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domingo, 18 de noviembre de 2018

Quema, memoria

 

07-07-2015 |
Las memorias de Ingmar Bergman, Linterna mágica (Tusquets), muestran el volcán que lo quemaba por dentro.
Por Patricio Zunini.
La novela siempre ocupó un lugar de privilegio en la literatura, pero desde hace un tiempo, quizá empujada por las exigencias —y las urgencias— del mercado, cobró tal relevancia que parecería haber una presión permanente para que cualquier texto encaje en este género cada vez más mestizo y multiforme. No hablamos aquí de ciertas interpretaciones editoriales demasiado liberales como la de la contratapa que condenó al muy buen libro de cuentos Ha dejado de llover, de Andrés Barba, a ser una “novela de nouvelles”. Tampoco de las buenas voluntades de los periodistas, como aquel reseñista que consideraba a la investigación Pánico. Diez minutos con la muerte, de Ana Prieto —otro libro muy recomendable—, como novela porque no traía notas al pie.

En la actualidad, la Santísima Trinidad de los “novelistas sin ficción” está conformada por Javier Cercas, Karl Ove Knausgard y Emmanuel Carrère. De los tres, Javier Cercas es el más activo en la defensa omnívora del género. Él mismo, en una entrevista para este blog, dijo que publicó Anatomía de un instante como crónica porque sus lectores no estaban preparados para leerla como novela, pero que con El impostor creía haberlos convencido de que era posible escribir una novela sin ficción.
Pero: ¿El hecho de que un texto se lea como una novela lo convierte mecánicamente en novela? ¿Qué significa, en todo caso, que se lea como una novela? ¿Por qué el interés de considerar Limonov, de Carrère, o El impostor, de Cercas, como novelas que rompen los límites de la novela antes que como crónicas que rompen los límites de la crónica? ¿Por qué a la obra faraónica de Knausgard se la considera novela y no autobiografía? Y entonces, por ejemplo: ¿Cómo habría considerado Ingmar Bergman su libro de memorias si, en lugar de haberlo publicado en 1987, lo hubiera hecho entrado ya en el siglo XXI?
Bergman comienza Linterna mágica con recuerdos muy antiguos, casi desde el momento en que dejó de usar pañales. La familia estaba estructurada en torno al padre, un pastor luterano, y atravesada por una corriente subterránea de odio y desprecio. La hostilidad entre los hermanos es evidente (Ingmar es el segundo y es el favorito de la madre, ante quien se consume con «un amor fiel como el de un perro», pero cuando nace la tercera y la situación cambia, intenta asfixiarla). El padre marca aquellos años con una disciplina rigurosa. Los castigos son algo completamente natural, jamás se los cuestiona. Las sanciones pueden ir de una “simple” cachetada a cuestiones más elaborado: por ejemplo, si un chico se hace pis encima tiene que llevar una falda roja que le llega a las rodillas todo el día.
Casi toda nuestra educación estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia, factores concretos en las relaciones entre padres e hijos, y con Dios. Había en ello una lógica interna que nosotros aceptábamos y creíamos comprender. Este hecho contribuyó posiblemente a nuestra pasiva aceptación del nazismo. Nunca habíamos oído hablar de libertad y no teníamos ni la más remota idea de a qué sabía. En un sistema jerárquico, todas las puertas están cerradas.
De los tres hijos, el mayor se suicidó, la menor se volvió loca. Si Ingmar se salvó fue porque se convirtió «en un mentiroso», en alguien que exteriormente tenía muy poco que ver con su verdadero yo. Los demonios, sin embargo, estaban ahí, comiéndolo por dentro.
De aquella época es también el primer contacto con el cine. En una Navidad, una tía rica reparte regalos: al hermano mayor le toca un proyector bastante rudimentario, que Ingmar le compra la misma madrugada del 25 por cien soldados de plomo. En esa “linterna mágica” está el origen de quien llegaría a ser el director más importante de Suecia.
El libro avanza a través de diferentes aspectos que no siguen una cronología: hay avances, retrocesos, no se tiene una idea clara de fechas y situaciones. Las personas entran, salen, se olvidan, regresan. Una mujer le da paso a otra y ésta a otra y así («el trabajo cinematográfico es una actividad fuertemente erótica»): Bergman se casó siete veces y tuvo ocho hijos. Nunca fue un buen marido ni un buen padre. Fue honesto, pero con eso no basta para que ser bueno. Los chicos, como el resto de las personas, aparecen y desaparecen, son olvidados, dejados en el camino. Bergman no intenta justificarse ni salir exonerado. Si hace un ajuste de cuentas es consigo mismo. El desorden de los recuerdos ayuda a hacerse una idea de lo caótica que era su vida. El descontrol llega incluso a lo económico, donde es víctima de una estafa de su contador y termina con un proceso por defraudación al fisco.
Los únicos recuerdos del libro que son prolijos y certeros son aquellos en los que habla del teatro (su pasión más grande) y el cine.
El ejercicio de mi profesión se convierte, por tanto, en una meticulosa administración de lo indecible. Transmito, organizo, ritualizo. Hay directores de escena que materializan su propio caos, de ese caos crean, en el mejor de los casos, una función. Esa falta de profesionalidad me da asco. Yo no participo jamás en el drama, yo traduzco, concretizo.
Quiero que haya calma, orden, amabilidad. Sólo así podremos romper los límites, acercarnos a lo ilimitado. Sólo así solucionamos los misterios y aprendemos el mecanismo de la repetición. La repetición, la viva, la palpitante repetición. La misma función cada tarde, la misma función y sin embargo recién nacida.
En esos momentos, la sensibilidad de Bergman aparece en toda su dimensión. Incluso suspende el relato y se entrega a pequeños ensayos críticos:
Los artistas que tienen talento para formular bien sus ideas son peligrosos. De repente sus elucubraciones se ponen de moda y eso puede ser catastrófico. A Igor Stravinski le encantaba formular sus ideas. Escribió bastante sobre interpretación. Como llevaba dentro un volcán, aconsejaba mesura. Las medianías lo leyeron y se proclamaron de acuerdo. Los que no tenían ni asomo de volcán, levantaron sus batutas y observaron mesura, mientras Stravinski, que jamás vivió como enseñaba, dirigía su propio Apollon Musagète como si hubiera sido Tchaikovski.
Comprendo lo que Fellini quiere decir cuando sostiene que para él hacer cine es una manera de vivir. Entiendo también la pequeña anécdota que contó de Anita Ekberg. Su última escena en La dolce vita se desarrollaba en un coche que estaba en el plató. Una vez filmada la escena, con la que terminaba su papel en la película, ella se echó a llorar y se negó a abandonar el coche agarrándose al volante. Tuvieron que utilizar una suave violencia para sacarla del estudio.
Cuando el cine no es documento, es sueño. Por eso Tarkovsky es el más grande de todos. Se mueve con una naturalidad absoluta en el espacio de los sueños; él no explica, y además ¿qué iba a explicar? (…) Fellini, Kurosawa y Buñuel se mueven en los mismos barrios de Tarkovsky. Antonioni iba por ese camino, pero se mató, ahogado en su propio aburrimiento. Méliès estuvo siempre allí sin pararse a reflexionar en ello. Es que él era mago de profesión. Cine como sueño, cine como música. No hay arte que, como el cine, se dirija a través de nuestra conciencia diurna directamente a nuestros sentimientos, hasta los más profundos de la oscuridad del alma.
Bergman habla de arte, de cine, de música, de supersticiones. Habla de Fanny y Alexander, de Secretos de un matrimonio, de Gritos y susurros. Habla de Strindberg y Shakespeare, de Greta Garbo y de Ingrid Bergman. Pero ni siquiera allí encuentra sosiego. Bergman persigue a los genios: ¿podría ser él uno de ellos? En cada recuerdo se asoma la frustración de no haber alcanzado la altura que se había propuesto.
El Bergman de Linterna mágica está en carne viva y, como Stravinski, tiene un volcán interno: el libro quema. No se lee como una novela, y ese es, seguramente, el mejor elogio que puede decirse de él.

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