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domingo, 17 de diciembre de 2023
La sociedad de las prisas
En ‘La sociedad de las prisas’ (Ediciones Obelisco, 2023), la escritora y doctora en Filosofía María Novo reflexiona sobre la dinámica de velocidad que se ha tomado los ámbitos sociales, laborales y personales y plantea la necesidad de parar para reconectar con la lentitud, el silencio y los ritmos de la naturaleza.
A pesar de que es un bien intangible, hoy existe una retórica monetaria alrededor del tiempo. ¿Por qué debemos pensar en el tiempo desde un lugar distinto a su mera gestión y optimización?
Hay algo sagrado en ese tiempo que nos pertenece, esas 24 horas diarias que, teóricamente, deberían igualarnos a todos, un don que en muchas ocasiones está siendo secuestrado en aras de la productividad. Actualmente, la pretensión de nuestro sistema económico es mercantilizarlo todo, pero tropieza con el principio ético de que no todo se puede comprar y vender sin restricciones. La lucha de los trabajadores para conseguir jornadas de trabajo con un límite de horas es un ejemplo de que el tiempo es libertad y, cuando nos roban tiempo, nos están robando libertad. A lo largo de la historia, las personas y clases sociales se han definido en parte por la disponibilidad de tiempo libre.
Dice que la libertad es tiempo. ¿Cree que existe verdaderamente eso que llamamos «tiempo perdido»?
Esa expresión de «tiempo perdido» creo que responde a las horas y los días que hemos empleado en hacer algo que no se ajusta a nuestros intereses, a nuestras capacidades. Pero también se puede entender como esa ocasión en la que pudimos resolver un problema, avanzar en el conocimiento, tomar decisiones, y dejamos pasar la ocasión… En cualquier caso, el tiempo más «perdido» es aquel que, de forma voluntaria o impuesta, se emplea en hacer algo que está totalmente alejado de nuestra vocación, de nuestros sueños.
Afirma que para ser dueños de nuestro tiempo y salir de la dinámica de la prisa requerimos dosis de abandono.
La posibilidad de poder «abandonarnos» a no hacer nada, a pasar una tarde o unos días sin compromisos, está directamente relacionada con nuestra libertad. Solo cuando disponemos de tiempo libre tenemos la posibilidad de «abandonarnos» y dejar que fluya la vida sin condiciones. Ese abandono es un logro y también una necesidad para salir del estrés. Además, el doce fare niente nos permite entrar en una situación que, paradójicamente, suele ser muy creativa. Si Newton no hubiera estado «abandonado» debajo de un manzano quizá no habría tenido la intuición de la gravedad al ver caer la manzana. El tiempo de «no hacer nada» restaura nuestro organismo físicamente, lo libera del estrés y, a la vez, permite que el pensamiento divague y tropiece con ideas que de otro modo no surgirían. Esto se conecta con todo el tema de la serendipia.
«La lógica de las máquinas no casa bien con la lógica de la vida»
¿Cómo podemos «cultivar el presente»?
Una de las condiciones de la cultura slow para una existencia plena es vivir atentos a cada momento, situando la mente y el corazón en el presente. Era el carpe diem de la cultura romana, y hoy es un requerimiento esencial para no ser aplastados por la cantidad de estímulos de todo tipo que recibimos a cada momento. Solo desde un presente vivido con conciencia podemos descubrir la belleza y la armonía que están escondidas en medio del ruido de nuestras ciudades y lugares de encuentro. En el libro hablo del dios griego Kairós, el momento oportuno, el acontecimiento que llega sin avisar, la mirada cómplice de alguien que convierte ese momento en algo único… Cultivar el presente es caminar por la vida de la mano de Kairós. Él consigue que, cuando miramos atrás y queremos recordar nuestra historia, no lo hagamos de la mano de Kronos, día a día, hora a hora, sino rememorando los hitos, las oportunidades aprovechadas, las ocasiones que hemos tenido para amar… Como afirmaba Borges, cada día, aunque sea por un instante, estamos en el paraíso. Cultivar el presente con conciencia es reconocer y celebrar esos «momentos paraíso» y dar gracias por ellos.
Dice que debemos aprender también a poner límites a nuestros deseos. ¿Cómo se «aprende a desear»?
El tema de los límites debería ser, en mi opinión, uno de los grandes ejes de reflexión de nuestra cultura actual. En Occidente hemos creado un sistema de vida que, de facto, está constantemente transgrediendo los límites. La grave situación ecológica que hoy vivimos se debe, en esencia, a que hemos sobrepasado los límites del planeta. Las enormes desigualdades sociales son consecuencia de la falta de límites a la codicia de un pequeño sector que se está adueñando de nuestro destino colectivo. Y detrás de esos y otros fenómenos similares está siempre una forma nociva de desear: desear más y no mejor; desear para acumular y no para compartir; desear para tener poder, dinero, éxito, fama… Somos sociedades corrompidas por el deseo. Hay una pregunta que puede darnos la pista para modular y corregir nuestros deseos, que debería estar en el frontispicio de nuestras universidades, colegios, instituciones: ¿cuánto es suficiente? Cuando nos atrevemos a responderla, nos cambia la vida individual y colectivamente. Y aprendemos a desear.
Habla también de los cuidados, del tiempo que se requiere para dedicarse a la ternura. ¿Por qué no puede haber cuidados en la aceleración?
Pueden darse cuidados en la aceleración: es lo que más sucede hoy en nuestras sociedades. Pero que sea un hecho no significa que no pueda (y necesite) mejorar. Si se les consultase a las personas que cuidan y a las que son cuidadas, creo que la mayoría dirían que echan de menos la ternura, que es un don de tiempo. Cuidar no es solo facilitarle el día a día a otra persona, es disponer de serenidad para verla adivinando despacio qué es lo que siente, ofrecerle una cercanía que ampara y protege emocionalmente. Y, en ese tiempo demorado que dedicamos a ver, se hace posible y real la ternura. El cuidado no es un acto, es una actitud, un modo de ser y estar. Supone existir coexistiendo. Significa ir más allá de uno mismo, hacerles sitio a las personas, seres, objetos, naturaleza que nos rodean. Una sociedad bien articulada es la que no deja solas a las personas que cuidan, que reconoce el derecho a dar y recibir cuidados, considerando el tiempo y el trabajo de cuidar como una prioridad social y comunitaria.
Actualmente se habla mucho del derecho a la desconexión laboral, de los digital detox, pero, ¿cómo desconectar realmente? ¿Cómo dedicarse al wu wei taoísta sin sentir que nuestro ocio también debe ser usado para leer más, aprender más, estar más al día de la última serie, el último libro, la última noticia?
Creo que ese sentimiento de estar siempre «al día» en todo se relaciona mucho con el modelo de éxito que impera en nuestras sociedades: la fama, el dinero, el reconocimiento profesional, los ascensos… En la sociedad de las prisas, lo que se espera de nosotros se asemeja a lo que se espera de las máquinas: eficiencia y rapidez. Pero la lógica de las máquinas no casa bien con la lógica de la vida. Hoy se nos demanda que funcionemos como piezas bien ensambladas de un sistema con objetivos esencialmente económicos. Generalmente, queda atrás, muy atrás, la pregunta que yo en ocasiones he hecho a mis estudiantes en la universidad: «Tú, ¿cómo te sueñas?». Algo fundamental, que suele llegar con la madurez, es vivir con la sensación interna de no tener nada que demostrar. Eso nos libera de mucha tensión. Felizmente, hay bastantes personas que viven así, relajadas y contentas. Por lo general, no son muy perfeccionistas y tampoco tratan de forzar mucho las cosas a su favor. Viven como lo haría un marinero: sin abandonar el timón pero sabiendo que en altamar nadie contempla ni aplaude tus hazañas.
Dice que ahora estamos seducidos por lo lejano, lo grande y lo rápido. ¿De qué estamos huyendo?
Huimos de nuestra propia condición de seres con límites. Lo grande, lo lejano y lo rápido son una invitación a superar las barreras de la naturaleza y de nuestra propia naturaleza. Pero, al crecer en esa dirección, estamos dejando de lado las condiciones para una vida comunitaria en la que los vínculos de lo cercano, lo pequeño y lo lento benefician a las personas y los grupos humanos. Por eso, en el libro dedico varios capítulos a explicar las ventajas que tiene optar por este modelo. Entendiendo que «pequeño» quiere decir «el tamaño óptimo en cada caso», que el concepto de lo cercano está lleno de matices y que la lentitud es una metáfora que trata de expresar «el ritmo apropiado en cada caso». En cuanto a de qué estamos huyendo, yo diría que escapamos de nuestra condición humana y limitada para tratar de aproximarnos a los dioses. Así, a lo largo de la historia, hemos venido usando el poder de transformar la naturaleza con la tecnología, creando realidades deslumbrantes que dan cuenta de nuestra «grandeza». De nuevo se trata de sobrepasar los límites y cumplir la promesa de «seréis como dioses».
«El cambio climático es el mejor ejemplo de la sociedad de las prisas»
La sociedad de las prisas plantea que debemos apostar por el sentido de comunidad, de pertenencia, la proximidad, el respeto por la naturaleza, incluso habla de los beneficios de las «ciudades de 15 minutos». ¿Cómo contribuyen las iniciativas en esta línea a hacerle frente a la crisis climática?
Todo lo que suponga regresar a la cordura suele ir a favor de mitigar el cambio climático. No olvidemos que el calentamiento global y sus consecuencias derivan directamente de la aceleración de Occidente en la extracción y destrucción de bienes naturales y la producción sin límites de contaminación y desechos. No es que la humanidad no pueda utilizar los recursos de la naturaleza, es que los estamos usando a más velocidad de la que ella puede reponerlos. Tampoco se trata de que no podamos contaminar y generar desechos, pero tenemos que hacerlo a la misma velocidad que la naturaleza puede asimilarlos. El cambio climático es el mejor ejemplo de la sociedad de las prisas. Detrás de este fenómeno está el mantra del crecimiento ilimitado, que ha dominado los últimos siglos, especialmente el periodo que se inicia con la globalización económica de los años 80 del siglo pasado y llega hasta nuestros días. En este corto espacio de tiempo la huella ecológica de los países industrializados se ha disparado y está siendo inasumible. El fenómeno de la aceleración es la característica fundamental de la crisis ecológica que vivimos (cambio climático, pérdida de biodiversidad, extinción de especies, contaminación de los océanos…). En lo que llevamos del siglo XXI hemos consumido tantos recursos naturales y producido tanta contaminación como en todo el siglo XX. Y el mantra sigue.
¿Por qué cree que le tenemos tanto miedo al silencio?
El silencio es mucho más que la ausencia de ruido. Es la ocasión privilegiada de permanecer con nosotros mismos. Sin el silencio sería imposible vivir, nos volveríamos locos. Incluso para que exista la música son indispensables los silencios. Pero le tememos porque el silencio habla: en él surge la voz interior que pregunta, interpela, dice verdades que no queremos escuchar. Hay mucho ruido a nuestro alrededor pero, en ocasiones, no es nada comparado con el ruido que necesitamos para no escuchar a nuestro corazón. Esa es una de las causas por la que estamos todo el día de una actividad a otra, nos resulta muy difícil parar y prestar atención al silencio. El yoga, la meditación, un paseo en soledad por la naturaleza, son algunas de las situaciones que propician un silencio sanador. Porque el silencio, cuando es querido y buscado, sana, calma nuestros altavoces internos, nos permite asomarnos a la luz y, con ella, a la lucidez. Despierta a nuestro maestro interior y nos devuelve la conciencia de nuestra condición humana; hace emerger el agradecimiento y la alegría por todo lo que nos da la vida. Y, por si fuera poco, favorece la aparición de procesos creativos que son como una revelación: el surgimiento de ideas y procesos que desconocíamos. El miedo al silencio llena nuestra vida de ruido. El abrazo al silencio apacigua nuestros deseos, nos hace ver con asombro lo cotidiano y con serenidad lo extraordinario.
Últimamente se está hablando mucho de «turismo slow», «slow food», «slow cities». Justamente, usted fundó y preside la Asociación Slow People. ¿Cómo lograr ir más lento? ¿Cómo salir de esta vorágine de aceleración e inercia?
Todo comienza por parar, aunque sea un momento, y preguntarnos si estamos viviendo como queremos vivir. Parar es el requisito necesario para concederse un tiempo de silencio, mirar hacia dentro, y ver si nos sentimos satisfechos con el ritmo de nuestra vida o necesitamos ir más lento, hacer menos cosas pero más despacio, concedernos el placer de escuchar el sonido de los árboles en un día de viento, acallar el ruido de nuestra mente, que insiste en saltar de una cosa a otra, siempre activa. Para avanzar en esa dirección el secreto se esconde en una pequeña palabra: «no». Aprender a decir «no» es la precondición para reorientar nuestra vida y lograr caminar por ella a un ritmo acorde con el de nuestro cuerpo. Esta actitud no se aprende de un día para otro, sino con el ejercicio de tener claras nuestras prioridades y, si las condiciones de vida nos lo permiten, la decisión firme de no cambiar dinero ni prestigio social por tiempo. Cuando damos el primer paso tal vez nos sintamos extraños pero, según vamos avanzando, comprendemos la maravilla de reapropiarnos de nuestro tiempo, hacernos dueños de una parcela de bienestar que creíamos perdida. Después solo queda ir por la vida ligeros de equipaje.
sábado, 16 de diciembre de 2023
sábado, 2 de diciembre de 2023
lunes, 20 de noviembre de 2023
LIBRO DE DIÁLOGOS BORGES FERRARI Editorial Sudamericana. (1986 / 1987 / 1999).
BORGES: —Yo creo que la cultura no se entiende sin la ética. Me parece que una persona culta tiene que ser ética. Por ejemplo, suele suponerse que los buenos son tontos, y que los malvados son inteligentes; y yo creo que no, yo creo que, de hecho, se da lo contrario. Las personas malas son, por lo general, ingenuas también: una persona obra mal porque no se imagina lo que su conducta puede producir en la conciencia de otros. De modo que yo creo que hay, mas bien, inocencia en la maldad e inteligencia en la bondad. Además, la bondad, para ser perfecta —creo que nadie llega a una bondad perfecta— tiene que ser inteligente. Por ejemplo, una persona buena, y no demasiado inteligente, puede decir cosas desagradables para los demás; porque no se da cuenta de que son desagradables. En cambio, una persona, para ser buena, tiene que ser inteligente, porque si no, su bondad será... y... imperfecta, por decir cosas incómodas para los demás y no darse cuenta.
FERRARI:—Esto usted lo ha dicho otras veces, y me parece muy importante.
BORGES:—Sí, es decir, que yo identifico más bien la maldad con la estupidez, y la bondad con la inteligencia. Y suele no hacerse eso; se supone, siempre, que las personas buenas son personas simples. No, una persona puede ser buena y ser compleja, y una persona puede ser malvada y ser sencillísima —es el caso de los criminales, supongo.
domingo, 19 de noviembre de 2023
marta riezu
Está muy bien aprender chino, pilates, repostería, programación, maquillaje, cerámica, lo que queráis, siempre que antes se tengan bien aprendidos —y se ejerzan— los cimientos básicos de lo civilizado: saludar al llegar, mirar a los ojos, ir siempre limpísimo, ser puntual, priorizar a los mayores, cumplir la propia palabra… Si alguien se presenta como coach emocional pero no da ni las gracias cuando se le sujeta la puerta, qué cabe esperar.
domingo, 12 de noviembre de 2023
m onfray . politica del rebelde
en cambio, el capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura, anunciada por Marcuse, del hombre unidimensional, variación sobre el tema del hombre calculable, que propuso Nietzsche. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, obediente a las consignas de la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil, débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, aficionado empedernido a los juegos y los estadios, devoto del dinero y sectario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas mezquinas, tonto, ingenuo, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, carente de memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y portador, además, de ciertos rasgos de la misma índole que los que definen un fascismo ordinario. Es un socio ideal para desempeñar primero su papel en el vasto teatro del mercado nacional y luego en el mundial. Éste es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se nos alaba hoy.
HAY QUE DECIR SIEMPRE LA VERDAD A LOS JEFES?
La fábula moral «El traje nuevo del emperador» de Hans Christian Andersen ilustra el dilema entre adular o decir la verdad al poderoso. Todos conocemos el cuento: un pomposo gobernante desfila desnudo ante su pueblo, que lo aclama y le admira por llevar el mejor traje. En realidad, todos son unos aduladores y unos impostores. Hace falta que un niño de entre la multitud exponga la verdad y grite que, en realidad, el emperador no lleva nada encima.
Cegados por la adulación
Pocos somos inmunes a la adulación y los poderosos no son una excepción. Parece que el ejercicio del poder, tanto en la esfera pública como en la privada, infunde vanidad y arrogancia, y confunde y ciega ante la verdad.
A algunos CEO y otros altos cargos les gusta el protocolo y recibir la reverencia que creen merecer. También es verdad que elogiar al CEO da buena imagen de la empresa, el prestigio de los jefes está en relación directa con la reputación de la institución que dirigen y, en cierta medida, ellos y su cargo son inseparables.
Parece que el ejercicio del poder, tanto en la esfera pública como en la privada, infunde vanidad y arrogancia, y confunde y ciega ante la verdad
El problema surge cuando los jefes creen que se les conceden honores por lo que son y no por lo que representan. Una situación en la que suele manifestarse este orgullo desmedido es cuando se presenta a un director general en un acto público. Algunos esperan un panegírico cargado de elogios, pero creo que las personas verdaderamente importantes, por su cargo o trayectoria, no necesitan presentación.
Para ser sincero, no me considero un gran ejemplo de humildad, pero creo que se da una mejor impresión siendo discreto en las presentaciones. Un antiguo mentor –que a pesar de sus muchos logros siempre rehuyó los elogios– me enseñó que cuando a uno lo adulan es buena idea preguntarse: «¿Están hablando de mí?».
Pompa académica
Curiosamente, la pompa que asociamos a los altos cargos no sólo se da en la empresa o la administración; también pasa en el mundo académico. Durante mi primer año como presidente de IE University quise visitar a varios colegas de universidades estadounidenses para presentarles nuestro proyecto y establecer relaciones. Me chocó especialmente la agenda que me preparó el personal de la presidencia de una prestigiosa institución: «11.00-11.05: Breve saludo en la puerta del despacho del presidente».
Todavía hoy bromeo sobre el protocolo de aquella ocasión pero, a raíz de esa experiencia, decidí mostrar el mismo nivel de respeto a todas las personas que conozco, independientemente de su estatus, y evitar la condescendencia que algunas personas perciben en las figuras de autoridad. Utilizar el sentido del humor siempre ayuda en estas circunstancias. Siempre que puedo intento responder directamente los mensajes y las peticiones que recibo. Creo que es una buena idea, e incluso saludable, mantener canales de comunicación abiertos con personas de dentro y fuera de la organización, y de distintos niveles y generaciones.
Completamente honestos
Volviendo a la pregunta de hasta qué punto hay que ser honesto con el jefe, en términos de buenas prácticas directivas la respuesta debería ser: completamente. Al fin y al cabo, los directivos están contratados para dar su opinión profesional sincera, sobre todo si creen que es relevante para la empresa, aunque moleste al jefe. Es una cuestión de cumplimiento, de profesionalidad.
Sin embargo, muchos sabemos por experiencia que, por regla general, a los jefes no les gusta que les lleven la contraria y se toman a mal las críticas o las opiniones contrarias a su criterio, sobre todo si se producen en una reunión con otras personas. En general, los jefes ven la contradicción como un cuestionamiento de su autoridad.
En general, los jefes ven la contradicción como un cuestionamiento de su autoridad
Cuando pregunto a mis alumnos de estrategia –que suelen ser ejecutivos con más de cinco años de experiencia directiva y procedentes de distintos países– sobre los atributos ideales de un director general, una de las respuestas más frecuentes es que debe saber escuchar. Creo que esto indica el deseo de que haya un enfoque más abierto por parte de los jefes, de que se pueda hablar honestamente con ellos. La respuesta también refleja la comprensión de que la toma de decisiones requiere escuchar una amplia gama de puntos de vista.
Tras plantearles la pregunta, debatimos sobre si en las reuniones dicen a sus jefes lo que piensan o si se animan a contradecir la opinión de sus superiores. Siempre hay un participante que defiende la necesidad de ser sincero y poder decir lo que se piensa de forma razonada y educada, independientemente de las consecuencias. Sin embargo, la mayoría reconoce que no es fácil discrepar de sus jefes, y mucho menos en público.
Pero los directores generales no tienen toda la información ni los conocimientos específicos sobre todos los temas de la empresa. Por ello se beneficiarían claramente de escuchar más y hablar menos.
Prudencia siempre
Benjamin Franklin, uno de los padres de la independencia estadounidense, era partidario de la prudencia y de no decir en todo momento lo que se piensa porque, según su experiencia, cualquier tipo de crítica ofende siempre al receptor. Franklin fue el primer embajador de EE UU en París y posiblemente su experiencia diplomática le llevó a ser cauto en las formas y en las palabras.
En su autobiografía, Franklin señala: «Cuando otro afirmaba algo que yo consideraba un error, me negaba a mí mismo el placer de contradecirle». La moderación de Franklin me recuerda la observación de un coach que trabajó para directores generales de varias empresas de la lista Fortune 500: los comentarios negativos, aunque sean constructivos y justificados y se comuniquen con tacto suelen rechazarse. Sólo unos pocos los reciben positivamente y los agradecen. Algo que, por otra parte, demuestra una enorme inteligencia emocional.
Distancia de poder y debate
La posibilidad de contradecir o criticar al jefe, aunque sea en privado y con buenas intenciones, puede complicarse aún más por factores culturales. Japón es referente de la máxima distancia de poder (cómo son el trato, las formalidades, la interacción en las reuniones y los protocolos de relación entre jefes y subordinados), mientras que Estados Unidos y los países escandinavos son ejemplos de distancia de poder mínima. Como era de esperar, la cultura de los países con menor distancia de poder fomenta el debate abierto, e incluso la crítica o la disensión hacia los superiores.
La cultura de los países con menor distancia de poder fomenta el debate abierto, e incluso la crítica o la disensión hacia los superiores
Estudios contemporáneos demuestran que seguir la corriente de los superiores, e incluso halagarlos, puede ser bueno para la carrera profesional. Además, basarse exclusivamente en el rendimiento o la valía personal no es garantía de ascenso. Sin embargo, la investigación también revela que los aduladores en serie suelen ser criticados por sus colegas, algo que a la larga también puede volverse en su contra.
Los resultados de esta investigación y los comentarios de mis alumnos me sugieren que la adulación no es sólo un problema de los subordinados y que al menos la mitad de la responsabilidad recae en los propios jefes.
El emperador tiene la responsabilidad de su desnudez aunque quiera culpar a otros. Lo mismo ocurre con los directores generales que fomentan la adulación. Por un lado, distorsionan la naturaleza del debate en las reuniones de dirección, donde el principio rector debería ser «nada personal, sólo negocios». Por otra parte, comprometen el funcionamiento de la propia empresa, el examen objetivo de sus resultados, la identificación de los fallos y sus causas, y la subsanación de estos fallos.
El consejo de Maquiavelo
Un pensador especialmente recomendable es Nicolás Maquiavelo. Su filosofía es una expresión del pragmatismo absoluto necesario para mantenerse en el poder, al margen de cualquier preocupación moral. Por lo tanto, vale la pena atender sus sugerencias sobre cómo obtener el mejor consejo de los subordinados y evitar la adulación:
«La única forma de protegerte de los aduladores es que la gente entienda que decirte la verdad no te ofende. Sin embargo, cuando todos se sienten libres de decirte la verdad, el respeto hacia ti disminuye. Por lo tanto, un príncipe sabio debe seguir un tercer camino, eligiendo a los hombres sabios de su estado y dándoles sólo a ellos la libertad de decirle la verdad, y sólo de aquellas cosas de las que pregunte y de ninguna otra. Sin embargo, debe interrogarlos acerca de todo y escuchar sus opiniones, para luego formar sus propias conclusiones. Con estos consejeros, por separado y colectivamente, debe comportarse de tal manera que cada uno de ellos sepa que cuanto más libremente hable, más se le preferirá. Fuera de ellos, no debe escuchar a nadie, perseguir lo resuelto y atenerse a sus decisiones. El que hace lo contrario, o es vencido por los aduladores, o cambia tan a menudo de opinión que se ríen de él».
Con la experiencia y la edad, algunos directivos pueden cerrarse a las ideas de los demás, aunque también hay líderes jóvenes impetuosos y arrogantes que rechazan la ayuda exterior. Maquiavelo tiene razón: estar abierto a los consejos de los sabios aumenta las posibilidades de éxito en el poder.
Santiago Iñiguez de Onzoño, Presidente IE University, IE University. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
The Conversation
sábado, 4 de noviembre de 2023
domingo, 29 de octubre de 2023
sábado, 7 de octubre de 2023
domingo, 10 de septiembre de 2023
Siri Hustvedt defiende la necesidad "apremiante" de la universidad como "refugio" del aprendizaje sin censuras
La escritora norteamericana Siri Hustvedt ha defendido la necesidad "apremiante" de la universidad como "refugio" del aprendizaje sin censuras, donde todos los puntos de vista son "bienvenidos", pero donde ninguno limite la libertad de expresión.
Siri Hustvedt defiende la necesidad "apremiante" de la universidad como "refugio" del aprendizaje sin censura
Leer más: https://www.europapress.es/cantabria/noticia-siri-hustvedt-defiende-necesidad-apremiante-universidad-refugio-aprendizaje-censuras-20230907150554.html
Evitar la esclavitud
El conocimiento no puede estar al servicio exclusivo del mercado laboral; ha de fomentar el juicio propio y la independencia. Una educación que sólo enseña lo útil sólo sirve para servir. Gracias a las humanidades pasamos de ser esclavos a legisladores de nuestra propia libertad
sábado, 2 de septiembre de 2023
Duelo
Duelo
No hay escudo posible frente a la muerte, como tampoco hay amparo que alivie la orfandad. Ahora, ya adulta, doliente y huérfana, lo sé.
Nunca había visto el cadáver de una persona. Hasta el pasado domingo. Mi padre falleció a las nueve y veinte de la mañana del 27 de agosto. Yo acababa de llegar a su casa, donde él, harto de hospitales, había decidido permanecer en la fase terminal del cáncer que le detectaron hace doce años. La muerte digna es un derecho tan humano como todos los demás derechos, y nosotros, sus hijas, su mujer, sus hermanos, decidimos cumplir con su voluntad.
El equipo de cuidados paliativos que le atendió durante sus últimos días nos dijo que el oído y el tacto son los últimos sentidos que se pierden una vez sedado, por lo que mi mente, enturbiada por el dolor, me ha convencido de que, tras una agonía de 72 horas, esperó a que yo llegara. Me oyó entrar y, sintiéndome cerca, murió.
El suyo fue el primer cuerpo inerte al que besé, sobre el que lloré, al que acaricié, al que hablé hasta que los sollozos me enmudecieron. Lo hice desgarrada, sí, pero llena de un amor profundo, sin el miedo que me paralizaba cada vez que pensaba que llegaría ese momento, que tendría que enfrentarme al óbito de mi padre sin la distancia física que te permite la infancia.
No vi a mi madre morir. Ni siquiera fui a su entierro. No me dejaron. Mi familia buscaba protegernos a mi hermana y a mí. Pero no hay escudo posible frente a la muerte, como tampoco hay amparo que alivie la orfandad. Ahora, ya adulta, doliente y huérfana, lo sé. Por eso he querido despedirme de mi padre como no pude hacerlo con mi madre, y no me arrepiento, pese a que las imágenes de los días pasados a su lado, cuidándole, me persiguen. He hecho mío su sufrimiento, no consigo liberarme de él.
Me castigo por seguir viva. No me permito sonreír y, si lo hago, me siento culpable. No logro concentrarme para leer y si estoy escribiendo estas líneas es porque una amiga bondadosa, también escritora, me dijo que lo hiciera porque me ayudaría a atravesar ese duelo que es, en realidad, un estado vital. Aunque sé que lo que hoy son pesadillas se convertirán pronto en sueños de consuelo y, entonces, al cerrar los ojos, le veré bromear y decirme “¿Qué pasa, Inesita?”, como cuando hablábamos por teléfono.
¿Cómo te despides de un padre? Es imposible hacerlo, como imposible es lidiar con la inmensa tristeza de comprobar que hoy tú te has levantado, has desayunado, has hecho todas esas pequeñas tareas que construyen la cotidianidad, que le dan forma y sentido a lo que somos, y él no, él ya nunca lo hará.
Me pasé años buscando en la literatura, que es mi otra forma de vivir, herramientas para poder rellenar el vacío que dejan quienes mueren, quienes se marchan y, sin embargo, siguen con nosotros. Después de mucho tiempo, me he dado cuenta de que esas ausencias te acompañan siempre, están dolorosamente presentes. Así ha sido con mi madre, y así será con mi padre.
Hace unas semanas, en los ratos que pasamos a solas, me habló como jamás lo había hecho: de mi madre, de mi hermana, de sus nietos, de su mujer, de sus hermanos, de sus padres… Hubo un momento en el que se detuvo y me dijo: “Te estoy aburriendo”. Yo le respondí: “No, papá, me encanta escucharte, ese es mi oficio, escuchar”. Él me miró, sonrió y siguió hablando, y yo escuchando.
Durante estos últimos y dolorosos meses, temía que se nos acabara el tiempo y tuviera que recurrir, una vez más, a la literatura para mantener las conversaciones que mi padre y yo nos debíamos. Mis temores se han cumplido, pero prometo seguir escribiéndole, contándole todo lo que me pase.
Porque la vida continúa, sigue su curso caprichoso y nada casual, pese a que lo que me gustaría ahora es que se detuviera. Lo pide W. H. Auden en Funeral Blues: “Paren todos los relojes, descuelguen el teléfono. Eviten que el perro ladre dándole un hueso sabroso. Silencien los pianos y con un sordo timbal, saquen el ataúd, permitan a los dolientes venir”.
Termino con otro poema, con las palabras que alguien escribió para que yo pudiera armar este texto. Se titula Tumba, y son versos de Cristina Peri Rossi: “Quisiera que mi tumba estuviera en un parque –no muy lejos de otras tumbas- lleno de pájaros y de niños que juegan en la hierba. Una ardilla podría pisarla o un globo de aire sobrevolarla. Me gustaría, también, que fueras a conversar conmigo, los sábados por la tarde”.
Y así será, papá. Charlaré contigo los sábados por la tarde y todos los días de las semanas, de los meses y de los años que transcurran a partir de ahora. Seguirás viviendo en cada página de mi imaginación.
domingo, 27 de agosto de 2023
l gran templo de lo sibarita ROSA RIVAS
La mesa más exclusiva es también la más pura y espiritual. Sólo sirve a ocho personas y ocupa los 20 metros cuadrados del restaurante zen Mibu, en Tokio. Un lugar en el que la curiosidad y la calma son tan necesarios como el masticar. Viaje a una experiencia sensorial habitualmente reservada a sus 300 socios.
Mibu no es apto para engullidores impacientes. Porque es un restaurante zen, como quienes sirven la comida: el matrimonio Ishida, Hiroyoshi y Tomiko. Regentan el restaurante más exclusivo de Tokio, y del mundo. Sólo ocho personas pueden sentarse a la mesa en dos o tres turnos al día. El precio del cubierto: 25.000 yenes (unos 200 euros). No tiene estrellas Michelin, pero su fama es un secreto a voces en la esfera sibarita. Una especie de club gastronómico al que sólo pueden ir (una vez al mes) los 300 socios y sus acompañantes. Mibu está en el elegante y comercial barrio de Ginza, en una calle estrecha, pero la ubicación despista. Nada de edificio emblemático ni joya arquitectónica: un bloque anodino de apartamentos.
Tras subir dos tramos de angostas escaleras, y una vez se traspasa la modesta puerta, la cosa cambia. Entras en un pequeño templo con olor a incienso. Tras las oportunas reverencias, dejas tus zapatos en el pasillo y la señora Tomiko Ishida te conduce a tu sitio mientras te da palmaditas cariñosas en el hombro. En penumbra, a la luz de unas velas, te acomodas en un salón con dos mesas que tiene apenas 20 metros cuadrados. Las ramas de un cerezo recuerdan que la primavera se aproxima, y en la pared, amuletos y un cuadro inspirador (las flores y la decoración cambian cada mes, como la carta). Mientras, Hiroyoshi Ishida y sus cinco cocineros ayudantes se mueven sin rozarse en una cocina diminuta.
Es Japón. Todo es meticuloso y busca la perfección: los cuchillos se afilan la noche antes para que no traspase el eco metálico al pescado crudo. Hay concentración, seriedad y juego simbólico: en el fuego en que se fríe la tempura se marcan en papel de arroz congelado los ojos de una máscara con la que los comensales imitarán el llanto del zorro: “¡Con, con!”. Un voluminoso cantante de ópera (que casi da en el techo con la cabeza) te habrá convencido de que efectivamente estás en otro mundo. Y antes de que vuelvas al ajetreo de Ginza, te habrás sumergido en las profundidades de la cocina kaiseki (platos en una progresión de sabores, colores y simbolismos), pero en el caso de Mibu, íntimamente conectada con la naturaleza.
Cítricos con semillas de soja
Sobre un mantel individual de madera de cedro purificado surgirán paisajes evocadores del bosque, la nieve, el mar… Yuzu (cítrico de intenso aroma, entre la lima y la mandarina) gónada y carne de fugu o pez globo (ejemplar venenoso para quien no sabe manejarlo), sashimi de langostino, sopa dashi con habas de soja, tubérculos japoneses… Nunca carne. Y siempre la intensidad de lo simple, de la sugerencia: una hoja de loto puede ser el recipiente por donde observas caer las gotas de agua y surgir una burbuja, como en un manantial, y sobre el líquido transparente, un puñado de arroz cocido, sin ningún condimento. Lo puro y lo extremo. Así de radical es Mibu.
Hiroyoshi Ishida lleva cocinando 40 de sus 60 años. Es budista. No es un monje de monasterio, pero todos sus platos tienen un sentido espiritual. La meditación es, para su esposa y él, una práctica cotidiana.
El cocinero japonés siente devoción por la libertad que ve en los occidentales. Son su espejo de creatividad. Porque el artífice de Mibu “es un lobo solitario, que ha mantenido la individualidad en una cocina marcada por los esquemas tradicionales. Ishida ha estado al margen y ha desarrollado una cocina de autor. Por eso le gustó Ferran Adrià, por su técnica y creatividad y por el hecho de ser único. Ambos reflejan en el plato su espíritu, como los impresionistas”. Es la opinión de Setsuko Yuki, una mujer culta e inquieta que hizo posible esta amistad culinaria. Productora de televisión, coordinó la cumbre gastronómica internacional Tokio Taste en febrero pasado.
Al igual que Yukio Hattori, Setsuko Yuki es socia de Mibu, y ambos llevaron por primera vez al restaurante a Ferran Adrià. Juan Mari Arzak, Andoni Luis Aduriz y Carme Ruscalleda han sido otros comensales convertidos a Mibu. También han sido anfitriones de la familia Ishida, que ha visitado las casas de sus amigos españoles. “Es un sabio”, dice Arzak. “El gran lujo de Mibu es su sensibilidad. Ishida es un cocinero mágico. Ve cosas en la naturaleza, en la vida, que a los demás nos cuesta ver. Conocerle ha sido impactante en mi vida profesional”, opina Adrià (que fue a Mibu por primera vez hace siete años). “Viví una experiencia que rozaba la espiritualidad. La mesa de Mibu es un compendio de naturaleza, pureza y reflexión religioso-sensual”, cuenta Ruscalleda.
Vivencias parecidas pudieron experimentar los chefs que acudieron a Tokio Taste. Ishida tuvo que hacer un sudoku para acoplar a los cocineros famosos que andaban por Japón y a quienes él quería rendir homenaje. Hubo una primera noche de agitación -”eléctrica”, como gusta decir Adrià- con los Ishida y sus comensales-cocineros emocionados, las traductoras transmitiendo sensaciones y los platos circulando entre cámaras y micrófonos de la televisión japonesa. Junto al cocinero catalán se sentaban Juan Mari Arzak, el estadounidense Grant Achatz y su mujer; el director de elBulli, Juli Soler; Heston Blumenthal y su jefe de laboratorio y un crítico gastronómico anglosajón. “Es increíble. No había probado nada igual”, comentaba concentrado el cocinero británico. Arzak entraba en la cocina juguetón (“me encanta ver cómo cortan las piezas y preparan todo”) y saludaba a las cocineras-camareras: “¡Ainoa, Amaya!” (como las bautizó cuando estuvieron en San Sebastián).
Plato con semen de pez globo y arroz insípido
Otra segunda noche de reverencia mutua nipón-occidental fue con el equipo de Andoni Luis Aduriz. Hubo intercambio de regalos y algo especial para Andoni San, un dibujo animado hecho muñeco, Atomu (Astro Boy), “porque tu mente es de otro planeta”, le soltó entre risas Tomiko. “Es difícil explicar a alguien ajeno a la gastronomía cómo puede llegar a conmover tanto un arroz insípido acompañado por semen de pez fugu asado y adornado con tres granos de sal gruesa. Solamente un gran maestro puede generar tanto con tan poco”, explica Aduriz. “Mibu no posee las riquezas de un palacio, ni la modernidad tecnológica más actual, simplemente paredes vacías y pocos y austeros elementos; eso sí, acompañados de toda la voluntad de agradar. Es otra dimensión del lenguaje culinario”.
Artículo publicado el 2 abril 2010. Última act
El movimiento del cuerpo a través del espacio', de Lionel Shriver: más gimnasia, menos gimnasia
Si los matrimonios (entre otras muchas cosas) son sistemas de intercambio de energías, convengamos que en ocasiones los flujos de energía adoptan direcciones y voltajes distintos. Se dice a menudo que estos desajustes son beneficiosos porque “complementan” a los cónyuges, que los “contrarios se atraen”, según reza el dicho o el tópico, pero no se puede discutir que en ocasiones estas diferencias amenazan con desestabilizar a la pareja.
Los protagonistas de la última novela de Lionel Shriver (de caudaloso título: 'El movimiento del cuerpo a través del espacio', nada menos), llevan años conviviendo mientras mantienen una relación antagonista con su cuerpo, una diferencia que se ha mostrado complementaria y beneficiosa. Remington Alabaster (acaricien la malicia del nombre) es el prototipo del hombre sedentario, sin la menor ansiedad por moldear su cuerpo ni por tonificarlo, despreocupado de su salud. Mientras que Serenata Terpsichore (sigan acariciando la malicia onomástica) es una adicta al ejercicio físico que ha distribuido sus energías físicas en varias disciplinas: la bicicleta, el jogging, la natación...
Pero justo al cumplir ambos cónyuges los sesenta años este acuerdo ventajoso se altera de manera irremediable. No uno, sino ambos (Remington y Serenata) cambian del día a la mañana la relación con su cuerpo, y sus aspiraciones sobre incrementar la “salud” a través del ejercicio físico, invirtiendo así las polaridades de su matrimonio. Remington Alabaster pierde su empleo tras una enconada discusión con su nueva superiora y decide encauzar las energía de la frustración laboral en el deporte. Abandona el sedentarismo extremo donde estaba cómodamente instalado y se decide a preparar una maratón. Por su parte Serenata Terpsichore (cómo resistirse a citar una vez más su nombre entero) recibe un diagnóstico letal en pago a su dedicación al dios del ejercicio físico: tiene artrosis.
Obligada Serenata a abandonar el deporte que era el centro de su vida y lanzado Remington a la obsesión por mejorar sus marcas, ambos temperamentos se alteran de manera irremediable. Serenata se amarga más de lo esperado mientras que Alabaster se pierde en el laberinto de espejos del narcisismo. ¿Sobrevivirá la pareja a este cambio de actitud, de personalidad, de hábitos de vida? ¿Y qué sacrificarán por el camino?
El resultado convierte 'El movimiento del cuerpo a través del espacio' en un retablo satírico de nuestras costumbres con el que Lioner Shriver prosigue una carrera marcada para siempre por su cruel y lúcido primer libro, 'Tenemos que hablar de Kevin', al que suele remitirse la memoria cuando suena o leemos el nombre de la autora. Una primera obra inolvidable que no debe hacer olvidar, que quizás con menos filo y desde luego en un tono más relajado, sigue escribiendo libros tan malévolos y lúcidos como divertidos.
domingo, 13 de agosto de 2023
domingo, 6 de agosto de 2023
sábado, 5 de agosto de 2023
domingo, 23 de julio de 2023
domingo, 2 de julio de 2023
sábado, 1 de julio de 2023
CUANDO LA MEDIOCRIDAD ES EL TRIUNFO Una nueva pandemia parece haber llegado hasta nosotros: la implacable ola de lo mediocre
Convierta esa sonrisa encantadora en una mueca; guárdese sus ideas brillantes, ya no interesan; no trate de ser gracioso ni destape su carisma, carecen de público alguno; su talento, su virtuosismo, su destreza para cualquier disciplina no puntúan, ni asombran, ni fascinan: es la sombra de la mediocridad. Bienvenido al imperio de los mediocres. No se trata de otra distopía más, sino de una hipótesis que viene de antiguo, y que formuló como tal en la década de los sesenta el pedagogo canadiense Laurence J. Peter: «con el tiempo, todo puesto acaba siendo desempeñado por alguien incompetente para sus obligaciones». Esto se explica porque al ascender a un trabajador eficiente se le concede unos cometidos para los que no está preparado. Se conoce como el «principio de Peter».
¿Quién no ha tenido alguna vez la sospecha de que los mediocres gobiernan el mundo? Trump, Bolsonaro, Kim Jong-un, Berlusconi… Hace un par de años, otro canadiense, el filósofo Alain Deneault, volvió a analizar el asunto en el ensayo Mediocracia: cuando los mediocres toman el poder. La conclusión, terrorífica: según el momento, cada cual acata las normas imperantes, sin cuestionarlas, con el único propósito de mantener su posición, o bien las sortea de manera taimada sin que trascienda que no es capaz de respetarlas. Solo estas dos actitudes se enfilan hacia la esfera de poder. Nada más lejos que aquel camino del exceso que conducía, según William Blake, al palacio de la sabiduría.
Para Deneault no hay ámbito libre de mediocridad: académico, político, jurídico, económico, mediático o cultural. Cualquiera de ellos tiene a un mediocre por auriga. Al igual que aquello propuesto por Platón del gobierno de los mejores, la aristocracia, pero al revés. En lo público, como en lo privado. Para el canadiense, lo que procede y triunfa en estos tiempos son los argumentos que confirmen las teorías ya existentes, y evitar críticas o plantear soluciones arriesgadas, mucho menos originales. Porque ya no importa «la relevancia espiritual de las propuestas». Tampoco en lo económico, al fin y al cabo, recuerda el autor que el dinero nos pervierte, y «concentra la actividad de la mente en un medio que le hace perder toda conciencia sensorial de la diversidad del mundo».
Ni siquiera lo cultural escapa de la epidemia mediocre. ¿Cuántas veces hemos escuchado o pronunciado la frase «es más de lo mismo»? Deneault recoge la reflexión de Herbert Marcuse a propósito de la perversión de un sistema en el que patrón y obrero disfrutan con los mismos contenidos. Algo falla. No tanto que se diluyan o eliminen las clases sociales como que ambos legitiman los principios que sustentan el sistema.
Se trata de no destacar si queremos llegar a ser alguien. Con mucha retranca, el escritor Somerset Maugham decía que «solo una persona mediocre está siempre en su mejor momento». No actúa y, por tanto, no se equivoca. No contradice y, por tanto, no se enfrenta a nada ni a nadie. No enjuicia y, por tanto, obedece.
En 1961, Kurt Vonnegut, autor norteamericano de ciencia ficción, firmó el relato Harrison Bergeron, un texto distópico y satírico que comienza diciendo: «En el año 2081, todos los hombres eran al fin iguales. No solo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos». Para evitar que ningún ciudadano destacase, las autoridades ejercían la violencia sobre ellos. «George, como su inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovechasen injustamente su propia inteligencia a expensas de los otros».
Todo parece indicar que si la voz de Dios sonara de nuevo, poderosa, atronadora, recia como aquella vez en que creó el mundo, acaso hoy dijera, resignado: «Mediocres del mundo, ¡yo os absuelvo!».
sábado, 17 de junio de 2023
domingo, 11 de junio de 2023
Carta de Albert Camus a su maestro ( cuando dieron el Nobel )
Querido señor Germain:
He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Le mando un abrazo de todo corazón.
Albert Camus
sábado, 10 de junio de 2023
Qué es el ‘quiet quitting’ y su significado: ¿por qué se llama ‘dimitir’ a hacer aquello por lo que te pagan en el trabajo?
Expertos explican por qué se está convirtiendo en tendencia esta actitud laboral la ‘renuncia silenciosa’, una práctica que no es realmente nueva.
Por Adriana Silvente
Después del ‘síndrome del trabajador quemado’ o de la ‘gran dimisión’, llega el quiet quitting, una nomenclatura surgida en redes sociales y que intenta hacer frente a un trabajo que está costando más de la cuenta. Pero ¿qué es el quiet quitting? y ¿por qué este término está suscitando debate?
Qué es el quiet quitting
El quiet quit es una actitud o filosofía de trabajo que, de momento, está en los márgenes de la lengua. Aunque la expresión todavía no está reconocida por los diccionarios oficiales, el Urban Dictionary -una web que recopila las definiciones de las nuevas palabras en jerga inglesa- ya recoge diferentes significados para ella:
Cuando continúas en tu trabajo de manera presencial pero mentalmente te alejas y haces lo mínimo imprescindible para seguir adelante
Término creado por las compañías para hacer referencia a los empleados que desempeñan las tareas que definen su contrato laboral. Típicamente usado para avergonzarlos
El significado del quiet quitting -o renuncia silenciosa, en castellano- “depende de la perspectiva del individuo”, cuenta en conversaciones con Newtral.es la doctora Nilu Ahmed, profesora de Ciencias Sociales en la Universidad de Bristol (Reino Unido).
Quien renuncia en silencio está cumpliendo con sus deberes en el trabajo, pero se niega a asumir tarea extra, rechaza aquellas funciones por la que no le están pagando. Según Ahmed, la perspectiva de los empleadores es la de la “preocupación”.
Los jefes han tenido durante mucho tiempo a trabajadores con tareas añadidas, o simplemente les han estado viendo entrar antes y salir después de su jornada laboral. “Al ver a gente que llega o se va a su hora, o que no asumen ninguna tarea adicional a sus funciones”, opina Ahmed, “los empleadores se están empezando a preocupar por la posible pérdida del trabajo gratuito”.
“Para mí, el quiet quitting es cumplir con tu contrato al completo, pero no más. No se trata de hacer el mínimo, es hacer bien tu trabajo, pero no asumir una sobrecarga de trabajo”, define Ahmed.
La llamada ‘renuncia silenciosa’, a debate
Medios internacionales, como el New York Times o el Wall Street Journal se han hecho eco de publicaciones de usuarios de Tiktok, la mayoría de ellos de las generaciones millenial y Z, para hacer un retrato del debate.
“Tú no estás renunciando a tu trabajo, renuncias a la idea de crecer e ir más allá. Sigues haciendo tus tareas pero no te suscribes a la cultura del esfuerzo (…) El trabajo no es tu vida. Tu valor no está definido por tu productividad”, es la explicación viral que ha dado el usuario zaidleppelin para sus más de 11.000 seguidores.
También han aparecido contenidos de humor que entienden el quiet quitting como la clásica cultura de hacer el menor esfuerzo posible en el trabajo, lo mínimo para no ser despedido.
El divulgador científico Forrest Valkai aprovecha para cuestionar el enfoque que se ha dado al quite quitting desde los medios de comunicación: “Me parece genuinamente ridículo que vivamos en una sociedad en la que tratar a los trabajadores como humanos sea una nueva palabra, donde la dignidad sea una moda viral, donde pedir que te paguen por el trabajo que haces se llame dimitir”.
“Se habla mucho de renunciar en silencio, pero se habla muy poco del quiet firing [despido silencioso], que es cuando no le das un aumento a alguien en cinco años a pesar de que sigue haciendo todo lo que le pides”, ironiza otro usuario en Twitter.
Jim Harter, científico jefe de la investigación sobre el trabajo y el bienestar de Gallup, relaciona directamente a los trabajadores que abogan por el quiet quitting, con la falta de compromiso. Esto supondría un 54% de los jóvenes -que se declararon no comprometidos con el trabajo– de la última encuesta realizada, tal y como explica en el Wall Street Journal.
En la misma línea de pensamiento, para Joe Grasso, director sénior de transformación de la fuerza laboral en Lyra Health, esta renuncia silenciosa es un síntoma clásico de “disminución de la motivación y bajo compromiso”, según declara al Washington Post. Puede manifestarse como “cinismo o apatía”, advierte este experto en trabajo.
En el mismo artículo Michelle Hay, directora global de personal de Sedgwick, señala una de las claves de esta tendencia: “Debido al sentimiento de cansancio y frustración que muchos experimentan al final de la pandemia (…) la gente está reevaluando sus prioridades y la desconexión social puede ser parte de este cambio”.
Hacer menos puede ser mejor
Para la doctora Nilu Ahmed, el término es “poco apropiado”: “Sugiere algo negativo cuando, en realidad, creo que puede ser muy positivo tanto para los empleados como para los empleadores. No creo que la gente esté ‘dimitiendo’ [quitting], están tomando la decisión activa de priorizar el equilibrio en sus vidas. No sacará ningún beneficio de este movimiento quien lo vea como, simplemente, hacer lo mínimo en el trabajo”. La clave es sentirse “realizado” en el trabajo, expone a Newtral.es, pero también crear espacios de satisfacción fuera de él.
Desde abril del 2021, empezaron a dejar su trabajo cuatro millones de estadounidenses cada mes. Poco antes, la Organización Mundial de la Salud ya había catalogado el ‘síndrome del trabajador quemado’ (o ‘síndrome del burnout’) como una dolencia relacionada con la jornada laboral. Después del burnout y de la ‘Gran Dimisión’, a Nilu Ahmed el quiet quitting no le pilla por sorpresa.
“Los últimos 20 años se han visto a muchas personas unirse a una cultura global de exceso de trabajo, en la que el trabajo no remunerado se ha convertido en una parte esperada de muchos trabajos”, escribe esta profesora de Ciencias Sociales, “después de múltiples recesiones y una pandemia global, los milenials y la generación Z, a menudo no tienen las mismas oportunidades laborales y de seguridad financiera que sus padres. Muchos jóvenes en trabajos profesionales, que esperaban una progresión relativamente sencilla, han luchado con contratos precarios, incertidumbres laborales y han tratado de subirse a la escalera de la vivienda. Hay quienes constantemente dedican horas extra y van más allá en el trabajo para tratar de asegurar promociones y bonificaciones, pero aún así siguen teniendo dificultades”.
Los estudios han demostrado que el nuevo modelo de trabajo híbrido derivado del teletrabajo y la pandemia no reduce la productividad. Al mismo tiempo, los niveles de agotamiento y ansiedad crecen. Por eso, según Ahmed, esta renuncia podría ser “una respuesta para manejar la espiral de preocupación y sobrecarga de trabajo y, así, reducir la ansiedad”.
El quiet quitting es tendencia en sociedades como la americana o la inglesa, donde la cultura del trabajo está más que reafirmada. “Es una función del capitalismo convencer a la gente de que si trabajan más duro, conseguirán más -más ascensos, más salario, etc.- y por eso la gente se ha pasado décadas trabajando más allá de las tareas esperadas, por conseguir la recompensa que viene después del esfuerzo adicional”, recuerda Ahmed. Este esfuerzo, explica, le ha regalado muchas horas de trabajo gratis a las empresas. Y el quiet quitting no es más que “reclamar ese tiempo”, concluye.
Fuentes
Dr. Nilufar Ahmed, CPsychol, FHEA, Senior Lecturer in Social Sciences.
‘If Your Co-Workers Are ‘Quiet Quitting’, Here’s What That Means. The Wall Street Journal’.
‘Quiet quitting: why doing less at work could be good for you – and your employer. The Conversation’.
Urban Dictionary.
¿NECESITAMOS DESCANSAR DE NOSOTROS MISMOS?
Cada vez más autores defienden una productividad marcada por el ritmo de la vida y la naturaleza, y no en contra de estas. En una sociedad donde los problemas de salud mental y la carga de trabajo se acrecientan constantemente, la necesidad (y la tentación) de pararlo todo cada vez es mayor.
Artículo
«Sucede que me canso de ser hombre», relataba Pablo Neruda en el poema Walking Around, uno de todos aquellos que forman parte del libro Residencia en la Tierra, donde el escritor exploraba el cansancio y la desidia de sentirse atrapado en la rutina de una sociedad que parece indiferente ante el vacío de nuestra propia existencia.
Todos nos hemos sentido desafectados en algún momento de nuestras vidas y, sin embargo, parece que aburrirse no deja de ser una imposibilidad en nuestra realidad nacional. Los datos del INE ratifican que España ha alcanzado la mayor tasa de pluriempleo desde el año 2008. Para ser exactos, 548.000 ciudadanos tienen actualmente varios trabajos. Y los tienen por dos motivos principales. El primer motivo es económico: tener un empleo ya no garantiza llegar a fin de mes; se trata del nuevo perfil socioeconómico que asedia las conocidas colas del hambre. Hasta 13 millones de personas podrían estar en riesgo de exclusión, según la Red Europea de Lucha contra la Pobreza. El segundo motivo, en cambio, es un asunto de conciliación.
Este mismo contexto llamado España sigue escupiendo testimonios que denotan lo complejo de las estructuras productivas y sociales. Hoy, por ejemplo, asistimos a la constante escalada en materia de absentismo laboral, con cifras que se elevan hasta el 12%. Según el informe elaborado por Randstadt en colaboración con el INE, un 22% de los trabajadores situados dentro de estas cifras ni siquiera justifica su ausencia.
La productividad del malestar
Descifrar los datos de productividad en relación con el bienestar personal y social es una ardua tarea, especialmente cuando España cuenta con una de las tasas de productividad más bajas de las grandes potencias del euro, justo siete puntos por debajo de la media de la Unión Europea (y que según Eurostat no repunta de la base de 100 puntos de referencia europea desde, al menos, 2005). ¿Cuán unida se encuentra esta tasa a nuestro malestar, paradójicamente cada vez más alto?
¿Hasta qué punto la vulnerabilidad estructural de algunos colectivos amenaza no sólo su propia viabilidad, sino su capacidad de decisión?
Las sociedades son estructuras de comportamientos organizados que nos permiten interactuar diariamente con cierto automatismo, razón por la cual muchas de nuestras rutinas diarias se producen «sin pensar». Día a día, asumimos distintos roles que permiten mantener el orden social que protege la comunidad. Por eso, si nos preguntamos acerca de la necesidad de tomar un respiro de nuestras rutinas u «oxigenarnos de nosotros mismos», la respuesta podría bifurcarse según el ángulo que juegue cada uno en el complejo tablero social. No sería ninguna exageración decir que parte de las múltiples decisiones que tenemos que tomar a diario podrían suponer una verdadera carrera de obstáculos para aquellos colectivos más vulnerables, marcando doblemente su propia desventaja. ¿Hasta qué punto la vulnerabilidad estructural de algunos colectivos amenaza no sólo su propia viabilidad, sino que merma su capacidad para tomar decisiones? Están, en resumen, ante la «falacia» de la igualdad de oportunidades.
El año que se acerca no será menos intenso que los anteriores, con múltiples desafíos que atestiguan el marcado carácter de incertidumbre en el que habitamos. El nuevo rendimiento productivo parece afrontar la necesidad de aceptar que la incertidumbre es parte de nuestra rutina. Durante años, han sido muchas las voces relevantes que han denunciado la incongruencia de habitar un planeta, una vida, una rutina y unas tareas sin ser habitadas realmente.
Es el caso de La sociedad del cansancio, de Byung-Chul Han, donde se señala –junto a tantos otros ensayos– la necesidad de «producir» al son de la vida y no en contra de esta. Es decir, de apostar por la adaptabilidad constante como antídoto a una vida de felicidad tóxica acrecentada por un ritmo productivo que no se puede entender como progreso si este nos hace consumir psicofármacos (para poder, precisamente, producir hasta la extenuación).
Asimismo, es probable que cada vez destaque más el valor de la comunidad en una sociedad que se ha visto marcada por el auge del yo, especialmente tras la capacidad del canal digital de erigirse en fuente de auto empleo. Cada vez parece más necesario empoderar el valor de la inteligencia colectiva que resulta de la comunidad para combatir los altos ratios de soledad y las terribles cifras que resquebrajan una salud mental abatida por el estrés, la ansiedad y la desafección.
El 2023 ofrece la oportunidad de marcar un punto y aparte no solo a la hora de adaptar la personalización de las estructuras laborales, sino también a la hora de abogar por la autenticidad que alberga la diversidad humana. Se trata de la oportunidad de articular una productividad saludable (es decir, una que no cae ni peca en tóxicas falacias de felicidad corrosiva sujetas a los delirios de las audiencias digitales, que miden el valor del éxito en volumen de likes y menciones). La productividad no es –o no debería ser– sujeto de audiencia, sino de justos equilibrios vitales –comenzando por nosotros mismos– frutos de cadenas de valor saludables; sólo así generaremos un crecimiento sostenido y sostenible.
El ser humano tiene que agotarse porque es parte de su propia naturaleza. La inquietud, el aburrimiento, la búsqueda de la mejora diaria, la ilusión del encuentro de lo nuevo y la expansión de aquel que evoluciona no tiene que resultar ajeno a nuestro día a día. Nuestra naturaleza debe ser resistente, siempre y cuando se sujete al ritmo real vitalicio que impone nuestro equilibro integrado por cuerpo y mente. La vida es vida cuando se vive, y a veces vivir conlleva inquietud y agotamiento, pero no es ni mucho menos un síntoma insano; más bien todo lo contrario: no hay nada más saludable que cansarse de vez en cuando (al menos, esquivando una vida vacía).
“Los cuidados paliativos son una especialidad quijotesca”
Dice Eduardo Bruera que, si no puede salvarte la vida, “yo, como médico, me quedo contigo”. Bruera es considerado el padre de los cuidados paliativos. Médico, investigador y docente, nació en Rosario (Argentina) en 1955; estudió en su ciudad natal y se especializó en oncología, en la Universidad del Salvador (Buenos Aires).
De ahí voló a Canadá, al Departamento de Oncología de la Universidad de Alberta, para acabar aterrizando en Houston, donde en 1999 fundó, en el MD Anderson Cancer Center, el departamento de Medicina Paliativa, Rehabilitación y Medicina Integrativa. Se trata del mayor centro de cuidados paliativos de los Estados Unidos, y él es el director.
Como es lógico, Bruera tiene que lidiar todos los días con la muerte, aunque es “Dr. Vida”. Para él, el centro es el paciente, no la enfermedad. No en vano, la primera diapositiva de cualquier presentación que haga es un momento para don Juan: un paciente con caquexia neoclásica, portador de los problemas que motivan su disertación. Primero, don Juan y su familia. Luego, todo lo demás.
Didáctico. Además de médico, Eduardo Bruera también es maestro. La Universidad Internacional de Catalunya (UIC Barcelona), a petición de la Cátedra WeCare: Atención al Final de la Vida, lo ha investido doctor honoris causa porque, como dijo el exdirector de dicha cátedra, Josep Porta, al hacer la laudatio: “Nos ha enseñado el valor de la vida, especialmente en fases finales”.
Maestro y Quijote de las causas perdidas. O eso asegura él…
“Exactamente. Borges decía que los caballeros solo deben luchar para las causas perdidas. Y digo yo que los cuidados paliativos son una especialidad quijotesca, porque, donde uno ve un molino de viento en un tumor de páncreas o en una insuficiencia cardíaca, el médico paliativista ve un arquitecto de 40 años, con dos hijos, que está sufriendo porque no va a verlos crecer. Sin duda hay un cierto contenido quijotesco, sí. Y justamente por ello es responsabilidad moral de nuestros líderes apoyarlo. Porque si no apoyas a los Quijotes, te quedas con los Sancho Panzas, y los Sancho Panzas básicamente van a seguir el movimiento; van a seguir lo que existe, porque les viene bien, les sirve, pero no van a cambiar nada. Hay que apoyar a esos soñadores para que vuelvan a recrear el rol de la medicina y de la salud dentro de la sociedad. O sea que no: no hay que tener miedo a las causas perdidas”.
— ¿Cuál es la finalidad inmediata del médico paliativista?
— La capacidad de aliviar el sufrimiento físico, pero también de escuchar, de acompañar…; de un montón de recursos que la inteligencia artificial no puede aportar. Vamos a cuidar donde sepamos que hay más sufrimiento, que es cuando el paciente y su familia llegan cerca del final de la vida, y vamos a cuidar a través de un cuerpo de conocimientos específico. Enrolarse en este movimiento es una oportunidad enorme de crecer en el campo de la Medicina.
— ¿Falta la formación necesaria?
— Claro, claro. Porque una máquina o un robot nunca van a poder reemplazar este servicio. La Universidad Internacional de Catalunya lo ha entendido y lo ha establecido como una prioridad. Desgraciadamente –e irónicamente–, la mayoría de las universidades y de los grandes hospitales todavía no lo tienen interiorizado como tal.
— ¿Por qué se da esta paradoja?
— Fundamentalmente por un tema histórico. El antiguo médico enfatizaba la relación con el paciente y la familia porque era todo lo que podía ofrecer: no había capacidad curativa. La revolución biológica cambió dramáticamente la situación. El médico empezó a tener capacidad de cambiar la historia natural de las enfermedades de forma muy rápida, alcanzando un dominio del conocimiento, que es un dominio básicamente biomédico, un dominio basado en la fisiología, en la patología, en la farmacología. El problema es que eso fue empujando hacia fuera el contenido humano, de modo que el énfasis se puso más en la enfermedad que en el enfermo. Y entonces las estructuras de poder académico y de los grandes hospitales y ministerios de salud reflejaron ese énfasis.
La mayoría de los pacientes –y eso no debería llamarnos la atención–, no quiere morirse: quiere vivir y sufrir menos
Ahora bien, pensar que a través de un fenómeno biomédico podíamos eliminar el sufrimiento y la muerte era un poco una proposición que no tenía chance de ganar. De por sí, ya es una proposición perdedora, porque el 100% de los pacientes y de nosotros nos vamos a morir. Desde el punto de vista de la población, es lógico que queramos ser curados. Ahora bien, cuando no existe esa posibilidad, ¿cuál es la alternativa? ¿Qué me ofrece la medicina? ¿Qué ofrece la universidad? Esa es la pregunta que deberíamos hacernos realmente.
— Parece, pues, que antes había más paliativistas que ahora y que, en la actualidad, no entramos en razón. ¿Es este el problema?
— Sí, un poco. Tal vez lo que hacía que el médico mantuviera un rol hacia la enfermedad y el sufrimiento era la capacidad que tenía de establecer una relación con el paciente sufriente y con la familia, y de aliviar y consolar. El problema es que los que lideran hoy en día la salud y la universidad no fueron formados en estos parámetros, sino en los biomédicos. Y, claro, aceptar nuestras lagunas de entrenamiento y conocimiento es duro.
— ¿En qué situación nos encontramos hoy?
— Poco a poco ha ido resurgiendo el enfoque mencionado, aunque no en las grandes universidades, sino como un movimiento de protesta por el que estos pacientes que no podían ser curados eran llevados a casitas donde se les daba cuidados, fuera del ambiente hospitalario. Y lentamente ha ido permeando. Ha ido entrando en el ambiente universitario. Pero no es una invención de Harvard, ni del MIT. Es una invención periférica por parte de grupos marginados, de médicos, enfermeros, trabajadores sociales que se encargaban de estos pacientes, cuando el sistema universitario y médico no pensaba que hubiera algo para ofrecerles.
Así que ha sido un proceso lento y doloroso. Y sigue siendo doloroso para los profesionales que se sacrifican para ayudar a estos pacientes y familias; que no tienen el reconocimiento de otras ramas de la medicina y los cuidados de salud. Así que yo creo que esto es una oportunidad, una oportunidad para que esta gente sea reconocida y se le traiga hacia dentro del sistema en lugar de dejarla afuera.
— Pero parece que este reconocimiento no solo no llega, sino que la única solución que se da es la muerte.
— Claro. Yo eso lo viví en distintos momentos de mi carrera, cuando estaba en Canadá. En los años 80, la respuesta que dieron fue decir: “Vamos a legalizar la heroína”, que es básicamente un poquito de morfina. Nuestra respuesta fue que eso no es lo que necesitaban los pacientes y sus familias, e insistimos en los cuidados paliativos. Pero eso costaba dinero, esfuerzo. Y, además, no era “sexy”.
¿Qué pasó? Legalizaron la heroína y no cambió nada. Veinte años más tarde, al ver que, efectivamente, el sufrimiento seguía sin estar bien manejado, pensaron otra forma y vinieron con la “marihuana médica”. Es decir, que el médico pudiera recetarla. Nada. Es más, lo que a mí me preocupó tremendamente es que se dijera que fuera un recurso médico, porque en realidad no lo era. Estaba muy claro qué podía paliar el sufrimiento. Pero nuevamente era más barato crear “marihuana médica”.
España tiene extraordinarios especialistas capaces de gestionar el sufrimiento, pero están jugando en segunda división
— Y en la actualidad…
— Ahora, en los años 2020, existe la tendencia a decir: “Bueno, la eutanasia es una excelente alternativa al sufrimiento”. Y no es verdad. El tema es que la mayoría de los pacientes –y eso no debería llamarnos la atención–, no quiere morirse. La mayoría quiere vivir y sufrir menos. Esta supuesta solución es como ir a comer en un restaurante y, después, intentar irse sin pagar, diciendo, “pongámosle eutanasia para que deje de sufrir…”, en lugar de tener las instituciones, las estructuras y los procesos que serían útiles.
España tiene extraordinarios especialistas capaces de gestionar el sufrimiento, pero están jugando en segunda división. ¿Cuándo los van a llevar a la Liga? Las universidades, como la UIC, que han visto y priorizado esta especialidad, tienen que ver cómo “contagiar” este “virus” al resto de la sociedad. Cómo “contagiarlo” a los grandes hospitales, a las grandes universidades.
— ¿Es simplemente una cuestión de dinero, es decir, de que es más barato propiciar la muerte que tener cuidado?
— No. Yo creo que es una cuestión totalmente cultural; de dónde se pone el foco: si en el enfermo o en la enfermedad. Por seguir con el símil de antes: hacen falta visionarios que estén dispuestos a luchar contra la prosecución “sanchopáncica” del sistema. Visionarios que hayan tenido su epifanía y digan: “Este sufrimiento humano puede ser aliviado y yo puedo enseñar cómo hacerlo mejor, y puedo investigar qué es lo que más ayuda. Trabajando no solo con médicos: también con filósofos, con teólogos, con economistas, con arquitectos…”. Es decir, visionarios que de verdad quieran pensar outside the box para traer eso “a la caja”.
— Usted ha dicho alguna vez que los cuidados paliativos ahorran mucho dinero.
— Sí, sí. Son un enorme ahorro. Yo, como médico, si me viene don Juan, puedo hacer dos cosas: hablar con él de su situación y decirle que podemos empezar a planificar cuidados paliativos o, en diez minutos, decirle “bueno, vamos a probar un poquito más con esto y con lo otro…”, cuando sé perfectamente que no hay nada que hacer.
Las presiones externas orientan hacia esa consulta de 5 a 10 minutos y hacia esos costosos tratamientos que no van a cambiar las cosas para don Juan. Si, en lugar de eso, utilizo los recursos paliativos, don Juan no recibe un tratamiento costoso e, irónicamente, ¿a dónde van esos recursos? En lugar de ir a las compañías farmacéuticas o tecnológicas, van a pagar el sueldo de algunos catalanes que ayudarán a esos pacientes que están sufriendo.
O sea que, no solamente hay enormes ahorros al final del año, sino que, además, el tipo de inversión que uno hace se queda en la región, se queda en gente que ayuda y a la que, además, estoy entrenando a ayudar a paliar al sufrimiento.
— ¿Dónde está el límite para decir que una vida es digna de ser vivida?
— Es muy importante que nunca me haga esta pregunta, sino que se la haga el paciente y que sea él quien lo defina.
Cuando yo intento definir la calidad de vida de otro, estoy cometiendo un error. Imagínate, por un momento, la calidad de vida de alguien muy rico, acostumbrado a tener a su disposición helicóptero, grandes mansiones, dinero, poder… ¿Qué pasaría si, el día de mañana, le dicen “a partir de ahora, tú vas a vivir con el sueldo de Bruera, manejar el auto de Bruera; y cuando vuelvas a casa, te vas a encontrar con la familia de Bruera…”? A lo mejor ese poderoso hombre diría: “Mátenme. No quiero vivir esta vida. Mi calidad de vida no está justificada con esto”. Y, sin embargo, Bruera está contento con su vida.
Dando suficiente tiempo, a lo mejor este paciente encontraría valor en aspectos de la vida de Bruera, que son distintos, pero que le dan sentido a vivir. Entonces es importante que la pregunta sobre la calidad de vida real no se la hagan a ese, sino que se la hagan a Bruera y que, cuando Bruera diga “ya no estoy bien”, yo empiece a investigar cómo ayudo a Bruera para que vuelva a encontrar sentido y valor en su vida.
Ese es el desafío que tenemos nosotros: cómo ayudar en ese momento, a esa persona concreta, para que recobre la dignidad, y la exprese y la perciba; y siempre acompañarlo, ¿no? No decidir yo por él, sino que él o ella decidan.
Hay mucho sufrimiento innecesario, pero es muy importante no tener como objetivo la eliminación del sufrimiento, porque es parte de nuestra vida. Si yo dijera que no voy a sufrir, no sería humano; sería un robot
— ¿Puede haber un tema ideológico detrás de este poco interés por los paliativos?
— Cuando uno habla de ideologías, a veces se habla de que hay alguna carga que yo traigo de afuera –filosófica, política, etc.– que impregna mi actitud. Si tuviéramos que hablar de una ideología, te diría que percibo una “ideología biomédica”, cargada de una especie de mesianismo convencido de que puede curar todas las enfermedades y causar la vida eterna a través de esta misma biomedicina.
— Suena a transhumanismo.
— Sí; es algo que rechaza el enfoque de la persona. Pero, como comentábamos antes, es una propuesta totalmente perdedora, porque el fin de la vida es absoluto… La realidad es mucho más compleja. No es lo biomédico contra lo humano; es que el enfermo llega con las dos partes: con su problema biológico, que requiere manejo, y con su problema humano, que también lo requiere. Por decirlo de un modo muy gráfico: ayudando al hueso, estoy ayudando a la persona.
— ¿Se puede eliminar todo el sufrimiento?
— Rotundamente no. Eliminar el sufrimiento físico, espiritual y psicosocial totalmente sería igual de irónico y paradójico como intentar eliminar toda la enfermedad a través de la biomedicina. El que intente, a través del manejo de la persona, eliminar el sufrimiento, se pone en una especie de camisa de fuerza de la cual no puede salir, porque entonces lo único que le va a pasar es frustrarse. El sufrimiento se puede aliviar, consolar, acompañar, manejar… Eso sí se puede. Hay mucho sufrimiento innecesario, pero es muy importante no tener como objetivo la eliminación del sufrimiento, porque es parte de nuestra vida. Si yo dijera que no voy a sufrir, no sería humano; sería un robot.
— ¿Qué es lo que nos hace más humanos?
— Yo creo que el cine y la literatura dan grandes respuestas a esta pregunta. Estas artes pueden capturar la experiencia humana de una forma magnífica. Recuerdo, por ejemplo, La familia, de Ettore Scola, donde se plantea la complejidad de la vida de las familias y la excesiva simplificación que les damos. El trabajo de muchos directores italianos me ha impactado muchísimo. O la música de Ennio Morricone, parte fundamental de La Misión…
El cine y la literatura deberían ser parte obligatoria de la formación médica. Aprendemos a través de los escritores, de los poetas, de los músicos, de los directores de cine… Los clásicos de la literatura y del cine siguen teniendo valor ahora, mientras que los clásicos de la Medicina no tienen el mismo valor que antes. Es simplemente cuestión de que lo usemos: que usemos el cine, que usemos la poesía, que usemos la literatura… Para nutrirnos.
Jaume Figa Vaello
ROBERTO BOLAÑO, EL ESCRITOR SALVAJE
Ethic
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Ethic
CULTURA
Profunda y polifacética, la obra del escritor chileno continúa seduciendo la imaginación con peculiares obras que, casi dos décadas después de su muerte, siguen considerándose únicas.
Artículo
David Lorenzo Cardiel
@davidlorcardiel
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26 JUL
2022
Roberto Bolaño, el escritor salvaje
2666 no es un número cualquiera. El exilio, la violencia y la búsqueda de unas metas en las que subyace el egoísmo están presentes en una novela que, a pesar de superar el millar de páginas en un tiempo caracterizado por la brevedad y la inmediatez, cosechó elogios y premios desde el inicio.
Roberto Bolaño se ha convertido en un referente casi incuestionable, incluso en una leyenda de la literatura actual en castellano. El chileno, fallecido a causa del cáncer hepático en 2003 en Barcelona a sus apenas 50 años de edad, ha dejado un legado que ha trascendido las fronteras idiomáticas: sus cuentos, novelas y poemas han sido traducidos a multitud de lenguas de todo el mundo. Un éxito fulgurante que, como suele ocurrir en esta época de caos literario, le llegó en sus últimos años de vida.
Bolaño, de Chile al mundo
El autor nació en 1953 en Santiago de Chile, con una infancia a medio camino entre Valparaíso y Los Ángeles, la comuna en territorio chileno, donde completó sus estudios primarios y comenzó a trabajar como botero a los 10 años de edad. La situación familiar de los Bolaño fue inestable en estos primeros años: los padres discutían y, como apoyo, tan solo le quedaba su hermana pequeña.
La situación familiar de los Bolaño fue inestable durante los primeros años de vida del escritor
La situación cambió a sus 15 años, cuando por insistencia de su madre la familia se trasladó a México, lo que coincidió con los altercados del movimiento estudiantil de 1968 que culminarían en la trágica Matanza de Tlatelolco.
En aquel cóctel de cambio, peligro, violencia y agitación intelectual, Roberto Bolaño se dedicó durante apenas un año a seguir con sus estudios secundarios, que acabó abandonando para dedicarse a leer y a escribir con genuina pasión. Tanto que, según la investigación de la periodista Montserrat Madariaga, devoró desde géneros como el thriller hasta clásicos grecolatinos. Durante aquellos años en Ciudad de México se dedicó a escribir obras de teatro y de poesía en sus ratos libres mientras trabajaba como periodista y vendedor. Fue en este primer periodo mexicano, por tanto, cuando comenzó a curtirse como escritor; cuando comenzó a surgir el Bolaño que posteriormente conoceríamos.
No obstante, no sería hasta su retorno a Chile en 1973 cuando publicaría sus primeras obras. Allí acudió a apoyar el reformismo socialista del presidente Salvador Allende, pudiendo reencontrarse entonces con sus parientes y entregarse a la causa política. La situación no duraría demasiado: poco tiempo después de su llegada a su país natal se produjo el sangriento golpe de Estado del 11 de septiembre que se saldaría con la muerte del presidente. Bolaño fue detenido y liberado finalmente a los ocho días gracias a la intervención de un antiguo compañero de estudios que en aquel momento servía como policía. La terrible experiencia, tanto política como social y personal, le empujaron a abandonar el país.
Tras el golpe de Estado en Chile, el escritor se exilió a México y fundó el Movimiento Infrarrealista
México, de nuevo, volvió a abrir las puertas al célebre escritor. En esta segunda etapa fundó el Movimiento Infrarrealista junto con numerosos escritores que estaban decididos a desafiar el canon social y literario de su momento histórico. Fue en torno al movimiento que había cofundado junto con otros diecinueve literatos más, entre los que destacaron Mario Santiago y Claudia Kerik, entre otros, cuando comenzó a publicar sus primeros libros.
En 1975 vio la luz su primer libro, el peculiar poemario Reinventar el amor, una única pieza lírica, dividida en nueve partes, que apenas ocupó 20 páginas en la edición de la imprenta artesanal Taller Martín Pescador, perteneciente a su amigo Juan Pascoe. Después llegó el manifiesto infrarrealista y la expansión del grupo, que se dedicaba a crear obras y a acudir a actos públicos de escritores del canon, como Octavio Paz. La ruptura con su pareja de entonces y algunos problemas familiares, incluida la enfermedad de su madre, que estaba radicada en España, le convidaron finalmente a trasladarse al país.
Vida española
Barcelona fue tierra de desarrollo y de desilusión, de cambio y, por supuesto, de esperanza. Su oficio aún no era escribir: mientras seguía dedicándose a la escritura y a la lectura con desenfreno, Bolaño tuvo que desempeñar numerosos trabajos para mantenerse a flote; cuando escaseó el dinero, incluso tuvo que llegar a robar libros para poder seguir alimentando su ansia lectora.
Ante la adversidad, Roberto Bolaño escribió y luchó para que su trabajo, de una manera u otra, viese la luz y no quedase relegado al olvido en un cajón. Intentó publicar otro libro de poemas en México, sin éxito. A la cal le siguió la arena: desde 1978 apareció en las antologías Algunos poetas en Barcelona, después en Novísima poesía latinoamericana y, por último, Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego, estas dos últimas editadas en México. En Barcelona también fundaría una revista, Rimbaud vuelve a casa, con la que experimentaría, junto con otros jóvenes escritores, las vicisitudes del negocio editorial.
La década de los noventa, cuando el escritor ya se encontraba en España, fue el comienzo de su eclosión artística, al menos a ojos de la industria
Gerona y Blanes fueron sus siguientes paradas, que tendrían lugar en la muy prometedora y ecléctica década de los ochenta. En Gerona comenzaría a ganar por primera vez dinero de la literatura gracias a premios literarios municipales, siendo allí también donde conoció a su primera esposa, Carolina López, con quien se casó en 1985. En esa época ya había escrito su novela Amberes y había publicado su primera obra narrativa, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, compuesta a cuatro manos con el escritor A. G. Porta y valedora del Premio Ámbito Literario. El mismo año, en 1984, consiguió también el Premio Félix Urabayen con La senda de los elefantes, que sería editada de nuevo en Anagrama en 1999, ya tras su éxito como escritor, bajo el título Monsieur Pain.
La década de los noventa fue el comienzo de su eclosión artística, al menos a ojos de la industria. Bolaño y su esposa se trasladarían a Blanes, donde la madre del autor se había afincado. Allí tuvieron a sus hijos y allí, por desgracia, conoció también la presencia de la enfermedad que acabaría con su vida. Su respuesta no es sorprendente: Bolaño respondió a la adversidad, de nuevo, con más afán literario, centrándose en el género de la novela y en la búsqueda de un reconocimiento y de un rendimiento económico que necesitaba la familia y que la poesía difícilmente podía procurarle. Pese a ello, alternaría su pulsión poética con su destreza narrativa durante el resto de su vida.
Su literatura se alimentó de sus experiencias de juventud, de los tiempos tumultuosos en Chile y en México y de las dificultades de una constante inmigración. También de México como escenario social y físico, con Ciudad Juárez y Ciudad de México representados en sus libros y, por supuesto, su mirada vanguardista, heredera del Movimiento Infrarrealista que él colaboró en fundar.
Siguieron los premios, las novelas y los poemarios: en 1993 destacó con La pista de hielo y en 1996 con Estrella distante, obra que cosechó multitud de elogios entre la crítica literaria y que le situó finalmente en el punto de mira de la potente industria editorial catalana. Pero fue con Los detectives salvajes cuando, por fin, alcanzó la fama. Con ella ganó el Premio Herralde en 1998, lo que le permitió tener las puertas abiertas de los grandes sellos editoriales, que enseguida comenzaron a interesarse por su obra futura y por rescatar la publicada en el pasado. Desde entonces, sus libros se reeditan sin cesar, al igual que se fueron publicando también sus siguientes creaciones: Amuleto, Nocturno de Chile o Una novelita lumpen. Algo similar ocurrió con su popularidad desde entonces: no cesó de crecer.
Muerte y memoria
El año trágico fue 2003, cuando el cáncer segó su vida bajo los cuidados de su pareja desde 1997, Carmen Pérez. Pero su fallecimiento no fue el final de su legado: el interés por Roberto Bolaño no había hecho más que comenzar. Pronto se convirtió en un icono por su capacidad innovadora y su mirada sobre el fracaso, la lucha personal y política, manteniéndose viva su militancia en la izquierda; incluso por ese peculiar esbozo de la esperanza que subyace en sus obras.
Su literatura se alimentó de su juventud, de los tiempos tumultuosos en Chile y México y de las dificultades de una constante inmigración
Desde su muerte se han sucedido los homenajes y las publicaciones de textos póstumos. El mismo año de su muerte, su editor y amigo, Jorge Herralde, le dedicó su discurso durante la Feria de Libro de Santiago de Chile. The New York Times escogió en 2006 la recopilación de relatos Last Evenings on Earth (título para la edición en inglés de los relatos Llamadas telefónicas y Putas asesinas) como uno de los libros del año en Estados Unidos. El cariño también se puede palpar en España: desde Blanes a Barcelona, se le han dedicado salas de bibliotecas, exposiciones y placas a modo de muestra de cariño hacia quien fuera una de las últimas figuras más elogiadas de las letras en español.
Su novela más ambiciosa, sin embargo, fue póstuma, ya que vio la luz en 2004. Se trata de un libro que en realidad son cinco volúmenes que el autor pensaba publicar en cinco libros diferentes para asegurar, así, su aportación al futuro de sus hijos en caso de un prematuro fallecimiento. 2666 titula, en su brevedad, una obra maestra, un mosaico en torno a la imaginada ciudad mexicana de Santa Teresa que en realidad refleja Ciudad Juárez y los feminicidios que acompañan a la ciudad. Compleja, extensa y vanguardista, desde su publicación ha cautivado por igual a crítica literaria, editores y lectores de todo el mundo. Los premios hablan por ella: Ciudad de Barcelona, Salambó, Altazor, José Manuel Lara, Premio Municipal de Literatura de Santiago y el National Book Critics Circle Award, entre otros.
Roberto Bolaño sigue palpitando a través de su obra, reinventada en la mente de cada nuevo lector que encuentra y despertando una pasión tan atemporal como necesaria: la memoria crítica, el mimo estético, la pasión por la lectura.
domingo, 4 de junio de 2023
totalitarismo ppositivo
En programas televisivos de tertulia política, noticieros y diarios de todo signo se habla con perfecta naturalidad de la necesidad que tiene el «sistema económico» de crecer sin descanso, de acumular riqueza y bienes, de explotar recursos o de que aumente la natalidad. Por extensión, la tiranía del crecimiento ha colonizado nuestro espacio psicológico, y una cierta ley de hierro no escrita nos dicta que a mayor prosperidad económica cabe esperar un mayor bienestar ciudadano. Los datos sociológicos, sin embargo, vienen a desmentir continuamente esta tesis, y desde la crisis económica de 2007-2008 se ha comprobado en numerosas ocasiones cómo un crecimiento de la economía estatal, continental o incluso mundial no redunda necesariamente en el bienestar (económico, emocional, psicológico, laboral) de la ciudadanía y que, incluso, la política del «crecentismo» ahonda las desigualdades sociales entre los que más tienen y los más desfavorecidos. En paralelo, no son pocos los gurús del pensamiento positivo que se refieren a nuestro universo psíquico como «capital emocional». Y no por casualidad. De igual forma que para aumentar el capital financiero se requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla básica: todo lo que presuntamente hace entrar «en recesión» a nuestro psiquismo (las ya mencionadas y denominadas «emociones negativas») debe ser extirpado de nuestro universo emocional. Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y, aún más, para nuestra salud social.
El totalitarismo positivo
Ethic
SIGLO XXIMEDIO AMBIENTESOCIEDADOPINIÓNENTREVISTASLO + LEÍDO
Ethic
OPINIÓN
EL TOTALITARISMO POSITIVO
Los gurús de la autoayuda nos enseñan a aceptar tan solo la felicidad, dejando de lado cualquier tipo de molestia. No obstante, ¿no esconde este totalitario régimen emocional la imposibilidad de cambiar las injusticias creadas por el sistema?
Artículo
Carlos Javier González Serrano
@aspirar_al_uno
2023
Con una tan silenciosa como peligrosa normalidad, se ha terminado por imponer una pedagogía social que aboga por rastrear obsesivamente «zonas erróneas» en nuestro desarrollo y funcionamiento psíquico. La tristeza, la frustración o la indignación se condenan y señalan como emociones «negativas», así consideradas por el establishment del pensamiento positivo, como si no tuvieran un papel adaptativo central y del todo fundamental en nuestra maduración psicológica y social.
Desde diversos promontorios presuntamente científicos se nos insta de continuo a «gestionar» este tipo de emociones para no dejarles un espacio que, a juicio de la psicología positiva, debería estar ocupado por otras emociones como la felicidad, la gratitud o la esperanza, que –nos dicen– conducen al éxito, al crecimiento y al progreso personal. La pregunta que deberíamos hacernos, como individuos inscritos en una sociedad y en una cultura determinadas, es si este régimen emocional totalitario de lo positivo no esconde la imposibilidad de subvertir el statu quo que permite que ciertas injusticias, malestares y desigualdades se mantengan e incluso adquieran mayor hondura y protagonismo.
Con la introducción y establecimiento de las políticas económicas liberales en la sociedad occidental a lo largo del siglo XX, el único indicador de desarrollo y bienestar ha estado –y está– ocupado por el PIB: una mayor renta per cápita, nos aseguran, repercute en un mayor bienestar de las sociedades. Sin embargo, esta visión exclusivamente economicista de la realidad ha alterado y repercutido de forma decisiva en nuestra manera de explicar y comprender el bienestar de los sujetos. En primer lugar, «la sociedad» es un constructo teórico que deja fuera los casos particulares, obviando y olvidando los problemas y tesituras singulares de los individuos; así las cosas, se trazan políticas sociales y económicas que sólo se centran en la escalada económica en términos macro. Además, y en segundo lugar, esta narrativa meramente economicista ha desembocado en la falacia de que nuestra esfera personal y nuestro bienestar como ciudadanos puede ser dirimida de igual forma que la esfera de lo económico, lo que ha introducido todo un léxico economicista a la hora de referirnos a nuestra salud psicológica (progresar, gestionar, sacar provecho, rentabilizar y un larguísimo etcétera).
«Si no existen la tristeza, el enfado o el sufrimiento, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente al malestar»
No se trata de condenar ciertas políticas económicas, sino de pensar qué tipo de efectos tiene en nuestras vidas singulares el hecho de considerarlas en exclusiva desde un punto de vista económico. En programas televisivos de tertulia política, noticieros y diarios de todo signo se habla con perfecta naturalidad de la necesidad que tiene el «sistema económico» de crecer sin descanso, de acumular riqueza y bienes, de explotar recursos o de que aumente la natalidad. Por extensión, la tiranía del crecimiento ha colonizado nuestro espacio psicológico, y una cierta ley de hierro no escrita nos dicta que a mayor prosperidad económica cabe esperar un mayor bienestar ciudadano. Los datos sociológicos, sin embargo, vienen a desmentir continuamente esta tesis, y desde la crisis económica de 2007-2008 se ha comprobado en numerosas ocasiones cómo un crecimiento de la economía estatal, continental o incluso mundial no redunda necesariamente en el bienestar (económico, emocional, psicológico, laboral) de la ciudadanía y que, incluso, la política del «crecentismo» ahonda las desigualdades sociales entre los que más tienen y los más desfavorecidos.
En paralelo, no son pocos los gurús del pensamiento positivo que se refieren a nuestro universo psíquico como «capital emocional». Y no por casualidad. De igual forma que para aumentar el capital financiero se requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla básica: todo lo que presuntamente hace entrar «en recesión» a nuestro psiquismo (las ya mencionadas y denominadas «emociones negativas») debe ser extirpado de nuestro universo emocional. Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y, aún más, para nuestra salud social. Y es que si no existen (porque se soslayan o persiguen) la indignación, la tristeza, el enfado, el sufrimiento o el sentimiento subjetivo de soledad, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente a los malestares e injusticias de nuestro tiempo histórico.
Porque son justamente esas emociones llamadas «negativas» las que nos indican que algo no va bien en nuestra vida o en el devenir ciudadano y social. Más aún: son esas emociones negativas las que nos unen y hermanan en nuestras desavenencias y nos empujan a luchar por una posible mejora. Son esas emociones las que amparan nuestro legítimo derecho a delimitar y poner nombre a las realidades que crean y promueven ciertas lacras de nuestro presente. Son esas emociones negativas las que, en fin, no nos presentan la injusticia y el malestar como calamidades o infortunios (divinos, sistémicos, trascendentes) que no podemos solucionar, sino como sucesos que debemos afrontar individual y comunitariamente. Sin la facultad para encontrarnos mal perdemos nuestra facultad para denunciar, cívicamente, las iniquidades contemporáneas. Son esas emociones negativas las que permiten tomar conciencia de nuestras necesidades para fomentar las vehicular las pertinentes reivindicaciones (económicas, políticas, jurídicas). Son esas emociones, en definitiva, las que permiten el despliegue de un irremplazable proceso de concienciación que vaya de abajo arriba, de manera que no se imponga de arriba abajo cómo debemos sentir(nos).
Concluyo con un fragmento de una de las muchas y clarividentes cartas de Simone Weil en La condición obrera: «Lentamente, en el sufrimiento, he reconquistado, a través de la esclavitud, el sentimiento de mi dignidad de ser humano […]. Y en medio de todo esto [se refiere a su experiencia en la fábrica], una sonrisa, una palabra de bondad, un instante de contacto humano tienen más valor que las amistades más íntimas entre los privilegiados. Sólo ahí puede saberse lo que es en verdad la fraternidad humana».
No se trata de romantizar el sufrimiento, sino –como escribió Weil– de «reconquistarlo» para no hacerlo propio ni endémico de una clase social determinada. Para poner las condiciones que permitan comunicarlo y, en última instancia, intentar mitigarlo.
sábado, 3 de junio de 2023
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