marsh








No hace demasiado escribí sobre Ian Harris, un traumatólogo australiano, después de haber leído su libro "Surgery, the ultimate placebo". Recuerdo que Harris defiende el rigor en las indicaciones quirúrgicas tras haber observado que más de la mitad de la cirugía que se practica no tiene suficiente apoyo de evidencia científica consistente. Ahora he terminado el libro "Do no harm" traducido al castellano por "Ante todo no hagas daño", de Henry Marsh, un neurocirujano inglés en el dintel de la jubilación, y me veo inmerso inevitablemente en la comparación entre los dos textos: el primero, el de Harris, es un ensayo escrito por alguien que ama la cirugía y que cree que demasiado a menudo se practica con escaso rigor, mientras que el segundo, el de Marsh, es una biografía de gran nivel literario, no en vano ha recibido varios reconocimientos, elaborada a partir de las notas que el cirujano ha ido tomando a lo largo de su carrera. Marsh, como Harris, es un apasionado de su trabajo, pero su aportación literaria no procede de la exaltación científica sino de los aprendizajes que ha sacado de los propios errores. El veterano neurocirujano inglés no ha publicado ninguna investigación reveladora, no ha liderado ningún descubrimiento innovador. Su honestidad y sus manos son su fuerza.



Según Marsh, cada cirujano arrastra su pequeño cementerio, y es en el suyo donde él busca las lecciones para seguir mejorando: ¿Qué pasó? ¿Por qué quise resecar más de la cuenta si me sentía demasiado cansado? El neurocirujano, después de haber intervenido a más de 15.000 personas, reclama ahora más humildad a sus colegas. El, en el libro, da el primer paso recordando uno a uno los casos que no le fueron bien. Analiza los motivos y extrae lecciones, pero lo que hace más entrañable la lectura es cuando el autor va más allá de la retórica profesional y recuerda también cómo se llamaban aquellas personas, cómo eran y cómo aquellos procesos clínicos tan desastrosos les afectaron sus vidas y las de sus familias.

Decisiones clínicas compartidas

Marsh reflexiona sobre las relaciones que mantiene con los pacientes. La vinculación emocional la cree necesaria, de hecho él no sabría hacerlo de otra manera, es un hombre temperamental, pero -según afirma- hay que saber encontrar un equilibrio, que no ha parado nunca de buscar. Los pacientes deben ser tratados con franqueza, aunque -admite- la dificultad aparece cuando no hay esperanza y el paciente quiere aferrarse a un hierro candente. Según Marsh, saber transmitir la profunda tristeza que supone no poder ayudar lo suficiente, es una de las dificultades más grandes que afronta cualquier médico.

Cantidad o calidad de vida

Cuando el pronóstico es malo, muchas personas se sienten desconcertadas. A veces operar, a pesar de los riesgos evidentes, les abre excesivas expectativas, y la mayoría cree que lo malo que les dicen que puede pasar es para los demás; mientras que la decisión de no operar es una opción menos atractiva, aunque, imaginemos, sea objetivamente la más recomendable, debido a que a todos, incluido al cirujano, si no se hace nada, les queda la sensación de que se ha tirado la toalla antes de tiempo. En una entrevista de Carles Capdevila, Henry Marsh dice que en este punto las personas deberían plantearse por qué vale la pena vivir, pero eso muchos no quieren, o no pueden hacerlo, sólo quieren escuchar opciones terapéuticas que les prometen más cantidad de vida, a pesar de los riesgos inherentes a dichos tratamientos. Son situaciones de gran incertidumbre en las que, a menudo, el cirujano se ve en la insoportable presión de tener que decidir sobre cómo deben ser los últimos días de los pacientes.

"El cirujano inglés"

Henry Marsh, en plena dictadura comunista, fue invitado a Kiev a dar unas conferencias. Quedó impresionado por la sordidez de los hospitales ucranianos y conoció a Igor Kurilets, un neurocirujano joven represaliado por el régimen por sus propuestas demasiado osadas sobre la práctica de la medicina. Igor y Henry se hicieron amigos y, desde entonces, el cirujano inglés estableció un puente Londres-Kiev, que abrió paso a una intensa relación profesional, incluyendo donaciones de material quirúrgico, por lo que, como mínimo una vez al año, Marsh hace una estancia en el hospital de su amigo ucraniano donde visita los casos más graves, opera algunos y, sobre todo, enseña una manera honesta y entrañable de practicar la medicina.

En 2007 el canal Odisea grabó un documental, "The english surgeon", multi-premiado, basado en las actividades de Henry Marsh en Ucrania. En youtube podrán encontrar la versión original en inglés, además de una traducida al castellano (que es la linkada).



El documental es sensacional, como no podría ser de otra manera tratándose de Henry Marsh, y en él he visto dos cosas imposibles de captar en el libro. La primera es ver Marsh pasando visita en el hospital de Kiev, donde me ha llamado la atención su emoción genuina en los casos en los que no hay nada que hacer, y la segunda es como trata el caso de Tania, una niña con un tumor cerebral que operó él mismo en Londres, en un proceso clínico que fue mal. Pues bien, en el documental se ve como Henry e Igor van a la casa de Katia, la madre de Tania, visitan primero la tumba de la niña y después aceptan la invitación de merendar con la familia. Conmovedor.

domingo, 8 de abril de 2018

Recuerdos de la Universidad Juan Carlos I

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Exilio voluntario

Roberto Bolaño : Se puede tener nostalgia por la tierra en donde uno estuvo a punto de morir ? Se puede tener nostalgia por la pobreza, la intolerancia , la prepotencia , la injusticia ?
Nadie obligó a Thomas Mann a exilarse . Seguramente las SS hubieran preferido que Thomas Mann no se exiliase.
Nunca se analizan la trascendencia que tienen las razones que llevan a una persona a separarse voluntariamente del territorio que le vio nacer

jueves, 5 de abril de 2018

Indefensos ante la manipulación - Rafael Argullol


Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Orgaos, a 60 kilómetros de la capital carioca. . Hay un museo  dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.
En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta entonces los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio Zweig.
Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la policía. En realidad era un documento tan singular que sólo podía estar dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado por el nazismo. Finalizaba: "Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma (...). Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos". Su obra desapareció de las estanterías, como si los nazis hubieran conseguido exterminarla.
En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado retorno de Zweig a las librerías de los países europeos. Cuando un retorno de este tipo se produce no hay duda de que la época, con sus interrogantes, lo exige, aunque sea de manera oblicua.
Recientemente he releído El mundo de ayer; Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo a un libro escrito en circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que tenemos -no tenemos- necesidad de definir actos como este.
Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había "destruido a sí misma", ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.
Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. "Dar la palabra", un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. En lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la "unidad espiritual" de Europa. Europa era una cultura; no, como alardean los portavoces del presente, una marca.
Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena.