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“Primo Levi / 174517 / 1919-1987”. Un nombre. Un número de preso. Un año de nacimiento y otro de muerte. Dos palabras y tres números. No es fácil encontrar esa tumba en el Cementerio Monumental de Turín, porque en esta época del año la cubren las cúpulas florecidas de dos pequeños arces polimorfos; pero una vez que te enfrentas a ella, las ciencias y las letras resumen una vida que tuvo a Auschwitz en su centro.
O en uno de sus centros: no leemos ni escribimos ni viajamos para redundar en lo que ya sabemos, sino para buscar nuevos datos y otras perspectivas. Para comprender realmente los vértigos. Auschwitz es una palabra (y una realidad histórica) tan agujero negro que engulle el resto de galaxias que constituyen una biografía. Pero hay que entender que la del autor de Los hundidos y los salvados se desarrolló en varios universos paralelos.
Para observarlos me desplazo desde la necrópolis a la ciudad, desde la nada a la vida. En Turín hay placas en las fachadas de los edificios donde vivieron Cesare Pavese y Natalia Ginzburg, pero ninguna indica que en el tercer piso de ese edificio terriblemente sólido nació, vivió la mayor parte de su vida y murió Primo Levi.
Miembro de una familia liberal judía, los primeros veinte años de su existencia transcurrieron de un modo previsible. Se licenció en química y entró a trabajar en un laboratorio.
Cuando a fines de los años treinta las leyes raciales comenzaron a agobiar a los judíos italianos, él adquirió la costumbre de refugiarse en las montañas cercanas: le fascinaba la escalada. Las conocía bien, por tanto, cuando huyó definitivamente en 1943 con su familia: las SS habían comenzado a controlar la ciudad, el edificio se había vaciado de toda su aparente solidez. Se unió a la resistencia antifascista, pero al mismo tiempo también lo hicieron algunos infiltrados. Ochenta jóvenes fueron detenidos. A él lo enviaron a Monowitz, uno de los campos que dependían de Auschwitz.
Cuando regresó el 19 de octubre de 1945 no lo reconoció ni la portera de ese edificio lleno de grietas. Empezó a contarles su historia a desconocidos: se montaba en un tren cualquiera, entablaba una conversación con alguien, le vomitaba su experiencia. A la mayoría le parecía increíble. Dudaron incluso los familiares a quienes les contó lo que había vivido en la Polonia ocupada. Estaba escribiendo en voz alta Si esto es un hombre, su obra maestra, y no se daba cuenta de que sus lectores no estaban preparados para entenderlo.
En 1947, dos jóvenes escritores italianos publicaron sus primeros libros. Ambos habían vivido experiencias incisivas durante la guerra reciente y las habían convertido en literatura. Uno recreaba las vivencias de los partisanos, su lucha de guerrillas contra el fascismo; el otro, las de los asesinados y los supervivientes en los campos de exterminio nazis. El primero publicó en Einaudi y vendió enseguida 6000 ejemplares; al segundo le costó encontrar editorial y llegar a los 1500.
Muchos años más tarde, Italo Calvino —cuya ópera prima sobre su experiencia autobiográfica en la resistencia se tituló La red de los nidos de araña— dijo que Primo Levi —que debutó el mismo año con Si esto es un hombre— era “un hermano gemelo y una alma gemela”. Pero aquel año los lectores y la intelectualidad italiana lo apoyaron solamente a él: Italia no estaba preparada para asumir la muerte de 6800 judíos italianos, porque se estaba reconstruyendo gracias en parte a la mitificación del rol de los combatientes partisanos.
Pero no solo era una cuestión nacional. Los lectores occidentales no estaban preparados, apenas dos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, para leer un testimonio del horror extremo ni para aceptar que ese relato podría ser, además de histórico, gran literatura. Escribir poesía después de Auschwitz, etcétera. Calvino fue el único escritor italiano que elogió en prensa las recién publicadas memorias de Levi, que habían sido rechazadas por Giulio Einaudi y sus colaboradores, Pavese y Ginzburg. Aunque en la década siguiente se publicaron en inglés, en alemán y en otros idiomas, el mundo tardó mucho tiempo en asumir, digerir y canonizar los libros de los supervivientes.
Durante treinta años, Levi fue sobre todo un trabajador que escribía en su tiempo libre. Desde aquí —ese edificio tan frágil y tan sólido— iba a la fábrica SIVA, donde ejercía como químico industrial. Como le cuenta a Giovanni Tesio en las entrevistas de Yo, quien os habla, siempre lo hizo en coche: un utilitario familiar Fiat, un Appia, un Fulvia y, por último, un Autobianchi. Nunca dejó de acudir al laboratorio, por ejemplo, para formular nuevos barnices, pero sobre todo realizaba tareas de gestión. Viajó bastante por trabajo: veinte veces a Alemania, algunas también a Rusia, Inglaterra, Noruega o España.
Cuando regresaba a casa, lidiaba con una situación familiar complicada y escribía sus relatos y novelas. “Después de cenar, encontraba las ganas y las fuerzas”, le confiesa a Tesio. “Cómo conseguía encontrar la energía para hacer todas estas cosas me lo sigo preguntando, es un misterio”. Además, seguía de cerca los debates europeos e israelíes sobre la memoria colectiva del exterminio nazi y se carteaba con autores como Jean Améry. Como dice Enzo Traverso en La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales, ambos escritores —que convivieron en el campo de la muerte sin saberlo— protagonizaron itinerarios paralelos, “se volvieron judíos en Auschwitz” y levantaron la mano sobre sí mismos, definitivamente.
Ese agujero negro, su familia, su trabajo en la fábrica y sus lecturas nutrieron una obra multidimensional, que reflexionó en diferentes tonos, tanto sobre el pasado reciente más traumático de Europa como sobre el presente fordista internacional o el futuro científico —y fantástico— de la humanidad.
El protagonista de La llave estrella, por ejemplo, es un trabajador superespecializado en el montaje de grúas, un nómada del mercado laboral; mientras que en los relatos de Defecto de forma aparece la manipulación genética. Su literatura a veces recuerda a la de Imre Kertész, pero muchas otras a la de Stanisław Lem. A diferencia de ellos, tras la guerra pudo regresar a un país que no vio afectadas sus fronteras y que, tras el paréntesis fascista, siguió siendo una democracia. A una cierta estabilidad nacional que no salva pero alivia.
Superviviente y químico, desde 1947 hasta 1975 luchó por ser considerado lo que más le importaba: un escritor. Como cuenta Ian Thompson en su magnífica biografía, logró la consagración con El sistema periódico, su libro más híbrido, que integra en una estructura científica recuerdos y ficción, historia y poesía, conciliando así todos los mundos que configuraban su mundo. Una reseña muy entusiasta de ese libro, firmada por Ginzburg, le abrió las puertas del mercado estadounidense a su obra de madurez.
Ese mismo año se jubiló. Se imaginaba a sí mismo viajando y escribiendo, pero siguió atado a la vida doméstica: los problemas de salud de su esposa y de su madre lo retuvieron entre las paredes de ese edificio terriblemente sólido, cuya puerta no se abre. Buscó nuevos retos, no obstante.
En un gesto tan maravilloso como elocuente, jubiló en la misma época a su vieja Olivetti y se compró un Apple Mac, convirtiéndose en uno de los primeros escritores del mundo en crear su obra con algo que era mucho más que una máquina de escribir inteligente: era —en sus propias palabras— “una prótesis de la memoria”. Y recibió lecciones de alemán hasta ser capaz de traducir a Franz Kafka. Y multiplicó sus charlas en escuelas: visitó cerca de 130 en los años siguientes.
El 23 de diciembre de 1986 dibujó con el ratón de su ordenador un árbol de Navidad. Probablemente sus labios dibujaron entonces su última sonrisa. Le horrorizaba que el revisionismo y el negacionismo crecieran en Europa. Sumó a los antidepresivos que ya tomaba unas nuevas pastillas: los antipsicóticos. El 11 de abril de 1987 salió de casa, dio tres, cuatro pasos y se lanzó por el hueco de la escalera.
He pasado más de una hora en la puerta del edificio frágil y sólido de Corso Re Umberto, hasta que ha salido finalmente un vecino y he podido entrar. En los buzones de los apartamentos del tercer piso leo los nombres de los descendientes de Primo Levi que siguen viviendo allí. Me recuerdan que todo continúa vigente y vivo.
Subo las escaleras muy rápidamente, no quiero pasar aquí más que unos segundos, los necesarios para ver su última mirada y para hacer esta foto de su vértigo último. Espero que la intrusión fugaz merezca la pena: para que su centenario tenga sentido tenemos que seguir imaginando estrategias contra el olvido.
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