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lunes, 6 de junio de 2016

Sobre La ingratitud de Matilde Sanchez

Publicado en edición impresa de Sobre "La ingratitud", de Matilde Sanchez

La inteligencia

La ensayista continúa la serie de lúcidos artículos en los que reflexiona acerca de las novedades editoriales de la literatura argentina contemporánea. En este caso se trata de una relectura y una reedición, ya que la novela de Sánchez apareció por primera vez en 1992, pero se trata de una excepción ineludible: el libro le parece a Sarlo “tan perfecto” como hace veinte años.

                            

Ayer como hoy. Las cualidades de la literatura de Sánchez que vino después ya estaban en ésta, su primera novela. |
Matilde Sánchez escribió esta novela en 1986. Fue publicada en 1992, por la editorial de Ada Korn. En el prólogo que ahora le agrega para esta edición de Mardulce, Sánchez observa que en aquel tiempo “al contrario de lo que ocurre hoy, la juventud se consideraba un obstáculo para una primera novela”. Quizá por eso la novela sea tan perfecta. Recuerdo que hace 25 años lo “inacabado” no era un mérito salvo que antes se hubieran escrito novelas “acabadas”. No había especial debilidad por lo juvenil y las primeras novelas de Sánchez, de Alan Pauls, de Sergio Chejfec o de Daniel Guebel no reclamaban esa prerrogativa.
Cuando entonces leí los originales de La ingratitud tuve la impresión de estar ante una novela que debía ser publicada.
Otros originales de primeras novelas no suscitan la convicción de que deben pasar a imprimirse de inmediato. Con La ingratitud, en cambio, pensé: esta novela es inesperada y sorprendentemente buena. Haber dicho algo antes no implica necesariamente un acierto. A veces, todo lo contrario.
Ahora, volví a leer La ingratitud y tengo la convicción de que acertaba. Es un texto notable por su inteligencia, por la acerada seguridad de la escritura sin vacilaciones y por la capacidad de exponer un drama de sentimientos con la misma distancia con que observa una ciudad extranjera. Estas cualidades son las de la literatura de Sánchez en los años que siguieron. Es lo primero de una mujer que ya estaba constituida como la escritora que es hoy. Había leído lo que necesitaba para escribir y lo incorporaba sin exhibicionismo juvenil y sin los manierismos, habituales en los años ochenta, de una ficción que citaba otras ficciones. La ingratitud no es una novela juvenil; tampoco es un destilado hiperliterario que propone cada cita como si se tratara de un concurso en el que los lectores juegan su inclusión en una comunidad de gente instruida.
La ingratitud cuenta la historia de una mujer joven, argentina, que vive en Berlín y le escribe cartas a su padre en Buenos Aires, o lo llama por teléfono. Ese hombre la ha provisto de una red de amigos o conocidos donde la mujer, esforzadamente, consigue pequeñas sumas de dinero para subsistir. El padre muere y deja un testamento contradicho o corregido por codicilos que imponen un regreso si la heredera desea recibir el legado (retaceado) de los bienes paternos, en lugar de la imposible comunidad afectiva de las cartas y llamados que, como en un espejo, siempre se coordinaron mal.
Amor a un padre, distancia, desentendimiento, muerte. Hay un viaje para visitar la tumba de Nietzsche, llamado invariablemente el Filósofo. Hay una revelación sencilla y trascendente en el final, para darle un cierre siempre provisorio al drama subjetivo. Este cierre ordena la angustia aunque no se alcance el sentido de la relación de esta hija y este padre, ni de ella con quienes lo rodean, con la enfermedad que no llega a entender, ni cómo afecta ese cuerpo, ni las transformaciones de su voz en el teléfono.
Salvo cuando “cae en el cine” como si se tratara de una narcosis, la narradora está crispada por la actividad de descifrar esos sonidos, esas letras o esas voces, aquellas fotografías de la guerra donde su padre puede estar como soldado alemán, las palabras incomprensibles de sus vecinos polacos, del otro lado de la pared de ese departamento que ocupa en la Hardenbergstrasse, muy cerca del Zoo. No la fascina ningún exotismo, de los que Berlín occidental (todavía antes de la caída del Muro) le ofrece una vasta muestra. Como quien recoge un animal aterido de frío, lleva a un turco a su departamento, y allí se queda; arrastra a una polaca hasta la tumba de Nietzsche; frecuenta una pareja de mexicanos que se han propuesto caer simpáticos. Sobre todo, en el departamento que la narradora alquila, nada le interesa de lo que dejaron sus dos ocupantes anteriores, mujeres africanas, que no suscitan la menor atracción hacia lo exótico y globalizado. Unicamente sigue, con desgano pero finalmente sigue, la historia policial de un cartero viejo que ha matado unos cuantos antes de suicidarse con una escopeta. Se le ocurre que puede ser la “intriga” que no tiene, un cuento para el padre.
La narradora da vueltas por Berlín. Es invierno: nieve sucia, nieve arenosa, nieve petrificada, nieve resbaladiza, nieve deshaciéndose en barro, y ella camina con las cartas del padre sin llegar a entender su asimétrico laconismo; lo llama desde teléfonos públicos, sin lograr un entendimiento en el que, de antemano, desconfía. Describe la caligrafía de su padre, que muestra una superioridad inalcanzable y luego, también, los signos temblorosos de una decadencia. Sobre todo, analiza una cuestión central, personal y literaria: ¿en que género se escribe lo que sucede? Lejos de creer que puede cultivar el colorido bienpensante o tedioso del relato de viajes, ni la dilación de peripecias que finalmente muestran su final reconciliado de la novela de aprendizaje. ¿Para quién escribe las cartas de las que no tiene prueba de que sean leídas, ni siquiera deseadas? ¿Son finalmente cartas, relato o escritura?
“Impedir que mi padre se convirtiera en un rumor.” La mujer no quiere hablar de ese padre con otros. No tiene otro remedio que hablarle a él o hablarse a sí misma. Está condenada, en lo que se refiere al género, al soliloquio o las cartas. La primera persona define el género subjetivo que, en el caso de Sánchez, es tan escondedor como desconfiable. Sin esos coloquialismos que impone la primera persona como si tuviera un derecho de oralidad, La ingratitud fue escrita por alguien que también es periodista. Aunque muy lejos del cliché del non-fiction, conserva la sensibilidad penetrante de quien tiene que verlo todo a la primera ojeada. Pero la ficción, de comienzo a fin, congela la mirada.
Esa ficción dice una verdad arquetípica: toda hija hace sus cuentas con la relación intensamente pasional con su padre y con la muerte de ese hombre. Para hacer esas cuentas y, sobre todo, para despertar su atención por medio de cartas y llamadas (intento cuyo fracaso es la novela misma), la narradora vive en Berlín, de donde habría llegado su padre, después de la guerra. Se ha elegido Berlín a causa del padre; no puede ser, por tanto, un escenario donde el texto se distraiga con el descubrimiento de diferencias, curiosidades y sorpresas. Es el lugar al que, sin haberlo conocido antes, se vuelve. Un viaje hacia el pasado. Lo que digo no tiene que ver con circunstancias biográficas de Matilde Sánchez, que conoció Berlín dos años antes de terminar esta novela, por razones bien distintas.
Aunque para el personaje de La ingratitud Berlín sea la nostalgia y el deseo del padre, para Sánchez, que traspasa a la novela lo que captó en su viaje de 1983 (lo dice en el prólogo), es una ciudad en transición entre su presente dividido y su futuro europeo, una ciudad de extranjerías diversas y de soledades incorruptibles, conservadas en el aire gélido del invierno donde los gatos duermen sobre los techos de los autos.

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