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miércoles, 5 de septiembre de 2018

Leila Guerriero . Verdecitos

Desde junio pasado y hasta principios de agosto fui imbécil: creí. En junio, la Cámara de los Diputados de Argentina aprobó la legalización del aborto. La ley debía tratarse en el Senado, cosa que sucedió el 8 de agosto. Ese día 38 senadores votaron en contra, 31 a favor, y la ley fue rechazada. Como el aborto es la primera causa de muerte materna en mi país, y las mujeres no dejarán de abortar, se concluye que los senadores no votaron en contra del aborto legal sino a favor de que sigan muriendo mujeres. La noche de la votación fue báltica. Desde el fondo del cielo caían una lluvia ceremonial y azotes de un viento negro. A pesar de eso, miles de personas hicieron vigilia en la calle esperando el resultado, que se conoció muy tarde. Entre ellas, cientos de chicos y chicas de 14 o 15 años con las mejillas, los labios, los pelos pintados de verde, el color de quienes apoyan la legalización. Eran, en su mayoría, de clases medias y medias altas. Personas que, de necesitarlo, podrían pagar un aborto seguro, pero no estaban allí —solo— por ellos, sino por las mujeres que, carentes de otros medios, terminan muertas o esterilizadas en charcuterías clandestinas. Cuando se supo el resultado, Gabriela Michetti, vicepresidenta del país y presidenta del Senado, frenética opositora a la ley, dio por terminada la sesión. Después, sin percibir que su micrófono seguía abierto, celebró con un grito que escucharon todos: “¡Vamos todavía! ¡Vamos!”. Contenta por el rechazo de una ley cuyo efecto inmediato era que seguirían muriendo sus hermanas. En la calle, personas de 14 años pedían por algo que no necesitaban para proteger derechos ajenos. Solíamos tener un nombre para eso que consistía en reclamar, desde un lugar de privilegio, los derechos de quienes no los tienen. Yo, harta, he decidido olvidar esa palabra. Pero la vicepresidenta y sus 38 senadores no la conocieron jamás.

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