Todo lo que hay
James Salter
Han pasado casi 35 años desde que se publicó la anterior novela de James Salter (Nueva York, 1925), En solitario. En ese tiempo, el autor ha escrito dos volúmenes de relatos y uno de poesía, un libro de memorias, una colección de ensayos de viaje, y, junto con su esposa, Kay Eldredge Salter, un libro sobre comida. No ha perdido el tiempo. Sin embargo, cada uno de esos libros y todos en conjunto, siendo excelentes, podrían llevar a uno a pensar que el autor está en el crepúsculo de su trayectoria, y que los grandes gestos y los mayores logros solo sin visibles por el retrovisor. ¿Y por qué no habría de ser así? Salter tiene 88 años y una sólida reputación de que no le queda nada por demostrar. Si existiese un monte Rushmore de los escritores, estaría allí. Aunque no hubiese publicado nada nuevo, nadie se lo habría recriminado.Al parecer, Salter no está al tanto de nada de esto. Con la publicación de Todo lo que hay, una ambiciosa desviación de su trabajo anterior, ha tirado por tierra cualquier idea de ocaso de un solo golpe. Es más, su novela sitúa las últimas cuatro décadas bajo una luz completamente nueva, y no como epílogo, sino como obertura. Las historias brillantemente condensadas en las que la vida es iluminada por el destello de un flash; la memoria humana que exalta con generosidad, más que cualquier otra cosa, los rasgos de la existencia diaria; todo está aquí, subsumido y asimilado al servicio de una obra que consigue ser al mismo tiempo reconocible (solo Salter podría haberla escrito) y, aun así, de una originalidad sorprendente; una prueba vigorosa de que este león de la literatura sigue al acecho.
En el prólogo de sus memorias de 1997, Quemar los días, escribía: “Si por un instante se puede imaginar la vida como una gran casa con un cuarto para los niños, un salón y un comedor, dormitorios, un estudio, y así sucesivamente, todo desconocido y radiante, los capítulos que siguen son en cierto modo como mirar a través de las ventanas de la casa. Algunos de sus habitantes solo se atisban brevemente. Las visitas van y vienen. En algunas ventanas nos gustaría detenernos un poco más, pero, por desgracia, como ocurre con cualquier casa, no se puede ver todo lo que hay en su interior”. Esta acertada descripción de sus cautivadores recuerdos puede servir muy bien para introducir su novela.
En el pasado, la ficción de Salter se concentraba en lo específico con una intensidad casi feroz, revelando instantes de las vidas de sus personajes. Juego y distracción es la crónica del tiempo que dura una historia de amor. Pilotos de caza y Cassada están vinculadas a los periodos de servicio en el Ejército, y Años luz a la historia del deterioro de un matrimonio. Los alpinistas de En solitario luchan contra la gravedad y contra los caprichos de la edad. Detrás de todas esas historias suena el tictac de un reloj.
Dilatándose allí donde las narraciones anteriores eran de una concisión casi cruel, el argumento de Todo lo que hay devora el arco completo de la vida de un hombre, comenzando hacia finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando Philip Bowman es un joven oficial de la marina en un barco que navega rumbo a Japón. A lo largo de los siguientes decenios asistimos a su matrimonio y a su divorcio y le vemos abrirse camino como editor en una editorial neoyorquina dedicada a la literatura. Llegan otras relaciones sentimentales, la más significativa de las cuales se coagula por una cruel traición a la que Bowman acaba correspondiendo con una maldad equiparable. Los amigos desaparecen; se forjan amistades nuevas; las casas se compran y se venden; mueren los parientes; y, uno por uno, los vínculos del amor y el cariño se debilitan y se disuelven.
En una de las últimas fugaces visiones de Bowman -ya es lo bastante mayor como para pensar seriamente en la muerte- está considerando regresar al Pacífico, que contempló por última vez desde la cubierta de un barco, “donde yacía la única parte audaz de su vida”. El reloj también suena en este libro, pero no se oye tanto, y a veces nada en absoluto.
Al lado de los pilotos y los alpinistas de otras novelas, Bowman parece insignificante; un solitario con una vida en minúsculas y una carrera acorde con ella: “En la cultura nacional, el poder de la novela se había debilitado. Ocurrió poco a poco. Era algo que todos sabían e ignoraban. Todo seguía exactamente igual que antes, esa era su belleza. La gloria se había desvanecido, pero nuevos rostros seguían apareciendo, deseosos de formar parte de ella, de publicar lo que retuviese una ligera idea de elegancia, como un par de bonitos zapatos lustrosos que perteneciesen a un hombre arruinado”. Como siempre, también aquí el autor, tan beligerante con lo obvio, descubre un resplandor incluso en las situaciones más melancólicas, aplicándoles el mismo rigor que usa para escrutar y rechazar cualquier noción simple y convencional del heroísmo o de una vida respetable.
Lo que salva a Bowman de la mediocridad, lo que otorga la gracia a este hombre por lo demás corriente, son su ilimitada capacidad de estar alerta y su forma de abrazarse a la memoria como un baluarte contra el olvido. Salter abre la novela con una nota que depara su propio epitafio: “Llega un tiempo en el que caes en la cuenta de que todo es un sueño, y solo lo que se ha preservado por escrito tiene alguna posibilidad de ser real”. En un determinado momento, Bowman insiste en que no es un escritor, pero, al igual que a su creador, poca cosa se le escapa: “La primera voz conocida, la de su madre, estaba allí donde no llega la memoria, pero podía rememorar la dicha de estar junto a ella siendo niño. Era capaz de recordar a sus primeros compañeros, los nombres de cada uno de ellos, las clases, los profesores, los detalles de su habitación en la casa; la vida inconmensurable; la vida que le había abierto sus puertas y que le había pertenecido”.
Con su habitual destreza para las escenas y los personajes cincelada con la economía de un cantero, Salter edifica el mundo de Bowman a partir de docenas de brillantes miniaturas y retratos a vuela pluma rebosantes de vida. Están las tropas en Tarawa, “masacradas por el fuego enemigo denso como un enjambre de abejas”, y el tío de Bowman, propietario de un restaurante en Nueva Jersey, que “había aprendido a tocar el piano por su cuenta y se sentaba feliz pegado al teclado con sus dedos rollizos, cubiertos de vello, ágiles sobre las teclas”. Está la selecta fiesta en Londres, digna de una ilustración de Hogarth, en la que una “mujer madura con la nariz tan larga como el dedo índice comía con avidez, y el hombre que la acompañaba se sonaba con la servilleta de lino, todo un caballero”. (En realidad, Salter, el artista, se parece más a Degas, con su contemplación glacial y su mirada sagaz y sensual). Y al tiempo que hay una generosa dosis de carnalidad, como cabría esperar del autor de Juego y distracción, el sexo es siempre poéticamente sobrio y en ningún caso risible, excepto cuando esa es la intención: “Hacían el amor de forma simple y directa. Ella miraba al techo, y él, a las sábanas”.
La vida diaria es quizá una de las cosas sobre las que es más difícil escribir; la actividad cotidiana, incluido el tedio absoluto, de la vida corriente. Ha habido autores -desde Flaubert a David Foster Wallace- que lo han intentado, y el hecho de que solo escritores de esa talla se hayan aventurado siquiera a hacerlo da la medida de su dificultad. Pero conseguirlo, lograr evocar la “calma asfixiante” de un amanecer de agosto justo antes de una tormenta o el vértigo desencadenado por la noticia de la muerte de la madre, dejar constancia indeleble de lo trivial y lo portentoso con el mismo afecto voraz, persuadiéndonos así de que tal vez nada los distinga al analizar el valor de una vida o adivinar su misterio, es una hazaña suprema y un mérito que corresponde a Salter.
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