Ezekiel J. Emanuel fue director del Departamento de Bioética Clinica de los Institutos Nacionales de Salud norteamericanos y, en la actualidad, dirige el Departamento de Ética Médica y Políticas de Salud de la Universidad de Pennsylvania.
Siguiendo el razonamiento de Daniel Callahan en su libro “Poner límites” -o el espíritu de los movimientos “slow” y los partidarios de la “simplicidad voluntaria”-, aboga por una objeción de conciencia a la atención sanitaria a partir de los 75 años.
Traducimos este largo pero jugoso texto, publicado recientemente en la revista The Atlantic, por lo que supone de reflexión lúcida sobre un dato claro: nuestra capacidad para prolongar la vida ha aumentado mucho más que la de prolongar el bienestar y, en la actualidad, tenemos más años de vida, sí, pero con serias limitaciones físicas y mentales ¿Merece la pena?
“Ese es el tiempo que quiero vivir: 75 años.
Mis hijas dicen que estoy loco. Mis hermanos dicen que estoy loco. Mis mejores amigos piensan que estoy loco. Ellos piensan que no puedo decir lo que digo; que no he pensado con claridad sobre esto, porque hay mucho en el mundo para ver y hacer. Para convencerme de mis errores, me enumeran a las innumerables personas que conozco que son mayores de 75 años y que están muy bien. Están seguros de que, a medida que me acerque a los 75, voy a empujar la edad deseada a los 80, luego a los 85, incluso a los 90.
Pero estoy seguro de mi posición. Sin duda, la muerte es una pérdida. Se nos priva de experiencias y puntos de referencia, de tiempo para pasar con nuestro cónyuge e hijos. En definitiva, se nos priva de todas las cosas que valoramos.
Pero hay una simple verdad que muchos de nosotros parece que no queremos entender: vivir demasiado tiempo es también una pérdida; hace que muchos de nosotros, si no desarrollamos una discapacidad, nos sintamos vacilantes y en declive, un estado que, quizás, no siendo peor que la muerte, significará privación. Se nos priva de nuestra creatividad y de la capacidad de contribuir al trabajo, a la sociedad, al mundo. Transforma cómo las personas nos experimentan, cómo se relacionan con nosotros, y, lo más importante, cómo nos recordarán. Ya no seremos recordados como personas vibrantes y comprometidas, sino débiles, ineficaces e incluso patéticos.
En el momento en que alcance 75 años, habré vivido una vida completa. Habré amado y habré sido amado. Mis hijos habrán madurado y estarán en medio de sus propias dichosas vidas. Habré visto a mis nietos nacidos y comenzando sus vidas. Habré concluido los proyectos de mi vida y obtenido las aportaciones que, importantes o no, pueda hacer. Y es de esperar, no tendré todavía demasiadas limitaciones mentales y físicas. Morir a los 75 no será una tragedia. De hecho, planeo tener mi funeral antes de morir. Y no para llorar o lamentarse, sino que será un encuentro cálido lleno de recuerdos divertidos, historias de mi torpeza y celebraciones por una buena vida. Después de que me muera, mis supervivientes podrán celebrar su propio funeral, si quieren; ya no es asunto mío.
Permítanme ser claro acerca de mis deseos. Yo no estoy pidiendo acortar mi vida. Hoy me siento, por lo que mi médico y yo sabemos, muy saludable, sin enfermedades crónicas. Acabo de subir el Kilimanjaro con dos de mis sobrinos. Así que no estoy hablando de negociar con Dios para vivir hasta los 75 años porque tenga una enfermedad terminal. Tampoco estoy hablando de despertarme una mañana, dentro de 18 años, y terminar mi vida a través de la eutanasia o el suicidio. Desde la década de 1990, me he opuesto activamente a la legalización de la eutanasia y el suicidio asistido por un médico. Las personas que quieren morir de una de estas formas tienden a sufrir no de dolor incesante, sino de depresión, desesperanza o miedo a perder su dignidad y el control. Las personas que dejan atrás, inevitablemente, van a sentir que les han fallado de alguna manera. La respuesta a estos síntomas no es terminar con su vida sino dar ayuda. Durante mucho tiempo he sostenido que debemos centrarnos en dar a todos los enfermos terminales una buena y compasiva muerte y no en ofrecer eutanasia o suicidio asistido a una pequeña minoría.
En realidad, estoy hablando de cuánto tiempo quiero vivir y del tipo y cantidad de atención de salud que voy a consentir después de que cumpla 75 años. Los estadounidenses parecen estar obsesionados con hacer ejercicio y se rompen la cabeza para consumir diversos jugos y brebajes con proteínas; se apegan a una dieta estricta y al consumo de vitaminas y suplementos, todo en un valiente esfuerzo por engañar a la muerte y prolongar la vida el mayor tiempo posible. Esto ha llegado a ser tan dominante que ahora define un tipo de cultura: lo que yo llamo, el inmortal estadounidense.
Rechazo esta aspiración. Creo que esta desesperación maníaca por extender indefinidamente la vida es equivocada y potencialmente destructiva. Por muchas razones, los 75 años son una buena edad para decidir parar.
¿Cuáles son estas razones?
Comenzaremos con la demografía. Estamos creciendo en edad pero nuestros años en la edad avanzada no son de alta calidad. Desde mitad del siglo XIX, los estadounidenses están viviendo más tiempo. En 1900, la esperanza de vida de un estadounidense promedio al nacer era de aproximadamente 47 años. En 1930, de 59,7; en 1960, de 69,7; en 1990, de 75.4. Hoy en día, un recién nacido puede esperar vivir unos 79 años. (En promedio, las mujeres viven más que los hombres. En los Estados Unidos, la brecha es de unos cinco años. Según el Informe Nacional de Estadísticas Vitales, la esperanza de vida para los hombres americanos nacidos en 2011 es de 76,3 y para las mujeres es 81,1.)
En la primera parte del siglo XX la esperanza de vida aumentó gracias a que vacunas, antibióticos y una mejor atención médica salvaron a más niños de una muerte prematura y se trataron las infecciones más eficazmente. Una vez curadas, las personas que habían estado enfermas regresaron en gran medida a sus vidas normales y sanas sin discapacidades residuales. Desde 1960, sin embargo, el aumento de la longevidad se ha conseguido principalmente mediante la ampliación de la vida de las personas mayores de 60 años. En lugar de salvar a más personas jóvenes, estamos extendiendo la vejez.
El “inmortal estadounidense” quiere desesperadamente creer en la“compresión de la morbilidad”. Concepto desarrollado en 1980 por James F. Fries, ahora profesor emérito de medicina en Stanford, esta teoría postula que a medida que ampliamos nuestra esperanza de vida hacia los años 80 y 90, seremos capaces de vidas más saludables durante más tiempo, es decir, tendremos más tiempo sin discapacidades y menos discapacidades en general. La idea es que obtendremos vidas más largas y que una proporción cada vez menor de nuestras vidas se gastará en un estado de decadencia.
La compresión de la morbilidad es una idea esencialmente estadounidense. Nos dice exactamente lo que queremos creer: que vamos a vivir vidas más largas y luego morimos abruptamente sin apenas dolores o deterioro físico, es decir, sin la morbilidad tradicionalmente asociada con el envejecimiento. Este concepto promete una especie de eterna juventud hasta el momento en que llegue la muerte. Es este sueño -o fantasía – el que impulsa al americano inmortal y está impulsando el interés creciente en investigar en medicina regenerativa y trasplante de órganos.
Pero a medida que la vida se ha prolongado ¿ha conseguido ser más saludable? ¿Los 70 son los nuevos 50?
No del todo. Es cierto que, en comparación con sus homólogos de hace 50 años, las personas mayores de hoy están menos discapacitadas y están más activas. Pero en las últimas décadas, el aumento de la longevidad parece haber estado acompañada por un aumento en la discapacidad. Por ejemplo, utilizando los datos de la Encuesta Nacional de Salud, Eileen Crimmins, un investigador de la Universidad del Sur de California y un colega, evaluaron el funcionamiento físico en los adultos, analizando si la gente podía caminar un cuarto de milla, subir 10 escaleras, estar de pie o sentarse durante dos horas o ponerse de pie, agacharse o arrodillarse sin utilizar apoyos especiales. Los resultados muestran que a medida que las personas envejecen hay una erosión progresiva de la función física. Más importante, Crimmins encontró que entre 1998 y 2006 la pérdida de la movilidad funcional en los ancianos ha aumentado. En 1998, alrededor del 28 por ciento de los hombres estadounidenses de 80 años o más tenían una limitación funcional; en 2006, esa cifra fue de casi el 42 por ciento. Y para las mujeres el resultado fue aún peor: más de la mitad de las mujeres de 80 años o más tenían una limitación funcional. La conclusión de Crimmins:
“ha habido un aumento de la esperanza de vida con enfermedad y una disminución de los años de vida sin enfermedad. Lo mismo es cierto para la pérdida de funcionalidad, con un aumento de los años en los que se espera exista una incapacidad”.
Esto fue confirmado por un estudio reciente mundial sobre “esperanza de vida saludable”, realizado por la Escuela de Harvard de Salud Pública y el Instituto para la Métrica y Evaluación Sanitaria de la Universidad de Washington. Los investigadores incluyeron no sólo discapacidades físicas sino también mentales, como la depresión y la demencia. No se encontró una compresión de la morbilidad sino, en realidad, una expansión, es decir, un “aumento en el número absoluto de años perdidos por discapacidad a medida que aumenta la esperanza de vida.”
¿Cómo puede ser esto?
Mi padre ilustra bien la situación. Hace aproximadamente una década, poco antes de su 77 cumpleaños, comenzó a tener dolores de abdomen. Como todo buen médico, negó que fuera algo importante. Pero después de tres semanas sin mejoría, fue persuadido para que viera a su médico. Estaba teniendo, de hecho, ataques al corazón, lo que lo llevó a un cateterismo cardíaco y, en última instancia, a un bypass. Desde entonces, no ha vuelto a ser el mismo. De ser el prototipo de un Emanuel hiperactivo, de repente, su caminar, su hablar, su humor eran más lentos. Hoy, puede nadar, leer el periódico, “pinchar” a sus hijos por teléfono y todavía vive con mi madre en su propia casa. Pero todo parece lento. A pesar de que no murió de un ataque al corazón, nadie diría que está viviendo una vida vibrante. Cuando alguna vez lo hablamos, mi padre me dice, “me he ralentizado enormemente. Eso es un hecho. Ya no paso planta en el hospital ni enseño”. A pesar de esto, también dijo que estaba contento.
Como Crimmins dice, en los últimos 50 años, la atención sanitaria no ha frenado el proceso de envejecimiento tanto como ha ralentizado el proceso de morir. Y, como mi padre demuestra, el proceso de morir contemporáneo se ha alargado. La muerte suele ser el resultado de las complicaciones de una enfermedad cardíaca crónica, un cáncer, un enfisema pulmonar, un derrame cerebral, una enfermedad de Alzheimer o la diabetes.
Tomemos el ejemplo de un derrame cerebral. La buena noticia es que hemos logrado importantes avances en la reducción de la mortalidad por accidentes cerebrovasculares. Entre 2000 y 2010, el número de muertes por accidente cerebrovascular se redujo en más del 20 por ciento. La mala noticia es que muchos de los aproximadamente 6,8 millones de estadounidenses que han sobrevivido a un accidente cerebrovascular sufren de parálisis o incapacidad para hablar. Y muchos de los aproximadamente 13 millones más de estadounidenses que han sobrevivido a un accidente cerebrovascular “silencioso”, sufren de disfunciones cerebrales sutiles en los procesos de pensamiento, la regulación del humor o el funcionamiento cognitivo. Peor aún, se prevé que en los próximos 15 años habrá un aumento del 50 por ciento en el número de estadounidenses que sufran una discapacidad inducida por un accidente cerebrovascular. Desafortunadamente, el mismo fenómeno se repite con muchas otras enfermedades.
Así los “inmortales estadounidenses” pueden vivir efectivamente más que sus padres pero con más discapacidad. ¿Suena deseable? No para mí.
La situación se vuelve aún más preocupante cuando nos enfrentamos a la más terrible de todas las posibilidades: vivir con demencia u otras discapacidades mentales adquiridas. En este momento aproximadamente 5 millones de estadounidenses mayores de 65 años tienen la enfermedad de Alzheimer; uno de cada tres estadounidenses mayores de 85 años tiene la enfermedad de Alzheimer. Y la perspectiva de que haya cambios en las próximas décadas no es buena. Numerosos ensayos recientes con medicamentos que se suponía iban a estabilizar la evolución del Alzheimer -ni mucho menos revertir o evitar- han fracasado tan rotundamente que los investigadores se están replanteando todo el paradigma de la enfermedad en la que se inscribió gran parte de la investigación de los últimos decenios. En lugar de predecir una cura en el futuro, muchos están advirtiendo que se acerca un tsunami de demencia con un incremento de casi el 300 por ciento en el número de estadounidenses de edad avanzada con demencia en 2050.
La mitad de las personas mayores de 80 años con limitaciones funcionales. Un tercio de las personas mayores de 85 años con enfermedad de Alzheimer. Esto aún deja a muchas personas de edad avanzada libres de discapacidad física y mental. Si estamos entre los afortunados, entonces ¿Por qué detenerse en los 75 años? ¿Por qué no vivir el mayor tiempo posible?
Incluso si no estamos dementes, nuestro funcionamiento mental se deteriora a medida que envejecemos. Se han descrito disminuciones asociadas a la edad en la velocidad de procesamiento mental, en la memoria de trabajo y a largo plazo así como en la resolución de problemas; los despistes aumentan. No podemos focalizar nuestro esfuerzo o quedarnos con una idea como cuando éramos jóvenes. A medida que avanzamos en edad, somos más lentos y pensamos más lento.
No es sólo lentitud mental. Literalmente, perdemos nuestra creatividad. Hace aproximadamente una década, empecé a trabajar con un prominente economista de la salud que estaba a punto de cumplir 80 años. Nuestra colaboración fue increíblemente productiva. Hemos publicado numerosos trabajos que influyeron en los debates que hicieron madurar la reforma del sistema de salud. Mi colega es brillante y sigue siendo una influencia importante; celebró su 90 aniversario este año. Pero él es un caso aparte, una persona muy rara.
Los inmortales estadounidenses operan con el supuesto de que serán precisamente uno de estos raros casos. Pero el hecho es que a los 75 años, la creatividad, la originalidad y la productividad habrán, prácticamente, desaparecidos en la gran mayoría de nosotros. Einstein dijo la famosa frase: “Una persona que no ha hecho su gran contribución a la ciencia antes de la edad de 30 años ya nunca la hará.” Algo exagerado; y estaba equivocado. Dean Keith Simonton, de la Universidad de California en Davis, una luminaria entre los investigadores sobre la edad y la creatividad, ha sintetizado numerosos estudios para demostrar la típica curva de la edad y la creatividad: la creatividad aumenta rápidamente a medida que se comienza una carrera, con picos alrededor de los 20 años, y sobre los 40 ó 45; luego se entra en un lento declive según se van cumpliendo años. Hay algunas variaciones, pero no enormes, entre disciplinas. Actualmente, la edad media en la que los físicos ganadores del Premio Nobel hacen su descubrimiento -no obtener el premio- es sobre los 48 años; los químicos teóricos y los físicos hacen su mayor contribución ligeramente antes que los investigadores empíricos. Del mismo modo, los poetas tienden a tener su pico antes que los novelistas. En un estudio propio de Simonton sobre compositores clásicos, demostró que el compositor típico escribe su primera obra importante a los 26 años, alcanza su máximo creativo aproximadamente a los 40 años y luego disminuye, escribiendo su última composición musical significativa a los 52 (todos los compositores estudiados eran varones.)
Esta relación de la edad con la creatividad es una asociación estadística, el producto de los promedios; los individuos varían en esta trayectoria. De hecho, todo el mundo en una profesión creativa piensa que estará, como mi colaborador, en la parte extrema de la curva. Hay talentos tardíos. Como mis amigos hacen cuando los enumeran, nos aferramos a ellos para tener esperanza. Es cierto, las personas pueden seguir siendo productivas pasados los 75 años: escribir y publicar, dibujar, esculpir y componer. Pero no se puede pasar por encima de los datos. Por definición, pocos de nosotros seremos excepciones. Por otra parte, hay que preguntarse cuántos de los “pensadores antiguos”, como los llamó Harvey C. Lehman en 1953 en su obra “Edad y Logro”, producirían una novela que no fuera reiterativa y no repitiera ideas anteriores. La curva edad/ creatividad – especialmente el descenso- es semejante en todas las culturas y a lo largo de la historia, lo que sugiere un profundo determinismo biológico subyacente, probablemente relacionado con la plasticidad del cerebro.
Sólo podemos especular acerca de la biología. Las conexiones entre las neuronas están sujetas a un intenso proceso de selección natural. Las conexiones neuronales que se utilizan más fuertemente se refuerzan y son retenidas, mientras que los que rara vez, o nunca, son usadas, se atrofian y desaparecen con el tiempo. Aunque la plasticidad cerebral persiste durante toda la vida, no nos quedamos totalmente reconectados. A medida que envejecemos, forjamos una muy extensa red de conexiones, establecidas a través de toda una vida de experiencias, pensamientos, sentimientos, acciones y recuerdos. Estamos sujetos a lo que hemos sido. Es difícil, si no imposible, poder generar nuevas ideas creativas, porque no desarrollamos un nuevo conjunto de conexiones neuronales que puedan dejar sin efecto la red existente. Es mucho más difícil para las personas mayores aprender nuevas lenguas. Todos esos acertijos mentales son un esfuerzo para frenar la erosión de las conexiones neuronales que tenemos. Una vez que usted estruja la creatividad de las redes neuronales establecidas a lo largo de su carrera inicial, no somos propensos a desarrollar nuevas conexiones cerebrales capaces de generar nuevas ideas, excepto, tal vez, en aquellos pensadores viejos que, como mi colega, son valores atípicos, una minoría dotada de una plasticidad innovadora superior.
Puede ser que las funciones mentales -procesamiento, memoria, solución de problemas- vayan más lentas a los 75 años. Tal vez crear algo novedoso es muy raro después de esa edad. Pero ¿No es esta una obsesión peculiar? ¿No hay vida fuera de estar en buena forma física y continuar contribuyendo a nuestro legado?
Un profesor universitario me dijo que desde que ha envejecido (ahora tiene 70 años), publica con menos frecuencia, pero contribuye de otras maneras. También es mentor de estudiantes, ayudándolos a traducir sus pasiones en proyectos de investigación y aconsejándoles sobre cómo mantener el equilibrio de la vida laboral y familiar. Y la gente en otros campos puede hacer lo mismo: orientar a la próxima generación.
La tutoría es enormemente importante. Nos permite transmitir la memoria colectiva que subyace en la sabiduría de los ancianos. Con demasiada frecuencia se infravalora, asumiendo que es una manera de ocupar la tercera edad de los que se niegan a retirarse para seguir repitiendo las mismas historias. Pero también ilumina una cuestión clave del envejecimiento: la constricción de nuestras ambiciones y expectativas.
Acomodamos nuestras limitaciones físicas y mentales. Nuestras expectativas se reducen. Conscientes de nuestras capacidades decrecientes, elegimos actividades y proyectos cada vez más restringidos, para asegurarnos de que podremos cumplirlos. De hecho, esta constricción sucede casi imperceptiblemente. Con el tiempo, y sin una elección consciente, transformamos nuestras vidas. No nos damos cuenta de que estamos aspirando a hacer cada vez menos. Y así seguimos contentos, pero el lienzo es ahora muy pequeño. El inmortal americano, una vez figura en su profesión y comunidad, se complace en cultivar los intereses no vocacionales, para ocuparse de la observación de aves, paseos en bicicleta, la cerámica y similares. Y entonces, como caminar se vuelve más difícil y el dolor de la artritis limita la movilidad de los dedos, la vida viene a centrarse en estar sentado leyendo o escuchando libros en cintas y haciendo crucigramas. Y luego …
Tal vez esto es demasiado desdeñoso. Hay más en la vida que las pasiones juveniles centradas en la carrera y la creación. Hay posteridad: hijos, nietos y bisnietos.
Pero aquí, también, vivir el mayor tiempo posible tiene inconvenientes que a menudo no nos reconoceremos a nosotros mismos. Dejaré de lado las cargas financieras y de cuidado, muy reales y opresivas para muchos, que la llamadageneración sándwich está experimentando ahora, atrapada entre el cuidado de los hijos y los padres. Vidas demasiado largas someten a auténticas cargas emocionales a nuestra progenie.
A menos que se haya producido un abuso terrible, ningún niño quiere que sus padres mueran. Es una gran pérdida a cualquier edad. Se crea un tremendo agujero, imposible de llenar. Pero los padres también proyectan una gran sombra para la mayoría de los niños. Independientemente de que hayan sido enajenados, desconectados o profundamente amorosos, los padres crean expectativas, influyen en los juicios, imponen opiniones, interfieren y, en general, son una presencia que se cierne sobre los niños, incluso ya adultos. Esto puede ser maravilloso. Pero también puede ser molesto. Puede ser destructivo. Pero es inevitable mientras el padre está vivo. Los ejemplos abundan en la vida y la literatura: Lear, la madre judía por excelencia, el Tiger Mom. Y mientras que los niños nunca pueden escapar totalmente de este peso, incluso después de que un padre muera, hay mucha menos presión para ajustarse a las expectativas y demandas de los padres después de que se hayan ido.
Los padres que viven también ocupan el papel de cabeza de familia. Ellos hacen que sea difícil para los hijos o hijas mayores convertirse en el patriarca o matriarca. Cuando los padres viven rutinariamente hasta los 95 años, los “niños” deben enfrentarse a su propia jubilación. Eso no les deja mucho tiempo independiente y es durante su vejez. Cuando los padres viven hasta los 75 años, los niños no solo han tenido la alegría de una relación rica con sus padres, sino que también tienen el tiempo suficiente para desarrollar su propia vida sin la sombra de sus padres.
Pero hay algo aún más importante que la sombra de los padres: los recuerdos. ¿Cómo queremos ser recordados por nuestros hijos y nietos?Queremos que nuestros hijos nos recuerden en nuestro mejor momento. Activos, vigorosos, comprometidos, animados, astutos, entusiastas, divertidos, cálidos, amorosos. No encorvados, lentos, olvidadizos y repetitivos, o constantemente preguntando “¿Qué dijo?”. Queremos ser recordados como seres independientes, no como una carga.
A los 75 años se llega a ese momento, aunque algo arbitrariamente elegido, en el que hemos vivido una vida rica y completa y hemos dejado, espero, los recuerdos adecuados para nuestros hijos. Si seguimos viviendo el sueño del inmortal estadounidense aumentarán dramáticamente las posibilidades de que no vayamos a conseguir nuestros deseos: dejar recuerdos con vitalidad, ya que serán desplazados por las agonías del declive. Sí, con esfuerzo, nuestros niños serán capaces de recordar a la gran familia de vacaciones, o esa escena divertida en el día de Acción de Gracias, o el que paso en falso embarazoso en una boda. Pero los más recientes años, esos en los que progresa la discapacidad y la necesidad de hacer arreglos para cuidado, se convertirán inevitablemente en los recuerdos predominantes y sobresalientes. Las viejas alegrías tienen que ser conjuradas con esfuerzo.
Por supuesto, nuestros hijos no van a admitirlo. Ellos nos aman y temen la pérdida que se creará por nuestra muerte. Y será una pérdida. Una gran pérdida. Ellos no quieren enfrentarse a nuestra mortalidad y, sin duda, no desean nuestra muerte. Pero incluso si logramos no llegar a ser una carga para ellos, nuestra sombra presente hasta su vejez también es una carga. Y dejarles a los chicos y a nuestros nietos recuerdos no dominados por nuestra vitalidad sino por nuestra fragilidad será la tragedia final.
Setenta y cinco años. Eso es todo lo que quiero vivir.
Pero si no voy a participar en la eutanasia o el suicidio, y no lo haré, ¿Es este un discurso vacío? ¿No me falta entonces el valor de asumir mis convicciones?
No. Mi decisión tiene importantes implicaciones prácticas. Una de ellas es personal y dos involucran la política.
Una vez que he vivido a 75 años, mi acercamiento a mis cuidados de salud van a cambiar por completo. No voy a terminar activamente con mi vida. Pero tampoco voy a tratar de prolongarla. Hoy, cuando el médico recomienda una prueba o un tratamiento, especialmente si extenderá nuestras vidas, nos incumbe a nosotros dar una buena razón por la que no lo queremos. El impulso de la medicina y de la familia conseguirán que casi invariablemente lo aceptemos.
Mi actitud cambia completamente esta perspectiva. Aprovecho lo que Sir William Osler escribió en su libro de texto médico clásico de finales de siglo, “Los Principios y la Práctica de la Medicina”:
“La neumonía puede también ser llamada la amiga de la edad. Ser llevado por ella suele ser una manera rápida y no muy dolorosa para un anciano de escapar a esos ‘matices fríos de la decadencia’ tan angustiosos para uno mismo y para sus amigos”.
Mi filosofía inspirada en Osler es esta: A los 75 años y más allá, voy a necesitar una buena razón para incluso ir al médico, hacerme cualquier examen o realizar cualquier tratamiento médico, no importa cuán rutinario y sin dolor sea. Y esta dejará de ser una buena razón: “Va a prolongar su vida.” Voy a dejar de realizarme cualquier prueba regular preventiva, exámenes o intervenciones. Voy a aceptar sólo cuidados paliativos -y no tratamientos curativos- si estoy sufriendo dolor u otras discapacidades.
Esto significa que dejaré de hacerme colonoscopias y otras pruebas de detección de cáncer ya antes de los 75 años. Si se me diagnosticara cáncer ahora, a los 57 años, probablemente aceptaría ser tratado, a menos que el pronóstico fuera muy malo. Pero me haré la última colonoscopia a los 65 años.
No intentaré detectarme cáncer de próstata en ninguna edad (cuando un urólogo me hizo una prueba de PSA sin mi consentimiento y me llamó con los resultados le colgué antes de que pudiera decirmelos. Ordenó la prueba para él, le dije, no para mí).
Después de los 75 años, si desarrollo del cáncer, voy a rechazar cualquier tratamiento.
Del mismo modo, no haré pruebas de esfuerzo cardíacas. No me pondré marcapasos y, desde luego, ningún desfibrilador implantable. No me reemplazaré ninguna válvula cardiaca o realizaré ninguna cirugía de bypass.
Si desarrollo enfisema o alguna enfermedad similar que involucra exacerbaciones frecuentes que, normalmente, acaban en el hospital, voy a aceptar tratamiento para aliviar el malestar causado por la sensación de asfixia, pero me negaré a que me trasladen al hospital.
¿Qué pasa con las cosas simples? Vacunas contra la gripe, fuera. Ciertamente, si se produjera una pandemia de gripe, quizás una persona más joven, que todavía tiene que vivir una vida completa, debería recibir la vacuna o alguna droga antiviral. Un gran reto son los antibióticos para una neumonía o las infecciones de la piel o urinarias. Los antibióticos son baratos y en gran medida eficaces para curar las infecciones. Es muy difícil para nosotros decir que no. De hecho, incluso para las personas que están seguras de que no quieren tratamientos que prolongan su vida, les resulta difícil rechazar los antibióticos. Pero, como nos recuerda Osler, a diferencia de la decadencias asociadas con las enfermedades crónicas, la muerte por estas infecciones es rápida y relativamente indolora. Por lo tanto, no a los antibióticos.
Obviamente, redactaré y grabaré claramente una orden de no reanimación y una directiva anticipada completa que indique que no deseo ventiladores, diálisis, cirugía, antibióticos o cualquier otro medicamento; nada, salvo los cuidados paliativos, incluso si no estoy mentalmente competente. En resumen, no a cualquier intervención de soporte vital. Voy a morir cuando lo que venga primero me lleve.
En cuanto a las dos implicaciones políticas, una se relaciona con el uso de la esperanza de vida como una medida de la calidad de la atención de salud. Japón tiene la tercera más alta esperanza de vida del mundo, 84,4 años (detrás de Mónaco y Macao), mientras que Estados Unidos está en un decepcionante número 42, con 79,5 años. Pero no habrá que preocuparse demasiado por medirnos con Japón. Una vez que un país tiene una esperanza de vida más allá de los 75 años para hombres y mujeres, esta medida debería ser ignorada (la única excepción está en la necesidad de aumentar la esperanza de vida de algunos subgrupos, como los hombres negros, que tienen una esperanza de vida de sólo 72,1 años; eso es terrible, y debe ser un foco importante de atención). En su lugar, deberíamos mirar con mucho más cuidado las medidas de salud de los niños, donde los EE.UU. tiene unas cifras vergonzosas en los partos prematuros – antes de las 37 semanas (en la actualidad uno de cada ocho nacimientos en Estados Unidos), se correlacionan con resultados deficientes en la visión, parálisis cerebral y diversos problemas relacionados con el desarrollo del cerebro-, la mortalidad infantil (en los EE.UU. es de 6,17 muertes infantiles por cada 1.000 nacidos vivos, mientras que en Japón está en 2.13 y en Noruega está en 2,48), y de mortalidad en adolescentes (los EE.UU. tienen un registro espantoso que está en la parte inferior de los países de altos ingresos).
Una segunda implicación para la política se refiere a la investigación biomédica. Necesitamos más investigación sobre la enfermedad de Alzheimer y las crecientes incapacidades de la vejez y y enfermedades crónicas; no investigación sobre cómo prolongar el proceso de morir.
Muchas personas, especialmente los que simpatizan con el mito del inmortal americano, rechazarán mi punto de vista. Ellos pensarán en todas las excepciones que hay para demostrar que mi teoría central que está mal. Al igual que mis amigos, ellos creerán que estoy loco o que adopto una postura solo para provocar, o algo peor. Incluso, me acusarán de estar contra los ancianos.
Una vez más, permítanme ser claro: no estoy diciendo que los que quieren vivir el mayor tiempo posible son poco éticos o que actúan incorrectamente. Desde luego, no estoy menospreciando a las personas que quieren vivir a pesar de sus limitaciones físicas y mentales. Ni siquiera estoy tratando de convencer a nadie de que tengo razón. De hecho, a menudo aconsejo a la gente en este grupo de edad sobre la forma de obtener la mejor atención médica disponible en los Estados Unidos para sus dolencias. Esa es su elección y quiero apoyarlos.
Y no estoy abogando por los 75 años como la estadística oficial de una buena vida completa con el fin de ahorrar recursos, racionar la atención a la salud o solucionar cuestiones de políticas públicas derivadas del incremento de la esperanza de vida. Lo que estoy tratando de hacer es delinear mis puntos de vista para una buena vida y hacer que mis amigos y otras personas reflexionen acerca de cómo quieren vivir a medida que envejecen. Quiero que piensen en una alternativa a sucumbir a la lenta e imperceptible limitación en sus actividades y aspiraciones que impone el envejecimiento. ¿Vamos a abrazar el mito del “inmortal americano” o mi perspectiva “75 y no más”?
Creo que el rechazo de mi punto de vista es, literalmente, natural. Después de todo, la evolución ha inculcado en nosotros un impulso para vivir el mayor tiempo posible. Estamos programados para luchar para sobrevivir. En consecuencia, la mayoría de la gente siente que hay algo vagamente de malo en decir “75 y no más”. Somos americanos eternamente optimistas que luchan contra los límites, especialmente los límites impuestos a nuestras propias vidas. Estamos seguros de que somos excepcionales.
También creo que mi punto de vista evoca razones espirituales y existenciales que las personas desprecian y rechazan. Muchos de nosotros hemos suprimido, activa o pasivamente, pensar en Dios, en el cielo y en el infierno, o si volveremos a los gusanos. Somos agnósticos o ateos, o simplemente no pensamos acerca de si hay un Dios y por qué debería importarle en absoluto lo que le pase a simples mortales. También evitamos constantemente pensar en el propósito de nuestras vidas y en qué recuerdo dejaremos. ¿Es perseguir el sueño de hacer dinero todo lo que merece la pena? De hecho, la mayoría de nosotros hemos encontrado una manera de vivir nuestras vidas cómodamente, sin reconocer, y mucho menos responder, a estas grandes preguntas. Nos hemos metido en una rutina productivista que nos ayuda a ignorarlos. No pretendo tener las respuestas.
Pero los 75 años definen un punto en el tiempo: para mí, el año 2032. Se elimina la indefinición de tratar de vivir el mayor tiempo posible. Su especificidad nos obliga a pensar en el final de nuestra vida, comprometernos con las cuestiones existenciales más profundas y reflexionar sobre lo que queremos dejar a nuestros hijos y nietos, sobre nuestra comunidad, nuestros conciudadanos y sobre el mundo. El plazo también obliga a cada uno de nosotros a preguntarnos si nuestra contribución responde a nuestra inversión. Como la mayoría de nosotros aprendimos en la universidad durante las sesiones de estudio nocturnas, estas preguntas fomentan una profunda ansiedad y malestar. La especificidad de los 75 años significa que ya no podemos simplemente seguir haciendo caso omiso de ellos y mantener nuestro agnosticismo fácil y socialmente aceptable. Para mí, pasar 18 años más con el reto de estas preguntas es preferible a pasar los años tratando de aferrarme a cada día adicional olvidando el dolor psíquico que se asocia y soportando el dolor físico asociado a un proceso de muerte prolongado.
Setenta y cinco años es todo lo que quiero vivir. Quiero celebrar mi vida mientras todavía estoy en mi mejor momento. Mis hijas y mis queridos amigos seguirán tratando de convencerme de que estoy equivocado y de que puedo vivir una vida valiosa mucho más tiempo. Y yo conservo el derecho a cambiar de opinión y ofrecer una defensa vigorosa y razonada de vivir el mayor tiempo posible. Eso, después de todo, significaría dejar de ser creativo después de los 75″.
No hay comentarios:
Publicar un comentario