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miércoles, 12 de octubre de 2016

'Recuerda que vas a morir. Vive


Paul Kalanithi
Recuerda que vas a morir. Vive es una inolvidable reflexión llena de vida de lo que significa enfrentarse a la muerte.
«Cuatro palabras de Samuel Beckett empezaron a repetirse en mi cabeza: No puedo seguir. Seguiré.»
A la edad de treinta y seis años, y a punto de acabar una década de residencia para obtener un puesto fijo como neurocirujano, a Paul Kalanithi se le diagnosticó un cáncer de pulmón. Pasó de ser un doctor que trataba casos graves a ser un paciente que luchaba por vivir. En este libro, cargado de positivismo, Kalanithi reflexiona sobre las grandes cuestiones de la vida mientras se enfrenta a la muerte.

"La realidad de la muerte es inquietante, pero no hay otra manera de vivir", Paul Kalanithi 
«Todos deberíamos leer este libro», Henry Marsh, autor de Ante todo no hagas daño.
«Tan cautivador, cercano y humilde que el lector olvida hacia dónde se dirige» USA Today  

PÁGINAS DEL LIBRO
       Y la mano de Jehová vino sobre mí y me llevó en el Espíritu de Jehová, y me puso en medio de un campo que estaba lleno de huesos. Y me hizo pasar cerca de ellos por todo alrededor: y he aquí que eran muchísimos sobre la faz del campo, y por cierto secos en granmanera. Yme dijo: Hijo de hombre, ¿vivirán estos huesos?
Ezequiel, 37:1-3

Yo estaba seguro de que no sería médico. Me tumbé al sol en unameseta desértica que quedaba justo por encima de nuestra casa y me relajé. Mi tío, médico como muchos de mis parientes, me había preguntado ese día a qué profesión pensaba dedicarme, ahora que me iba a la universidad, y yo apenas había hecho caso a la pregunta. Si me hubieran obligado a responder, supongo que habría dicho que quería ser escritor, pero, en realidad, pensar en ese momento en una profesión determinada me parecía absurdo. En pocas semanas iba a abandonar este pequeño pueblo de Arizona, y la verdad era que no me sentía como el que se dispone a trepar por los peldaños de una carrera profesional, sino más bien como un electrón frenético a punto de alcanzar la velocidad de escape y de salir disparado hacia un universo extraño y destellante.
      Permanecí tumbado sobre la tierra, inmerso en la luz del sol y en los recuerdos, sintiendo cómo iba encogiendo de tamaño este pueblo de quince mil habitantes, a mil kilómetros de mi nueva residencia en Stanford y de todas sus promesas.
      Para mí, la medicina no era tanto una presencia como una ausencia; concretamente, la ausencia constante de un padremientras yo crecía: un padre que salía a trabajar antes del alba y que volvía de noche para cenar un plato de comida recalentada. Cuando yo tenía diez años, mi padre nos había trasladado (éramos tres chicos de catorce, diez y ocho) de Bronxville, Nueva York, un barrio residencial denso y acaudalado al norte de Manhattan, a Kingman, Arizona, que estaba en un valle desértico rodeado por dos cordilleras y que, para el mundo exterior, no pasaba de ser un punto donde detenerse a repostar de camino a otra parte.

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