Sobre la base de que el hecho de conocer está vinculado con algo que “se recupera”, que nos pertenece, el autor desarrolla una explicación de la actual crisis educativa.
Por Por Guillermo Jaim Etcheverry - Médico y educador. Especial para Los Andes
Los artistas tienen el don singular de expresar conceptos complejos de manera fácilmente accesible. Hace poco, en una entrevista realizada al actor y artista plástico Julio Chávez tropecé con una definición memorable de la tarea de aprender.
Cuando, a modo de conclusión de la conversación, la periodista Fabiana Scherer le dice “Aprender es un verbo que te atraviesa”, Chávez responde: “Es la palabra más hermosa del mundo. El conocimiento no es sólo algo que se adquiere, es también algo que se recupera. Cuando leo a un Pessoa, a un Shakespeare o a tantos otros pensadores, no sólo estoy descubriendo algo que desconocía sino que estoy recuperando algo que no sabía que era mío”.
En tan pocas palabras está expresada la razón misma de ser de la educación, la esencia del aprendizaje. En primer lugar, plantea que al conocimiento se llega al cabo de un proceso de adquisición. ¿Qué es adquirir? Según la Real Academia es “ganar, conseguir con el propio trabajo o industria”.
Conocer es, pues, ganar algo logrado con trabajo. Todos quienes hemos aprendido algo relativamente complejo sabemos que lo hemos hecho como resultado de un esfuerzo, un trabajo realizado con nosotros mismos lógicamente interesados por los docentes, cuando chicos apoyados por los padres. Esas rutinas que comienzan con nuestras vidas van desarrollando en nosotros una estrategia para poder responder a nuestra curiosidad, cualidad innata en los humanos. Queremos saber.
Pero, como señala Chávez, “el conocimiento no es sólo algo que se adquiere sino que es también algo que se recupera”. El hecho de que conocer es recuperar, resulta central para explicar la tarea de enseñar porque destaca que de lo que se trata es de mostrar lo que, aunque desconocido, está a nuestro alcance listo para ser recuperado.
Como comenta Chávez, cuando se lee a un gran escritor o a un pensador se descubre algo que se desconocía. Pero va más allá cuando señala que no se trata sólo de descubrir lo desconocido, sino de recuperar algo que no sabemos que nos pertenece. Quien enseña nos muestra esa herencia, que es nuestra por la sola razón de ser humanos, y nos convence de que vale la pena recuperarla, volviendo a tomar o adquirir lo que teníamos sin saberlo.
“El ser humano no es lo que es simplemente por su herencia biológica sino, sobre todo, por lo que de él hace la tradición. La educación es un proceso recapitulado en cada individuo”, señala Karl Jaspers en “El hombre en la edad moderna”.
El objetivo de la educación no es, pues, el de celebrar ni divertir al niño, sino el de rescatarlo de la agitación de la sociedad para ponerlo en posesión de su herencia, asegurando las condiciones para que ella pueda ser recibida y, sobre todo, transformada. Al incorporar nuestra herencia de cultura y saber trascendemos nuestro ser biológico y adquirimos la dimensión de seres históricos, insertos en el tiempo. Se ha afirmado, con razón, que no nacemos como si fuéramos el primer ser humano, sino que lo hacemos en un medio ya organizado socialmente al que nos incorporamos en plenitud mediante la educación.
Esta concepción de la tarea de conocer como vinculada a la adquisición y, sobre todo, a la recuperación permite ensayar una explicación de la crisis educativa en la sociedad actual. Posiblemente el siglo pasado haya sido el que marcó el momento en el que el ser humano dejó de pensarse a sí mismo como heredero, de advertir que, sin herencia, no se puede acceder a una existencia individual plena. Vivimos en la ilusión de creer que la persona logra su libertad renegando de toda atadura con su pasado.
Los padres y los maestros, responsables de poner a niños y jóvenes en posesión de esa herencia que les corresponde, rechazan crecientemente la noción misma de conservación, a la que la familia y la escuela están indisolublemente ligadas. No advertimos que para proyectar su propio futuro una sociedad no puede renunciar a la herencia cultural, que es a la que debe la posibilidad misma de ese futuro.
Hoy consideramos como una imposición violenta la tarea esforzada y difícil de los maestros que contribuyen pacientemente a la construcción de una persona, ejerciendo la autoridad que les confiere el hacerse cargo de nuestra herencia cultural. Lo que se sostiene es que, en sí misma, la pretensión de autoridad por parte del maestro es abusiva e intolerable. De allí la popularidad de teorías que preconizan la libertad de niños y jóvenes para hacer lo que quieran, como quieran y cuando quieran. Como resultado, la actividad de enseñar está cayendo en un descrédito tal que hace temer por su futuro.
George Steiner plantea esta cuestión en “La barbarie de la ignorancia”. Dice: “¿Con qué derecho puede uno obligar a un ser humano a alzar el listón de sus gozos y gustos? Yo sospecho que ser profesor es arrogarse ese derecho. No se puede ser profesor sin ser por dentro un déspota, sin decir: ‘Te voy a hacer amar un texto bello, una bella música, las altas matemáticas, la historia, la filosofía’”.
En otras palabras, inducir a que cada uno descubra eso que ni siquiera sabe que le pertenece. Lo que tal vez no se advierta en la crítica actual al “despotismo” de la educación, es que ésta constituye la única alternativa de contrarrestar al mucho más poderoso despotismo de la maquinaria cultural que hoy influye en nuestros niños y jóvenes, convertidos en redituable mercado de lo más fácil, lo más banal, lo más primario. Nos rebelamos ante la idea de que alguien se arrogue el derecho de levantarles el listón, pero poco cuestionamos a quienes se lo bajan hasta un nivel que llega a denigrar su condición humana. Por eso la educación es hoy claramente contracultural.
Proponer que una misión esencial de la educación es transmitir esa herencia cultural, como lo he sostenido en reiteradas ocasiones, no supone hacer una apología de la tradición. Revela una actitud de respetuoso temor. Ante la levedad de lo que nos rodea, sentimos miedo por el mundo. Temor por todo lo bello, creativo y profundo, aunque perecedero, que integra la patria no mortal de los mortales que somos.
Temor por la permanencia de la rica trama simbólica y la comunidad de sentidos que nos vinculan, no solamente con nuestros contemporáneos sino también con los que vivieron en el pasado y con quienes vendrán después de nosotros. Temor por la estabilidad de las referencias necesarias para actuar e innovar.
Como afirma Maurice Merleau Ponty: “Los jóvenes no pueden ser de entrada creadores e innovadores. Inicialmente son herederos”. Como tales, sólo pueden beneficiarse con el ofrecimiento que los mayores les hacemos cada vez con menor frecuencia e interés: compartir con ellos la sabiduría de la vida mostrándoles lo que no saben que les pertenece. Ocuparse de esa tarea no sólo es honrar a nuestros antepasados sino, fundamentalmente, a ellos, a nuestros descendientes.
Los artistas tienen el don singular de expresar conceptos complejos de manera fácilmente accesible. Hace poco, en una entrevista realizada al actor y artista plástico Julio Chávez tropecé con una definición memorable de la tarea de aprender.
Cuando, a modo de conclusión de la conversación, la periodista Fabiana Scherer le dice “Aprender es un verbo que te atraviesa”, Chávez responde: “Es la palabra más hermosa del mundo. El conocimiento no es sólo algo que se adquiere, es también algo que se recupera. Cuando leo a un Pessoa, a un Shakespeare o a tantos otros pensadores, no sólo estoy descubriendo algo que desconocía sino que estoy recuperando algo que no sabía que era mío”.
En tan pocas palabras está expresada la razón misma de ser de la educación, la esencia del aprendizaje. En primer lugar, plantea que al conocimiento se llega al cabo de un proceso de adquisición. ¿Qué es adquirir? Según la Real Academia es “ganar, conseguir con el propio trabajo o industria”.
Conocer es, pues, ganar algo logrado con trabajo. Todos quienes hemos aprendido algo relativamente complejo sabemos que lo hemos hecho como resultado de un esfuerzo, un trabajo realizado con nosotros mismos lógicamente interesados por los docentes, cuando chicos apoyados por los padres. Esas rutinas que comienzan con nuestras vidas van desarrollando en nosotros una estrategia para poder responder a nuestra curiosidad, cualidad innata en los humanos. Queremos saber.
Pero, como señala Chávez, “el conocimiento no es sólo algo que se adquiere sino que es también algo que se recupera”. El hecho de que conocer es recuperar, resulta central para explicar la tarea de enseñar porque destaca que de lo que se trata es de mostrar lo que, aunque desconocido, está a nuestro alcance listo para ser recuperado.
Como comenta Chávez, cuando se lee a un gran escritor o a un pensador se descubre algo que se desconocía. Pero va más allá cuando señala que no se trata sólo de descubrir lo desconocido, sino de recuperar algo que no sabemos que nos pertenece. Quien enseña nos muestra esa herencia, que es nuestra por la sola razón de ser humanos, y nos convence de que vale la pena recuperarla, volviendo a tomar o adquirir lo que teníamos sin saberlo.
“El ser humano no es lo que es simplemente por su herencia biológica sino, sobre todo, por lo que de él hace la tradición. La educación es un proceso recapitulado en cada individuo”, señala Karl Jaspers en “El hombre en la edad moderna”.
El objetivo de la educación no es, pues, el de celebrar ni divertir al niño, sino el de rescatarlo de la agitación de la sociedad para ponerlo en posesión de su herencia, asegurando las condiciones para que ella pueda ser recibida y, sobre todo, transformada. Al incorporar nuestra herencia de cultura y saber trascendemos nuestro ser biológico y adquirimos la dimensión de seres históricos, insertos en el tiempo. Se ha afirmado, con razón, que no nacemos como si fuéramos el primer ser humano, sino que lo hacemos en un medio ya organizado socialmente al que nos incorporamos en plenitud mediante la educación.
Esta concepción de la tarea de conocer como vinculada a la adquisición y, sobre todo, a la recuperación permite ensayar una explicación de la crisis educativa en la sociedad actual. Posiblemente el siglo pasado haya sido el que marcó el momento en el que el ser humano dejó de pensarse a sí mismo como heredero, de advertir que, sin herencia, no se puede acceder a una existencia individual plena. Vivimos en la ilusión de creer que la persona logra su libertad renegando de toda atadura con su pasado.
Los padres y los maestros, responsables de poner a niños y jóvenes en posesión de esa herencia que les corresponde, rechazan crecientemente la noción misma de conservación, a la que la familia y la escuela están indisolublemente ligadas. No advertimos que para proyectar su propio futuro una sociedad no puede renunciar a la herencia cultural, que es a la que debe la posibilidad misma de ese futuro.
Hoy consideramos como una imposición violenta la tarea esforzada y difícil de los maestros que contribuyen pacientemente a la construcción de una persona, ejerciendo la autoridad que les confiere el hacerse cargo de nuestra herencia cultural. Lo que se sostiene es que, en sí misma, la pretensión de autoridad por parte del maestro es abusiva e intolerable. De allí la popularidad de teorías que preconizan la libertad de niños y jóvenes para hacer lo que quieran, como quieran y cuando quieran. Como resultado, la actividad de enseñar está cayendo en un descrédito tal que hace temer por su futuro.
George Steiner plantea esta cuestión en “La barbarie de la ignorancia”. Dice: “¿Con qué derecho puede uno obligar a un ser humano a alzar el listón de sus gozos y gustos? Yo sospecho que ser profesor es arrogarse ese derecho. No se puede ser profesor sin ser por dentro un déspota, sin decir: ‘Te voy a hacer amar un texto bello, una bella música, las altas matemáticas, la historia, la filosofía’”.
En otras palabras, inducir a que cada uno descubra eso que ni siquiera sabe que le pertenece. Lo que tal vez no se advierta en la crítica actual al “despotismo” de la educación, es que ésta constituye la única alternativa de contrarrestar al mucho más poderoso despotismo de la maquinaria cultural que hoy influye en nuestros niños y jóvenes, convertidos en redituable mercado de lo más fácil, lo más banal, lo más primario. Nos rebelamos ante la idea de que alguien se arrogue el derecho de levantarles el listón, pero poco cuestionamos a quienes se lo bajan hasta un nivel que llega a denigrar su condición humana. Por eso la educación es hoy claramente contracultural.
Proponer que una misión esencial de la educación es transmitir esa herencia cultural, como lo he sostenido en reiteradas ocasiones, no supone hacer una apología de la tradición. Revela una actitud de respetuoso temor. Ante la levedad de lo que nos rodea, sentimos miedo por el mundo. Temor por todo lo bello, creativo y profundo, aunque perecedero, que integra la patria no mortal de los mortales que somos.
Temor por la permanencia de la rica trama simbólica y la comunidad de sentidos que nos vinculan, no solamente con nuestros contemporáneos sino también con los que vivieron en el pasado y con quienes vendrán después de nosotros. Temor por la estabilidad de las referencias necesarias para actuar e innovar.
Como afirma Maurice Merleau Ponty: “Los jóvenes no pueden ser de entrada creadores e innovadores. Inicialmente son herederos”. Como tales, sólo pueden beneficiarse con el ofrecimiento que los mayores les hacemos cada vez con menor frecuencia e interés: compartir con ellos la sabiduría de la vida mostrándoles lo que no saben que les pertenece. Ocuparse de esa tarea no sólo es honrar a nuestros antepasados sino, fundamentalmente, a ellos, a nuestros descendientes.
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