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miércoles, 27 de febrero de 2019

Please do not touch


Malos tiempos para el buen clínico ( del blog El Gerente Demediado )


“Hoy en día, se incita a los médicos a meterlo todo en un ordenador, con fines epidemiológicos, estadísticos, contables. Pero nadie parece querer grabar en su memoria el nombre ni la cara de la gente, recordar el primer encuentro, las primeras emociones, las sorpresas, los detalles cómicos, las historias trágicas, las incomprensiones, los silencios”

Las confesiones del Doctor Sachs. Martin Winckler.
Hubo un tiempo en que la meta de cualquier medico era convertirse en un buen clínico, alguien capaz de afrontar cualquier problema por vago o intrincado que fuera y encontrarle el diagnostico adecuado. Hoy las cosas han cambiado. Ahora la preocupación dominante es publicar en revistas de impacto o participar en proyectos de investigación, a ser posible europeos. Algo imprescindible  para progresar en la carrera profesional.
Tuve la inmensa suerte de formarme con alguien que era , esencialmente, un  clínico excepcional. Alguien no excesivamente conocido profesionalmente, que no ocupó cargos de gestión relevante, ni dirigió la política sanitaria de ningún partido, ni fue líder de opinión de nada. Si uno busca su nombre en Pubmed encuentra 10 referencias en treinta años,  todas ellas en revista españolas. Pero en aquel tiempo en que muchos de sus compañeros hacían curriculum publicando las cosas más diversas (  a menudo superfluas), él se dedicaba simplemente a ver pacientes. Si en aquel hospital alguien tenia un caso especialmente peliagudo, buscaba el asesoramiento del Dr. Aréchaga. Si alguien tenia un familiar enfermo, recurría a Santi Aréchaga.
La poca medicina que sé, la aprendí de él. La importancia de escuchar al paciente ( y no a sus acompañantes) con toda la atención puesta en ello. Mirando a los ojos, dejándole hablar. Lo minuciosa que puede llegar a ser una buena exploración física, no tanto por lo enrevesado de las maniobras, sino por lo atento y cuidadoso que se debe ser al tocar, a la búsqueda de información, en un cuerpo enfermo, alterado ,dolorido. La diferencia existente entre un verdadero diagnostico diferencial y una mera lista de diagnósticos posibles, para lo que se precisa de un conocimiento exhaustivo e inmediato. La importancia de ese momento único en que el paciente aguarda el juicio  diagnostico como el que espera un veredicto. Y lo difícil que resulta siempre encontrar el equilibrio entre no mentir y no angustiar.
En aquella época, cada vez mas lejana, los residentes andábamos entretenidos en la carrera armamentística intervencionista: a ver quien realizaba antes un procedimiento más complejo, en cuya cima estaba colocar vías centrales en sitios inauditos. El buen diagnostico se dejaba a gente como el Dr. Aréchaga, porque requería un dosis de lectura , análisis, reflexión y memorización a la que no todos estábamos dispuestos.
A raíz de un problema familiar vuelvo a contemplar la diferencia entre los buenos clínicos y los clínicos rutinarios. Y tengo la suerte de encontrar médicos de esos anónimos, a los que solo recuerdan sus pacientes, los que no salen en ruedas de prensa con consejeras y ministras tras realizar un transplante prodigioso, ni aparecen en la radio o el telediario de las 9 dando consejos y pautas de correcto comportamiento para pacientes obedientes.
Gente anónima capaz de hacer una historia clínica completa aunque fuera de la consulta los pacientes refunfuñen por el retraso que lleva, y sus indicadores de espera no sean los adecuados. Médicos de los que siguen tomando notas en papel mientras escuchan al paciente y miran a los ojos ( y no a la esclavizante pantalla del ordenador). Gente que sigue sabiendo hacer una exploración neurológica completa, solo con las manos, un martillo y una linterna. Capaces de demostrar todo lo que saben, que solo solicitan las pruebas estrictamente imprescindibles, que demuestran  que se han estudiado el caso entre visita y visita, que relativizan el resultado de las pruebas en función de la evolución, que no recurren al sagrado TAC o a la divina Resonancia Magnética hasta que no resulta estrictamente imprescindible. Personas que se apoyan en la ayuda del tiempo (esperan y ven) para desenmascarar al trastorno culpable.
Mientras tanto enseñamos a los residentes, a los futuros médicos  otro tipo de comportamientos: el de la atención rutinaria, estandarizada y sistemática , estudiando a los pacientes como si fuesen piezas defectuosas de una fábrica de tornillos. En donde se trata principalmente de aplicar el protocolo establecido (glucemia, presión  arterial electrocardiograma), y si todo es normal “acicalar y largar” ( como decía el Gordo de la Casa de Dios) . Cubriéndonos las espaldas con etiquetas  como “ se descarta patología urgente, o “trastorno funcional”, simplemente porque el tornillo humano no cuadra con lo que hay escrito en nuestro protocolo.

El medico que progresa adecuadamente, el que es acreditado por las agencias del ramo, el que recibe reconocimientos y premios, es el que es capaz de documentar que tiene publicaciones en revistas de impacto del primer cuartil, aunque la haya hecho con un primo coreano y vaya de vigésimo autor sobre un modelo de determinación enzimática en ratas asiáticas. El buen clínico, el que atiende a pacientes en consultas atestadas y sigue aplicando rigurosamente su saber, carece de la valoración, el apoyo y la consideración de políticos, gestores e instituciones, salvo cuando alguien cercano se pone enfermo.  Solo tienen el reconocimiento silencioso de todos aquellos que aprecian su trabajo y conocimiento. Cuando se vuelve a leer algún capitulo del Harrison ( además de comprobar una vez mas lo excepcional del texto) se comprueba lo difícil que resulta y el esfuerzo que precisa adquirir ese saber. Y lo poco que, por desgracia, lo apreciamos.

sábado, 23 de febrero de 2019

K. Hepburn

Hepburn le espetó a un periodista: «Yo soy atea y eso es todo. Creo que no hay nada que podamos saber   excepto que debemos ser amables con los demás y hacer lo que podamos por  otras personas» 

martes, 19 de febrero de 2019

La ética de Confucio

Hay tres principios clave que se enfatizan en las enseñanzas de Confucio, los principios de Li, Jen y Chun-Tzu. El término Li tiene varios significados, y suele traducirse como decoro, reverencia, cortesía, ritual o la norma de conducta ideal. Es lo que Confucio consideraba como la norma ideal del comportamiento religioso, moral y social.
El segundo concepto clave es el principio de Jen. Es la virtud fundamental de la enseñanza confucianista. Jen es la virtud de la bondad y la benevolencia. Se expresa mediante el reconocimiento del valor de los demás y la preocupación por ellos, independientemente de su rango o clase. En las Analectas, Confucio resume el principio de Jen en esta afirmación, que suele ser llamada la Regla de Plata: "No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti" (Analectas 15:23). Li brinda la estructura para la interacción moral. Jen lo convierte en un sistema moral. El tercer concepto importante es el de Chun-Tzu, la idea del verdadero caballero. Es el hombre que vive de acuerdo con las normas éticas más elevadas. El caballero muestra cinco virtudes: autorrespeto, generosidad, sinceridad, persistencia y benevolencia. Sus relaciones se describen de la siguiente forma: como hijo, siempre es leal; como padre, es justo y amable; como oficial, es leal y fiel; como esposo, es recto y justo; y, como amigo, es fiel y discreto. Si todos los hombres vivieran según los principios de Li y de Jen, y se esforzaran por tener el carácter de un verdadero caballero, la justicia y la armonía gobernarían

lunes, 18 de febrero de 2019

Bertrand Russell

Aldous Huxley on How We Become Who We Are

Aldous Huxley on How We Become Who We Are, How to Get Out of Our Own Way, and the Necessity of Mind-Body Education

“In all the activities of life, from the simplest physical activities to the highest intellectual and spiritual activities, our whole effort must be to get out of our own light.”

Aldous Huxley endures as one of the most visionary and unusual minds of the twentieth century — a man of strong convictions about drugs, democracy, and religion and immensely prescient ideas about the role of technology in human life; a prominent fixture ofCarl Sagan’s reading list; and the author of a little-known allegorical children’s book.
In one of his twenty-six altogether excellent essays inThe Divine Within: Selected Writings on Enlightenment(public library), Huxley sets out to answer the question of who we are — an enormous question that, he points out, entails a number of complex relationships: between and among humans, between humanity and nature, between the cultural traditions of different societies, between the values and belief systems of the present and the past.
Writing in 1955, more than two decades after the publication of Brave New World, Huxley considers the stakes in this ultimate act of bravery:
What are we in relation to our own minds and bodies — or, seeing that there is not a single word, let us use it in a hyphenated form — our own mind-bodies? What are we in relation to this total organism in which we live?
[…]
The moment we begin thinking about it in any detail, we find ourselves confronted by all kinds of extremely difficult, unanswered, and maybe unanswerable questions.
These unanswerable questions, the value of which the great Hannah Arendt wouldextol as the basis of our civilization two decades later, challenge the very “who” of who we are. Huxley illustrates this with a most basic example:
I wish to raise my hand. Well, I raise it. But who raises it? Who is the “I” who raises my hand? Certainly it is not exclusively the “I” who is standing here talking, the “I” who signs the checks and has a history behind him, because I do not have the faintest idea how my hand was raised. All I know is that I expressed a wish for my hand to be raised, whereupon something within myself set to work, pulled the switches of a most elaborate nervous system, and made thirty or forty muscles — some of which contract and some of which relax at the same instant — function in perfect harmony so as to produce this extremely simple gesture. And of course, when we ask ourselves, how does my heart beat? how do we breathe? how do I digest my food? — we do not have the faintest idea.
[…]
We as personalities — as what we like to think of ourselves as being — are in fact only a very small part of an immense manifestation of activity, physical and mental, of which we are simply not aware. We have some control over this inasmuch as some actions being voluntary we can say, I want this to happen, and somebody else does the work for us. But meanwhile, many actions go on without our having the slightest consciousness of them, and … these vegetative actions can be grossly interfered with by our undesirable thoughts, our fears, our greeds, our angers, and so on…
The question then arises, How are we related to this? Why is it that we think of ourselves as only this minute part of a totality far larger than we are — a totality which according to many philosophers may actually be coextensive with the total activity of the universe?


Illustration from ‘You Are Stardust.’ Click image for more.

At a time when Alan Watts was beginning to popularize Eastern teachings in the West and prominent public figures like Jack Kerouac were turning to Buddhism, Huxley advances this cross-pollination of East and West. With an eye to pioneering psychologist and philosopher William James, who was among his greatest influences, he considers the notion that our consciousness is the filtering down of a larger universal consciousness, distilled in a way that benefits our survival:
Obviously, if we have to get out of the way of the traffic on Hollywood Boulevard, it is no good being aware of everything that is going on in the universe; we have to be aware of the approaching bus. And this is what the brain does for us: It narrows the field down so that we can go through life without getting into serious trouble.
But … we can and ought to open ourselves up and become what in fact we have always been from the beginning, that is to say … much more widely knowing than we normally think we are. We should realize our identity with what James called the cosmic consciousness and what in the East is called the Atman-Brahman. The end of life in all great religious traditions is the realization that the finite manifests the Infinite in its totality. This is, of course, a complete paradox when it is stated in words; nevertheless, it is one of the facts of experience.
But this deeper and more expansive sense of self, Huxley argues, is habitually obscured by the superficial shells we mistake for our selves:
The superficial self — the self which we call ourselves, which answers to our names and which goes about its business — has a terrible habit of imagining itself to be absolute in some sense… We know in an obscure and profound way that in the depths of our being … we are identical with the divine Ground. And we wish to realize this identity. But unfortunately, owing to the ignorance in which we live — partly a cultural product, partly a biological and voluntary product — we tend to look at ourselves, at this wretched little self, as being absolute. We either worship ourselves as such, or we project some magnified image of the self in an ideal or goal which falls short of the highest ideal or goal, and proceed to worship that.
Huxley admonishes against “the appalling dangers of idolatry” — a misguided attempt at communion with a greater truth that, in fact, renders us all the more separate:
Idolatry is … the worship of a part — especially the self or projection of the self — as though it were the absolute totality. And as soon as this happens, general disaster occurs.


Illustration by Giselle Potter from ‘To Do: A Book of Alphabets and Birthdays,’ Gertrude Stein’s little-known alphabet book. Click image for more.

Nearly half a century before Adrienne Rich lamented “the corruptions of language employed to manage our perceptions” in her spectacular critique of capitalism, Huxley argues that the uses and misuses of language mediate our relationship with the self and are responsible for our tendency to confuse the deeper self with the superficial self:
This is the greatest gift which man has ever received or given himself, the gift of language. But we have to remember that although language is absolutely essential to us, it can also be absolutely fatal because we use it wrongly. If we analyze our processes of living, we find that, I imagine, at least 50 percent of our life is spent in the universe of language. We are like icebergs, floating in a sea of immediate experience but projecting into the air of language. Icebergs are about four-fifths under water and one-fifth above. But, I would say, we are considerably more than that above. I should say, we are the best part of 50 percent — and, I suspect, some people are about 80 percent above in the world of language. They virtually never have a direct experience; they live entirely in terms of concepts.
It’s a sentiment triply poignant today, in an era when the so-called social media rely on language — both textual and the even more commodified visual language of photography — to convey and to manicure our conceptual perception of each other, often at the expense of the deeper truth of who we are. To be sure, Huxley recognizes that this reliance on concepts is evolutionarily necessary — another sensemaking mechanism for narrowing and organizing the uncontainable chaos of reality into comprehensible bits:
When we see a rose, we immediately say, rose. We do not say, I see a roundish mass of delicately shaded reds and pinks. We immediately pass from the actual experience to the concept.
[…]
We cannot help living to a very large extent in terms of concepts. We have to do so, because immediate experience is so chaotic and so immensely rich that in mere self-preservation we have to use the machinery of language to sort out what is of utility for us, what in any given context is of importance, and at the same time to try to understand—because it is only in terms of language that we can understand what is happening. We make generalizations and we go into higher and higher degrees of abstraction, which permit us to comprehend what we are up to, which we certainly would not if we did not have language. And in this way language is an immense boon, which we could not possibly do without.
But language has its limitations and its traps.
Much like Simone Weil argued that the language of algebra hijacked the scientific understanding of reality in the early twentieth century, Huxley asserts that verbal language is leading us to mistake the names we give to various aspects of reality for reality itself:
In general, we think that the pointing finger — the word — is the thing we point at… In reality, words are simply the signs of things. But many people treat things as though they were the signs and illustrations of words. When they see a thing, they immediately think of it as just being an illustration of a verbal category, which is absolutely fatal because this is not the case. And yet we cannot do without words. The whole of life is, after all, a process of walking on a tightrope. If you do not fall one way you fall the other, and each is equally bad. We cannot do without language, and yet if we take language too seriously we are in an extremely bad way. We somehow have to keep going on this knife-edge (every action of life is a knife-edge), being aware of the dangers and doing our best to keep out of them.
This, perhaps, is why David Whyte — as both a poet and a philosopher — is so well poised to unravel the deeper, truer meanings of common words.


Illustration by Giselle Potter from ‘To Do: A Book of Alphabets and Birthdays,’ Gertrude Stein’s little-known alphabet book. Click image for more.

The root of our over-reliance on language, Huxley argues, lies in our flawed education system, which is predominantly verbal at the expense of experiential learning. (A similar lament led young Susan Sontag to radically remix the timeline of education.) In a prescient case for today’s rise of tinkering schools and mind-body training for kids, Huxley writes:
The liberal arts … are little better than they were in the Middle Ages. In the Middle Ages the liberal arts were entirely verbal. The only two which were not verbal were astronomy and music… Although for hundreds of years we have been talking about mens sana in corpore sano, we really have not paid any serious attention to the problem of training the mind-body, the instrument which has to do with the learning, which has to do with the living. We give children compulsory games, a little drill, and so on, but this really does not amount in any sense to a training of the mind-body. We pour this verbal stuff into them without in any way preparing the organism for life or for understanding its position in the world — who it is, where it stands, how it is related to the universe. This is one of the oddest things.
Moreover, we do not even prepare the child to have any proper relation with its own mind-body.
One of the reasons for the lack of attention to the training of the mind-body is that this particular kind of teaching does not fall into any academic pigeonhole. This is one of the great problems in education: Everything takes place in a pigeonhole… The pigeonholes must be there because we cannot avoid specialization; but what we do need in academic institutions now is a few people who run about on the woodwork between the pigeonholes, and peep into all of them and see what can be done, and who are not closed to disciplines which do not happen to fit into any of the categories considered as valid by the present educational system!
The solution to this paralyzing rigidity, Huxley argues, lies in combining “relaxation and activity.” In a sentiment that calls to mind the Chinese concept of wu-wei —“trying not to try” — he writes:
Take the piano teacher, for example. He always says, Relax, relax. But how can you relax while your fingers are rushing over the keys? Yet they have to relax. The singing teacher and the golf pro say exactly the same thing. And in the realm of spiritual exercises we find that the person who teaches mental prayer does too. We have somehow to combine relaxation with activity…
The personal conscious self being a kind of small island in the midst of an enormous area of consciousness — what has to be relaxed is the personal self, the self that tries too hard, that thinks it knows what is what, that uses language. This has to be relaxed in order that the multiple powers at work within the deeper and wider self may come through and function as they should. In all psychophysical skills we have this curious fact of the law of reversed effort: the harder we try, the worse we do the thing.
Two decades before Julia Cameron penned her enduring psychoemotional toolkit for getting out of your own way, Huxley makes a beautiful case for the same idea:
We have to learn, so to speak, to get out of our own light, because with our personal self — this idolatrously worshiped self — we are continually standing in the light of this wider self — this not-self, if you like — which is associated with us and which this standing in the light prevents. We eclipse the illumination from within. And in all the activities of life, from the simplest physical activities to the highest intellectual and spiritual activities, our whole effort must be to get out of our own light.


Illustration by Lizi Boyd from ‘Flashlight.’ Click image for more.

The seed for this lifelong effort, Huxley concludes, must be planted in early education:
These [are] extremely important facets of education, which have been wholly neglected. I do not think that in ordinary schools you could teach what are called spiritual exercises, but you could certainly teach children how to use themselves in this relaxedly active way, how to perform these psychophysical skills without the frightful burden of overcoming the law of reversed effort.
The Divine Within is an illuminating read in its totality, exploring such subjects as time, religion, distraction, death, and the nature of reality. Complement it with Alan Watts on learning to live with presence in the age of anxiety and the great Zen teacher Thich Nhat Hanh on how to love.

sábado, 16 de febrero de 2019

Hilma Af Klint

una carta de amor de un cardiólogo


Esa chica llamada Jo March ( Mujercitas ) por Pattie Smith

Ningún libro me sirvió mejor como guía, cuando empecé a recorrer mi camino de juventud, que Mujercitas, la novela más querida de cuantas escribió Louise May Alcott. Yo era una soñadora flacucha de solo 10 años. La vida ya empezaba a plantear retos para un chicazo torpe que crecía en los cincuenta, una década que marcaba fuertes diferencias y roles entre los sexos. Con una absoluta falta de interés por las actividades que se supone que me correspondían, me iba en mi bicicleta azul a un lugar solitario en medio del bosque a leer, a menudo, una y otra vez, los libros que había sacado de la biblioteca. Era difícil verme sin un libro en las manos, y sacrificaba horas de sueño y de juego para entrar a fondo en cada uno de esos mundos únicos.
Muchos libros maravillosos cautivaron mi imaginación, pero algo extraordinario ocurrió con Mujercitas. Me reconocí como en un espejo en aquella chica larguirucha y testaruda que corría, se desgarraba las faldas trepando a los árboles, tenía un habla común y corriente y criticaba las pretensiones sociales. Una chica a la que se podía encontrar recostada contra un gran roble con un libro o en su mesa del ático inclinada sobre un manuscrito. Era Josephine March. Incluso su nombre respiraba libertad, una chica llamada Jo. Louisa May Alcott se había envuelto en su gloriosa capa, había trabajado en su propio escritorio y había creado un nuevo tipo de heroína. Una chica estadounidense del siglo XIX obstinadamente moderna. Una chica que escribía. Como innumerables jóvenes antes que yo, encontré un modelo en alguien que no se parecía a los demás, que poseía un alma revolucionaria y que también tenía sentido de la responsabilidad. Su dedicación al oficio me ofreció la primera ventana desde la que observar el trabajo de un escritor, y me inundó el deseo de asumir como propia esa vocación. Sus tropiezos, entre cómicos y audaces, eran envidiables y me daban permiso para cometer yo los míos.
Situada en Nueva Inglaterra a mediados del siglo XIX, en plena guerra de SecesiónMujercitas no es una epopeya arrolladora. Por el contrario, nos lleva a la atmósfera viva, combativa y cálida del cuarto de estar de la familia March. Allí nos presenta a las cuatro jóvenes hermanas, cada una con su curiosa personalidad, que desarrollan su propia energía. Descubrimos sus sueños y decepciones, sus peleas y su imaginación, el mundo que las rodea y en el que aprenden a moverse. Cada una luchando con lo suyo, pero conscientes de las expectativas que hay depositadas en ellas.
La familia March es gente refinada pero pobre, por debajo de la clase media, que pasa ciertas privaciones y es objeto de burlas por no llevar la vestimenta apropiada. En las primeras páginas, las cuatro niñas están acurrucadas en torno al fuego, lamentándose de pasar las Navidades solas, sin regalos bajo el árbol, con su padre en la guerra y su bondadosa madre ayudando a los pobres. Sin embargo, a falta de las comodidades que desean, siguen el ejemplo de su madre, y se privan aún más, donando lo poco que tienen a sus vecinos más desafortunados. Jo escribe relatos góticos, a penique la palabra, para ganar algo de dinero para la familia. Vende, para horror de todas, lo único de lo que presumía —su larga cabellera castaña— para ayudar a recaudar fondos para la guerra. ­Beth, terriblemente tímida, sale haga el tiempo que haga, en detrimento de su frágil salud, para atender a los hijos enfermos de otros más pobres que ellas. La mayor, la bella y controladora Meg, lucha contra su obsesivo deseo de tener cosas buenas y una mejor posición social. Pero, al mismo tiempo, es el centro estable, preocupado y moral de sus hermanas. Y la más pequeña, la artística y algo egocéntrica Amy, se convierte en una joven elegante y avanzada.
Como innumerables jóvenes antes que yo, encontré un modelo en alguien que no se parecía a los demás, que poseía un alma revolucionaria
Louisa May Alcott se inspiró vagamente en su propia familia para escribir Mujercitas. Como Jo, en quien es fácil ver a la autora, Al­cott era la segunda de cuatro hermanas. Su madre, que ponía el deber y la caridad por delante de todo, fue el modelo para la señora March. Su padre, idealista, enérgico y progresista, no aparece en la obra. Tal vez para evitar tener que hablar de su terrible inutilidad a la hora de cubrir las necesidades de la familia. Los Alcott se mudaron de casa unas 30 veces hasta que se establecieron en una granja en ruinas en Concord, Massachu­setts, la cuna del trascendentalismo. Ralph Waldo Emerson organizó la compra del terreno, rodeado de un frutal de manzanos. Henry David Thoreau ayudó al padre a reparar la casa. Alcott creció en un torbellino de conversaciones de algunas de las mentes más abiertas de su época: Emerson, Thoreau, Hawthorne y Whitman. A orillas del estanque de Walden, Thoreau colaboró con su padre en su educación, respondiendo a la batería de preguntas que ardían en la mente de la impetuosa niña.
Su infancia puede parecer que tiene un eco idílico, al crecer en un hogar inspirador, recibir una educación liberal y poder moverse con soltura entre los grandes pensadores del siglo XIX. Pero la realidad cotidiana era muy dura; la familia dormía en una casa que no tenía casi nada para calentarla en invierno, en colchones de paja sobre el suelo y, a menudo, sin nada que llevar a la mesa para cenar.
Alcott se propuso encontrar una manera de mantener a su familia, sacarla de la pobreza, igual que Jo pelea para mantener a la suya. Una promesa que yo también me hice, consciente de los apuros de mi propia familia en la posguerra.
Louisa deseaba e insistió en tener una habitación propia, y su padre le construyó un escritorio ovalado, con un tintero, que colocó entre dos ventanas. Ahí escribió sus primeros intentos de novelas pulp bajo el seudónimo de A. M. Barnard y pudo ganar el pan para toda la familia. Igual que Walt Whitman, se había jugado la vida como enfermera voluntaria durante la guerra de Secesión y había publicado Hospital Sketches (Escenas de hospital), texto que obtuvo una excelente acogida. Pero fue Mujercitas el que le dio, casi instantáneamente, un éxito en el ámbito nacional, seguridad económica y una legión de devotos lectores.
Alcott creció en un torbellino de conversaciones de algunas de las mentes más abiertas de su época: Emerson, Thoreau, Hawthorne y Whitman
El éxito de Mujercitas allanó el camino que se había fijado para el resto de su vida. Alcott se negó a casarse y a aceptar las convenciones sociales de su época. Escribió y viajó mucho por Europa. Como su personaje Jo, dio con su propio método para seguir su vocación creativa y, al mismo tiempo, prestar atención a asuntos domésticos cruciales, y siempre fue la que mantuvo a su familia y se responsabilizó de sus necesidades. Y, como Jo, en su trabajo, logró transmitir el gozo de su imaginación salvaje, sus desesperados anhelos y la tragedia de la pérdida. A través de las chicas March conocí la pobreza extrema y el coste de la guerra. Aprendí con Jo que el arte no es fruto solo de los sueños, sino también de la disciplina, de la entrega constante y confiada y la voluntad de aceptar las críticas certeras y aprender de ellas. Jo, como su autora, estaba siempre escribiendo y ensuciando el suelo con sus intentos fallidos, hasta que se despojó de todas esas capas y conectó con el centro de su expresión personal.
Tocada por la necesidad en la infancia, aprendí a mirar más allá, a otros menos afortunados. Tocada por la muerte de una amiga de niña, encontré el ejemplo de cómo asumir la pérdida de un ser querido. Cuando Beth cae gravemente enferma, suplica a la inconsolable Jo que no se aflija demasiado por ella. Decidida a estar a la altura del estoico valor de Beth, Jo encuentra las palabras necesarias para tranquilizar y confortar a su dulce hermana favorita. Unas palabras que me han acompañado siempre.
Más que nadie en el mundo, ­Beth, pensaba que no podía dejarte marchar, pero estoy aprendiendo a sentir que no te voy a perder, que estarás conmigo más que nunca, y que la muerte no podrá separarnos, aunque lo parezca”.
Hay momentos en la literatura en los que nace un nuevo personaje, uno que está en la cima con otros, emblemáticos de una época, o que se adelantan a ella. Han existido muchos personajes llenos de vida antes de Jo March, pero ninguno como ella, que escribe y siempre es fiel a sí misma. Crear el personaje de Jo en una época en la que las mujeres aún no podían votar fue un paso decisivo. Era una activista que predicaba con el ejemplo. Y desde la distancia tendiendo una mano de hermana, ella siempre ha estado ahí para recibir y saludar a chicas inconformistas como yo, con un meneo de su melena recortada y un guiño juguetón para decirnos que la sigamos. Para guiarnos, darnos aliento, plantar su huella en un camino que ella nos invita a seguir.
Uno puede imaginar a Louisa sentada en el escritorio construido por su padre, ante el arco blanco de la media luna, inventando situaciones nuevas para inspirarse y azuzar a sus lectores. Pero ninguna de sus obras tendría tanto eco como Mujercitas, un manual básico de la evolución y valor de la conciencia. La crónica de cuatro chicas inolvidables, cada una ofreciendo algo propio. Y Jo March, como su creadora, la comprensión del sacrificio, también como responsabilidad hacia una misma y hacia el propio arte. Louisa May Alcott infundió vida, risas y una esperanza y empeño infatigables a las hermanas March y, por tanto, a todas las mujercitas de su tiempo y del que estaba por llegar.
Patti Smith es cantante, poeta, artista y autora, entre otros libros, de Devoción (Lumen). Este texto es el prólogo a la edición de Mujercitas publicada por Penguin Classics, Penguin Random House, LLC. © 2018 Patti Smith