El humano es un animal que camina. Lo más importante que hacemos en nuestras vidas se hace de pie. Venecia es una ciudad donde la gente ha caminado durante siglos. La he estudiado mucho porque es una ciudad casi perfecta para un animal que camina.
En tu nuevo libro, Cities for people, hablas del síndrome de Brasilia. Esa obsesión de arquitectos y urbanistas por planificar ciudades desde el aire y olvidarse completamente de la escala humana, ¿es un problema de formación profesional?
En el año 1960 hubo un cambio de paradigma, la ideología modernista en el urbanismo tomó el control por completo. Las ciudades empezaron a expandirse a toda velocidad y la construcción de edificios se industrializó. Al mismo tiempo, los coches empezaron a dominar la sociedad. En 1961 Jane Jacobs, con su libro The Death and Life of Great American Cities, alertó de las consecuencias que esto podía tener y criticó duramente estas prácticas diciendo que acabaría con la muerte de las ciudades americanas. En aquellos tiempos sus palabras tuvieron un impacto limitado. Durante los siguientes 40 años nos metimos por la senda de la modernización impulsada por el automóvil. Los urbanistas practicaron sin tapujos su síndrome de Brasilia, los arquitectos se perdieron en hacer arte y celebrar su individualismo y los planificadores de tráfico siguieron esforzándose para hacer la vida más fácil para el coche. En ninguna parte de la formación de esta gente hay un elemento importante dedicado a las necesidades de la escala humana.
Hoy sabemos de sobra las consecuencias de estas políticas. Tenemos que exigirnos hacerlo mucho mejor de lo que lo hemos hecho durante el último medio siglo. Desafortunadamente, esta tradición sigue viva en ciudades como Dubai y en buena parte de China.
¿Se vislumbran cambios en el horizonte?
Poco a poco empezamos a ver un cambio en el paradigma en la otra dirección. Nos damos cuenta por fin que para tener ciudades más seguras, sostenibles y atractivas, hay que cuidar de la escala humana. Un respeto por este elemento es una fórmula segura para conseguirlo.
Lo que tú propones es una fórmula casi infalible para hacer que las ciudades sean más seguras y sostenibles. ¿No es algo a lo que aspira cualquier alcalde? ¿Cómo podemos exportar el modelo de Copenhague?
No es complicado. En Nueva York, donde trabajo con el alcalde desde hace muchos años, hemos visto que esto es mucho más fácil de lo que parece. Cuando cierras estos espacios al tráfico la gente rápidamente sabe qué hacer con ellos. Allí participamos en la peatonalización de tramos de la calle Broadway en 2009. Empezó como un experimento pero 10 meses más tarde se convirtió en algo permanente. El éxito fue increíble y los negocios vieron un incremento importante en sus ingresos. Cuando ofreces esto a la gente, ellos lo aprovechan al instante. El problema es que demasiados arquitectos y urbanistas simplemente no están preparados para mirar por el lado humano. Antes de los años 60 la expansión de las ciudades era más gradual. Se añadían calles de una en una. Había mucha tradición detrás para hacer buenas ciudades y espacios públicos. Pero, cuando la planificación de las ciudades empezó a dominar, toda esta experiencia y tradición se olvidaron. Por eso tenemos que reinventar lo aprendido del pasado para construir un nuevo futuro.
¿Supongo que habrá también arquitectos que aciertan?
El arquitecto Ralph Erskine siempre tuvo en cuenta la importancia de la escala humana en su trabajo. Él siempre decía: “un arquitecto es alguien que ama a las personas (y no su propio ego)”. Ayer volví de un viaje a Almere, en Holanda, una ciudad de cerca de 100.000 habitantes que se ha creado de la nada en 30 años. Ha sido un verdadero milagro cómo, en tan poco tiempo, se ha creado una ciudad con personalidad y mucha vida. Friburgo en Alemania también se está convirtiendo en una referencia. Vancouver siempre ha tenido una forma interesante de afrontar el desarrollo. Crean espacios bajos y proyectan torres en medio de ese espacio. Pero tampoco es bueno abusar de éstas ya que en ciudades con mucho viento se crean corrientes frías que bajan al suelo y en climas crudos crean sombras que bloquean la luz natural.
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