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jueves, 5 de mayo de 2016

Grey Gardens: cuando el documental supera a la ficción

Cine y TV

 

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La impresionante fotografía promocional de "Grey Gardens" (imagen;: Portrait Films)
La impresionante fotografía promocional de Grey Gardens. Parece concebida para un film de David Lynch, pero no: es real. Imagen: Portrait Films.
Suele decirse que la realidad supera a la ficción y este documental lleva cuatro décadas demostrando que el refrán es completamente cierto. Ha inspirado musicales, películas, canciones; han aparecido referencias a su absorbente microcosmos en los lugares más insospechados. Este documental es Arte, con mayúsculas, pero no por sus encuadres o su montaje, sino porque gira en torno a dos personas que eran arte en sí mismas. Arte disfuncional, tragicómico y por momentos solo trágico, pero arte en definitiva. Si alguna vez han visto películas sobre el crepúsculo de figuras con glamour, como Sunset BoulevardQué fue de Baby Jane o las basadas en cualquier obra de Tennessee Williams, sepan que son todas ellas obras geniales, pero que parecen repentinamente encorsetadas y artificiales después de contemplar algo tan majestuosamente humano y verídico como Grey Gardens. Aún diría más: habrán visto ustedes muchos reportajes sobre guerras y desastres, pero no siempre se necesita pasear una cámara entre trincheras para hacernos reflexionar sobre la esencia de la condición humana o sobre la suprema importancia que, por su fragilidad y carácter efímero, tiene la propia vida. Grey Gardens no muestra conflictos bélicos ni terremotos; en realidad, no hay en todo su metraje ningún acontecimiento digno de un noticiero. Pero no se engañen; su capacidad para conmover es inmensa. Este documental es como el reverso de todas las fantasías que Hollywood, el mundo del espectáculo y la prensa rosa llevan tanto tiempo queriéndonos meter en la cabeza; fantasías de un mundo de hadas. Precisamente porque recuerda en tantas cosas a esas fantasías, que aquí aparecen abortadas y marchitas, Grey Gardens es como una bofetada al espectador que alguna vez haya decidido creérselas.
Todos ustedes recuerdan a Jacqueline Bouvier, más conocida como Jackie Kennedy o Jackie Onassis. Procedía de una familia adinerada, se casó con John F. Kennedy, se convirtió en primera dama y después en la «viuda de América» hasta que se volvió a casar con el multimillonario más famoso de su época, Aristóteles Onassis. Para buena parte de la prensa y el público, Jackie fue durante mucho tiempo la personificación del glamour: estaba siempre en lo más alto, siempre en la pomada. Era la gran estrella de una nueva aristocracia, la estadounidense, cuyo prestigio social ya no se medía por la cantidad de títulos nobiliarios sino por la cantidad de portadas y primeras páginas en revistas o periódicos. Ya la recuerdan, ¿no? Pues bien: olvídenla. Vamos a hablar de alguien mucho más interesante. Grey Gardens nos presenta a dos de las parientes más cercanas de Jackie: su tía Edith Ewing Bouvier Beale y su prima Edith Bouvier Beale, conocidas respectivamente como «Big Edie» y «Little Edie». Ambas procedían del mismo ámbito adinerado de Jackie, pero su destino fue muy diferente. Cuando se rodó este documental, en 1975, ambas tenían ya una edad (setenta y nueve años Big Edie, que murió poco después; cincuenta y ocho años Little Edie), pero vivían en un mundo propio que parecía sacado de algún relato de terror psicológico. Vivían solas, casi aisladas del mundo, absorbidas por una disfuncional relación de dependencia mutua madre-hija. Su mansión, llamada precisamente Grey Gardens, había sido una bonita casa en East Hampton, un vecindario de clase alta cercano a Nueva York, pero con bonitas playas e ilustres vecinos que ya les habían retirado la palabra. La casa se encontraba en un estado de abandono lamentable, y eso que en 1972 había sido restaurada gracias al dinero de sus famosas primas Jackie Onassis y Lee Radziwill Bouvier para evitar el escándalo de que las autoridades desalojasen a dos mujeres emparentadas con los Kennedy por vivir en condiciones de indigencia, ocupando una edificación que no cumplía los requisitos mínimos de higiene y habitabilidad. Rodeadas de destartalados recuerdos como fotografías, cuadros descolgados de las paredes y objetos polvorientos que hablaban de tiempos mejores en los que ellas también habían sido damas de la alta sociedad, compartían la casa con gatos y mapaches. Sin televisión ni lavadora, con agujeros en las paredes y un jardín transformado ya en selva («se me cayó una bufanda y nunca la volví a encontrar», dice Little Edie), las dos Edith Bouvier, madre e hija, pudieron caer en el más completo olvido, como dos mujeres alocadas a las que casi nadie quería acercarse, de no haber sido por los famosos documentalistas, los hermanos Albert David Maysles, que por fortuna para la historia del cine se las toparon por pura casualidad.
Big Edie y Little Edie, en la época en que se rodó el documental (imagen: Portrait Films).
Big Edie y Little Edie, en la época en que se rodó el documental. Imagen: Portrait Films.
Los hermanos Maysles se habían hecho famosos rodando documentales de cinéma vérité, estilo consistente en intentar captar la realidad del modo más fiel posible, sin narradores, ni guion, ni planificación previa, ni nada que pudiese enturbiar la relación entre el espectador y la realidad filmada. Por entonces gozaban de un enorme prestigio gracias a otros documentales legendarios como Salesman y el no menos célebre Gimme Shelter, que cubría la gira de los Rolling Stones que terminó de forma desastrosa en el festival de Altamont. Pues bien, en principio fueron contratados por Lee Radziwill, hermana pequeña de Jackie Kennedy, y otra de las figuras célebres de la dinastía Bouvier. Ella quería filmar un documental sobre su propia vida. Para hablar de su infancia, se desplazó con los cineastas a East Hampton, y fue así como los Maysles se toparon con la destartalada mansión Grey Gardens, que parecía salida de algún enloquecido melodrama psicológico de los años cuarenta, y con las dos Edith Bouvier, estrafalarias figuras de la famosísima familia que, rodeadas de bien cuidadas mansiones, estaban llevando una vida más parecida a la de cualquier barrio de chabolas. Atónitos, los dos cineastas se dieron cuenta de que allí, en Grey Gardens, estaba el material interesante, no en la vida privilegiada de Lee Radziwill. Intentaron convencer a su clienta para que cambiara el foco de la película, centrándola en sus excéntricas tía y prima. Pero Lee Radziwill, ofendida, respondió que no; o la película giraba en torno a ella y no en torno a los trapos sucios de la familia, o no habría financiación. Decididos a filmar en Grey Gardens a toda costa, los dos cineastas renunciaron al cheque de su mecenas y se quedaron junto a las dos Bouvier caídas en desgracia, aunque no estaban seguros de si el nuevo proyecto sería rentable. Pero ¿cómo renunciar a inmortalizar en celuloide a aquellas dos mujeres tan fuera de lo común? El resultado se convirtió en uno de los documentales más irrepetibles y también más mágicos de todos los tiempos.
La primera sensación que tendrá cualquier espectador al contemplar Grey Gardens es que los Maysles, de alguna manera, pretendían explotar el morbo mostrando las paupérrimas condiciones en que vivían dos antiguas damas de la más alta sociedad, así como recreándose en retratar sus personalidades disfuncionales. Pero conforme pasan los minutos y se sucede una secuencia surrealista detrás de otra, incluso el espectador más reticente terminará entendiendo que aquí hay mucho más que la típica historia de juguetes rotos (que tantas veces, por cierto, se ha pretendido imitar en documentales posteriores). Es evidente que las dos Edies, madre e hija, son personas que muchos años atrás habían perdido el control. También es evidente que son muy superficiales, o más bien que fingen serlo, y que no parecen tener consciencia del estado en que se encuentran o de la imagen que proyectan. Todo esto es cierto. Pero sus personalidades, sobre todo la de la hija, van mucho más allá de la típica tontería aristocrática o burguesa. Incluso más allá de la extravagante decadencia del entorno. Ambas son mujeres interesantes por sí mismas, que tuvieron inquietudes artísticas en su juventud, aunque coartadas por el mero hecho de ser mujer y madre —en el caso de Big Edie— o de no haberse atrevido a manejar el timón de su propia vida, en el caso de Little Edie. Aunque al principio podrían parecer dos «locas de los gatos» de manual, nos van revelando personalidades mucho más poliédricas de lo que cabía esperar. La madre es sin duda manipuladora y hace sospechar que haya sometido a su hija a un chantaje emocional continuo durante toda su vida. La hija es fantasiosa e inmadura, una víctima de su madre, sí, pero también una persona que siempre escogió huir del mundo real (quizá porque a los treinta y pocos años sufrió una repentina alopecia). Ambas son inteligentes, es más, existen entrevistas posteriores con Little Edie que demuestran fuera de toda duda que esta mujer tenía cerebro. Sin embargo, se han dejado arrastrar por una rutina enfermiza que, después de décadas, las mantiene totalmente ajenas a lo que sucede en el resto del planeta. Entre tanto, los hermanos Maysles filman lo que sucede en la casa sin apenas intervenir, con bastante delicadeza, pero sin ocultar nada. Ellas, encantadas por la repentina atención, interpretan sus respectivos papeles, aunque son papeles que las tienen secuestradas y que resultan indistinguibles de ellas mismas. El resultado es indescriptible. Yo, al menos, nunca he visto un documental parecido con dos personajes semejantes. Eran únicas, eso está claro.
Imagen: Portrait Films.
Imagen: Portrait Films.
El documental no hace hincapié en ningún aspecto emocional concreto. No hay apenas preguntas y no se insiste en ningún asunto, ni siquiera en el cercano parentesco de estas dos mujeres con los Kennedy. Son el escenario y la conducta de las dos protagonistas los que hablan por sí mismos. Algunas secuencias son duras de contemplar, hasta algunas que parecen inofensivas, como una pequeña fiesta de cumpleaños que resulta trágica porque comprobamos hasta qué punto estas dos aristócratas son incapaces de sacar vasos de vidrio para sus dos únicos invitados. Cuando las Bouvier recuerdan pasajes de sus antiguas vidas dejan entrever lo mucho que han perdido, sobre todo en el caso de la hija. El documental no toma partido por ninguna de las dos, pero es la segunda la que acaba despertando más simpatías porque parece mucho más dañada, además de que es infinitamente más simpática. Sin embargo, hasta las escenas más patéticas terminan teniendo una doble interpretación. Una secuencia que se ha hecho célebre nos muestra a Little Edie a sus cincuenta y ocho años (bien llevados, hay que decir, sobre todo para alguien que vive en la miseria) comportándose como una adolescente, vestida con unas mallas y bailando feliz ante la cámara mientras agita una banderita americana ante la cámara, como si estuviese en alguna celebración del instituto. Parece una secuencia ridícula, y lo es en cierto modo, pero cuando uno va conociendo al personaje entiende que esta extraña conducta es su manera de aferrarse a una vida ya perdida. Es su manera de expresarse. De repente la secuencia del bailecito adquiere otro trasfondo. Pues bien, todo el documental está repleto de momentos que pueden leerse de varias maneras, sobre todo cuando nos hacemos una idea de quiénes son las Bouvier.
Little Edie jamás se casó, algo que hoy no tendría la menor importancia, pero que para una señorita de alta alcurnia de su época constituía todo un fracaso social. Aun así, nunca nos queda claro si de verdad quería casarse y no lo consiguió debido a las circunstancias, o si, en un ejercicio de independencia impropio de su entorno y de su generación, prefirió intentar llevar una vida de artista, en la que también fracasó. Así, contemplándola con su banderita, vemos a una mujer que fracasó en todo excepto a la hora de olvidar cuáles habían sido sus aspiraciones y esperanzas. Al final nos resulta difícil juzgarla con la misma dureza con la que podemos juzgar a su madre, que sí tuvo una vida, al menos hasta cierto punto. Todos los sueños de Little Edie terminaron en la más absoluta nada. Lo más curioso es que las ínfulas de actriz de Little Edie o las historias en que Big Edie recuerda cómo a su hija constantemente se le declaraban millonarios y artistas parecen habladurías de dos mujeres medio enajenadas, hasta que, en un momento determinado —que, la verdad, es impactante—, Little Edie muestra fotos de su juventud. De repente vemos que la joven Little Edie no había tenido nada que envidiar en belleza y prestancia a ninguna estrella de Hollywood de su época, o de cualquier época, para el caso. Había sido una belleza fascinante. Uno sí puede imaginar a millonarios o poetas enviándole toneladas de flores y a productores ofreciéndole papeles en la gran pantalla. Todo ello resulta creíble de repente. Pero nunca se casó. Nunca fue actriz, ni cantante, nunca fue nada. Nunca hizo algo de consideración con su vida. Ni siquiera la temprana alopecia era una excusa, porque cuando le sobrevino ya había tenido tiempo suficiente para tomar algún rumbo en su vida, el que fuese, o trabajar, o formar una familia, o irse de aventuras. Pero no hizo nada y ahí está, ante nosotros, una mujer que lo tuvo todo: dinero, posición, una deslumbrante belleza, una personalidad entusiasta y encantadora, inteligencia, interés por las cosas, pero que permanece encadenada a su madre en un caserón mugriento, mientras algunas de sus primas famosas a nivel mundial viven como reinas. Incluso su madre es una prisionera; es verdad que parece ejercer de carcelera emocional, pero también ella fracasó en su día, porque, después de que la abandonase su marido, fue incapaz de reaccionar, comenzando una larga decadencia a la que, cuando la vemos en su vejez, parece totalmente acostumbrada. También es impactante verla a ella en cuadros o fotos en los que aparece como una elegante dama de perfil grecorromano que parece salida de una novela de Proust. Rodeada de gatos y basura, comiendo mazorcas de maíz —o cosas de aspecto inclasificable que prepara su hija—, uno se pregunta cómo es posible que una mujer tan bien situada y con tan buenos contactos terminase en semejantes circunstancias. Imaginen a dos personas que podrían haber pasado décadas ocupando portadas pero que terminaron viviendo como pordioseras, y que aun así son más fascinantes que la rama más exitosa de la familia.
Imagen: Portrait Films.
Imagen: Portrait Films.
Al final, Grey Gardens produce una sensación agridulce, y de bastante confusión, porque no es el típico documental protagonizado por personas a las que podamos encasillar como víctimas de una desgracia concreta hacia la que reaccionar con frases prefabricadas. De hecho, a veces el espectador no sabe si reír o estremecerse, ya que viéndolas casi siempre cuesta separar lo divertido de lo patético. «Qué pena» no será lo único que piensen y sientan al verlo. No sé si por esto mismo, mucha gente adora esta película, y sobre todo a la pizpireta Little Edie, cuyos fans no la mencionan con tristeza o pesar, todo lo contrario. Dentro del evidente cataclismo que fue su lamentable vida, terminó creando algo, un icono. Consiguió perdurar en celuloide, pero además es una especie de bandera disfuncional de cómo ponerle buena cara al mal tiempo. Cualquiera que haya visto el documental habrá sentido conmiseración hacia una mujer cuya inteligencia jamás se aplicó en nada productivo, cierto, pero a la que resulta imposible recordar sin sonreír. Incluso su madre, a la que intuimos un trasfondo bastante más siniestro, sabe aparecer digna y despertar simpatía cuando recuerda los tiempos en que era amiga de un pianista con el que grabó algunos discos, cuyas canciones rememora con voz temblorosa (eso sí, no desafina ni una vez). TolstoiThomas Mann o García Márquez podrían haber escrito grandes libros imaginando el pasado de estos dos personajes irrepetibles. Las Bouvier han generado un culto más que comprensible, que incluye un musical y una película de HBO titulada también Grey Gardens, en la que Jessica Lange y Drew Barrymore recreaban secuencias del documental pero también escenas biográficas de otros tiempos. Aunque ambas actrices lo hicieron muy bien (sobre todo una sorprendente Drew Barrymore, que por momentos casi se convierte en Little Edie), la película es prescindible. Es correcta, sí, pero el guion es un tanto previsible y resulta más interesante imaginar lo que estas dos mujeres fueron a partir de lo que ellas cuentan en el documental, y no de lo que unos guionistas adaptaron a diálogos un tanto forzados. En resumen, un documental nacido de manera fortuita que, mucho más allá de mostrar los escombros del patio trasero de los Kennedy, es como una extraña ópera existencialista protagonizada por dos mujeres que no parecen de este mundo. Porque no eran de este mundo

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