La acción arranca a finales de los 50. Dentro de un lúgubre estudio parisino, Giacometti (Suiza 1901-1966) -considerado uno de los padres del Arte Contemporáneo- vuelca su inquietante pasión en unas figuras esperpénticas de alambre y arcilla. A pesar de su aire excéntrico y rasgos élficos, no podría parecer más inocuo. Esclavo de su obsesión, Giacometti se deja la piel en la amargura metódica para poder entregar obras imperecederas a la humanidad. Viene a confirmar el dictum que sostenía Oscar Wilde sobre el gran arte; que el noventa por ciento de éste es sudor y el resto, inspiración. Su intimidad parece, por momentos, un constante melancólico. La muerte forma parte de la historia.
Estructurado en dos partes, el director se las arregla para sumergirnos en su cosmos personal por medio de un recurso que dosifica con destreza: la retrospección. Una visita al universo giacometiano regido por sus propias leyes y cuyas criaturas besadas por la originalidad son una evidencia tanto de imaginación enérgica como de codicia artística. Y es que todo era superlativo en Giacometti. Sus figuras filiformes y atormentadas, que parecen rendir más tributo a la línea que al volumen, supusieron una ruptura con la escultura tradicional. Pasión, libertad, deseo, pero también miedo, vulnerabilidad, dolor; sus obras son el reflejo de todas las incertidumbres de la primera mitad del siglo XX y en general, de su visión existencial sobre la condición humana.
El cortometraje es pura poesía visual. La ausencia de diálogos -la música guía la historia- y el ritmo pausado y tranquilo hacen que la personalidad de Giacometti se filtre en toda la obra, convirtiéndola en un producto original y vivo. El sobrio blanco y negro, plagado de citas expresionistas y fuertes contrastes de iluminación, son suficiente para crear una atmósfera de inquietud y desasosiego.
A pesar del tiempo transcurrido y de su evidente arcaísmo técnico, este corto es uno de los pocos que han resistido al tiempo.
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