Estos días he releído el último
libro de H. Küng, aún no traducido al español, un texto breve del año 2014 con
el que a sus 86 años, aquejado por un Párkinson progresivo, quiso coronar su
vida y toda su obra. El título constituye más que un mero testamento vital, es
un programa de vida: “Muerte feliz”.
¿Contradicción?
Más bien, paradoja de la vida, que solo puede ser feliz dándose. Paradoja de la
muerte que se hace donación y se vuelve decisión, expresión, culminación de la
vida. La muerte puede ser feliz, pues la vida que se da no muere. ¿Te parece un
juego de palabras vacío? Para H. Küng es el horizonte que ilumina su vida
entera incluida la muerte. Sabe de lo que habla, pues a ello ha consagrado sus
inagotables energías físicas, emocionales, intelectuales, espirituales.
Muerte feliz: eso significa
“eutanasia” en su origen y etimología, aunque los nazis degradaron su sentido
al utilizarlo para designar sus prácticas de exterminio, de muerte infeliz.
Muerte feliz o eutanasia significa morir sin tristeza y sin dolor, o con el
mínimo de tristeza y de dolor inevitable. Morir en plena conciencia. Despedirse
serenamente de los seres queridos. Asumir sin angustia la pena de la
separación; en la pena hay consuelo, en la angustia no; la pena no impide la
felicidad, la angustia sí.
Morir
en profundo asentimiento a toda la vida, aceptándolo todo, diciendo sí a todo,
también a las heridas sufridas y, lo que es mucho más difícil, a las heridas
infligidas: no he sido perfecto, lo siento, pero a esto he llegado, y así está
bien; me gustaría que muchas cosas hubieran sido mejores, pero está bien como
está; digo sí a todo, sin justificar nada. Decir: “Mi obra está acabada: ahí os
la dejo”. Y no hace falta que sea una “gran obra”, como la de Hans Küng, ni nadie
puede medir la grandeza de la obra por el tamaño o el número o la calidad de
los libros escritos, ni por el éxito logrado, o el influjo ejercido. Coronar la
vida humildemente. Morir en paz.
Pues
bien, como creyente pensador y humanista, afirma Küng: en el momento en que mi
vida ya no posee para mí calidad humana suficiente, puedo y debo elegir esa
“muerte feliz”, digna, bella, buena. Muerte hermana, no enemiga. Hay un tiempo
para vivir y un tiempo para morir. Y yo puedo, debo decidirlo responsablemente.
“El ser humano tiene el derecho a morir cuando no tiene ninguna esperanza de
seguir llevando lo que según su entender es una existencia humana”. Rehusar
prolongar indefinidamente la vida temporal forma parte del arte de vivir y de
la fe en la vida eterna. Ya se había pronunciado en el mismo sentido hace 20
años, en 1995, en otro libro (Morir dignamente,
Trotta 1997) escrito en colaboración con su amigo y colega Walter Jens.
Asistimos
a un cambio radical de paradigma. La legislación social de los diversos países
–con contadas excepciones como Holanda o Suiza– adolece todavía de un gran
retraso respecto de la opinión social. Y el retraso es más grande en el caso de
la jerarquía eclesial. Sostener, como sostiene, que solo es lícita la “ayuda
pasiva” (desconectar un aparato de alimentación o de respiración, por ejemplo)
no deja de ser una ficción. ¿Hay tanta diferencia entre desconectar un aparato
y proporcionar una dosis mayor de morfina que me llevará a la muerte o al
descanso final? La jerarquía eclesiástica corre el riesgo de volver a
equivocarse, como se equivocó a propósito de los métodos de contracepción o de
fecundación llamados “artificiales”.
Elegir
la muerte de manera humana es la forma final de elegir la vida de manera humana.
Y la humanidad no está definida ni dictada por una divinidad exterior ni
representada por ninguna religión. El creyente debiera una muerte feliz como definitiva
donación confiada de sí a la Realidad primera y última, como tránsito a la
Realidad profunda, a la Realidad Fontal, a la Vida sin origen ni fin. Decir que
no podemos elegir la muerte porque no somos dueños de la vida es una máxima
tramposa. No somos dueños de la vida ni de la muerte, pero somos responsables
de la vida y, por lo tanto, también de la muerte, y aquí no es decisiva la
distinción entre creyente e increyente. No solo podemos, sino que debemos
elegir responsablemente –digo responsablemente– cuándo y cómo morir, sin otro
límite que nuestro bienestar y el bienestar común, empezando por el de las personas
más allegadas. Y los médicos y las personas más próximas debieran poder atender
la demanda de quien libremente les pide –o de quien libremente hubiera dejado
expresada esa demanda– una ayuda para bien morir.
Es
una exigencia del cuidado de la vida, y no hay otro mandato divino ni otra
divinidad que la Vida, el Cuidado, la Bondad y el Buen Vivir.
(Publicado en DEIA y los Diarios del Grupo
Noticias el 7 de febrero de 2016)
No hay comentarios:
Publicar un comentario