Es un hombre de 70 años con el desarrollo emocional de, bueno, quizá no de un recién nacido, pero sí de un chico malcriado de primaria
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Cuando el español medio sufre uno de sus habituales ataques de indignación la primera exclamación que suele salir de su boca es “¡no es normal!”, seguida con reiterativo énfasis por un, “¡esto no es normal, joder!”. La frase, curiosa, ya que parte de la noción de un acuerdo unánime sobre lo que es la normalidad, no se oye tanto en los demás países de habla hispana ni, que yo sepa, en otras lenguas. Pero quizá haya llegado la hora de que el inglés la incorpore a su léxico, especialmente en Estados Unidos. El ascenso de Donald Trump a la presidencia es lo menos normal que ha ocurrido en la historia de ese país. Quizá sea lo menos normal que haya ocurrido en una democracia, o en una supuestamente madura democracia, en la historia de la humanidad.
Calígula llegó a la cima del poder en la antigua Roma, es verdad; como también lo hicieron Idi Amín en Uganda, o el general Galtieri en Argentina, o Stroessner en Paraguay. La diferencia es que Trump fue electo comandante en jefe por voluntad libre
Es un llorón con un ego gigante y frágil a la vez, como un enorme huevo de porcelana. La virtud adulta de la empatía es ajena a sus funciones cerebrales. Como su tuitorrea crónica indica, tiene una necesidad tan desesperada como infantil de ser siempre el centro de atención.
Lo anormal no tiene tanto que ver con las opiniones o políticas que Trump propone. Lo más anormal de su llegada a la Casa Blanca no es su admiración por Vladímir “los rusos tenemos las mejores prostitutas del mundo” Putin, o su desprecio por la OTAN y la Unión Europea, o su hostilidad hacia China, o que se vaya a rodear en el Despacho Oval de asesores de la derecha más rancia, o su deseo declarado de construir un muro en la frontera con México, o de romper el acuerdo nuclear con Irán o de dinamitar el sistema de sanidad pública de su país.
Lo más anormal es su personalidad; que el país más rico, más poderoso y más influyente del planeta vaya a tener como presidente a un hombre bebé, a un “man baby”, como lo definió con aterradora lucidez el humorista político estadounidense Jon Stewart. Trump es un hombre de 70 años con el desarrollo emocional de, bueno, quizá no de un recién nacido, pero sí de un chico malcriado de primaria.
He seguido con interés a los presidentes de Estados Unidos durante muchos años. Recuerdo mi desilusión cuando Richard Nixon llegó al poder; mi sensación de ridículo cuando lo reemplazó Gerald Ford, un hombre, como decían, “incapaz de mascar chicle y caminar en línea recta al mismo tiempo”; mi rabia cuando el mediocre actor Ronald Reagan ganó las elecciones dos veces; mi decepción cuando George Bush padre le tomó el relevo y mi horror cuando Bush hijo fue reelegido, tras la invasión de Irak, en 2004.
Pero la elección de Donald Trump es de otro orden. Ford, Reagan, los Bush e incluso Nixon, hasta su caída, eran personajes que, por lo menos en público, se comportaban con la seriedad y la dignidad que el cargo exige. Estaba en desacuerdo con ellos en casi todo, me ponía de mal humor cuando les veía en televisión, pero no sentía que eran personas fundamentalmente frívolas o inmaduras; nunca me asustaba que tuvieran el dedo en el botón nuclear.
Ahora, como escribía esta semana el columnista más conservador de The New York Times, David Brooks, los estadounidenses han elegido como presidente a “un rey bufón”. Yo iría más lejos. Trump es un enfermo. Viendo sus mensajitos en Twitter y oyendo sus declaraciones no solo en el cínico frenesí de la campaña electoral sino que, desde que venció a Hillary Clinton en noviembre, la única conclusión posible es que ofrece un caso clásico de trastorno de personalidad narcisista.
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