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Un fantasma recorre Europa (y el resto de los continentes) y ese fantasma es el de David Foster Wallace. Y su cada vez más vital espectro (su cuerpo nacido en 1962, su alma estrenada en 2008, previo veloz trámite de suicidio) reaparece sosteniendo en sus manos las sagradas escrituras de la novela por la que es más y mejor recordado y, tal vez, peor comprendido y más apresuradamente inmortalizado.
La broma infinita, publicada en 1996, aquí y ahora, figurando en toda lista sobre los hitos jóvenes del fin/comienzo de milenio literario (junto a American Psycho, de Bret Easton Ellis, quien considera a Wallace un farsante sobrevalorado). La broma infinita no pasa de moda porque es una moda en sí misma, y en la web Literary Hub (http://lithub.com/infinite-jest-around-the-world/) puede seguirse su tránsito sin fronteras. Uno de esos libros —como Tristram Shandy,Moby Dick, El hombre sin atributos, Ulises o En busca del tiempo perdido— que permanecen, incluso aunque ni se los abra, en mesas junto a la cama o en listas de promesas a incumplir para el año nuevo. Un tótem/fetiche que se divide entre adoradores u odiadores, entre los que juran por él o lo maldicen, entre los que lo consideran una inventiva Gran Novela Americana o nada más, y nada menos, que el invento de otra novela grande Made in USA.
Ya desde su título el propio Wallace anticipó la duda y el malentendido: sale de ese momento en que Hamlet sostiene la calavera del bufón Yorick y evoca su “ingenio interminable” pero, a la vez, insinúa la posibilidad de que todo sea como uno de esos chistes que siguen y siguen sin alcanzar jamás el remate de su final. Y sí lo saben los audaces y conversos que hasta allí llegaron: más de mil páginas y numerosas notas después, La broma infinita termina sin acabar del todo, como en el aire azul de ese cielo con nubes blancas que ilustraba su edición original.
Un fantasma recorre Europa (y el resto de los continentes) y ese fantasma es el de David Foster Wallace. Y su cada vez más vital espectro (su cuerpo nacido en 1962, su alma estrenada en 2008, previo veloz trámite de suicidio) reaparece sosteniendo en sus manos las sagradas escrituras de la novela por la que es más y mejor recordado y, tal vez, peor comprendido y más apresuradamente inmortalizado.
La broma infinita, publicada en 1996, aquí y ahora, figurando en toda lista sobre los hitos jóvenes del fin/comienzo de milenio literario (junto a American Psycho, de Bret Easton Ellis, quien considera a Wallace un farsante sobrevalorado). La broma infinita no pasa de moda porque es una moda en sí misma, y en la web Literary Hub (http://lithub.com/infinite-jest-around-the-world/) puede seguirse su tránsito sin fronteras. Uno de esos libros —como Tristram Shandy,Moby Dick, El hombre sin atributos, Ulises o En busca del tiempo perdido— que permanecen, incluso aunque ni se los abra, en mesas junto a la cama o en listas de promesas a incumplir para el año nuevo. Un tótem/fetiche que se divide entre adoradores u odiadores, entre los que juran por él o lo maldicen, entre los que lo consideran una inventiva Gran Novela Americana o nada más, y nada menos, que el invento de otra novela grande Made in USA.
Ya desde su título el propio Wallace anticipó la duda y el malentendido: sale de ese momento en que Hamlet sostiene la calavera del bufón Yorick y evoca su “ingenio interminable” pero, a la vez, insinúa la posibilidad de que todo sea como uno de esos chistes que siguen y siguen sin alcanzar jamás el remate de su final. Y sí lo saben los audaces y conversos que hasta allí llegaron: más de mil páginas y numerosas notas después, La broma infinita termina sin acabar del todo, como en el aire azul de ese cielo con nubes blancas que ilustraba su edición original.
La leyenda continúa
Aún así, la leyenda continúa, y el legendario no detiene su marcha. Veinte años después se reedita en su patria una edición conmemorativa de sus dos décadas (con prólogo del escritor y cronista Tom Bisell; extraña que ningún colega mayor o menor estéticamente más cercano a lo suyo como Thomas Pynchon, Don DeLillo, William H. Gass, Joshua Cohen, William T. Vollmann, Blake Butler, y siguen las posibles firmas, se animen o arrimen o sean invitados a honrar al monstruo), sucediendo a aquella primera resurrección de hace 10 años; entonces todavía con Wallace de este lado retocando erratas (con prólogo de Dave Eggers, discípulo feliz, donde proponía el libro como dardo/blanco perfecto a la hora del eterno duelo del difícil contra fácil).
Lo que ha cambiado en este tiempo es, claro, la estatura mítica de Wallace, quien —según su traductor de cabecera al español, Javier Calvo— es hoy percibido como “el Kurt Cobain de la literatura, epítome de la agonía de la creación, congelado en su atuendo de los años noventa. Y como sucede en estos casos (de Plath a Bolaño), su obra entera pasa a ser leída en base a su biografía”. Así, ahora, los depresivos tenistas y familiares y revolucionarios enganchados a una película mortal en La broma infinita como reflejos distorsionados pero fieles —aunque sin caer en tics y taras de la autoficción tan en voga— de aquel que ya se ha convertido casi en un producto de éxito, potenciado por la pena infinita de su temprano auto-eject. Gesto finito y último y mortal, consecuencia, en parte, tal vez, del fracaso asumido de no encontrarle la vuelta a esa otra “cosa larga” que acabó siendo la inconclusa El rey pálido. De ahí, ahora, Wallace habitandomemoirs de amigos como Jonathan Franzen y de exnovias como Mary Karr; transparente inspirador de personajes turbios en novelas como Libertad (de Franzen) o La trama nupcial (de Jeffrey Eugenides), protagonista de un recientebiopic; recopilado póstumo en modo conversación o en piezas sueltas; sujeto a diseccionar en cada vez más numerosos volúmenes académicos que van del análisis de sus motivos sintácticos y religiosos; sujeto de la biografía que lo desmitifica a la vez que lo engrandece; materia radiactiva a clarificar en aislantes y numerosas guías de lectura, y hasta deconstruido y vuelto a armar en una versión de Lego y en línea de La broma infinita a cargo de —detalle muy wallaceano— un niño de 11 años que tal vez no exista, quién sabe.
En España, llegado el otoño, Penguin Random House relanzará la inmensa novela con una nueva portada (que pone en evidencia su futurismo ya tecnológicamente vintage con esa cinta enredada de VHS); todavía señalada por su editor, Claudio López Lamadrid, como modélico y arquetípico y paradigmático “buque insignia” de la colección. Lamadrid la contrató al principio de su andadura y recuerda lo que significó la apuesta por semejante traducción (la primera junto a la italiana) que, con sucesivas reediciones y performance de gran vendedor clásico, probó a ser “correcta y acertada”. Y como aperitivo o postre se servirá un antológico David Foster Wallace Portátil (destilado del Readernorteamericano de 2014) con greatest hits como aquel “supuestamente divertido” crucero de no-ficción o relatos comoEl neón de siempre; rarezas de juventud y comentarios de seguidores como Leila Guerriero, Alberto Fuguet, Luna Miguel, Andrés Calamaro, Inés Martín Rodrigo y la propia madre de Wallace, entre otros.
Que los disfruten si, por fin, se atreven a su descubrimiento o redescubrimiento.
Y, por supuesto, inevitablemente, nos veremos dentro de 10 años. Cuando volveremos a hablar de todo esto de lo que, seguro, no habremos dejado de hablar (y, ojalá, de leer) mientras se nos comenta desde la primera línea que alguien continúa “sentado en una sala, rodeado de cabezas y de cuerpos” que, sí, si hay suerte, fueron y son y serán las nuestras y los nuestros
Aún así, la leyenda continúa, y el legendario no detiene su marcha. Veinte años después se reedita en su patria una edición conmemorativa de sus dos décadas (con prólogo del escritor y cronista Tom Bisell; extraña que ningún colega mayor o menor estéticamente más cercano a lo suyo como Thomas Pynchon, Don DeLillo, William H. Gass, Joshua Cohen, William T. Vollmann, Blake Butler, y siguen las posibles firmas, se animen o arrimen o sean invitados a honrar al monstruo), sucediendo a aquella primera resurrección de hace 10 años; entonces todavía con Wallace de este lado retocando erratas (con prólogo de Dave Eggers, discípulo feliz, donde proponía el libro como dardo/blanco perfecto a la hora del eterno duelo del difícil contra fácil).
Lo que ha cambiado en este tiempo es, claro, la estatura mítica de Wallace, quien —según su traductor de cabecera al español, Javier Calvo— es hoy percibido como “el Kurt Cobain de la literatura, epítome de la agonía de la creación, congelado en su atuendo de los años noventa. Y como sucede en estos casos (de Plath a Bolaño), su obra entera pasa a ser leída en base a su biografía”. Así, ahora, los depresivos tenistas y familiares y revolucionarios enganchados a una película mortal en La broma infinita como reflejos distorsionados pero fieles —aunque sin caer en tics y taras de la autoficción tan en voga— de aquel que ya se ha convertido casi en un producto de éxito, potenciado por la pena infinita de su temprano auto-eject. Gesto finito y último y mortal, consecuencia, en parte, tal vez, del fracaso asumido de no encontrarle la vuelta a esa otra “cosa larga” que acabó siendo la inconclusa El rey pálido. De ahí, ahora, Wallace habitandomemoirs de amigos como Jonathan Franzen y de exnovias como Mary Karr; transparente inspirador de personajes turbios en novelas como Libertad (de Franzen) o La trama nupcial (de Jeffrey Eugenides), protagonista de un recientebiopic; recopilado póstumo en modo conversación o en piezas sueltas; sujeto a diseccionar en cada vez más numerosos volúmenes académicos que van del análisis de sus motivos sintácticos y religiosos; sujeto de la biografía que lo desmitifica a la vez que lo engrandece; materia radiactiva a clarificar en aislantes y numerosas guías de lectura, y hasta deconstruido y vuelto a armar en una versión de Lego y en línea de La broma infinita a cargo de —detalle muy wallaceano— un niño de 11 años que tal vez no exista, quién sabe.
En España, llegado el otoño, Penguin Random House relanzará la inmensa novela con una nueva portada (que pone en evidencia su futurismo ya tecnológicamente vintage con esa cinta enredada de VHS); todavía señalada por su editor, Claudio López Lamadrid, como modélico y arquetípico y paradigmático “buque insignia” de la colección. Lamadrid la contrató al principio de su andadura y recuerda lo que significó la apuesta por semejante traducción (la primera junto a la italiana) que, con sucesivas reediciones y performance de gran vendedor clásico, probó a ser “correcta y acertada”. Y como aperitivo o postre se servirá un antológico David Foster Wallace Portátil (destilado del Readernorteamericano de 2014) con greatest hits como aquel “supuestamente divertido” crucero de no-ficción o relatos comoEl neón de siempre; rarezas de juventud y comentarios de seguidores como Leila Guerriero, Alberto Fuguet, Luna Miguel, Andrés Calamaro, Inés Martín Rodrigo y la propia madre de Wallace, entre otros.
Que los disfruten si, por fin, se atreven a su descubrimiento o redescubrimiento.
Y, por supuesto, inevitablemente, nos veremos dentro de 10 años. Cuando volveremos a hablar de todo esto de lo que, seguro, no habremos dejado de hablar (y, ojalá, de leer) mientras se nos comenta desde la primera línea que alguien continúa “sentado en una sala, rodeado de cabezas y de cuerpos” que, sí, si hay suerte, fueron y son y serán las nuestras y los nuestros
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