Siempre me pregunté cómo sería cuando estaba solo. Habitaba un territorio que estaba más allá de la rabia, de la inteligencia, de cualquier ternura
El 23 de enero murió el poeta chileno Nicanor Parra a los 103 años. Me enteré temprano, por mi amigo Rafael Gumucio, y me pareció imposible, como si me hubieran dicho: “Acaba de desaparecer el universo”. Vi a Parra una sola vez, en su casa de Las Cruces. Tenía 97 años y me impresionó que existiera: que esa leyenda grabada en roca fuera de verdad un hombre. A la edad en que muchos se lanzan al mundo a recoger fama y prestigio, él se había hecho anacoreta, instalándose en ese pueblo sin singularidades. Después, cada vez que conté que lo había entrevistado, muchos exclamaron con asombro: “¿Pero Nicanor aún vive?”. Era fuerte, potente, en muchas formas blindado. Siempre me pregunté cómo sería cuando estaba solo. Habitaba un territorio que estaba más allá de la rabia, de la inteligencia, de cualquier ternura. Tenía el talento de la furia, el oído de lince, el don de la insolencia. Nadie que no haya sido un visionario hubiera podido escribir lo que escribió en ese Artefacto de 1972, “la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”, que resume tanta política de hoy. Aquella vez salimos a un balcón que daba al mar y a un jardín silvestre. Él dijo: “Este jardín se cuida con el método inglés: no hay que tocar, no hay que regar”. Y después: “¿Le conté la historia de la huiña? Acá apareció la huiña. Era arisca, hostil, desconfiada, no se acercaba. Pero un día decidió que yo era su amigo. Y se acercó demasiado y la pude tocar. Al otro día estaba muerta. A esa huiña de campo le molestó que yo la tocara. Se sintió... desvirgada”. La huiña es un gato salvaje, huidizo, un trozo de vida que no admite dominio. Parra lo sepultó en ese jardín que me mostraba. A él lo velaron el miércoles en la catedral de Santiago —que es como velar a un tigre en un parvulario— y lo enterraron el jueves en el jardín indómito de su casa de Las Cruces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario