Hay un conocimiento sobre la realidad que solo se adquiere con la literatura
Aumentan las personas alfabetizadas, y aumenta la gente que no entiende lo que lee
Ahora bien, añado, todos estamos de acuerdo en que lo que llamamos realidad es algo muy defectuoso. No hay más que asomarse a la ventana o leer el periódico para advertir que la realidad es una porquería. Todos estamos de acuerdo en que conviene mejorarla, pero cómo mejorar algo cuya matriz está repleta de defectos. ¿No sería más sensato trabajar en la matriz que en la realidad que esa matriz genera? Pongamos un ejemplo más claro, les digo. Pensemos en la sala de proyección de un cine. A veces, la imagen sale distorsionada, pero a nadie se le ocurre pensar que el problema está en la pantalla, que no es más que una sábana, sino en el proyector. Hay que actuar, por tanto, sobre el proyector. En la realidad, sin embargo, nos pasamos la vida intentando arreglar la pantalla, cuando lo que está mal es nuestra cabeza. Si fuéramos capaces de amueblar bien nuestra cabeza, la realidad extramental mejoraría en seguida como efecto secundario. Hay que actuar, pues, sobre el Aparato Imaginario, pero cómo actuar sobre algo cuya existencia no está reconocida. Tendríamos que aceptar que existe para, en un paso posterior, mejorar su funcionamiento.
Como no hay ninguna esperanza de que eso vaya a suceder (al contrario, la enseñanza está cada vez más dirigida al conocimiento de lo meramente cuantificable), termino recomendando a los alumnos que lean novelas, pues ése es el modo más eficaz de fortalecer tal aparato. Cuando uno lee una buena novela, les aseguro, es más sabio que antes de haberla leído, aunque no sea capaz de explicar por qué. El problema es que vivimos en un mundo donde aquello que no se puede cuantificar no existe. Todas las campañas de promoción de la lectura caen sin excepción en la trampa de asociar la lectura a la adquisición de conocimientos prácticos. Si lees, te dicen, sabrás dónde se encuentra el Polo Norte. Y no es eso, no es eso. Si yo aprendiera hoy a dividir, podría irme a la cama asegurando que sé una cosa más. Pero si leo Madame Bovary habré aprendido también infinidad de cosas que no sabía antes, aunque desgraciadamente no se puedan enumerar ni cuantificar. Es más, hay un tipo de conocimiento sobre la realidad que solo se puede adquirir a través de la literatura. Si ustedes me lo permiten, les diré que todas las campañas que he conocido a favor de la lectura desde que tengo uso de razón no tenían otro objeto que ser la apariencia de una campaña a favor de la lectura. Me recuerdan las que se hacen a favor del transporte público, cuyo objetivo no es otro que el de aparentar una preocupación por el tráfico que ningún representante municipal tiene.
Quienes usamos el metro, el autobús o el taxi de forma regular sabemos que si de verdad hubiera habido un empeño en crear una cultura del transporte público, las ciudades no serían lo que son. Pero continuamos gastando cifras increíbles en hacer túneles que cuando se inauguran se han quedado pequeños. No es cierta, pues, esa preocupación de la que hablan nuestros representantes municipales, porque si un día, de la noche a la mañana, la gente decidiera dejar el automóvil en casa, la situación sería tan extraordinaria como si desaparecieran los delincuentes. Hay que consumir gasolina, hay que consumir túneles, hay que cambiar de coche cada cuatro años.
Para que la gente lea es preciso crear la atmósfera en la que eso sea posible. No se le puede decir al ciudadano que deje el coche en casa al mismo tiempo de que se le informa de la construcción de un nuevo túnel. No se puede decir que uno está preocupado por la lectura cuando a ninguno de nuestros representantes se les ve jamás con un libro en la mano. Vayamos a las edades en las que, según dice todo el mundo, se hace un lector. ¿Cuál es la situación de nuestra literatura infantil o juvenil? ¿Cuántos debates sobre este asunto trascendental se han llevado cabo en los últimos diez años, por ejemplo? ¿Conocen ustedes un solo suplemento literario de la prensa diaria que dedique una sola página a la literatura infantil o juvenil de forma regular? ¿No será nuestra preocupación por la lectura tan aparente como la que los representantes municipales muestran por la situación del tráfico?
No profundizaré más en estas contradicciones, pero permítanme añadir que hubo, desde mi punto de vista, en algún momento de la historia de la enseñanza, un suceso catastrófico a partir del cual se jodió todo. Me refiero a ese instante en el que se comenzó a pensar que bastaba, para conocer el mundo, con los contenidos de la ciencia y del pensamiento racional. A partir de ese instante se nos empezó a hurtar toda aquella información sobre la realidad de la que había sido proveedora el mito, la literatura de viajes, los libros de aventuras. El mito se dirige a una parte de nuestro ser a la que no se puede acceder de otro modo. Sin el cultivo de esa parte estamos incompletos. Peor aún, estamos inválidos y a merced de quien nos quiera manipular.
Hace unos años, cuando recibí precisamente un premio a la promoción de la lectura por un artículo publicado en EL PAÍS, afirmé que no se escribe para ser escritor ni se lee para ser lector. Se escribe y se lee para comprender el mundo. Nadie —dije entonces y aseguro siempre en los institutos y colegios— debería salir a la vida sin haber adquirido estas habilidades básicas. De otro modo se dependerá de quien las posea del mismo modo que aquel que no sabe hacer una tortilla o coser un botón depende de quien le hace la tortilla o le cose el botón. Por lo que se refiere a las tortillas, ya dependemos de las industrias especializadas en platos preparados, precocinados, predigeridos y previsibles. En cuanto a la lectura, se da el caso de que a medida que aumenta el número de personas alfabetizadas, aumenta también el número de las que no entienden lo que leen. Llamamos a esto analfabetismo funcional, si me permiten el juego de palabras, porque funciona muy bien: cada día estamos más torpes y dependemos más en consecuencia de las lecturas de la realidad que nos hacen los otros.
Con frecuencia se nos pregunta a los escritores por qué escribimos, pero no se pregunta a los lectores por qué leen. La respuesta sería idéntica, ya que, como señalé al principio, la escritura es un espejo de dos caras. En una de esas caras se mira el escritor y en la otra el lector, ambos a la búsqueda de una imagen articulada de sí mismos, del mundo. Saber leer, pues, es saber leer la realidad y encontrarse en disposición de estar o no estar de acuerdo con ella. Saber leer es saber leerse, construirse, cocinarse uno mismo, en lugar de tomar la versión precongelada, precocinada, predigerida y previsible de sí que ofrece el mercado de la autoimagen.
Curiosamente, el desarrollo de los alimentos precocinados ha sido paralelo al de la industria editorial de la autoayuda. En el primer caso se trata de hacer unas albóndigas sin pasar por la complejidad del sofrito y, en el segundo, de crearse una identidad sin aprender latín. Ambas cosas son posibles, desde luego, pero al precio de perderse lo mejor de la comida y de la vida. Aprender a leer es la premisa indispensable para interpretar la realidad, que es también el único modo de modificarla.
Cuando llego a este punto de mi charla en los institutos o colegios, suele producirse una caída en el estado de ánimo del auditorio. Es normal, quizá ustedes hayan empezado a fatigarse también, pues hemos perdido la costumbre de mantener fijada la atención durante mucho tiempo en alguien que habla sin interrupciones comerciales. Entonces saco un conejo de la chistera. El secreto es que lo saco limpiamente, sin trampa ni cartón. Les digo a los chicos y a las chicas que, de todas formas, en fin, si no leen para comprender el mundo, ni para modificar la realidad, ni para no ser manipulados, etc., lean al menos por dinero
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