El sol ataca. Hay un camino de tierra, un descampado, olor a rayos; hay un puente. Bajo el puente, el río Reconquista es un amasijo de agua marrón y espuma, podredumbre. El sol deshace. Sobre el puente, cientos de personas esperan que, unos metros más allá, una barrera se abra. Transpiran, esperan, se miran, hablan poco; muchos tienen bicicletas. Bajo el puente se oyen unos gritos: dos muchachos de 15, 16 corren a otro muchacho de 15, 16. Sobre el puente, cuando se abra la barrera, los cientos de personas van a correr hacia la gran montaña de basura. Son hombres, casi todos; casi todos son jóvenes —pero hay mujeres, viejos. Bajo el puente, el perseguido grita; los perseguidores lo alcanzan, lo acosan, el perseguido grita más. Sobre el puente algunos miran: hacen como que no miran y los miran. Abajo, los perseguidores voltean al perseguido, lo agarran por los brazos y los pies, lo hamacan en el aire, lo revolean al río. El perseguido cae al río podrido, ya no grita. Los que esperan esperan. El sol estalla.
—Es muy feo tener que andar en la basura. Mi marido me decía que así es la vida. Y yo le decía que si es así, la vida es muy fea. Se fue, mi marido, vaya a saber dónde andará, se fue y me dejó con cinco chicos. Y yo sigo acá con la basura.
Los basurales de José León Suárez son una tradición argentina. Aquí, hace más de 50 años, un gobierno militar fusiló a una cantidad confusa de civiles que intentaban apoyar un levantamiento militar peronista. De aquí —de aquella historia— salió un relato que empezaba diciendo que un muerto estaba vivo:
"Seis meses más tarde, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice:
—Hay un fusilado que vive.
"No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades". Escribió en 1957 Rodolfo Walsh para empezar a contar su
Operación Masacre —y de esas líneas salió, poco más o menos, todo lo que hacemos. De aquí, de los basurales de José Léon Suárez.
—Paty, puré de tomate, sopa encuentro, cosas de ésas. Sí, yo cocino casi todo de allá arriba.
—¿Y qué es lo que más cocinás?
—Guiso. Guiso con papa, fideo, arroz. Si encuentro carne, carne.
Depende de lo que encuentre en la montaña.
Los basurales cambiaron mucho desde entonces. Ahora son un emprendimiento de 300 hectáreas que se llama Ceamse —Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado. Su origen es turbio de tan claro: en 1977, los militares que asesinaban con denuedo, que llenaban el río de cadáveres, decidieron que tenían que terminar con el
smog que afeaba el aire de la ciudad de Buenos Aires. Era una causa noble, bien ecololó: prohibieron los quemadores de basura domiciliarios y los reemplazaron por grandes depósitos ubicados en los suburbios; en su sistema de metáforas, la claridad del cielo del centro bien valía la mugre de las tierras de la periferia.
En esos mismos días, a menos de un kilómetro de allí, en Campo de Mayo, uno de los cuarteles más grandes del ejército argentino, cientos o miles de cuerpos fueron desaparecidos, quemados, enterrados.
La ciudad de Buenos Aires produce la basura; los territorios circundantes la reciben, la procesan —la consumen. La ciudad de Buenos Aires, donde viven tres millones de personas, produce cada día 6.500 toneladas de basura; treinta distritos del conurbano, donde viven diez millones, producen 10.000 toneladas diarias. O sea: cada habitante de la Capital basura el doble que uno de los suburbios. Pertenecer tiene sus privilegios.
Siempre hubo personas que cirujeaban: que rebuscaban en la basura cosas que vender. Con la instalación del Ceamse —con el aumento exponencial de la cantidad de basura que llegaba a la zona— los cirujas locales también fueron cada vez más. A fines de los noventa, cuando la Argentina se consolidó como un país partido, el Estado armó un cerco alrededor del basural: lo custodiaban docenas de policías. Y no tenían pruritos: cuando cruzaban un ciruja lo cagaban a golpes —y le sacaban, para su beneficio, lo que había recogido. Las autoridades del Ceamse decían que lo hacían por el bien de los invasores: que no podían permitir que se llevaran —y comieran— alimentos descompuestos que podían dañarlos. El Estado que no les garantizaba la comida garantizaba que no pudieran comerse un yogur agrio. Los cirujas empezaron a mejorar sus técnicas: entraban de noche, subrepticios, de a uno o dos o tres; cuando veían algún policía se escondían, a menudo bajo la basura.
"La ciudad de Buenos Aires produce la basura; los territorios circundantes la reciben, la procesan, la consumen"
Aun así, el cirujeo era un trabajo posible en un país donde escaseaban los trabajos. Alrededor del basural había un cinturón de tierras vacías, inhabitables por razones sanitarias. De a poco, personas fueron ocupándolas.
—Yo ese día me enteré a las tres o cuatro de la tarde de que estaban ocupando, y a las seis estaba ahí, con mi pedazo de toldo. Fue difícil, muy difícil. Es como en todos los barrios: se mete uno, se meten dos y cuando te querés acordar ya estaban todos.
Dice Lorena.
—Yo ahí me terminé de dar cuenta de lo que es ser pobre.
Corría 1998 y la Argentina estaba, como suele, en plena crisis económica, social. Las tierras alrededor del basural se llenaban de personas que se habían quedado sin empleo, que ya no podían pagar los mínimos alquileres que les cobraban por una casilla donde sobrevivir. Y además habían llegado miles de refugiados de las inundaciones de las provincias del nordeste: la zona rebosaba de pobreza.
—Fue muy espontánea la toma. Cuando vos tomás la tierra es así, un gran kilombo, todo lleno de pedazos de cable para marcar los lotes, y yo estaba sentada arriba de una piedra cuidando un pedazo de tierra. Había un vecino que se llamaba Coqui, y él siempre me cargaba: "¿Vos te acordás de esos años, cuando eras bien blanquita? Y era muy joven: no tenía 25. Ahora Lorena tiene 38 años y pesa, dice, casi 200 kilos: una masa con la cara risueña, inteligente, el pelo corto medio rubio, carne que le desborda.
–Ahora soy colorada, la piel se te curte, se te quema, los bracitos negros... "¿Vos te acordás de cuando eras bien pálida, Lore, y estabas sentada ahí en esa piedra?" Yo lo que me acuerdo es que tenía un miedo...
Lorena había llegado del Uruguay ocho años antes, cuando tenía 16. Venía de un barrio obrero de Montevideo: su padre se había ido cuando ella era chiquita; su madre, costurera, trabajó mucho para mantener a sus cuatro hijas que, de a poco, fueron emigrando a la Argentina. Su último gran esfuerzo fue darle a la menor, Lorena, su fiesta de quince; estaba enferma y murió de un infarto dos meses después. Lorena, sola, sin recursos, no tuvo más remedio que irse a la casa de una hermana, del otro lado del Río de la Plata, en los suburbios de Buenos Aires, en José León Suárez.
—Me tomé el ómnibus que venía desde Montevideo, viajé toda la noche. Y a la madrugada entró a Buenos Aires, por una autopista, entró al centro y estaba amaneciendo y yo miraba por la ventana y yo decía uy, Hollywood, llegué a Hollywood, luces, autopista, unas mujeres que salían de vaya a saber dónde con las botas hasta la rodilla, los shorts cortitos y esas botas. Yo venía tipo Janis Joplin: la pollera hindú, las trenzas, los zuequitos de madera, y esa minas salían de la bailanta con botas y minishort. Yo miraba para afuera, por la ventana, y se me salían los ojos, porque era demasiado: "autopista, bota y culo", decía. Me explotaba el corazón y decía dónde estoy, qué es esto, dónde me metí.
En José León Suárez tampoco entendía nada. Sus hermanas se inquietaron ante esa adolescente que les llegaba del pasado. Lorena no tenía papeles, no tenía educación, no sabía qué hacer con su vida.
—Empecé a trabajar en un choripán al paso en la estación de tren. El dueño me tocaba el culo y yo no quería decir nada y un día exploté y lo mandé al carajo y no fui más. Y ahí enseguida me enganché a cartonear. Acá en Suárez todos iban con los carros y bueno, empecé a drogarme mucho. Yo no sabía lo que era un faso... Y todo ese submundo de la pobreza, la miseria. Yo me quería matar... Y después me pasó algo muy lindo: conocí al papá de mis hijos. Estuve muchos años, 16 años con el papá de mis hijos. Fue una linda historia.
"A finales de los noventa el Estado cercó el basural. Los que no les garantizaban la comida garantizaban que no pudieran comerse un yogur agrio"
El muchacho se llamaba César, trabajaba en una fábrica, tenía una familia. Juntos armaron otra: dos hijos biológicos, una hija adoptada. En esos días de 1998 vivían en un ranchito que alquilaban; a él lo habían echado de la fábrica y ya no sabían cómo pagarlo. Y además Lorena siempre había querido tener algo propio: un pedazo de tierra. Pero esa tarde él no quería ir a ocupar. Ella le insistía:
—Yo ya estaba hinchada las bolas, no daba más. Siempre hacía todo en regla, todo bien y me seguía yendo mal, nunca tenía nada. Pero el Flaco no quería quebrar la ley, quería hacer todo por derecha. Y más cuando vio lo que eran esas tierras, un basural medio inundado, todo lleno de mierda, de barro, las ratas de este tamaño. Fue la primera vez que nos separamos.
Esa tarde cada cual ocupaba lo que podía. Lorena lo recuerda con cariño. La gente se ayudaba: vení por acá, metete en este lugar, dale, qué necesitás. Al principio cada uno se quedó con un lote de 30 por 30; pronto vieron que así no alcanzaba para todos y decidieron cortarlos por la mitad: 30 por 15, y entonces sí. Empezaron a delinear las calles, el espacio donde alguna vez estarían las veredas: semanas de trabajos, de entusiasmo. Y de conflictos: había algunos que ocupaban para venderles a los que llegaran más tarde, pero los vecinos se ocupaban de impedirlo.
—Cuando me enteraba de que alguno estaba para hacer negocio llamaba a mis compañeros, les decía vamos para allá y nos poníamos nosotros en el lote hasta que metíamos una familia, no dejábamos que se venda hasta que metíamos a una familia. Todos teníamos tolderías, vivimos casi seis meses así. Para sobrevivir ahí teníamos que organizarnos en grupos de los que ya estábamos viviendo, para poder cocinar y hacer un fuego porque la policía no nos dejaba entrar con madera, no nos dejaba entrar chapas. Tampoco teníamos agua, el agua que había estaba repodrida, hubo mucha hepatitis. Organizamos la olla popular, empezamos a ver cómo podíamos traer agua; es muy duro el asentamiento al principio. Ahí empecé también a ver que yo podía hacer algunas cosas.
Tiempo después alguien se dio cuenta de que un barrio sin nombre no es un barrio. Lo discutieron en una asamblea de vecinos. Varios quisieron ponerle José Luis Cabezas, el nombre de un fotógrafo que un millonario menemista había mandado matar un año antes. Pero al final decidieron que lo llamarían Ocho de Mayo, porque ése era el día en que por fin se habían atrevido: el día en que empezó.
En los meses siguientes llegaron muchos miles más: todas las tierras baldías —los basurales, los pantanos— de los alrededores se fueron transformando en barrios. Con el tiempo, César aceptó ir a vivir al terreno ocupado y se reconcilió con Lorena. No tenían muchas fuentes de ingresos; había días en que no alcanzaba para comer todo lo necesario: cartoneaban. Cartonear es un verbo nuevo en el idioma de los argentinos: no tiene más de veinte años. Es, en síntesis, la forma políticamente correcta, descafeinada, de llamar a los que viven de rebuscar en la basura ajena, los que suelen llamarse a sí mismos con la palabra antigua: cirujas.
"A comer de la bolsa del McDonald’s, de la basura de McDonald’s, estaba acostumbrada. Pero quería comer adentro"
Lorena solía ir hasta un barrio elegante de la Capital, Belgrano R. Algunos de sus vecinos también hacían el viaje; entre ellos, los padres de Noelia.
—Cuando Noelia tenía cinco o seis años, hace mucho, venía a un centro comunitario que habíamos armado en el barrio. Yo hacía un taller con los chiquitos y me acuerdo que estábamos hablando de los sueños, de lo que soñaba cada uno, y Noelia hizo un dibujo medio raro. Yo no entendía nada del dibujo, le pedí que me explicara. "Éste es un McDonald’s, tía". Y le dije: "¿Ése es tu sueño?" "Sí, comer, pero adentro, ¿eh?" Y me marcaba adentro. Porque la verdad es que a comer de la bolsa del McDonald’s, de la basura de McDonald’s, estaba acostumbrada. Pero quería comer adentro.
Dice Lorena, y que McDonald’s era "San McDonald’s porque salía la hamburguesa más linda. Hasta hoy el McDonald’s es el que te tira más limpio todo", dice. Pero Noelia quería comer adentro.
La mayoría de los vecinos del barrio Ocho de Mayo, entonces, hace unos diez años, subían a cirujear a la Montaña. A ese lugar que todavía llaman la Montaña.
—Juntás coraje. Si yo te digo negro, metete en ese montonazo de basura que hay ahí, ¿vos te vas a animar? Yo te puedo asegurar que no. Vas a tener que hacer de tripas corazón y te va a dar mucho asco y vas a vomitar y vas a decir yo no puedo estar acá.
El montón de basura tiene cinco o seis metros de alto, veinte de base, y es una verdadera porquería: todo tipo de restos chorreantes, pegajosos, aquel olor a infierno.
—Pero si tenés mucha hambre vas a hacer lo que tengas que hacer, y mala leche, y al final no te vas a dar cuenta. Es la necesidad... Lo único que nos moviliza para organizarnos, para pelear, para tener una tierra es cagarse de hambre. Lo necesito y lo hago. No somos muy conscientes, como no somos muy conscientes de trabajar acá. Porque si fuéramos muy conscientes, no estábamos acá.
Acá es la planta cooperativa de procesamiento de basura que dirige Lorena, al pie de la Montaña. Planta de procesamiento es un gran nombre: es un galpón repleto de basura, montones de basura alrededor, varias docenas de hombres y mujeres separándola, preparándola para la venta. Son los que zafaron de subir cada día a la Montaña: los cirujas con trabajo fijo. La Argentina es un país donde todo puede institucionalizarse; el mundo actual es un mundo donde todo.
—¿Por qué? Si fueran muy conscientes, ¿qué harían?
"Se sancionó lo que había sido clandestino y marginal: que miles de argentinos revolvieran esa basura para buscar comida"
—No sé, otra cosa. Nosotros ni pensamos cuánto vamos a tardar en morirnos trabajando acá... Es terrible porque la vida de todos los que trabajamos en el rubro de la basura, en todo lo que es el sector... Estamos apestadísmos, negro. Estamos apestadísimos... Trabajamos con las ratas, mirá las condiciones. Pero vos tenés que solucionar el tema del morfi hoy. Cuando hay hambre no podés pararte a mirar esas cosas.
Me dice Lorena.
Con la crisis de 2001 y el aumento de las ocupaciones y la falta de plata, la cantidad de cirujas se multiplicó de pronto —y su insistencia y su desesperación: cuentan que la custodia del basural se volvió más violenta, que al que trataba de entrar lo corrían a balazos. Entonces los cirujas empezaron a asaltar los camiones que llegaban. La represión aumentó también, y se extendió a los barrios cercanos. Había palos, tiros: molidos, heridos.
La policía mejoró, dicen, su metodología: a veces los dejaban entrar y los agarraban cuando salían, para sacarles lo que habían encontrado —y venderlo después en las villas. Algunos policías, dicen todavía los cirujas, les cobraban por dejarlos entrar: en plata, en mercadería, en sexo.
Hasta el 15 de marzo de 2004: esa noche, dos mellizos de 16 años, Federico y Diego Duarte, entraron, como muchas otras noches, a cirujear a la Montaña. Cuando apareció la policía se escondieron debajo de unos cartones en una pila de basura. Federico vio un camión que descargaba cataratas de mugre unos metros más allá, donde debía estar su hermano; cuando la policía se fue y pudo salir lo buscó por todas partes. Al otro día, su hermana Alicia hizo la denuncia policial; no le hicieron mucho caso. Dos días después, cuando un fiscal ordenó que lo rastrearan, ya era tarde.
El cuerpo de Diego Duarte nunca apareció, y el caso se transformó en un escándalo que los diarios nacionales retomaron. En protesta, el Camino del Buen Ayre —que atraviesa los terrenos del Ceamse— fue cortado por organizaciones piqueteras; unos días más tarde, cientos de cirujas incendiaron galpones del predio. Al final la empresa negoció; acordaron que cada día, durante una hora, hacia las cinco de la tarde, los cirujas podrían entrar a la Montaña. Era un modo de sancionar, de hacer institucional lo que hasta entonces había sido clandestino y marginal: que miles de argentinos revolvieran esa basura para buscar comida.
(...)
El Hambre, de Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957), se publicó en España el 28 de enero. Editorial Anagrama, 624 páginas. 24,90 euros, versión impresa; 14,99 euros, versión electrónica. Planeta lo editó en Argentina.