In Memoriam Michela Sonego
Cuando Michela Sonego terminó el Programa de
Epidemiología Aplicada de Campo (PEAC) hizo una
presentación de lo que había sido su carrera laboral previa
a ese momento y sus ideas de futuro. Era 2010, había
sido estudiante de literatura y escritora a tiempo parcial,
pediatra en Italia, pero también en Bolivia o Ciudad Real.
Cooperante en Brasil. Médico en Bolivia. Había estudiado
enfermedades tropicales en Paris. Y allí estaba, saliendo de
una beca de dos años contándonos lo que verdaderamente
le hacía levantarse cada mañana de la cama: Ayudar a los
demás. Había entrado en el mundo de la Salud Pública
tarde, pero se valía de la metáfora de la flor y el jardín para
explicar lo que había ganado con ello. Ella como médico
pediatra había cuidado de las flores (los pacientes de uno
en uno) durante muchos años. Ahora, en el Centro Nacional
de Epidemiología, tocaba cuidar del jardín (la población).
Pasar de la mirada individual a la colectiva. Sus años con
las flores eran imprescindibles para tratar ahora con el
jardín. Sin olvidar nunca que aquello, el jardín, no era
otra cosa que la suma de mil flores. Y, ya sea de pediatra
o de epidemióloga, siempre tuvo especial querencia por
algunas de ellas, las más desfavorecidas. Eso nos dijo que
haría tras la presentación y así fue después de 2010 donde
sus trabajos bailaron entre centros y países, pero siempre
tuvo la constante de centrarse en aquellas personas más
necesitadas de ayuda.
Michela retorció su biografía cuando se cuenta, pero no
pudo ser más recta si se mira con cuidado. Se trataba de no
mentirse, poco más. De decirse en alto (y decir a los demás)
cuando lo que se hacía dejaba de tener sentido. De tener
claro que con frecuencia confundimos el indicador con lo
indicado. De saber que, si la motivación desaparece, lo
demás se desmorona. Que, si no ves sentido a algo, hay que
replantearse los motivos por los que se hace. Era una Pepita
Grillo que hacía lo más difícil: ser la primera destinataria
de sus consejos y no diferenciar entre aquellos que eran
cómodos y los que no lo eran. No había filtro entre lo que
pensaba y lo que decía. Y esto hubiera sido un defecto de
no pensar como lo hacía y con la base ética sobre la que
siempre lo hacía. De ahí que no parara de cambiar, de
replantearse, de poner en juicio lo que hacía. De detectar
y descartar el atractivo de lo que luce más por sencillo que
útil. Nunca dejó de aprender. Ni nosotros de ella.
Michela murió un sábado por la tarde horas después
de volver de su último trabajo. Murió junto a su Maga
del alma y Mauro, su amor. Hay una hiperlúcida menos
en este mundo y los desfavorecidos han perdido una
luchadora por la causa. No nos va a regalar más entusiastas
conversaciones, no vamos a volver a oír su risa de niña
pequeña ni ver su recolocar de gafas justo antes de señalar
que el emperador está desnudo. Pero el lamento principal
va por ella. Por lo que le quedaba por sentir, por compartir,
por ver, por aprender.
Solo queda repetir lo que el periódico de su tierra natal
(Belluno, Italia) tituló tras su muerte: Addio Michela Sonego,
bellunese a servizio del mondo.
Luis Sordo.
Departamento Medicina Preventiva y Salud Pública.
Facultad de Medicina. UCM.
CIBER en Epidemiología y Salud Pública.
Centro Nacional de Epidemiología (ISCIII).
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