Una aldea de Níger. Martín Caparrós pregunta a una mujer: “Si pudiera pedir lo que quisiera, cualquier cosa, a un mago capaz de dársela, qué le pediría”. “Quiero una vaca que me dé mucha leche, entonces, si vendo un poco de leche puedo comprar las cosas para hacer buñuelos para venderlos…”. “Pero cualquier cosa, lo que le pidas”, insiste Caparrós. “¿Dos vacas? Con dos sí que nunca más voy a tener hambre”. Otra mujer responde así a la misma pregunta: “Comida todos los días. Eso le pediría”. La siguiente podría estar en una ciudad india o en Argentina: “Poner mi propio negocio, en la puerta de mi casa, para vender frutas. Y podría estar en mi casa con las frutas y ahorraría un poco de plata para el futuro, y mis hijos podrían comer fruta algunas veces”.
Hasta hace muy poco pensaba que la imaginación es una facultad que, en mayor o menor medida, desarrollamos todos los seres humanos. No hablo de la imaginación literaria o de la creación de ficciones —eso es tema aparte—, sino de esa forma de imaginación inmediata, casi inevitable, que da forma a nuestros buenos o malos deseos, que nos permite proyectarnos en el futuro, soñar despiertos, idear proyectos políticos, también anticipar tragedias y desastres. “Imaginar el futuro es la única herramienta para transformar el presente”, decía José Ovejero el pasado julio en un curso de verano de la Universidad Menéndez Pelayo. Pero hace poco leí El hambre, de Martín Caparrós, y me di cuenta de que la capacidad de imaginar es el privilegio de los que tenemos las necesidades básicas cubiertas y de los que nos podemos permitir un mínimo de esperanza, una proyección de futuro más allá de la dicotomía ¿comeré o no comeré?
Hay ciertos lugares en el mundo —Caparrós nos lleva a Níger, Sudán del Sur, India, una villamiseria en Argentina, Madagascar— en los que la realidad se come a la imaginación: allí no hay esperanza para esta vida, a veces ni siquiera para la próxima, y tampoco la fe en un dios cristiano, musulmán o hindú da pie a imaginar un futuro que vaya más allá de la lucha por la supervivencia.
Para estas personas, Dios organiza la existencia —él sabrá por qué el mundo es injusto, dicen—, pero ni provee ni da un respiro. La vida se limita a la preocupación diaria, constante, absoluta, de conseguir algo para comer. El horizonte de la imaginación está en una taza de arroz en Bangladés, un cuenco de walwal en Sudán del Sur, un paquete de salchichas en un basural de Argentina.
Los millones de hambrientos que pueblan nuestro planeta no son, en su mayoría, víctimas de hambrunas —esos niños panzudos de Etiopía que nos acompañaban en los telediarios de nuestra infancia—, sino víctimas de un hambre crónica, perpetua. Y nosotros, los que tenemos el privilegio de imaginar inventos futuristas, proyectos políticos, novelas, películas, delicias gastronómicas, nuevas armas de destrucción masiva, vivimos como si esa parte del mundo —casi un tercio de los hombres y mujeres del planeta, según Caparrós— no existiera. ¿Cómo va a existir, si no aparece en las portadas de este periódico ni en las de ningún otro? El hambre ya no es noticia, excepto cuando la FAO se pronuncia sobre ella, y por eso y por otros motivos que sabrían si leyeran a Caparrós, también es perpetua.
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