lunes, 9 de mayo de 2016
La medicina moderna
"He who studies medicine without books sails an uncharted sea, but he who studies medicine without patients does not go to sea at all.Listen to your patient, he is telling you the diagnosis,"
Sir William Osler
Hubo un tiempo en que el fundamento de la asistencia sanitaria era el contacto que se establecía entre un médico y un paciente junto a su cama. En el que los instrumentos básicos aprendidos como esenciales por el primero y reconocidos como imprescindibles por el segundo eran escuchar, observar, y tocar. No hace mucho tiempo de esa época, no hay que remontarse a cuando Osler practicaba la medicina en Hopkins para encontrarla. Yo la vi e intenté aprenderla de gente que la conocía y practicaba.
Ese paradigma hace tiempo que cambió. Y todos (médicos, pacientes, organizaciones, políticos) aceptamos sin nostalgia que sea así.
He tenido la ocasión de conocer hace unos días como se practica el nuevo paradigma en uno de los centros emblemáticos del modelo MUFACE, una de esas clínicas privadas que presumen de una forma diferente de hacer las cosas, mucho más avanzada y moderna de la que se practicaba en el anquilosado y periclitado sistema público.
Sus fundamentos son dos: en primer lugar unas instalaciones hoteleras de cuatro estrellas, con vistosos pijamas de diferentes colores según categorías, y confortables habitaciones individuales con baño privado y cómodo sofá cama para el acompañante. En segundo lugar la tecnología como principio: “ponemos la tecnología más avanzada al servicio de tu salud” se aprecia en el cartel publicitario con un sonriente especialista ante el tubo que todo lo sabe. La clínica es “referencia en innovación médica” y ya se sabe que no hay innovación sin Resonancia, TAC, PET, Doppler, Holter o ergometrías.
El paradigma es aceptado con agrado por los pacientes. Pudiendo escoger la pastilla roja del viejo paradigma prefieren esta pastilla azul de pasillos solitarios, habitaciones individuales y derroche tecnológico.
Ante un cuadro de síndrome miccional con fiebre y mal estado general en paciente de 85 años la primera intervención es realizar un TAC craneal. Aunque no exista ningún criterio clínico para hacerlo (no hay focalidad , no ha habido pérdida de conciencia ni convulsión previa) afrontar el problema con una prueba de imagen da esa sensación de modernidad que tranquiliza tanto a profesionales y pacientes. . El TAC es normal, lo que no evita que se considere al paciente demenciado porque se le olvidan las cosas, y se le inicie tratamiento con los neurolépticos de moda que evitan las incómodas llamadas a media noche que tanto perturban a familiares y sanitarios en su sueño reparador.
Sin embargo no se realiza un cultivo de orina hasta tres días después del ingreso, una prueba demasiado simple para ser de primera elección en hospitales modernos. Cuando se le realiza al persistir la fiebre y se inicia el tratamiento ante la confirmación de la sepsis de origen urinario el paciente mejora. Porque sin PET también mejoran.
Se inicia un puente, fenómenos naturales en que los médicos abandonan el barco ahítos de sobrecarga y cansancio. El paciente apenas orina a pesar de que se cuantifica la diuresis: no pasa de 150 ml al día. Se informa de ello a la enfermera y ésta responde que se tendrá en cuenta. Pero pasa un día y sigue la oliguria, a pesar de ser diabético y mantenerse la hidratación. Se pregunta a la enfermera del control si es posible hablar con un médico, pero esas prestaciones parece que no están cubiertas. Solo hay uno de guardia en planta (en un hospital de 300 camas) y únicamente acude ante incidencias. Pregunto por la definición de incidencia. Me responden educadamente que incidencia es la incidencia “grave”. Le vuelvo a preguntar si le parece normal que haya un solo médico para un hospital de 300 camas durante tres días festivos y me responde que “no, por supuesto, pero aquí las cosas funcionan así”. Me intereso por la función renal y la posibilidad de que esté haciendo una retención urinaria. Me responde que se lo dirá al médico, que según parece pasa por los controles cuando todos duermen para revisar tratamientos. Pasa el puente y vuelven a aparecer los médicos como los flamencos en Fuente Piedra al llegar enero. La médico a cargo del paciente decide sondarle: recoge cerca de un litro de diuresis. También decide transfundirle porque la hemoglobina ha caído a 8 ,3 mg /dl (en paciente cardiópata) . En el ingreso la hemoglobina era de 9,2 pero con tantos días de fiesta nadie había reparado en ello. Como tampoco inicia ningún estudio de por qué ese hombre, viejo pero en aceptables condiciones , se está anemizando.
El caso no es un caso infrecuente, ni extraño ni difícil. No supone ningún reto diagnóstico. Solo precisa de un médico que visite diariamente al paciente mientras esté ingresado, que haga preguntas, que toque la tripa y ausculte, y que le diga “qué tal se encuentra hoy”. Si fuera posible incluso con una sonrisa, pero ya sabemos que hoy en día las sonrisas son mucho más costosas que el PET. Algo que nuestro sistema sanitario no se puede permitir.
El problema no es por supuesto exclusivo de los hospitales privados. Ocurre con cada vez más frecuencia en los hospitales públicos. Esta especie de aluminosis de la asistencia sanitaria va calando en los huesos de los profesionales, jaleado por responsables políticos obsesionados por inaugurar cada semana un nuevo hospital , una nueva unidad de arritmias, un nuevo trasplante imposible para presumir ante la prensa junto a los abrumados familiares del enfermo. Y mientras tanto, la verdadera buena medicina, la que se basa en escuchar, observar, tocar y acompañar durante el recorrido del paciente por el sistema sanitario se desprecia e ignora. Y al que se empeña en practicarla se le coloca bajo la sospecha de ser ineficiente y poco productivo.
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