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lunes, 26 de noviembre de 2018

El manual libertario de Thoreau


domingo, 7 de mayo de 2017





La cabaña de la laguna Walden donde vivió Thoreau. La ilustración es de David Sánchez
La cabaña de la laguna Walden donde vivió Thoreau. La ilustración es de David Sánchez

McAllister, el director de la Welton Academy, prestigiosa institución educativa de Vermont (Estados Unidos), mira con cierta condescendencia al profesor de Literatura John Keating, cuyos métodos alejados del carril empiezan a ser un dolor de muelas. «Muéstrame un corazón que esté libre de necios sueños, y te enseñaré a un hombre feliz», le dice.
Keating: «Sólo al soñar tenemos libertad. Siempre fue así y siempre será».
McAllister: «¿Tennyson?»
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Keating: «No. Keating».
La escena es una de las más recordadas de El club de los poetas muertos, la película de Peter Weir que agitó las mentes de los jóvenes (y no tan jóvenes) a finales de la década de 1980. Espectadores que, en su mayoría, desconocían la conexión entre Thoreau, Walt Whitman, John Muir, Robert Frost... y John Keating.

Filosofía activa

El personaje que interpreta Robin Williams no tiene a Lord Tennyson, el poeta inglés del posromanticismo, como su clave de bóveda. Por eso sorprende al severo McAllister y, sobre todo, a sus alumnos, que experimentan una epifanía a lo largo del curso. «Thoreau dice que la mayoría de los hombres viven en desesperación silenciosa. No se resignen a ello. Libérense. No caminen por la orilla, miren a su alrededor», les espeta. Y también cita a Frost, fundador de la poesía moderna norteamericana, el bardo del hombre rural de Nueva Inglaterra: «Dos caminos se abrieron ante mí, pero tomé el menos transitado y eso marcó la diferencia».
El carpe diem ya está en las odas de Horacio, pero es Henry David Thoreau (Concord, Massachusetts, 1817-1862) quien coge el tópico literario para provocar un big bang de rebeldía contra el conformismo y el adocenamiento. Aprovechemos el momento porque la muerte viaja sobre nuestros hombros, porque tenemos los días contados. Hagamos que nuestras vidas sean extraordinarias.
Thoreau, que nunca pretendió adoctrinar («Cuando lean, no consideren sólo lo que el autor piensa, sino lo que ustedes piensan», concluye Keating), sino dar un aldabonazo en las conciencias para que cada cual siga su propio camino, no podía imaginar la huella que iba a dejar en generaciones de lectores de todo el mundo.




«La obra de Thoreau nos saca de las bibliotecas y nos invita a llevar una vida filosófica en el día a día: su vida se hermana con su pensamiento, es subversiva contra la mercantilización, la oligarquía, el dominio de los capitales y las finanzas sobre la independencia y la soberanía de los pueblos. Su discurso es plenamente vigente y ya no basta con indignarse», reflexiona Maximilien Le Roy, guionista (A. Dan se encarga de los dibujos) de la novela gráfica Thoreau. La vida sublime, reeditada por Impedimenta. Le Roy recuerda que Mahatma Gandhi descubrió la obra de Thoreau en prisión y lo convirtió en su «maestro» («Bajo un gobierno que encarcela injustamente a cualquiera, el hogar de un hombre honrado es la cárcel», dice el autor de La desobediencia civil, libro de cabecera de Gandhi); y Martin Luther King Jr. afirmó haber dado vida a las enseñanzas del filósofo en sus acciones contra la segregación racial de los afroamericanos.

Contra la opresión

Aunque los hombres ilustres no tienen por qué servir necesariamente como argumento de autoridad. Así, una legión de anónimos defensores del medio ambiente, antimilitaristas, anticolonialistas, activistas por la antiglobalización y rebeldes de todo signo han encontrado en los escritos y en la vida de Thoreau armas contra las múltiples formas de la opresión.




Emma Goldman, legendaria pionera en la lucha por la emancipación de la mujer, lo describe como «el mayor de los anarquistas norteamericanos». Por el contrario, el filósofo Michel Onfray -autor del prólogo de Walden que Errata Naturae acaba de lanzar en una edición especial 200 aniversario- invalida este calificativo: Thoreau no es anarquista, sino libertario. Según Onfray, el anarquista cree en los «ideales progresistas del siglo XIX»; el libertario, por su parte, no se «sacrifica» por ningún ideal.
«No es un teórico metódico, inventor de una filosofía coherente, sino un escritor que se desliza desde una imagen a otra, en perpetua búsqueda de una nueva formulación apropiada para el lenguaje que él presiente. Su pensamiento es complejo, cambiante, paradójico, provocador», apunta Michel Granger, profesor de Literatura de la Universidad de Lyon y especialista en escritores del «renacimiento americano» como Emerson, Hawthorne, Whitman, Poe, Twain, Melville y Thoreau.
Thoreau no pretendió adoctrinar, sino agitar las conciencias para que cada cual siga su propio camino
Nuestro filósofo dejó su impronta en John Muir, probablemente el primer ecologista moderno. Nacido en Dunbar, en la costa este de Escocia, en 1838, escribió una decena de libros y cientos de artículos donde defendió su particular filosofía sobre la vida salvaje y la preservación de los espacios naturales. «El camino más claro hacia el Universo pasa por un bosque virgen», sentenció este admirador de Humboldt (no perdamos de vista al sabio prusiano en esta historia de humanistas-naturalistas decimonónicos que estaban en contacto, o sabían los unos de los otros, sin necesidad de Facebook). Muir tuvo su cabaña «a lo Walden» en el valle de Yosemite, donde también recibía. Por allí apareció Ralph Waldo Emerson, que no quiso acampar al raso. Un detalle que «no decía nada bueno del glorioso trascendentalismo», pensó su anfitrión. Aunque no minusvaloremos a Emerson, que firmó frases del tipo «nada puede traeros paz salvo vosotros mismos. Nada puede traeros paz salvo el triunfo de los principios».
Y, por supuesto, Thoreau sembró en su admirador más extremo, Chris McCandless (1968-1992), el brillante estudiante que renegó del materialismo vacuo de la sociedad norteamericana y soñó con abandonarla, al estilo de su ídolo, para hacerse dueño de sí mismo y regenerarse por el espectáculo de la naturaleza. Tras dar algunos tumbos eligió Alaska para su propósito y vivió varios meses en un autobús abandonado, el «autobús mágico» que apareció en mitad de la nada, hasta que murió de inanición, derrotado por esa naturaleza que le exigió algo más que romanticismo. Su peripecia -alabada y criticada a partes iguales- se cuenta en el libro Into the Wild (Hacia rutas salvajes, de Jon Krakauer, editado por Zeta Bolsillo en 2008) y fue llevada al cine en 2007 por Sean Penn.




En este año de celebración no faltan los ensayos inspirados por el pensador, como El triunfo de los principios. Cómo vivir con Thoreau, del barcelonés Toni Montesinos (Ariel, 2017), una amena aproximación a su vida y obra. «Él nos conmina a ser valientes, no de modo ampuloso en situaciones especialmente épicas, sino en el día a día», escribe Montesinos. «Nos enseña a ser buenos, puramente buenos, sin hipocresías sensibleras ni jactancias, sino con la firme intención de practicar la bondad con fines determinados, casi de forma pragmática; nos enseña a mirar con respeto la naturaleza y ser humildes ante ella, sin dejarnos cegar por los impactantes adelantos tecnológicos; nos enseña, en definitiva, a no resignarnos al estilo de vida al que la sociedad estandarizada nos arrastra y a tener un criterio propio firme y sosegado».




¿Malos tiempos para la filosofía? Lean a Thoreau. Tendrán un mejor día. Tal vez, si perseveran, una mejor vida. Basta con abrir al azar una página de Todo lo bueno es libre y salvaje (Errata Naturae, 2017) y recitarse uno de los aforismos que contiene. «Me gusta que mi vida tenga un amplio margen». «No puedo deciros lo que soy, más allá de un rayo de sol. Lo que soy, lo soy, y no lo digo. Ser es la mejor forma de explicarse».

lunes, 19 de noviembre de 2018

Perspectivas budistas en el final de la vida - una conversación con Phra Paisal Visalo

Perspectivas budistas en el final de la vida - una conversación con Phra Paisal Visalo

 


Author: Dr Suresh Kumar
        
  • Dr Suresh Kumar.
Dr Suresh Kumar.

En medio de una apretada agenda de entrenamiento en Tailandia, el Dr. Suresh Kumar habló con Phra Paisal Visalo, abad del monasterio budista, Wat Pasukato, y fundador de la Red budista para una Buena Muerte.




¿Qué dice el budismo sobre el sufrimiento en general, y el sufrimiento al final de la vida en particular?
En la perspectiva budista, el sufrimiento es la realidad de la cual nadie puede escapar. Todos nos enfrentamos a la vejez, la enfermedad, la separación y la pérdida, ya sea antes o después. La razón de esto es que la vida es incertidumbre. Todo en este mundo es sólo temporal. Pero el cambio es certeza. Es decir: Impermanencia. Nuestra vida es presionada por factores internos y externos que conducen a cambios constantes. Todo, en última instancia, está en descomposición y desintegrado, es decir: sufrimiento. No hay un "yo" que sea independiente o permanente. Sólo podemos retrasar o escapar del sufrimiento por un tiempo, pero el mismo es inevitable. Lo que podemos hacer es aliviar el sufrimiento y disminuir sus efectos cuando este se produzca.
Sin embargo, es posible que esas condiciones de sufrimiento sólo nos puedan afectar físicamente pero no necesariamente afectar nuestras condiciones mentales. El budismo cree que cada ser humano puede cultivar su mente para estar libre del sufrimiento. A pesar de que todos enfrentamos el envejecimiento, la enfermedad y la muerte, la mente no tiene que sufrir el dolor de ellos, si sólo aceptamos la realidad sin rechazo y sin resistencia. La aceptación es el factor más importante para que podamos estar libres de sufrimiento.
En lugar de ser afectados por el sufrimiento físico, podemos utilizarlo para nuestro propio beneficio; abrir los ojos ante el hecho de que nada es certero. La sabiduría es también la clave del éxito para iluminar nuestras mentes y para ser libres del sufrimiento. Ha habido numerosos monjes y laicos que recibieron la iluminación mientras se estaban enfrentando el sufrimiento debido a la enfermedad y la muerte. En otras palabras, la enfermedad y la muerte pueden desarrollar nuestra sabiduría para darse cuenta de la verdad última y alcanzar la iluminación.
¿Qué tan relevante es el aprendizaje a partir de estas ideas al final de la vida de los no budistas?
El budismo cree que la felicidad es posible al final de la vida. No debe haber ningún temor cuando ha llegado el momento. Cada ser humano tiene su propia capacidad para ser feliz, independientemente de la religión que profese, o incluso si no tiene religión alguna. Morir en paz es posible para todos los seres humanos.
¿Qué considera como una buena muerte?
Una buena muerte, desde la perspectiva budista, no está determinada por la forma en que uno muere ni por el motivo de la muerte. Más bien se caracteriza por la condición de la mente en el momento de la muerte; morir en paz, sin temor ni sufrimiento mental. Esto es posible cuando uno acepta la muerte de uno mismo y suelta todo - sin apego a cualquier cosa o cualquier persona. Una buena muerte también se caracteriza por los estados de dicha de la existencia donde uno vuelve a nacer. Lo mejor de todo es la muerte con una mente iluminada, el logro de la última sabiduría acerca de la verdadera esencia de la naturaleza. Esto permite a la mente estar libre de sufrimiento y darse cuenta del nirvana, sin renacimiento.
¿Qué es la buena vida?
La buena vida significa vida con bienestar, libre de enfermedad, libre de pobreza y de explotación. Buena vida también significa vivir una vida acorde con la moral; no aprovecharse de los demás, sino hacer buenas obras para los demás y para la sociedad. Se trata de tener la mente tranquila, tener compasión y no ser dominados por la codicia, la ira y la ilusión. Es la vida no infligida por el sufrimiento, que resulta de la comprensión de la realidad de la vida y de ser capaz de resolver los problemas que surjan.
¿Crees que el buen vivir siempre conduce a una buena o cómoda muerte?
Una buena vida podría conducir a una muerte en paz, pero no siempre es así. Cuando una persona está muriendo, si su mente está en dolor, o preocupado por sus hijos, padres, los seres queridos o si no puede dejar de lado sus propiedades, si él es culpable, o tiene un asunto pendiente, él se negará y luchará contra la muerte a cualquier precio. Esto conducirá a tormento, agitación e inquietud, con una existencia lamentable después de la muerte. Además, el dolor físico de la enfermedad puede hacer que los pacientes se encuentren enojados y agitados y no encuentran la paz al final de la vida.
Por otro lado, ¿cree usted que una buena muerte es posible sin una buena vida?
Buena muerte podría ocurrir a aquellos que tienen una vida malsana, aunque es muy poco frecuente. Esto se debe a que aquellos que tienen la vida malsana, tienen miedo de que van a ir a los estados malos después de la muerte. Así que ellos tienen miedo de la muerte. Muchos sufren de culpabilidad o son perseguidos por su mala conducta en el pasado. En cuanto a aquellos que son dominados por la codicia, la ira o el engaño, siempre encuentran dificultades para dejar ir a sus propiedades, o lo hacen de mala voluntad. Esto llevará inevitablemente a la muerte en el tormento. Sin embargo, si tienen la suerte de tener amigos que puedan ayudarles a recordar las buenas acciones y dejar de lado todo, su mente se volverá sana y una buena muerte será posible para ellos.
La muerte es la certeza de la vida, ¿cómo puede uno prepararse para ello?
La preparación para la muerte es una necesidad de todos los seres humanos, porque todos nos enfrentaremos a ello, sin importar cómo somos o quienes somos. Debemos prepararnos para la muerte mediante el ejercicio de 'la contemplación de la muerte'. Esto significa que debemos recordar constantemente que vamos a morir tarde o temprano. No sabemos cuándo, dónde ni cómo. Entonces nos preguntamos: Si fuéramos a morir pronto, ¿estamos preparados para eso? ¿Hemos hecho alguna buena obra para con nuestros seres queridos y para otros? ¿Es suficiente? ¿Somos lo suficientemente responsables de todo lo que tenemos? ¿Estamos dispuestos ya a dejar ir las cosas? Si la respuesta es: 'no estoy listo todavía ", debemos hacer buenas obras a partir de ahora y tratar de completar las tareas y responsabilidades. Por último, tenemos que aprender a dejar las cosas ir. Hacer buenas acciones significa que no tenemos nada que lamentar. Luego, dejar que las cosas fluyan, nos permitirá hacer frente a la muerte y estar preparados para ello, ahora y en el futuro.
El miedo a la muerte es uno de los principales factores que causan angustia en los moribundos. ¿Hay maneras de hacer frente a esto, independientemente de la fe de uno?
El miedo a la muerte se produce cuando tendemos a olvidar que todos morimos tarde o temprano. Podemos tener asuntos pendientes y preocuparnos de nuestros seres queridos o de nuestras pertenencias. Uno puede tener miedo de la muerte porque uno no está seguro de lo que sucederá después de la muerte. El miedo a la muerte puede ser aliviado si practicamos regularmente la contemplación de la muerte, tratando de hacer lo mejor para nuestros seres queridos y de completar nuestras tareas y responsabilidades importantes. La meditación es una buena manera de cultivar la mente para aceptar la muerte: ver la muerte como una parte de la vida sin miedo en absoluto.
¿Pueden las intervenciones como la meditación ayudar a aliviar el sufrimiento hacia el final de la vida? ¿Cómo? Incluso en una persona que no ha practicado la meditación hasta los últimos días de su vida?
La meditación ayuda a disminuir el sufrimiento. Al final de la vida, cuando hay dolor, uno puede concentrarse en la propia respiración - inhalación y exhalación. Una vez que la mente y la respiración están en armonía, habrá concentración y calma La calma de la mente producirá algo de química en el cuerpo que puede disminuir gradualmente el dolor. La calma que trae la meditación también desvía la mente del dolor físico, y puede permitir que uno sea inconsciente del dolor o sentirlo menos..
La meditación de atención plena también puede aliviar el sufrimiento. La meditación consciente ayuda a la mente a dejar de lado el dolor. En lugar de "ser el dolor ', la atención plena permite a uno ser consciente del dolor. Esto reducirá el dolor mental. Sólo existirá el dolor físico.
Mediadores experimentados pueden dar consejos para eliminar el sufrimiento. Un entorno adecuado y tranquilo también puede ayudar a aliviar el dolor. Recordándose a uno mismo en las buenas obras en el pasado, o concentrándose en las cosas sagradas en las que uno tiene fe puede también ayudar en la meditación consciente.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Katharine Hepburn

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Hepburn le espetó a un periodista: «Yo soy atea y eso es todo. Creo que no hay nada que podamos saber   excepto que debemos ser amables con los demás y hacer lo que podamos por  otras personas» 

Quema, memoria

 

07-07-2015 |
Las memorias de Ingmar Bergman, Linterna mágica (Tusquets), muestran el volcán que lo quemaba por dentro.
Por Patricio Zunini.
La novela siempre ocupó un lugar de privilegio en la literatura, pero desde hace un tiempo, quizá empujada por las exigencias —y las urgencias— del mercado, cobró tal relevancia que parecería haber una presión permanente para que cualquier texto encaje en este género cada vez más mestizo y multiforme. No hablamos aquí de ciertas interpretaciones editoriales demasiado liberales como la de la contratapa que condenó al muy buen libro de cuentos Ha dejado de llover, de Andrés Barba, a ser una “novela de nouvelles”. Tampoco de las buenas voluntades de los periodistas, como aquel reseñista que consideraba a la investigación Pánico. Diez minutos con la muerte, de Ana Prieto —otro libro muy recomendable—, como novela porque no traía notas al pie.

En la actualidad, la Santísima Trinidad de los “novelistas sin ficción” está conformada por Javier Cercas, Karl Ove Knausgard y Emmanuel Carrère. De los tres, Javier Cercas es el más activo en la defensa omnívora del género. Él mismo, en una entrevista para este blog, dijo que publicó Anatomía de un instante como crónica porque sus lectores no estaban preparados para leerla como novela, pero que con El impostor creía haberlos convencido de que era posible escribir una novela sin ficción.
Pero: ¿El hecho de que un texto se lea como una novela lo convierte mecánicamente en novela? ¿Qué significa, en todo caso, que se lea como una novela? ¿Por qué el interés de considerar Limonov, de Carrère, o El impostor, de Cercas, como novelas que rompen los límites de la novela antes que como crónicas que rompen los límites de la crónica? ¿Por qué a la obra faraónica de Knausgard se la considera novela y no autobiografía? Y entonces, por ejemplo: ¿Cómo habría considerado Ingmar Bergman su libro de memorias si, en lugar de haberlo publicado en 1987, lo hubiera hecho entrado ya en el siglo XXI?
Bergman comienza Linterna mágica con recuerdos muy antiguos, casi desde el momento en que dejó de usar pañales. La familia estaba estructurada en torno al padre, un pastor luterano, y atravesada por una corriente subterránea de odio y desprecio. La hostilidad entre los hermanos es evidente (Ingmar es el segundo y es el favorito de la madre, ante quien se consume con «un amor fiel como el de un perro», pero cuando nace la tercera y la situación cambia, intenta asfixiarla). El padre marca aquellos años con una disciplina rigurosa. Los castigos son algo completamente natural, jamás se los cuestiona. Las sanciones pueden ir de una “simple” cachetada a cuestiones más elaborado: por ejemplo, si un chico se hace pis encima tiene que llevar una falda roja que le llega a las rodillas todo el día.
Casi toda nuestra educación estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia, factores concretos en las relaciones entre padres e hijos, y con Dios. Había en ello una lógica interna que nosotros aceptábamos y creíamos comprender. Este hecho contribuyó posiblemente a nuestra pasiva aceptación del nazismo. Nunca habíamos oído hablar de libertad y no teníamos ni la más remota idea de a qué sabía. En un sistema jerárquico, todas las puertas están cerradas.
De los tres hijos, el mayor se suicidó, la menor se volvió loca. Si Ingmar se salvó fue porque se convirtió «en un mentiroso», en alguien que exteriormente tenía muy poco que ver con su verdadero yo. Los demonios, sin embargo, estaban ahí, comiéndolo por dentro.
De aquella época es también el primer contacto con el cine. En una Navidad, una tía rica reparte regalos: al hermano mayor le toca un proyector bastante rudimentario, que Ingmar le compra la misma madrugada del 25 por cien soldados de plomo. En esa “linterna mágica” está el origen de quien llegaría a ser el director más importante de Suecia.
El libro avanza a través de diferentes aspectos que no siguen una cronología: hay avances, retrocesos, no se tiene una idea clara de fechas y situaciones. Las personas entran, salen, se olvidan, regresan. Una mujer le da paso a otra y ésta a otra y así («el trabajo cinematográfico es una actividad fuertemente erótica»): Bergman se casó siete veces y tuvo ocho hijos. Nunca fue un buen marido ni un buen padre. Fue honesto, pero con eso no basta para que ser bueno. Los chicos, como el resto de las personas, aparecen y desaparecen, son olvidados, dejados en el camino. Bergman no intenta justificarse ni salir exonerado. Si hace un ajuste de cuentas es consigo mismo. El desorden de los recuerdos ayuda a hacerse una idea de lo caótica que era su vida. El descontrol llega incluso a lo económico, donde es víctima de una estafa de su contador y termina con un proceso por defraudación al fisco.
Los únicos recuerdos del libro que son prolijos y certeros son aquellos en los que habla del teatro (su pasión más grande) y el cine.
El ejercicio de mi profesión se convierte, por tanto, en una meticulosa administración de lo indecible. Transmito, organizo, ritualizo. Hay directores de escena que materializan su propio caos, de ese caos crean, en el mejor de los casos, una función. Esa falta de profesionalidad me da asco. Yo no participo jamás en el drama, yo traduzco, concretizo.
Quiero que haya calma, orden, amabilidad. Sólo así podremos romper los límites, acercarnos a lo ilimitado. Sólo así solucionamos los misterios y aprendemos el mecanismo de la repetición. La repetición, la viva, la palpitante repetición. La misma función cada tarde, la misma función y sin embargo recién nacida.
En esos momentos, la sensibilidad de Bergman aparece en toda su dimensión. Incluso suspende el relato y se entrega a pequeños ensayos críticos:
Los artistas que tienen talento para formular bien sus ideas son peligrosos. De repente sus elucubraciones se ponen de moda y eso puede ser catastrófico. A Igor Stravinski le encantaba formular sus ideas. Escribió bastante sobre interpretación. Como llevaba dentro un volcán, aconsejaba mesura. Las medianías lo leyeron y se proclamaron de acuerdo. Los que no tenían ni asomo de volcán, levantaron sus batutas y observaron mesura, mientras Stravinski, que jamás vivió como enseñaba, dirigía su propio Apollon Musagète como si hubiera sido Tchaikovski.
Comprendo lo que Fellini quiere decir cuando sostiene que para él hacer cine es una manera de vivir. Entiendo también la pequeña anécdota que contó de Anita Ekberg. Su última escena en La dolce vita se desarrollaba en un coche que estaba en el plató. Una vez filmada la escena, con la que terminaba su papel en la película, ella se echó a llorar y se negó a abandonar el coche agarrándose al volante. Tuvieron que utilizar una suave violencia para sacarla del estudio.
Cuando el cine no es documento, es sueño. Por eso Tarkovsky es el más grande de todos. Se mueve con una naturalidad absoluta en el espacio de los sueños; él no explica, y además ¿qué iba a explicar? (…) Fellini, Kurosawa y Buñuel se mueven en los mismos barrios de Tarkovsky. Antonioni iba por ese camino, pero se mató, ahogado en su propio aburrimiento. Méliès estuvo siempre allí sin pararse a reflexionar en ello. Es que él era mago de profesión. Cine como sueño, cine como música. No hay arte que, como el cine, se dirija a través de nuestra conciencia diurna directamente a nuestros sentimientos, hasta los más profundos de la oscuridad del alma.
Bergman habla de arte, de cine, de música, de supersticiones. Habla de Fanny y Alexander, de Secretos de un matrimonio, de Gritos y susurros. Habla de Strindberg y Shakespeare, de Greta Garbo y de Ingrid Bergman. Pero ni siquiera allí encuentra sosiego. Bergman persigue a los genios: ¿podría ser él uno de ellos? En cada recuerdo se asoma la frustración de no haber alcanzado la altura que se había propuesto.
El Bergman de Linterna mágica está en carne viva y, como Stravinski, tiene un volcán interno: el libro quema. No se lee como una novela, y ese es, seguramente, el mejor elogio que puede decirse de él.

martes, 13 de noviembre de 2018

Necesito poco y lo poco que necesito lo necesito poco

Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.

Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las "huchas de las misiones" pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.

Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila.
También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada o todo. ( A Caso) 

La Basura . Martín Caparrós


La basura

Los desperdicios son casa, vida y sustento de miles de argentinos que no tienen qué comer. Martín Caparrós lo relata en su libro 'El Hambre'. Aquí, un extracto



María José Durán
El sol ataca. Hay un camino de tierra, un descampado, olor a rayos; hay un puente. Bajo el puente, el río Reconquista es un amasijo de agua marrón y espuma, podredumbre. El sol deshace. Sobre el puente, cientos de personas esperan que, unos metros más allá, una barrera se abra. Transpiran, esperan, se miran, hablan poco; muchos tienen bicicletas. Bajo el puente se oyen unos gritos: dos muchachos de 15, 16 corren a otro muchacho de 15, 16. Sobre el puente, cuando se abra la barrera, los cientos de personas van a correr hacia la gran montaña de basura. Son hombres, casi todos; casi todos son jóvenes —pero hay mujeres, viejos. Bajo el puente, el perseguido grita; los perseguidores lo alcanzan, lo acosan, el perseguido grita más. Sobre el puente algunos miran: hacen como que no miran y los miran. Abajo, los perseguidores voltean al perseguido, lo agarran por los brazos y los pies, lo hamacan en el aire, lo revolean al río. El perseguido cae al río podrido, ya no grita. Los que esperan esperan. El sol estalla.
—Es muy feo tener que andar en la basura. Mi marido me decía que así es la vida. Y yo le decía que si es así, la vida es muy fea. Se fue, mi marido, vaya a saber dónde andará, se fue y me dejó con cinco chicos. Y yo sigo acá con la basura.
Los basurales de José León Suárez son una tradición argentina. Aquí, hace más de 50 años, un gobierno militar fusiló a una cantidad confusa de civiles que intentaban apoyar un levantamiento militar peronista. De aquí —de aquella historia— salió un relato que empezaba diciendo que un muerto estaba vivo:
"Seis meses más tarde, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice:
—Hay un fusilado que vive.
"No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades". Escribió en 1957 Rodolfo Walsh para empezar a contar su Operación Masacre —y de esas líneas salió, poco más o menos, todo lo que hacemos. De aquí, de los basurales de José Léon Suárez.
—Paty, puré de tomate, sopa encuentro, cosas de ésas. Sí, yo cocino casi todo de allá arriba.
—¿Y qué es lo que más cocinás?
—Guiso. Guiso con papa, fideo, arroz. Si encuentro carne, carne.
Depende de lo que encuentre en la montaña.
Los basurales cambiaron mucho desde entonces. Ahora son un emprendimiento de 300 hectáreas que se llama Ceamse —Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado. Su origen es turbio de tan claro: en 1977, los militares que asesinaban con denuedo, que llenaban el río de cadáveres, decidieron que tenían que terminar con el smog que afeaba el aire de la ciudad de Buenos Aires. Era una causa noble, bien ecololó: prohibieron los quemadores de basura domiciliarios y los reemplazaron por grandes depósitos ubicados en los suburbios; en su sistema de metáforas, la claridad del cielo del centro bien valía la mugre de las tierras de la periferia.
En esos mismos días, a menos de un kilómetro de allí, en Campo de Mayo, uno de los cuarteles más grandes del ejército argentino, cientos o miles de cuerpos fueron desaparecidos, quemados, enterrados.
La ciudad de Buenos Aires produce la basura; los territorios circundantes la reciben, la procesan —la consumen. La ciudad de Buenos Aires, donde viven tres millones de personas, produce cada día 6.500 toneladas de basura; treinta distritos del conurbano, donde viven diez millones, producen 10.000 toneladas diarias. O sea: cada habitante de la Capital basura el doble que uno de los suburbios. Pertenecer tiene sus privilegios.
Siempre hubo personas que cirujeaban: que rebuscaban en la basura cosas que vender. Con la instalación del Ceamse —con el aumento exponencial de la cantidad de basura que llegaba a la zona— los cirujas locales también fueron cada vez más. A fines de los noventa, cuando la Argentina se consolidó como un país partido, el Estado armó un cerco alrededor del basural: lo custodiaban docenas de policías. Y no tenían pruritos: cuando cruzaban un ciruja lo cagaban a golpes —y le sacaban, para su beneficio, lo que había recogido. Las autoridades del Ceamse decían que lo hacían por el bien de los invasores: que no podían permitir que se llevaran —y comieran— alimentos descompuestos que podían dañarlos. El Estado que no les garantizaba la comida garantizaba que no pudieran comerse un yogur agrio. Los cirujas empezaron a mejorar sus técnicas: entraban de noche, subrepticios, de a uno o dos o tres; cuando veían algún policía se escondían, a menudo bajo la basura.

"La ciudad de Buenos Aires produce la basura; los territorios circundantes la reciben, la procesan, la consumen"
Aun así, el cirujeo era un trabajo posible en un país donde escaseaban los trabajos. Alrededor del basural había un cinturón de tierras vacías, inhabitables por razones sanitarias. De a poco, personas fueron ocupándolas.
—Yo ese día me enteré a las tres o cuatro de la tarde de que estaban ocupando, y a las seis estaba ahí, con mi pedazo de toldo. Fue difícil, muy difícil. Es como en todos los barrios: se mete uno, se meten dos y cuando te querés acordar ya estaban todos.
Dice Lorena.
—Yo ahí me terminé de dar cuenta de lo que es ser pobre.
Corría 1998 y la Argentina estaba, como suele, en plena crisis económica, social. Las tierras alrededor del basural se llenaban de personas que se habían quedado sin empleo, que ya no podían pagar los mínimos alquileres que les cobraban por una casilla donde sobrevivir. Y además habían llegado miles de refugiados de las inundaciones de las provincias del nordeste: la zona rebosaba de pobreza.
—Fue muy espontánea la toma. Cuando vos tomás la tierra es así, un gran kilombo, todo lleno de pedazos de cable para marcar los lotes, y yo estaba sentada arriba de una piedra cuidando un pedazo de tierra. Había un vecino que se llamaba Coqui, y él siempre me cargaba: "¿Vos te acordás de esos años, cuando eras bien blanquita? Y era muy joven: no tenía 25. Ahora Lorena tiene 38 años y pesa, dice, casi 200 kilos: una masa con la cara risueña, inteligente, el pelo corto medio rubio, carne que le desborda.
–Ahora soy colorada, la piel se te curte, se te quema, los bracitos negros... "¿Vos te acordás de cuando eras bien pálida, Lore, y estabas sentada ahí en esa piedra?" Yo lo que me acuerdo es que tenía un miedo...
Lorena había llegado del Uruguay ocho años antes, cuando tenía 16. Venía de un barrio obrero de Montevideo: su padre se había ido cuando ella era chiquita; su madre, costurera, trabajó mucho para mantener a sus cuatro hijas que, de a poco, fueron emigrando a la Argentina. Su último gran esfuerzo fue darle a la menor, Lorena, su fiesta de quince; estaba enferma y murió de un infarto dos meses después. Lorena, sola, sin recursos, no tuvo más remedio que irse a la casa de una hermana, del otro lado del Río de la Plata, en los suburbios de Buenos Aires, en José León Suárez.
—Me tomé el ómnibus que venía desde Montevideo, viajé toda la noche. Y a la madrugada entró a Buenos Aires, por una autopista, entró al centro y estaba amaneciendo y yo miraba por la ventana y yo decía uy, Hollywood, llegué a Hollywood, luces, autopista, unas mujeres que salían de vaya a saber dónde con las botas hasta la rodilla, los shorts cortitos y esas botas. Yo venía tipo Janis Joplin: la pollera hindú, las trenzas, los zuequitos de madera, y esa minas salían de la bailanta con botas y minishort. Yo miraba para afuera, por la ventana, y se me salían los ojos, porque era demasiado: "autopista, bota y culo", decía. Me explotaba el corazón y decía dónde estoy, qué es esto, dónde me metí.
En José León Suárez tampoco entendía nada. Sus hermanas se inquietaron ante esa adolescente que les llegaba del pasado. Lorena no tenía papeles, no tenía educación, no sabía qué hacer con su vida.
—Empecé a trabajar en un choripán al paso en la estación de tren. El dueño me tocaba el culo y yo no quería decir nada y un día exploté y lo mandé al carajo y no fui más. Y ahí enseguida me enganché a cartonear. Acá en Suárez todos iban con los carros y bueno, empecé a drogarme mucho. Yo no sabía lo que era un faso... Y todo ese submundo de la pobreza, la miseria. Yo me quería matar... Y después me pasó algo muy lindo: conocí al papá de mis hijos. Estuve muchos años, 16 años con el papá de mis hijos. Fue una linda historia.

"A finales de los noventa el Estado cercó el basural. Los que no les garantizaban la comida garantizaban que no pudieran comerse un yogur agrio"
El muchacho se llamaba César, trabajaba en una fábrica, tenía una familia. Juntos armaron otra: dos hijos biológicos, una hija adoptada. En esos días de 1998 vivían en un ranchito que alquilaban; a él lo habían echado de la fábrica y ya no sabían cómo pagarlo. Y además Lorena siempre había querido tener algo propio: un pedazo de tierra. Pero esa tarde él no quería ir a ocupar. Ella le insistía:
—Yo ya estaba hinchada las bolas, no daba más. Siempre hacía todo en regla, todo bien y me seguía yendo mal, nunca tenía nada. Pero el Flaco no quería quebrar la ley, quería hacer todo por derecha. Y más cuando vio lo que eran esas tierras, un basural medio inundado, todo lleno de mierda, de barro, las ratas de este tamaño. Fue la primera vez que nos separamos.
Esa tarde cada cual ocupaba lo que podía. Lorena lo recuerda con cariño. La gente se ayudaba: vení por acá, metete en este lugar, dale, qué necesitás. Al principio cada uno se quedó con un lote de 30 por 30; pronto vieron que así no alcanzaba para todos y decidieron cortarlos por la mitad: 30 por 15, y entonces sí. Empezaron a delinear las calles, el espacio donde alguna vez estarían las veredas: semanas de trabajos, de entusiasmo. Y de conflictos: había algunos que ocupaban para venderles a los que llegaran más tarde, pero los vecinos se ocupaban de impedirlo.
—Cuando me enteraba de que alguno estaba para hacer negocio llamaba a mis compañeros, les decía vamos para allá y nos poníamos nosotros en el lote hasta que metíamos una familia, no dejábamos que se venda hasta que metíamos a una familia. Todos teníamos tolderías, vivimos casi seis meses así. Para sobrevivir ahí teníamos que organizarnos en grupos de los que ya estábamos viviendo, para poder cocinar y hacer un fuego porque la policía no nos dejaba entrar con madera, no nos dejaba entrar chapas. Tampoco teníamos agua, el agua que había estaba repodrida, hubo mucha hepatitis. Organizamos la olla popular, empezamos a ver cómo podíamos traer agua; es muy duro el asentamiento al principio. Ahí empecé también a ver que yo podía hacer algunas cosas.
Tiempo después alguien se dio cuenta de que un barrio sin nombre no es un barrio. Lo discutieron en una asamblea de vecinos. Varios quisieron ponerle José Luis Cabezas, el nombre de un fotógrafo que un millonario menemista había mandado matar un año antes. Pero al final decidieron que lo llamarían Ocho de Mayo, porque ése era el día en que por fin se habían atrevido: el día en que empezó.
En los meses siguientes llegaron muchos miles más: todas las tierras baldías —los basurales, los pantanos— de los alrededores se fueron transformando en barrios. Con el tiempo, César aceptó ir a vivir al terreno ocupado y se reconcilió con Lorena. No tenían muchas fuentes de ingresos; había días en que no alcanzaba para comer todo lo necesario: cartoneaban. Cartonear es un verbo nuevo en el idioma de los argentinos: no tiene más de veinte años. Es, en síntesis, la forma políticamente correcta, descafeinada, de llamar a los que viven de rebuscar en la basura ajena, los que suelen llamarse a sí mismos con la palabra antigua: cirujas.

"A comer de la bolsa del McDonald’s, de la basura de McDonald’s, estaba acostumbrada. Pero quería comer adentro"
Lorena solía ir hasta un barrio elegante de la Capital, Belgrano R. Algunos de sus vecinos también hacían el viaje; entre ellos, los padres de Noelia.
—Cuando Noelia tenía cinco o seis años, hace mucho, venía a un centro comunitario que habíamos armado en el barrio. Yo hacía un taller con los chiquitos y me acuerdo que estábamos hablando de los sueños, de lo que soñaba cada uno, y Noelia hizo un dibujo medio raro. Yo no entendía nada del dibujo, le pedí que me explicara. "Éste es un McDonald’s, tía". Y le dije: "¿Ése es tu sueño?" "Sí, comer, pero adentro, ¿eh?" Y me marcaba adentro. Porque la verdad es que a comer de la bolsa del McDonald’s, de la basura de McDonald’s, estaba acostumbrada. Pero quería comer adentro.
Dice Lorena, y que McDonald’s era "San McDonald’s porque salía la hamburguesa más linda. Hasta hoy el McDonald’s es el que te tira más limpio todo", dice. Pero Noelia quería comer adentro.
La mayoría de los vecinos del barrio Ocho de Mayo, entonces, hace unos diez años, subían a cirujear a la Montaña. A ese lugar que todavía llaman la Montaña.
—Juntás coraje. Si yo te digo negro, metete en ese montonazo de basura que hay ahí, ¿vos te vas a animar? Yo te puedo asegurar que no. Vas a tener que hacer de tripas corazón y te va a dar mucho asco y vas a vomitar y vas a decir yo no puedo estar acá.
El montón de basura tiene cinco o seis metros de alto, veinte de base, y es una verdadera porquería: todo tipo de restos chorreantes, pegajosos, aquel olor a infierno.
—Pero si tenés mucha hambre vas a hacer lo que tengas que hacer, y mala leche, y al final no te vas a dar cuenta. Es la necesidad... Lo único que nos moviliza para organizarnos, para pelear, para tener una tierra es cagarse de hambre. Lo necesito y lo hago. No somos muy conscientes, como no somos muy conscientes de trabajar acá. Porque si fuéramos muy conscientes, no estábamos acá.
Acá es la planta cooperativa de procesamiento de basura que dirige Lorena, al pie de la Montaña. Planta de procesamiento es un gran nombre: es un galpón repleto de basura, montones de basura alrededor, varias docenas de hombres y mujeres separándola, preparándola para la venta. Son los que zafaron de subir cada día a la Montaña: los cirujas con trabajo fijo. La Argentina es un país donde todo puede institucionalizarse; el mundo actual es un mundo donde todo.
—¿Por qué? Si fueran muy conscientes, ¿qué harían?

"Se sancionó lo que había sido clandestino y marginal: que miles de argentinos revolvieran esa basura para buscar comida"
—No sé, otra cosa. Nosotros ni pensamos cuánto vamos a tardar en morirnos trabajando acá... Es terrible porque la vida de todos los que trabajamos en el rubro de la basura, en todo lo que es el sector... Estamos apestadísmos, negro. Estamos apestadísimos... Trabajamos con las ratas, mirá las condiciones. Pero vos tenés que solucionar el tema del morfi hoy. Cuando hay hambre no podés pararte a mirar esas cosas.
Me dice Lorena.
Con la crisis de 2001 y el aumento de las ocupaciones y la falta de plata, la cantidad de cirujas se multiplicó de pronto —y su insistencia y su desesperación: cuentan que la custodia del basural se volvió más violenta, que al que trataba de entrar lo corrían a balazos. Entonces los cirujas empezaron a asaltar los camiones que llegaban. La represión aumentó también, y se extendió a los barrios cercanos. Había palos, tiros: molidos, heridos.
La policía mejoró, dicen, su metodología: a veces los dejaban entrar y los agarraban cuando salían, para sacarles lo que habían encontrado —y venderlo después en las villas. Algunos policías, dicen todavía los cirujas, les cobraban por dejarlos entrar: en plata, en mercadería, en sexo.
Hasta el 15 de marzo de 2004: esa noche, dos mellizos de 16 años, Federico y Diego Duarte, entraron, como muchas otras noches, a cirujear a la Montaña. Cuando apareció la policía se escondieron debajo de unos cartones en una pila de basura. Federico vio un camión que descargaba cataratas de mugre unos metros más allá, donde debía estar su hermano; cuando la policía se fue y pudo salir lo buscó por todas partes. Al otro día, su hermana Alicia hizo la denuncia policial; no le hicieron mucho caso. Dos días después, cuando un fiscal ordenó que lo rastrearan, ya era tarde.
El cuerpo de Diego Duarte nunca apareció, y el caso se transformó en un escándalo que los diarios nacionales retomaron. En protesta, el Camino del Buen Ayre —que atraviesa los terrenos del Ceamse— fue cortado por organizaciones piqueteras; unos días más tarde, cientos de cirujas incendiaron galpones del predio. Al final la empresa negoció; acordaron que cada día, durante una hora, hacia las cinco de la tarde, los cirujas podrían entrar a la Montaña. Era un modo de sancionar, de hacer institucional lo que hasta entonces había sido clandestino y marginal: que miles de argentinos revolvieran esa basura para buscar comida.
(...)
El Hambre, de Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957), se publicó en España el 28 de enero. Editorial Anagrama, 624 páginas. 24,90 euros, versión impresa; 14,99 euros, versión electrónica. Planeta lo editó en Argentina.