Supongo que me gustaría decir que me gustaría volver a aquellos días, y comprar en la panadería de siempre la horrible rosca de Reyes de siempre y esperar la noche para dejar bajo la higuera el balde con agua, el forraje para los camellos, y escuchar tu voz a la mañana siguiente: “¡Llegaron los Reyes!”. Supongo que me gustaría decir que me gustaría volver a aquellos días de Pascua que esperabas con ilusión y que terminaban en algarabía pagana, todos rompiendo el huevo de chocolate sobre la mesa y peleándonos por los confites y los juguetes que venían dentro. Supongo que me gustaría decir que me gustaría volver a aquella rotisería exquisita a la que íbamos cada tanto y ver la parsimonia con la que el español que atendía sacaba las anchoas de su frasco —como si fueran joyas— y te preguntaba cuánto ibas a llevar de jamón crudo mientras yo miraba los quesos y los embutidos y tus piernas lindas debajo de las faldas de lana gris que usabas en invierno. Supongo que me gustaría decir que me gustaría volver a las noches en las que me llevabas al kiosco de la avenida Arias, que atendía un hombre parapetado detrás de caramelos y chicles y cigarrillos en medio de un olor plástico y pegajoso, y me comprabas dos revistas y chocolates marca Sugus y me preguntabas: “¿Querés algo más?”. Supongo que me gustaría decir que me gustaría volver a las tardes en las que yo practicaba mis clases de guitarra mientras vos lavabas los platos y me alcanzabas, después, uvas recién lavadas. Ver cómo te pintabas las uñas con esmalte marca Revlon color sangre coagulada. Escucharte cantar canciones de Serrat. Supongo que me gustaría decir todas esas cosas y fingir que no hubo más que eso. Que solo hubo eso. Que no hubo noches rotas. Te reías poco. Ayer estaba en un hotel. Me di cuenta de que había olvidado tu risa. Me queda un jirón, que perderé mañana.
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