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miércoles, 16 de marzo de 2016

El interés por lo sencillo : Walser


 Walser se interesa por las cosas sencillas, ordinarias, fugaces; por esa concatenación imprevista de minucias que a causa de su fluir y evanescencia invocan una mirada igualmente inestable y contraria a toda pedantería; una mirada que las haga brillar por unos segundos para dejarlas después perderse, irremediablemente, abismadas en su futilidad, hundiéndose en la corriente del hábito que todo lo enmohece y degrada. Paseos dominicales y excursiones sin propósito, periódicos extranjeros, cartas, libros mediocres, animales, personajes entre los que destacan los vagabundos, los bandidos y los despreocupados, cafeterías bulliciosas, miradas que se cruzan por casualidad, amantes, toda una galería móvil de sucesos al parecer carentes de relieve desfilan ante la esponja mental de Robert Walser (una esponja que después sabrá destilar un jugo hilarante, con unas cuantas gotas de acidez), para desprenderse de cualquier significación consabida y cubrirse entonces con la luz de lo irrepetible.
Walser es un autor que sólo se siente a gusto en medio de lo inferior y lo minúsculo. “Su profunda e instintiva aversión por cualquier tipo de altura –escribió acerca de él Canetti–, de elevación o de pretensión lo convierte en uno de los poetas esenciales de nuestra época henchida de poder”. Resguardado al ras de lo inadvertido, astuto a su manera gris y reservada, Walser deja que su prosa se extravíe entre las minucias –incluso entre las bajezas y la humillación–, sólo para reaparecer más tarde, sentencioso y jovial, dueño absoluto de la narración, e incluso de las aparentes vacilaciones de la narración; y aunque sus obsesiones bien pudieran resultarnos demasiado caprichosas o delirantes (brotes benignos, quizá, de su extraña o acaso imaginaria enfermedad mental), una vez que nos dejamos arrastrar por el ritmo de sus divagaciones y nos perdemos en alguno de sus paréntesis a menudo interminables, difícilmente podremos sustraernos al poder de su arbitrio, en particular cuando nos percatamos de que esa falta de propósito es lo que constituye su fuerza, y que son motivos puramente hedonistas los que lo mueven hacia esas regiones marginales y hacia esa forma de entender la escritura que, como las cosas sobre las cuales trata, simplemente sucede.
En su afán de no desear nada y simplemente desaparecer, Walser sobrevivía a duras penas gracias a trabajillos menores e improbables –como su participación en la Cámara de Escritura para Desocupados de Zúrich–, reservándose la felicidad de un burócrata o un criado. Fue mayordomo e instructor, y al parecer la idea del Instituto Benjamenta –que es el tema central de Jakob von Gunten, una escuela dedicada a la formación de perfectos ceros a la izquierda–, surgió de un curso para sirvientes que él mismo tomó durante su estancia en Berlín. Al igual que Kafka, probó suerte en un banco; al igual que Bartleby, en su faceta de amanuense se dio el lujo de decir que prefería no hacerlo. Su actividad predilecta era pasear, y aun encerrado en el manicomio de Herisau se le consintió que realizara largas caminatas por los alrededores, a sabiendas de que tenía talento para el vagabundaje y de que no podía ser dañino para su salud. Sibarita del paseo reflexivo, de pocas cosas se jactaba más que de sus hazañas ambulatorias.
Como quien abandona una torre de marfil cuyo aire se encuentra intoxicado por el peso de la responsabilidad y la carga de las labores incumplidas, el acto ideal de Walser consistía en salir de su habitación en busca de los acontecimientos minúsculos que la calle o el camino rural le prometían. Divagante y elástico, ligero y feliz, se enfilaba entonces hacia donde sus pasos lo llevaran, sin otra preocupación que consagrarse al ritmo impredecible de las cosas en el instante de chocar contra su mente. A su vuelta, mientras la leña chisporroteaba bucólicamente en un rincón, quizá cogería un lápiz y, con idéntica naturalidad, con esa desenvoltura que sólo podría calificarse de campante o saltarina, narraría las aventuras sencillas que había encontrado.
Al paseante [escribe Walser] le acompaña siempre algo curioso, reflexivo y fantástico, y sería tonto si no lo tuviera en cuenta o incluso lo apartara de sí; pero no lo hace; más bien le da la bienvenida a toda clase de extrañas y peculiares manifestaciones, hace amistad y confraterniza con ellas, porque le encantan, las convierte en cuerpos con esencia y configuración, les da forma y ánima, mientras ellas por su parte lo animan y forman.
Robert Walser murió en 1956, el día de Navidad, a la mitad de uno de sus incontables paseos. El hecho de que la muerte lo sorprendiera durante su caminata, en medio de la nada, me hace suponer que para él no significó más –ni menos– que cualquier otro incidente de los tantos que llegaron a inquietarlo, y que presenció con ese talante de quien siempre está de paso, a la vez maravillado y suspicaz. Durante esos paseos, Walser supo encontrar, justamente por no habérselo propuesto nunca, las aventuras más simples y jubilosas a las que puede conducir la amistad con toda clase de sucesos, seres y manifestaciones, y hacer su exaltación y encomio sin caer por ello en la desmesura de entenderlas como epifanías.

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