Viajes enloquecidos
Burroughs y Vollmer se habían conocido en Nueva York en plena efervescencia beat. Él, homosexual y heroinómano; ella, psicótica y enganchada a las anfetaminas. La enloquecida pareja, íntima de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, había saltado de una ciudad a otra huyendo de los cargos por consumo y posesión de drogas contra él, hasta que en otoño de 1949 recalaron en la Ciudad de México.
A su nuevo destino les acompañaron dos niños: Julie, hija de una anterior relación de Volmer, y Billy, el hijo de ambos, nacido en 1947. Pese a esta compañía familiar, la capital mexicana apareció ante los ojos del prófugo como un continente libre, cargado de heroína barata y “fabulosos burdeles”. “Era una ciudad de un millón de habitantes con aire claro y brillante, y un cielo de ese tono especial de azul que tan bien combina con los buitres, la sangre y la arena: el puro, amenazador y despiadado azul mexicano”, escribió.
Bajo esa luz extraña, Burroughs dio rienda suelta a sus pulsiones heroinómanas y combinó el inicio de su novela Yonqui con sus escarceos homosexuales y sus viajes alucinógenos a Centroamérica. Vollmer, cada día más inestable, se fue desintegrando en alcohol. El propio Ginsberg, de visita en 1951, se alarmó ante su degradación.
Esta relación crepuscular no aparece en los documentos judiciales. Por el contrario, los testimonios presentados por la defensa con el ánimo de rebajar la acusación dibujan al escritor y su compañera como una pareja bien avenida y preocupada por sus hijos. “Por el trato que se daban entre sí y por las atenciones a sus hijos, la testigo cree que los esposos Burroughs eran felices”, indica el sumario.
Esta edulcoración y el dinero pagado por la familia surtieron efecto. En 1953, dos años después de quedar libre bajo fianza, el proceso se cerró con una condena en suspenso de dos años por homicidio. Para entonces, el escritor había dejado México y Joan Vollmer había sido enterrada en la ciudad que la vio morir. Queer, la novela nacida de aquella tragedia, no vería la luz hasta 1985. Pero Burroughs, maldito y abismal, jamás dejaría ya de escribir. Para él no hubo salida. La bala del calibre 38 también había quedado alojada en su cabeza.
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