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lunes, 7 de octubre de 2019

In Memoriam  Michela Sonego


Cuando Michela Sonego terminó el Programa de Epidemiología Aplicada de Campo (PEAC) hizo una presentación de lo que había sido su carrera laboral previa a ese momento y sus ideas de futuro. Era 2010, había sido estudiante de literatura y escritora a tiempo parcial, pediatra en Italia, pero también en Bolivia o Ciudad Real. Cooperante en Brasil. Médico en Bolivia. Había estudiado enfermedades tropicales en Paris. Y allí estaba, saliendo de una beca de dos años contándonos lo que verdaderamente le hacía levantarse cada mañana de la cama: Ayudar a los demás. Había entrado en el mundo de la Salud Pública tarde, pero se valía de la metáfora de la flor y el jardín para explicar lo que había ganado con ello. Ella como médico pediatra había cuidado de las flores (los pacientes de uno en uno) durante muchos años. Ahora, en el Centro Nacional de Epidemiología, tocaba cuidar del jardín (la población). Pasar de la mirada individual a la colectiva. Sus años con las flores eran imprescindibles para tratar ahora con el jardín. Sin olvidar nunca que aquello, el jardín, no era otra cosa que la suma de mil flores. Y, ya sea de pediatra o de epidemióloga, siempre tuvo especial querencia por algunas de ellas, las más desfavorecidas. Eso nos dijo que haría tras la presentación y así fue después de 2010 donde sus trabajos bailaron entre centros y países, pero siempre tuvo la constante de centrarse en aquellas personas más necesitadas de ayuda. Michela retorció su biografía cuando se cuenta, pero no pudo ser más recta si se mira con cuidado. Se trataba de no mentirse, poco más. De decirse en alto (y decir a los demás) cuando lo que se hacía dejaba de tener sentido. De tener claro que con frecuencia confundimos el indicador con lo indicado. De saber que, si la motivación desaparece, lo demás se desmorona. Que, si no ves sentido a algo, hay que replantearse los motivos por los que se hace. Era una Pepita Grillo que hacía lo más difícil: ser la primera destinataria de sus consejos y no diferenciar entre aquellos que eran cómodos y los que no lo eran. No había filtro entre lo que pensaba y lo que decía. Y esto hubiera sido un defecto de no pensar como lo hacía y con la base ética sobre la que siempre lo hacía. De ahí que no parara de cambiar, de replantearse, de poner en juicio lo que hacía. De detectar y descartar el atractivo de lo que luce más por sencillo que útil. Nunca dejó de aprender. Ni nosotros de ella. Michela murió un sábado por la tarde horas después de volver de su último trabajo. Murió junto a su Maga del alma y Mauro, su amor. Hay una hiperlúcida menos en este mundo y los desfavorecidos han perdido una luchadora por la causa. No nos va a regalar más entusiastas conversaciones, no vamos a volver a oír su risa de niña pequeña ni ver su recolocar de gafas justo antes de señalar que el emperador está desnudo. Pero el lamento principal va por ella. Por lo que le quedaba por sentir, por compartir, por ver, por aprender.
Solo queda repetir lo que el periódico de su tierra natal (Belluno, Italia) tituló tras su muerte: Addio Michela Sonego, bellunese a servizio del mondo. Luis Sordo. Departamento Medicina Preventiva y Salud Pública. Facultad de Medicina. UCM. CIBER en Epidemiología y Salud Pública. Centro Nacional de Epidemiología (ISCIII).



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