Ahí está, en su rincón, Luis Mateo Díez. Ante su vista, las 578 páginas de La soledad de los perdidos. Nació en Villablino (León) en 1942. Es académico de la lengua. Premio Nacional. Ninguna distinción ha limado su sencillez. Tiene los ojos claros, las manos limpias, con las que se acaricia una barbilla rasurada y blanca. Oigámosle hablar tal como habla.
"La historia nace de la inquietud que tengo como persona en la sociedad en la que vivo. Desasosiego, inquietud por estar en una realidad que no aprehendo, donde parece que me hundo. Sensaciones de sonambulismo. Me encuentro ahora en este mundo más solo que nunca y, sobre todo, como sonámbulo".
Como su personaje, Ambrosio Leda. "Esas sensaciones daban para una novela, un viaje hacia mi mundo. Elegí una ciudad de sombra, Balma; un tiempo de posguerra, en el que existe esa época de secreto de sumario, cuando sobrevienen los seres silenciosos y silenciados, y la oscuridad, la niebla, la falta de percepción de futuro porque todo aquí se enreda. El eco de las palabras, muertos, fusilados, delatados, solitarios".
¿No será que no ha acabado la guerra? "El problema no es que no haya acabado: es que no acaba ni acabará nunca porque están unidas. El ser humano está siempre en guerra y en posguerra. Las guerras se comunican de una manera estremecedora; lo que pudimos tener en el recuerdo de la nuestra se fue aliviando cuando murió el dictador. Pero empezamos otra etapa con expectativas que han conducido a una cierta desolación. Cuando ya parecía que teníamos liquidadas las experiencias y terminados los expedientes, empezamos a estar en una situación de contradicción y de expectativas desalentadas. No diría desesperadas, porque no soy un melancólico pesimista, pero lo cierto es que la guerra pervive porque todo está lleno de guerras y posguerras. Los jinetes del Apocalipsis parece que siguen galopando”.
Eso lo ha llevado a La soledad de los perdidos. "Leda es un sonámbulo derivado a los delirios y a la incomprensión de un mundo donde no están patentes la policía o la dura realidad de la supervivencia. Un espacio perdido en la noche, esos seres andan extraviados, la imaginación delira. Desechos arrojados al abismo de la historia".
Dice que es uno de los caminos de perdición. "La perdición es una desorientación que no conlleva la desaparición, sino un afán de supervivencia en el que parece que se difuminan las personalidades. Es como si subsistiera el alma y se difuminaran los cuerpos, como si quedaran los espíritus esparcidos. Pero los cuerpos siguen por ahí también. Se aferran a donde pueden".
Y, como en los personajes de Rulfo u Onetti, es difícil hallar en ellos un atisbo de felicidad. "La felicidad es un bien imposible; es una convicción moral con la que conviven estos caballeros. Son perdedores; los reconvierto en héroes del fracaso. Tienen un punto de heroicidad, de fascinación, no son como los de Onetti o los de Rulfo: cualquiera de ellos tiene una grandeza de la leche. También los propios personajes de Benet y de Faulkner, siendo tan miserables, tienen grandeza".
Aquí la hay, pero es atrabiliaria. "Sí, sería una grandeza que los emparenta con la herencia quijotesca y con la hamletiana. Y también con la kafkiana en algo que se dice poco: la herencia del teatro del absurdo. Esperando a Godot, de Beckett, que puede ser tremendamente divertida conservando un patetismo insoportable… Andan entre el purgatorio y el infierno. El cielo les está vedado porque la felicidad es imposible, pero cuando tienes conciencia de esta imposibilidad estás abocado a la desgracia; lo he padecido en mi vida: la desgracia es un bien considerablemente humano. Como puede serlo la pobreza más allá de la riqueza disparatada, puede ser un don espiritual y hay muchos seres humanos que la eligen. No hablo de la indigencia y la miseria de andar por ahí, no: la pobreza como un elemento crucial de espiritualidad (¡no temamos a las palabras!), de edificación de uno mismo".
Novela de la condición humana, hace crónica de la pérdida, pero no es un pesimista. "Si lo fuera diría: esto se ha acabado. Estamos en tiempo de catarsis. Vivimos en una burbuja estúpida y ya no inmobiliaria. La catarsis puede afectar a las propias estructuras democráticas. Las ideologías se han ido al garete. Han de reconvertirse los valores (¡no los financieros, ojo!)".
"La historia nace de la inquietud que tengo como persona en la sociedad en la que vivo. Desasosiego, inquietud por estar en una realidad que no aprehendo, donde parece que me hundo. Sensaciones de sonambulismo. Me encuentro ahora en este mundo más solo que nunca y, sobre todo, como sonámbulo".
Como su personaje, Ambrosio Leda. "Esas sensaciones daban para una novela, un viaje hacia mi mundo. Elegí una ciudad de sombra, Balma; un tiempo de posguerra, en el que existe esa época de secreto de sumario, cuando sobrevienen los seres silenciosos y silenciados, y la oscuridad, la niebla, la falta de percepción de futuro porque todo aquí se enreda. El eco de las palabras, muertos, fusilados, delatados, solitarios".
El problema no es que no haya acabado la Guerra: es que no acaba ni acabará nunca porque están unidas.
El ser humano está siempre en guerra y
en posguerra.
Eso lo ha llevado a La soledad de los perdidos. "Leda es un sonámbulo derivado a los delirios y a la incomprensión de un mundo donde no están patentes la policía o la dura realidad de la supervivencia. Un espacio perdido en la noche, esos seres andan extraviados, la imaginación delira. Desechos arrojados al abismo de la historia".
Dice que es uno de los caminos de perdición. "La perdición es una desorientación que no conlleva la desaparición, sino un afán de supervivencia en el que parece que se difuminan las personalidades. Es como si subsistiera el alma y se difuminaran los cuerpos, como si quedaran los espíritus esparcidos. Pero los cuerpos siguen por ahí también. Se aferran a donde pueden".
Y, como en los personajes de Rulfo u Onetti, es difícil hallar en ellos un atisbo de felicidad. "La felicidad es un bien imposible; es una convicción moral con la que conviven estos caballeros. Son perdedores; los reconvierto en héroes del fracaso. Tienen un punto de heroicidad, de fascinación, no son como los de Onetti o los de Rulfo: cualquiera de ellos tiene una grandeza de la leche. También los propios personajes de Benet y de Faulkner, siendo tan miserables, tienen grandeza".
La felicidad es imposible, pero cuando tienes conciencia de esta imposibilidad estás abocado a la desgracia
Novela de la condición humana, hace crónica de la pérdida, pero no es un pesimista. "Si lo fuera diría: esto se ha acabado. Estamos en tiempo de catarsis. Vivimos en una burbuja estúpida y ya no inmobiliaria. La catarsis puede afectar a las propias estructuras democráticas. Las ideologías se han ido al garete. Han de reconvertirse los valores (¡no los financieros, ojo!)".
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