Que no debes ser el médico de tus familiares es algo que más o menos tengo claro. Está claro que puedes aclarar dudas, ofrecer información y ser una “red de seguridad” si alguna vez piensas que otro médico está metiendo la pata con tu familiar. Incluso el New England dice que cuidadito con estas prácticas, que puede ser que te acabes pasando la ética por el forro.
Lo que no dice el New England –ni te cuentan en clase- es que en tu afán por no ser médico para ser familiar/amigo/conocido/loquesea a veces te pasas de frenada y te quedas en ponerle mucho empeño a lo de no ser médico y poco a lo de ser familiar/…
Mi abuela –y la de mi hermana, mi hermano y mi prima- murió hace unos días. Hace cinco años ya se murió un poco, cuando el Alzheimer la redujo a la expresión simplificada de lo que ella era (de ser cariñosa a dar besos si te acercabas, de ser alegre a poner una sonrisa que durara cinco años, de querer mucho a su gente a agarrar mucho –y muy fuerte- a su gente). Ahora se murió lo que quedaba. Una vez sabes que como médico no se te espera es mucho más fácil ser familiar. A veces te sales un poco del foco para dar el refuerzo que se necesita –que no deja de ser el mismo comentario que hace tu madre pero añadiéndole seis años de carrera y mucho menos sentido común-: que si no sufrió y eso es lo importante, que si no tuvo conciencia de apagarse del todo, que si el Alzheimer es una enfermedad muy cruel.
Porque esta última frase –“el Alzheimer es una enfermedad muy cruel”- no falta en ningún diálogo sobre alguien con Alzheimer. Cruel por lo que es, por aquello de lo que te desposee -los recuerdos y la conciencia del otro-, pero también porque haya quien bajo a base de promesas de mejorías inventadas intente centrar la ayuda a los enfermos y sus familiares en pastillas y parches que aunque no lo son, ejercen de ansiolíticos-concepto más que otra cosa*.
Y es que hay veces en las que para lo más que sirve nuestra profesión es para esto que dijo John Berger (y que ya hemos citado aquí hasta el agotamiento):
El médico es el familiar de la muerte. Cuando llamamos a un médico le pedimos que nos cure y alivie nuestro sufrimiento, pero si no puede curarnos también le pedimos que sea testigo de nuestra muerte. El valor del testigo es que ya vio morir a muchos otros [...]. Es el intermediario viviente entre nosotros y los innumerables muertos. Está con nosotros y estuvo con ellos, y el consuelo difícil pero real que los muertos ofrecen por su intermedio es el de la fraternidad.
En realidad, ser testigos de vida y muerte es a lo más que alguien puede aspirar, especialmente con sus familiares, y tiene poco de prueba intelectual y mucho de desafío humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario